Llego a la cima del monte Tibidabo y veo a unos cincuenta huérfanos en su uniforme verde aceituna alineados frente al mirador que se abre a la ciudad. Los niños tiritan de frío y ansia bajo los arcos de la oficina del parque de atracciones. Los parques de atracciones… Algún original dice que esos lugares son un negativo burlesco del infierno, brillo de emoción en aristas de azogue; el Leteo discurre por túneles donde chillan las parejas y el tobogán de la montaña rusa es un precipicio de hierro que lanza condenados a las llamas. Todo es posible. Aunque si esos teóricos de la ingeniería alegórica llegasen a leer estas páginas, se turbarían cuando me vieran subido en una de las atracciones al final de la jornada, mientras decido, en medio de un universo de mi antigua propiedad, que merecen un prólogo la circunstancia y el modo en que me ha sido encargado el Informe. Este Informe. Unos papeles que, si nadie lo impide, serán un relato sobre raras variaciones de las que he sido testigo a lo largo de mi vida. Y esas variaciones no han sido rígidas, ideales; no hay cielo, ni infierno, ni sus ilusiones: uno encuentra laberintos sin plan, construcciones espirales sin centro y monstruos, muchos monstruos, nunca iguales, nunca diferentes, rendidos al misterio de una vida secreta que un aprendiz de mago ha vuelto ópera bufa.
Una vez fui la inspiración de un personaje muy secundario en la novela escrita por un imbécil. Allí se leía: «Sus maneras y su habla de chulo barriobajero que pretenden, sin conseguirlo, ser ocultación posmoderna, extraña ironía, de una sólida inteligencia, no pueden justificarse con su oficio ridículo: las historias que dice escribir para cómics japoneses. D. tiene la sensación de que F. es demasiado pedante para los jóvenes y demasiado necio para los adultos a quienes pretende atraer, tanto en sus escritos como en su vida, con la sobreevaluación carismática de un escueto macarra que una vez, de niño, sufrió un fabuloso accidente». Algo de eso hay, sobreevaluado D. En el principio, siempre están los niños. Y ahora, otros niños aplauden en el mirador y ríen y gritan «¡Pistacho! ¡Pistacho!». Frente a ellos, unas monjas vigilan y una azafata con vestido, abrigo y pañuelo de un cromatismo insultante para el hábito religioso advierte con alarma excesiva de las mutilaciones que sufrirá el niño malo que no se arrime a la pared cuando llegue del cielo quien todos esperan y ovacionan. Junto a la caseta del funicular, algunos fotógrafos se concentran en el cálculo de la nublada luz invernal; a su lado, gruñen hombres de negocios: algún puro humeante, alguna mirada nerviosa a un reloj con posibilidades, alguna patada al suelo para deshacer una suspensión del alma o sólo espantar el aire que se arremolina en los tobillos. Los ejecutivos desean que acabe la pesadilla que aún no ha empezado, y se concentran de tal modo en el cielo que ignoran las evoluciones de otras azafatas cuyo parpadeo continuo sólo manifiesta que están ahí para cuidarles. Una de esas chicas me descubre y avisa de mi presencia a otra, mayor en años y con la frecuencia del batir de pestañas moderada por las obligaciones del cargo. Ya la tengo ante mí:
—¿Usted es…?
—Fernando Atienza. Me llamaron para que presenciara el acto.
—¿A qué medio pertenece?
—Al medio ambiente.
Sonríe la azafata jefe hasta la congelación facial, brilla su excesivo maquillaje en la intemperie de enero. Será mejor que a partir de ahora se acostumbre, si quiere conservar la serenidad y el puesto de trabajo, a aguantar impertinencias y desplantes donde abundaba el servilismo y el deseo de aproximarse como fuera al gran hombre Pistacho.
—La semana pasada me llamaron de una empresa… —digo.
—¿De Infotrans? ¿Omega Technics? ¿Comisiones & Investment? —la azafata jefe acaba recurriendo a una lista y sigue emitiendo iniciales, anglicismos y compuestos mixtos de titulación esnob que no me dicen nada.
—¿Top Security? ¿Puede ser ésa? —pregunto.
Y ella busca, encuentra y afirma con la cabeza, sonríe más relajada y me llama «Señor Atienza». Que como sabré, y lo sé, hoy, día de la Adoración de los Reyes de Oriente, don Roberto del Pistacho repartirá obsequios a los huérfanos de los Hogares Clarinet como cada año, y subraya ese «como cada año», y lo entona tal que un «aquí no pasa nada». Que me una al grupo de caballeros con gabán, porque enseguida llegará el señor Del Pistacho (y pronuncia el apellido como las monjas de ahí al lado dicen «Jesusito de mi vida…»), se llevará a cabo la excepcional obra de caridad y tendré el honor de saludar personalmente al prohombre, atención, yo mismo, y entre él y yo sólo aire, durante el pequeño vermú que se celebrará en el restaurante Omnia. Y me señala un toldo amarillo frente a la iglesia coronada por un Santo Cristo.
Todo sería estupendo si ella no ignorara, como yo no ignoro, y no ignora toda España, que el potente Del Pistacho está en la cárcel, donde asume con inédita resignación ser apelado «el Colegui» por sus nuevos amigos. Cuando me invitaron a presenciar esta escena, supuse y esperé, aunque en el lugar donde fui citado se deba abandonar toda esperanza, que el financiero Del Pistacho arreglaría sus desacuerdos legales con la intervención de magníficas influencias para que este día señalado, en un paraje propicio a la alta fantasía, le saludáramos los niños huérfanos y yo (y los del abrigo). De ese modo tan bello se pondría punto final a una serie de incidentes que trastornan desde hace meses la ruta de mi sosiego para extraviarme en una selva umbría cuando dejo atrás lo que hasta ahora calculaba, al parecer alegremente, como la mitad del camino de mi vida.
Me aproximo hasta los del abrigo y observo que ni se hablan entre sí, ni muestran intención de saludarme. Se conocen, pero no tienen nada que decirse o ya está todo dicho. Se obstinan en mirar al cielo, donde empiezo a distinguir un punto azul que aumenta de tamaño hasta volverse helicóptero. En algún lugar dentro del parque suena de pronto Las cuatro estaciones de Vivaldi, la inapropiada melodía de «La primavera», cuyo correr tras las mariposas no tarda en ser mancillado por el estruendo del helicóptero aterrizando en la exigua superficie del mirador, hélices que se vuelven espirales, ojos divisando centros, que ahogan el chillido entusiasta de los niños, las renovadas voces de advertencia de monjas y azafatas. Hay revuelo de papeles y faldones.
—¿Y «Flecha Dorada»? —pregunta a gritos uno de los del abrigo, en referencia al lujoso prototipo con que el financiero sobrevolaba a los mortales en mejores y no tan lejanos tiempos.
—Imagínate. En el montepío de los helicópteros… Ése se lo ha alquilado a los bomberos. No sé, por decir algo…
La hélice se vuelve espiral temblorosa y hélice de nuevo, mientras la nave se posa con bandazos de paquidermo volador entre flashes de fotógrafos, y siguen los violines y los vivas de los huérfanos. A una señal del piloto, las azafatas avisan a las monjas, y los niños son enfilados por edades. Cuando el menor de todos se halla en el lugar que una novicia señala con el pie, hay un momento de confusión porque la puerta no se abre.
La azafata jefe se asoma a una ventanilla del helicóptero y recibe instrucciones; enseguida se forma una cadena de mando que va de azafata en azafata hasta uno de los responsables del parque, quien tras un rascar breve del cuero cabelludo se interna a buen paso entre las atracciones. La impaciencia aumenta. Nuevos hallazgos satíricos del clan del abrigo apuntan a los pies de barro del financiero y a este último despilfarro ante el complejo recreativo que fue de su propiedad; boba jerga empresarial sobre el camelo y el vanitas vanitatis:
—Pasa una generación y viene otra, pero la tierra permanece siempre… —podría ser el resumen de lo que dice uno.
—Lo único seguro es que el sol siempre sale… —es la generosa síntesis de lo que otro masculla entre tacos.
—Y que está a punto de llover… —digo yo.
Y menos mal que alguien toca mi espalda y me vuelvo, porque los del abrigo me quieren escupir. Quien me llama es otra azafata, una nueva:
—Buenos días, señor Atienza. Tengo que darle un recado de parte del señor Del Pistacho. El señor Del Pistacho… —paladea—… ha manifestado un gran interés en saludarle personalmente en el restaurante Omnia.
—¿Personalmente en persona?
Azafata confundida, que insiste:
—Un gran interés…
Azafata que se aleja, mientras los niños renuevan el aullido común porque empieza a llover. Y ése no es el único motivo del infantil delirio: tras el encargado, cruzan la puerta del parque de atracciones nada menos que el Conde Drácula, la Momia, el Hombre Lobo y la Criatura de Frankenstein. Tan trabajado el maquillaje de los monstruos como el de las azafatas, no oculta el desconcierto de los actores de la Casa del Terror haciendo una súbita hora extra. Los del abrigo no comparten el júbilo casi histérico de los niños y de los fotógrafos; quizá por eso, mediante una nueva orden surgida del interior del helicóptero, dos guardaespaldas más temibles que los monstruos confiscan las cámaras una a una salvo la de un elegido que es llamado a la compuerta de la nave. Aumenta la intensidad de la lluvia, mientras añoro el cobijo del restaurante Omnia y presumo exquisiteces sublimes. Me desentiendo de la escena, encamino mis pasos hacia el lugar del convite y dejo tras de mí nuevos «¡Viva Pistacho!», «¡Viva!», porque la compuerta del helicóptero se abre al fin.
La misma azafata que me ha avisado del renovado interés de Roberto del Pistacho en hablar conmigo me recibe en la puerta del restaurante como si yo fuese la solución a todos los problemas empresariales, políticos, penales y financieros de su amo, y entramos en un salón con mesas de manteles impecables y grandes fotografías de antiguas atracciones donde se ha instalado un bufé que en su perfecta soledad aguarda el pincel de un maestro flamenco del bodegón. La azafata ordena a un camarero que atienda al segundo cualquier petición que salga de mi boca, y se aleja unos pasos hasta mantener una discreta distancia entre ella y mis pensamientos. Como estamos solos en el salón, pienso, y lo manifiesto con la mirada, que no es necesario tanto protocolo y sí algo de animado coqueteo del que emane un perfume de sensata información. La sugerencia es desatendida. Me acerco a un ventanal y diviso a través de la lluvia la otra montaña con parque de atracciones en el lado opuesto de la ciudad, y la ciudad sumergida en niebla; ahí abajo, las mansiones escalonan la falda de la montaña entre pinares, encinares, cicatrices de asfalto y barrancos llenos de basura. Busco sin mucha convicción La Alameda, el lugar donde pude saberlo todo de no ser un niño demasiado atento a la disipación de historias. Desde aquel día de agosto, a lo largo de los veinticuatro años que han pasado desde entonces, habré intentado un par de veces, quizá tres, recorrer ese paisaje por si encontraba el edificio, los antiguos jardines, los bancales erosionados, las agrupaciones forestales. Nunca obtuve resultado, y en verdad no lo deseaba.
La vista asciende al mirador copresidido por el helicóptero y el raro movimiento humano. Las monjas han ordenado a los huérfanos en cinco filas frente a las cuales los famosos monstruos y alguien disfrazado de financiero Pistacho, disfrazado a su vez de rey Baltasar, reparten regalos en cajas azules, rojas y amarillas, según la edad de las criaturas. Parece que ha surgido una duda logística, ya que las preferencias de los niños se orientan, yo diría que de modo arrebatado, a lograr el obsequio de manos de cualquiera de los monstruos (la Momia arrasa) antes que del presunto financiero con la cara tiznada. El reparto se lleva a cabo con velocidad creciente. Algo sucede y el falso rey Baltasar, falso Pistacho, regresa al interior del helicóptero, los monstruos acaban el reparto a toda prisa, y mientras las azafatas y las monjas alejan del peligro de las hélices a los huérfanos cargados de regalos, los fotógrafos y los hombres del abrigo, exhibiendo todos un gran dominio sentimental, han salido de la explanada y montan en sus automóviles. Ahora descienden hacia la ciudad en procesión funeraria, los huérfanos suben a un autobús, los monstruos cuentan su dinero y el helicóptero convierte sus hélices en espiral, la espiral se convierte en nueva hélice (aunque ya otra hélice) y el aparato alcanza el cielo, culea, se equilibra y se aleja hasta formar un punto. No entiendo nada.
—¿No entiende nada? ¿Verdad?
Es uno de los hombres del abrigo. Cara bonachona desmentida por rápidos movimientos de la mirada hacia lugares imprevistos. Un vestuario juvenil, excesivo, chillón, una corbata «divertida», como dicen algunos, estampada con monos en varias posiciones trepando hasta una nuez de Adán que las muchas arrugas hacen parecer una auténtica nuez. Enseguida me paso de listo y hago su retrato: un ejecutivo de publicidad cincuentón que se niega a abandonar su cargo, o al menos pretende salvar una excelencia profesional que su ego ha ido magnificando hasta la invención morrocotuda; por eso se duerme en los aviones mientras le hablan, o explica una verdad de plomo a los desconocidos y la cháchara se vuelve lamentable balbuceo beodo al caer la tarde:
—Tomaré un whisky —le dice al camarero. Y a mí—: Yo, estas mariconadas de frutas de los jóvenes, las aguas minerales de mierda esas, qué quiere que le diga…
Asiento y miro a la azafata, que a su vez mira a través de mí, y sus ojos azules se distraen en la explanada, en el parque de atracciones abriendo sus puertas al público, en los charcos y en lo que dice ser «Templo Expiatorio de España». No es necesario que transmita al lector el humorismo evidente.
—Roberto del Pistacho… —me dice el hombre con la boca llena de canapé—… no era Roberto del Pistacho. Eso ya lo debe de saber, claro. El hombre pensaba que por estas fechas ya estaría en la calle. Pero en esta guerra de nervios, porque no es otra cosa, de nervios y de periódicos, una imagen de Pistacho, el sibarita, comiéndose un bocadillo taleguero en Nochebuena hace que algunos se crean tremendos justicieros. Y digo «se crean», porque a ésos ya no les cree nadie. Ante esa adversidad, Pistacho dio la orden de que el tradicional reparto de Reyes siguiera su curso y yo mismo me encargué de convocar con urgencia a los pocos amigos que le quedan, y, a decir verdad, son amigos y se han apuntado a esta pequeña representación porque no tienen más remedio. También hemos avisado a la prensa, a la radio, a la televisión… Pero no ha venido nadie, ni siquiera a poner de manifiesto la desfachatez del asunto. Nada. Los cuatro fotógrafos eran free lance de tercera que nada bueno podían hacer con los carretes. En fin, que si Pistacho quería plantear una especie de «Conmigo no podréis» ante su antigua propiedad, no ha habido muchos testigos de la gesta. Y lo mismo podría decirse si la intención era amenazar de modo sutil a los que no están moviendo un dedo por ayudarle, un «Sigo en la cárcel», porque nadie se va a dar por enterado. Quizá, no sé, desgrave a Hacienda por obra de caridad: el alquiler de la explanada, del helicóptero, de los juguetes, de las monjas, de los niños… Porque los niños tampoco eran huérfanos. Hoy en día, por fortuna, los huérfanos, los de orfanato quiero decir, escasean… Así que hemos presenciado el espectáculo de un hombre que no es quien dice ser ofreciendo a huérfanos que no son huérfanos regalos no sé si verdaderos. Espléndida paradoja, aunque se base un poco en el ridículo. Pero que no cunda el pánico: al menos, es de agradecer que Del Pistacho aún no vaya por ahí disfrazado de superhéroe como aquel otro al que expropiaron. Y debemos evitarlo, porque todo podría ser… Ya que las multitudes y sus representantes nos han abandonado, por lo menos que no nos dejen el hedor de su garrulería. Ésa es una verdad importante. Lo que conozco. Y yo me dedico al conocimiento, no a la sabiduría. Y una cosa es incompatible con la otra si uno quiere alcanzar cierta perfección espiritual… ¿Hablo mucho?
¡Ay, cómo me suena ese lenguaje! ¡Y, ay, cómo le temo!
—No, lo que dice es muy interesante… —disimulo.
—De tú, Fernando, que vamos a ser amigos…
Tengo mucho miedo.
—Me llamo Javier Trueta. —Tras limpiarse con una servilleta, me extiende la mano en un saludo—. ¿Nos sentamos? Si tienes alguna duda sobre el interés que pudiera albergar una conversación conmigo —iba diciéndome Javier Trueta, mientras se aprovisionaba de canapés y whisky—, te diré que pertenezco a Top Security. Fui yo quien te hizo llamar. Soy yo quien desea conocerte personalmente para rogar que aceptes una pequeña propuesta ampliamente remunerada y, cómo te diría, liberadora… Seguro que me entiendes.
Me lanzo en plancha sobre la mesa que señala Trueta. Acepto sus canapés, acepto su whisky:
—Quizá mucho de lo que diga te va a parecer… fantástico, irreal, pero los tiempos son fantásticos e irreales. ¿Sabes dónde estaba yo hace veinte años? ¿El año en que murió Franco? En teoría, coordinaba un grupo de actividades comunistas en España. Pero nada de comunistas de fábrica, o de octavilla o de «¡Libertad! ¡Libertad!». Nada de eso. Era un peón fingido en una especie de mascarada que se llevaban los de la CIA y el KGB en Madrid. Hacían prácticas de contraespionaje en un terreno, si no neutral, de ínfima importancia. Yo funcionaba como agente doble y, además, como cazador de espías para el SECED, el servicio de inteligencia, por llamarle de alguna manera, anterior al CESID, a la PAK y a la Finca… ¿Me sigues?
Niego con la cabeza. Quizá Javier Trueta espera que esa negación signifique: «No, no te sigo». Pero significa: «Hay que ver…». Un mes antes, nombres como la Finca me resultaban puro delirio de paranoicos más o menos divertidos.
—Haces bien en no seguirme, porque te estoy mintiendo. En el año setenta y cinco trabajaba como subjefe de ventas en unos grandes almacenes. No me interesaba la política, y de las finanzas, sólo mi nómina y mis posibilidades de ascenso…
Y ahora tampoco le creo. Pienso en un antiguo opositor que aprovecha su memoria y la tutela de un catedrático con tensiones sexuales no resueltas para poner una guinda de ilustración en el pastel de lo obvio. O en un antiguo seminarista ungido primero por el marxismo (y Dios fue el materialismo dialéctico y la revolución el segundo advenimiento) y después por el morbo del conocimiento oscuro (y el materialismo dialéctico se hizo información y la revolución poder fáctico). Concluyo que ambos sectores han dado a la sociedad un modelo casi inverosímil de bocazas:
—¡Aquel Corte Inglés…! Mis jefes me adoraban, mis subordinados dividían opiniones y, contra las normas de la empresa, mantenía un romance adulterino, una guarrada de probador de señoras, con una empleada que entonces me excitaba mucho y ahora, cuando se ha convertido en mi segunda mujer y me ha dado tres hijos, me repele muy santamente. En los últimos veinte años, de hacerse algo, se han armado trayectorias peculiares. Como la mía. O como la de ese de quien hablábamos antes, don José María: uno de los principales empresarios del país, si no el primero, que de la noche a la mañana se pasea por los tribunales en capa y calzón, disfrazado al parecer de superhéroe. O la de uno que conozco, que de presentar un programa infantil en la tele pasó a jefe de prensa en el Ministerio de Defensa. Del Capitán Tan al Capitán General. Pero no hay que preocuparse. Su inmediato superior, uno de los máximos responsables de la seguridad del Estado, blasonaba por todo currículum ser presidente de una asociación de vecinos y de ayudar en la droguería de sus padres. Y, si quiere, hablamos de usted…
Javier Trueta engulle un canapé de caviar con limón incluido. La masticación facilita su discurso mental, los decididos movimientos mandibulares mal sincronizados a ojos que se lanzan de pronto a las corvas de la azafata, a los blancos manteles del salón vacío, a la rama cuajada de lluvia que roza nuestra ventana. Una inteligencia que opera ganando tiempo, automáticos despliegues de astucia; un funcionario que repite una rutina, quizá extraña, pero de protocolo asentado mediante curso restringido en Parador Nacional. La única tarea es seguir paso a paso el impreso, una estructura, un argumento. Ahora llegará al apartado en el que ha de transcurrir la primera peripecia, el punto de giro que concluya la presentación, y que este hombre pesado y temible disfrazará de hallazgo espontáneo, de «te lo aclaro porque me caes bien». Desde ahí, Javier Trueta trazará espirales para enredarme con ellas en un laberinto que luego desandaré en solitario para toparme con fieras y abismos. El ingenio monocorde de la celada que me ha atraído hasta aquí posee el mismo estilo que los acontecimientos de las últimas semanas; una compleja maraña que desea algo de mí, o a mí todo entero, pero aún no se decide a hablar claro. Y lo hace ahora, con otro canapé en la boca, dando rodeos, empapados de la sombra de danzas macabras en lugar de bailes dionisíacos, de negativos burlescos del infierno que quizá sean el infierno mismo, de trampas, claves y relaciones, hilos de una ficción suprema, o de su contraria, cogidos con los dientes.
Javier Trueta se ha olvidado de mi curiosa biografía y ahora contempla la ciudad bajo la lluvia:
—¡Cuánta propiedad urbana! —Y se ríe—: Eso es lo que dijo un alcalde desde aquí. Enseñaba la ciudad a unos visitantes, me parece. Y ante la emoción del paisaje no se le ocurre decir otra cosa que: «¡Cuánta propiedad urbana!». Hay que ser paleto…
—Es una manera de verlo… —Trueta echa la cabeza hacia atrás y me mira, sorprendido de mi réplica—. A lo mejor lo paleto son las efusiones líricas ante el paisaje. Mi madre, ante un espectáculo parecido, solía decir: «¡Barcelona es una ciudad peligrosísima!».
—Muy buena mujer, su madre. Productos Barnabooth, ¿no? Otra trayectoria curiosa. Bien curiosa, por Dios…
Ni contesto. Espero que Trueta acabe sus reflexiones y vaya por fin al grano.
—¡Mira cómo llueve! La época del año que más me gusta empieza mañana. Siete de enero. Nos convencemos por fin de que es invierno para entregarnos a la circunstancia con la boca llena de elogios a lo inevitable, el tono de la carne roja, el aroma de las verduras, igual que esos viejos capaces de asegurar que en su vida se han encontrado tan bien como a los ochenta cumplidos. Claro, eres una puñetera planta… Pero, Fernando, no hay que despreciar las esencias: ahí están la profundidad de los aromas y los sabores, la claridad de las tibias mañanas soleadas… Realmente un disfrute vegetal. ¡Qué diferencia con el mes pasado! Hace más o menos quince días estaba yo en Madrid y era otra cosa. No sé cómo, me encontré paseando por delante de la Audiencia y de pronto oigo «Allá, allá», y veo a un pelotón de fotógrafos corriendo hacia mí. Pensaba que querían apisonarme, que corría serio peligro. Me aparté asustado y pasaron de largo. Iban a la otra puerta. Por lo visto, les habían dado el aviso de que Mario Conde salía hacia la cárcel por la puerta principal, mostraban su desgracia para que las masas, tan dispuestas a festejar la miseria, celebrasen la caída de los titanes al ver un retrato borroso. ¡Qué barullo! Y no sólo eso. Súmale los mirones, los parados, los jubilados y los chillones de siempre, el tráfico que no hay quien lo aguante y que también era el último día de clase, la calle a rebosar de estudiantes borrachos y maleducados con un gorro de Papá Noel en la cabeza. Y un cielo velazqueño, allá, como raro… Ese caos me tendría que sugerir una conclusión, pero no sé muy bien cuál… ¿La destrucción de un orden, de una concepción geométrica de la moral, de una categoría histórica? Sé que algo importante se me escapa porque sé el gran valor de un dato inútil. ¿Quieres más canapés? Tenemos todo el ambigú para nosotros…
Trueta se levanta de la mesa, le dice algo a la azafata, y la chica y el camarero desaparecen tras la puerta del salón. En ese momento recuerdo una expresión no sé si feliz, «A los raros nos pasan cosas raras», y me convenzo otra vez de que mi vida es una cadena de exageraciones; o quizá sean extremos esos puntos de giro, el accidente que provoca el cambio de costumbres y de edad, y el resto sea sólo lamerse las heridas y maravillarse como un tonto de los sucesos al fin banales que las causaron.
—¿Te gusta el lomo embuchado? —me grita desde el ambigú, como él dice, y me obligo a afirmar con la cabeza y a sonreír, concentrado en que no debo mostrar ni el mínimo asomo de temor. Y es temor físico lo que siento, puro miedo. Acabo el whisky y, mientras Trueta se aproxima, concluyo que así, bebiendo, es como he alejado los temores de mi vida, y mi vida del resto de otras vidas, una reflexión fuente de nuevos miedos, difíciles y purulentos—. Verás… —Trueta se sienta, me mira avisando de que va a decir algo importante y secreto y lo dice con la facilidad del que ha aprendido a aparentar que no mide sus palabras—: Trabajo en Top Security, pero digamos que mis intereses últimos no son los de esa empresa. ¿Me explico? Me gustaría que mi posición fuera otra vuelta de tuerca al tema del traidor y el héroe, pero no hay mucho lugar en esta esquina del mundo para la literatura. Para la buena, al menos. Sólo te diré, Fernando, que mis intereses son los del Estado, mande quien mande. Supongo que eso te tranquiliza. Soy un gozne del Estado en Top Security, donde, bajo la aparente dirección de Pistacho, nos dedicamos a informar a nuestros verdaderos superiores de lo que requieran. Te podría decir que vas a trabajar para Pistacho, que formas parte de un extenso plan de venganza contra los que le han metido en la cárcel. Pero no te digo eso. Te digo la verdad. Y no porque me caigas especialmente bien, que me caes bien, no te digo yo que no. La razón es que debes enfocar el encargo correctamente, saber lo que estás buscando de entre todo lo que tienes que buscar. Que al menos una verdad gobierne tu intuición, Fernando, cuando este año empiecen a salir noticias, hechos y personajes, fábula y aventura y mal olor… Sobre todo, la noticia de personajes que con sus calumnias irresponsables harían tambalear la situación, de algún modo privilegiada, que hemos conseguido entre todos los españoles. Magnífica, si la comparamos con la de Haití. Es un ejemplo. Este invierno no habrá insinuaciones rosadas de almendros en flor. Este invierno será duro. Y la primavera, tormentosa. Y el verano nos hará sudar más de la cuenta. Habrá llanto y crujir de dientes, Fernando…
—¿Y los desdentados?
—Habrá dientes para todos, Fernando. Mi trabajo, el trabajo de muchos, consiste en que la situación no se desmande. Estamos viendo caer, y bien estrepitosamente, por cierto, la famosa República de los Sabios. Los carismáticos quiebran. ¿Y sabes por qué? Según mi criterio, por falta de auténtica conciencia, de responsabilidad. Han dejado en mal lugar sus ideales, fueran éstos los que fueren al margen de la ambición meridiana, para acabar pensando, pobrecitos, que los demás somos tontos y que el cinismo lo han inventado ellos. Otro resultado de esas trayectorias extrañas… El hijo del chupatintas convertido en ministro, el sobrino del banquero, marxista de ida y vuelta, que solicita la readmisión en sociedad, y aporta una gramática aprendida, un nuevo blindaje ante los tiempos, por decir algo… Pero se trae del brazo al hijo del chupatintas. Y es en ese humus de mindundis al acecho donde brota la mayoría de los estropicios. A partir de ahora necesitamos a gente cabal, a los buenos cenutrios de todas las guerras, a obedientes funcionarios capaces de dominar su concupiscencia egocéntrica. No pienses que soy injusto, Fernando, que estoy en contra de la evolución social. Mejor será que la administración del país la lleven verdaderos y capaces funcionarios conscientes de lo arduo que es llegar a lo más alto del escalafón antes que malabaristas aficionados, porque el pueblo se contagia de ese temperamento frívolo, de ese ruido… Han convencido a los ciudadanos con su auténtica mediocridad después de años de burlarles con abracadabras. Y digo ciudadanos por decir algo… Porque hoy en día, quienes cuentan a efectos electorales, los jefes, son los rústicos de los pueblos de diez mil habitantes. Y los que se aprovechan de la denuncia indiscriminada de la situación, los agoreros de turno que ven con malos ojos la corrupción, pero no que esa misma corrupción, adornada con errores e invenciones, se transforme en ventas de libritos, caché en las tertulias radiofónicas y en favores que más tarde se habrán de pagar. Dicen lo que cualquier consumidor de chatos de vino quiere oír con el resultado de una desmoralización, de la pérdida de confianza en el sistema. Como si estuvieran fusilando a la gente en las tapias de las iglesias. Como si no fuera hasta cierto punto saludable que alguien meta mano en la caja alguna vez en tiempos de prosperidad general. ¡Eso lo sabe hasta el comerciante más ínfimo…! Pero me estoy yendo por las ramas… —Trueta jadea después de su discurso, me señala con el dedo, intenta volver su mirada glacial, fracasa, y la mirada empieza a revolotear por el salón hasta que se posa de nuevo en mis ojos para decir—: Ahora es cuando me tienes que preguntar qué pinta un borracho, cocainómano y cazadotes fallido como tú en una empresa tan alta.
Que no plante una mano instantánea en ese carrillo hinchado de comida se debe a que jamás he pegado a nadie (salvo el día del Watusi), a que hay algo, mucho, de verdad en los elogios que me ha dedicado y también, y sobre todo, a que sigo teniendo miedo. Aunque hay algo más: sé muy bien cuál es mi papel en esta comedia y no lo voy a cumplir, no al menos como espera este individuo. «Finge», me ordeno. Y después de acabar un segundo whisky y mirar el vaso vacío con una reverencia insondable, ensayo el semblante ahogado, la mirada huidiza del actor Peter Lorre. Javier Trueta, lleno de confianza en su histrionismo, me sirve más alcohol, mientras me doy aliento con la idea de que mi nuevo amigo quizá sea estúpido, una tontería básica elaborada con frases que mejora de conversación en conversación; éxitos demasiado fáciles como los que cimentaron lo que mi contertulio llama tan pomposamente «República de los Sabios». Cierta habilidad para la réplica veloz, memoria, poco más. Trae de mí una idea preconcebida y actúa en consecuencia: soy de los que necesitan conjuras y plutocracias a quienes echar la culpa, de los que sospechan, de los que achacan el resentimiento lacerante de su fracaso a los males del mundo, el típico memo airado al que se dirigen los columnistas prestigiosos. Trueta desconoce las delicias del fondo irracional y el extraño sentido común que proporcionan; y la lógica de la libertad, del azar, la certeza esquiva de un cuerpo flotando en el agua, visibles el lema Watusi 65 y una W, y no hay miedo. Desconoce lo que nos condena y nos salva.
—No te inquietes, Fernando, que estaremos en el mismo lado. —Va a desbordar el vaso de tanto whisky como me está sirviendo.
—¿Y si no quiero estar en ningún lado?
Y levanta la cabeza, sorprendido. Es su gesto. Un segundo y ya tiene la respuesta en los labios:
—Pues un abrazo y a otra cosa… Pero no me dirás que tu vida actual te parece fácil. Más de uno se ha acabado colgando de un árbol por pura inquietud cuando empiezan a pasar cosas raras y no sabe por qué. Infartos, punzadas mortales en el pecho…
—Como Trabal…
—Vamos a dejar a Trabal a un lado de momento. Enseguida convocaremos su recuerdo para que nos haga compañía. ¿Qué sabes de Neyra?
La risa de un monstruo, una boca de aliento envenenado. Estoy en lo más profundo del laberinto y el Minotauro es ciego. Y se ríe.
—¿Quién?
—No seas idiota. José Felipe Neyra.
¿Idiota? Lo que sé de José Felipe Neyra se resume en una palabra: todo. Pero manifestar esa seguridad no sería bueno para el ventajoso trato que pienso hacer, ya que no hay otro remedio, que ese «un abrazo y a otra cosa» es el abrazo del oso. Fuera, la tormenta amaina. Me doy cuenta de que evito mirar a Trueta mientras respondo:
—No sé, lo que sabe todo el mundo. Es un playboy o algo así. ¿Un intermediario? ¿Puede que sea eso? La verdad es que no leo mucho los periódicos…
—Ni falta que te hace. Los periódicos no dicen mucho más de Neyra… Una carrera veloz y fascinante, una perla de las escuelas de altos estudios mercantiles, aunque sus padres fuesen emigrantes que llegaron a Barcelona en los cuarenta. Un chaval de ambición precoz que ya se relacionaba con los ambientes financieros en los setenta, un vínculo que nunca ha perdido, aunque en los ochenta perdamos su pista y lo reencontremos como hombre de negocios poco claros, un intermediario que ganó y perdió fortunas en Costa Rica, en Paraguay, leves insinuaciones de que anduvo cerca de los intermediarios europeos en el asunto Irangate… Sus contactos con los dictadores y ministros de todos esos países… —Trueta hace una pausa y me mira enfadado. Percibe que el miedo y la atención se van diluyendo en el whisky.
—Sí, sí, te sigo, los dictadores y sus ministros, todos esos que van vestidos como porteros de hotel…
—Esos contactos le llevaron a estar muy bien relacionado con los banqueros suizos y, más adelante, con lo que no son banqueros suizos. Y lo que no son banqueros suizos forman una sociedad muy variada quizá, compartimentada, peculiar, pero compacta.
—Disculpa, Javier, pero no sé cómo piensas llegar desde la banca suiza a mi humilde persona.
—Cayendo en picado, no podía ser de otra manera… Y escúchame cuando te hablo. Y concéntrate en lo que no son banqueros suizos. Algunos son los que ocultan las actividades de Neyra tras los continuos pactos de no agresión tan típicos de esta ciudad. Pactos políticos, pactos informativos, pactos económicos, pactos matrimoniales. Eso, en otras palabras, significa que muchos maricones con cara de conejo…
—Sé lo que quieres decir…
—Me gusta que seas rápido, pero hay más… También tenemos a esos personajes pintorescos que suelen salir a la luz cuando se buscan noticias sensacionales, muchos de ellos, cómo no, biografías aventureras o rutilantes como las que mencionábamos. O quizá fines de saga, decadencias también peculiares que parecen exclusivas de estos tiempos. Hijos perdidos de eminentes intelectuales, princesas emputecidas… La pista de Neyra son círculos alrededor de esta ciudad. Una espiral…
—Ya.
—Vas viendo tu importancia en el asunto, ¿verdad? Y galeristas que aceptan el dinero de cualquiera, antiguos productores de cine porno que van a determinados despachos con cuentos muy extraños y piden como contrapartida inmunidad fiscal, hombres de la cultura que enloquecen… Pero concentrémonos en Neyra y en cinco puntos fundamentales. Punto uno: José Felipe Neyra y sus amigos manejan, entre otras cosas, muchos intereses oscuros en esta ciudad. Punto dos: la figura de José Felipe Neyra, o una proyección interesada de su quehacer, puede ser exhibida ante la opinión pública con el indispensable aliño del escándalo. Punto tres: David Trabal, buscando no sé qué quimeras averiguó algo de Neyra que, sospecho como seguramente tú también sospechas, precipitó, ya sabes, las cosas… Punto cuatro: si Neyra sale a la luz pública recurrirá al chantaje, y las pruebas de ese chantaje, aunque sean mentiras, resultarán un material explosivo. Punto cinco: las consecuencias de ese chantaje serán otra barrena en la estabilidad nacional. Las formas que adquirirá el terrorismo de Estado ya serán insultantes, por muy falsas que sean. Porque sólo importa la dimensión de la mentira y lo que gente enfadada por los medios está dispuesta a creer…
—¿Y no será todo un azar? Lo de Trabal, digo. Yo creo que fue un asunto sentimental… —miento.
—Me extrañaría en alguien como Trabal. Un hijo de chupatintas, como el mismo Neyra, en ese escalafón de tipos que estamos improvisando entre tú y yo. En su campo, en esta ciudad, Trabal era el amo. En el partido le quisieron mucho durante un tiempo. Tenía relaciones familiares, algo extrañas, pero relaciones, con alguien importante de Ferraz a quien conoces… Trabal, además, era de esos raros catalanes que se pasean por Madrid como Pedro por su casa. Conocía a los franceses, a los alemanes, a los italianos, a los japoneses… Resultado: Trabal estuvo muy bien colocado durante un tiempo para ser ministro de Cultura. O al menos ocupar un cargo muy importante allí… O, quién sabe, a lo mejor algo serio…
—Puedo imaginarlo.
—¿Y sabes por qué no fue nada de todo eso?
—Ni idea —miento.
—Da igual. El caso es que la romántica, si quieres, búsqueda de David Trabal, esas excéntricas intervenciones en los programas televisivos y radiofónicos, propició gran alarma en algún sistema. Después de su repentino e inesperado tránsito, del «Caso Amparito», no hay que dar más vueltas a la verdad, causó cierto estupor que entre sus papeles no se hallara ningún dato de los que tanto alardeaba. Sólo una agenda que daba cuenta de algunos viajes y un reiterado «llamar a Atienza». «¿Quién es Atienza?», nos preguntamos. Y no te diré lo que nos respondimos, porque veo que eres susceptible. Sabemos que ahora mismo no sabes más que nosotros, pero tienes unas guías para averiguar mucho más si circulas por ellas. Alguien me dijo: «Pues se le pone boca abajo y se le saca todo lo que sabe». Y yo dije: «No, nada de eso. Eso sería portarse como aquellos a los que criticamos». Además, aunque tuviéramos ciertas pistas, un método, nunca lo haríamos tan bien como tú. Y, ya te he dicho, me caes bien. Tengo que reconocer que tengo un hijo con ciertos problemas con la mierda esa de la cocaína y, más o menos, sé lo que es eso…
Silencio solemne, mientras se supone que digiero la sarta de mentiras que me acaba de dedicar. Yo lo sé todo y su única misión es averiguar si yo sé ese todo. En eso va a consistir nuestra relación.
—¿Trabaja? —pregunto.
—¿Quién?
—Tu hijo… —Mi careta de ingenuo, esa imitación del drogadicto tocado en lo más hondo de su sensibilidad por los inexistentes problemas del puto hijo, quizá también inexistente, hace que se le salten las lágrimas al único espectador que puede seguir el drama: yo mismo.
—Estudia, alguna chapuza… Es muy listo, pero los amigos, el after hours ese… Bueno, prefiero no hablar del asunto.
Claro que no… Esperamos a que retome la finta burocrática señalada en el impreso, mientras nuestros semblantes apenados fingen mucho.
—Si las predicciones de los sucesivos escándalos son ciertas más o menos, hasta septiembre no tenemos que preocuparnos. Te voy a dar tiempo para que investigues. Quiero un informe sobre todo lo que puedas averiguar acerca de José Felipe Neyra. Su origen, ese lapso de tiempo juvenil que no controlamos… Cómo diría: la evolución de su identidad secreta. Y, ya sabes, su estilo de vida cuando está aquí, vínculos, sustancia sobre las personas relacionadas con él y un resumen ejecutivo de sus andanzas. Y, sobre todo, qué actividades suyas fueron descubiertas por David Trabal para que hicieran a éste acreedor a una tragedia cardiovascular.
—¿Cuántas páginas?
—Esto no es un trabajo para el cole, Fernando. Las que hagan falta. Lo importante es el contenido. Que tengamos muy bien ligado el, llamémosle, aspecto barcelonés de ese cabrón de Neyra. Ten mucho cuidado. Eso, sobre todo. Máxima discreción. Pregunta poco y observa mucho. Visita las hemerotecas. Sólo tú puedes encontrar relaciones preciosas en un suelto, en cuatro líneas triviales. Las noticias más sustanciosas, por regla general, son las que no tienen continuidad. Las que aparecen un día y en nada son olvidadas por los dos memos que han llegado a leerlas. Eso sólo se debe a que no tienen interés, o a que alguien ha decidido que no lo tengan. Ahora se habla mucho de aquel periodismo de finales de los setenta, cuando, según dicen, había riesgo y profundidad. Si supieras la de noticias que se quedaron en un breve de la página izquierda, o que salieron fuera de su contexto natural… Y una noticia no es de verdad noticia hasta que no se machaca con ella, los demás medios cogen la onda, la gente la discute y la digiere. Pero lo que te decía: a veces, por ejemplo, la sección de deportes te puede decir más de un hombre de negocios que la información que sobre el mismo individuo dan las páginas de economía. Y viceversa. Pero a ti, en este momento, la viceversa… Habla con antiguos empleados, con los que tengan un mal recuerdo del buen Neyra. Pero no con los socios, con sus iguales, sino con chóferes, recaderos, ordenanzas, camareros… Un informador minúsculo puede ser una mina de oro.
—Como yo…
—Como tú, sí. Pero a ti te hemos tenido que animar y esos otros, en cambio, están deseando transmitirnos su sabiduría. Por eso te dejo tanto margen de tiempo. Si Neyra vuelve a aparecer en los periódicos, la antigua servidumbre puede desmandarse. Entonces irá donde esté el dinero. Interviú, radios, televisiones… Tú tienes que actuar entre dos períodos. Si preguntas demasiado pronto, la gente no dará importancia a hechos bobos en apariencia, pero fundamentales. Si lo haces demasiado tarde, averiguar la marca de tabaco que fuma Neyra te costará millones. Que no tienes, te anticipo. La cuestión es intervenir cuando el payasete de turno oiga o lea nombres que le suenen y entonces diga: «Coño, si éste iba con mi jefe a esto y lo otro…». Cuando él, de una manera libre y generosa, tenga deseos de expresarse. Hoy se te ha hecho un ingreso en tu cuenta corriente. Para que trabajes tranquilo y no andes aplazando la historia con tus gastos, digamos, suntuarios. No hace falta decir que si averiguamos que no estás haciendo nada, y lo sabríamos, se suspende el pago y nos enfadamos. Es una cantidad importante, pero hay que reconocer que sales más barato que los del Kroll y demás. Aunque bien es verdad que la amenaza de que los asuntos de Neyra salgan a la luz no es tan segura como las de otros.
Estoy viendo la posibilidad de los desesperados.
—Me gustaría saber una cosa. ¿Neyra trabajó para vosotros?
Finge que medita. Aunque no sé si medita sobre la naturaleza de ese «vosotros», o sobre la cortina de humo que tiene que levantar a mi propia cortina de humo.
—Sí —acaba afirmando el muy bobo. Y añade—: Pero sobre eso no te puedo decir nada más. Es importante en otro aspecto, desde luego, pero no en lo que concierne a tu trabajo. ¿Vamos?
Nos levantamos, y sólo abandonar el salón, silenciosos camareros empiezan a desmontar el bufé. Ya no hay rastro de azafatas. La gente entra en el parque de atracciones. Ha dejado de llover, ha vuelto la música amplificada y algunos ingenios mecánicos ya funcionan; el silbido de los rieles, el tañer de las campanas, la fría amplitud del presagio.
—Bueno, Fernando. No creo que nos volvamos a ver. Dentro de un tiempo, inmediatamente antes o después del verano, alguien se pondrá en contacto contigo para que le entregues el informe. Hazlo bien. Déjame en buen lugar ante el Lector, con mayúscula.
—¿El Lector?
—Siempre hay un Lector. Y este Lector es alguien importante que manifestó mucho interés en que fueras el informador cuando tu nombre salió en las reuniones. Buenos días…
Con el paso arrastrado del que no duerme mucho, Javier Trueta camina, lucha contra las mangas de un abrigo que disimula su mal gusto indumentario y se pierde más allá de las puertas del funicular: ahora se confundirá entre los claros de esta selva oscura. Es muy posible que no se llame Javier Trueta ni trabaje al servicio del Estado. Si son ciertas esas informaciones triviales, criados y camareros, cuchicheo de irrelevantes sociales, los intereses del Estado se han desarrollado en un infinito interno que desorienta y vence cualquier idea preconcebida, se multiplica en nódulos que forman su propia turbulencia y se dispersa en variados intereses. Y tengo que pensar que siempre ha sido así. Y es entonces cuando tropiezo con un método general, el eje que ha gobernado mi vida y ellos desconocen. O quizá no. Quizá un enorme y terrible ojo me ha estado observando mientras yo intuía inmanencia en movimiento a través de los laberintos de aquel 15 de agosto, tormentoso, pero lleno de luz. Y en los sótanos. Y en los grandes hoteles donde se disponían mascaradas políticas, la siniestra conducta de una época y su aparente evolución. Y en los callejones donde hervían la música y los yonquis, monstruos ingobernables. Y sobre las toallas de Victoria, en la locura de los paranoicos, de los avariciosos y de los arribistas, el viejo que me explica su añoranza de los príncipes envenenadores y me señala la presencia de insectos ilusionistas, la foto del pastor de almas, un lado de la verdad en labios de un espíritu fláccido. Y los helicópteros sobrevuelan y trazan espirales y las bocas hablan y trazan espirales y los hechos suceden y trazan espirales.
En el momento en que el posible Javier Trueta se perdía más allá de las puertas del funicular, se ha cruzado con una joven achaparrada, nada atractiva, pelo rapado, gafas de concha, vestida como una cebolla en capas de lana, una gradación cromática que se arrastra del morado al violeta. Fuma y espera, y tira las colillas al suelo y las pisa con unas sólidas botas de montaña. Nuestras miradas se han cruzado un par de veces. Una mujer fea también puede ser fatal. Dudo si entrar en el templo o el parque de atracciones. Por fin, me acerco a las taquillas y compro un billete. Para todas las atracciones, por supuesto. Quiero jolgorio. El parque está desierto, y los vigilantes, envueltos en bufandas y pasamontañas como terroristas pirenaicos, se mueren de frío. Bajo escaleras, transito pasillos, compruebo que la mayoría de atracciones llevan un nombre híbrido que se parece al de las empresas de Roberto del Pistacho, un sello personal. Me conmuevo ante mis deformidades en la galería de espejos. Salgo de un laberinto y la chica violeta está comprando palomitas. Subo a una especie de dirigible que cuelga sobre la ciudad y el vértigo me agarrota las piernas, mientras deseo que acabe el suplicio. El encargado se ríe del modo casi cuadrúpedo en que salgo de allí. La chica violeta golpea un punching-ball en el salón de juegos. Navego con bandera panameña en un barco teledirigido, y en el otro lado del estanque, la chica violeta, bajo pabellón liberiano, evita un abordaje. Es entonces, en el último nivel del parque, cuando lo encuentro. «El Guardián del Límite».
En los paneles que envuelven la atracción, figuras reconocidas: Elsita, Watman, Matwan, la Tropa Shingalín… Nombres que ya son famosos entre los adolescentes españoles. El juego consiste en situarse dentro de una cesta móvil con un tablero de mandos y actuar en un híbrido de autos de choque y baile frenético sobre una pista de acero. Las cestas se moverán sin cesar, mientras topamos unos con otros. El baile y la violencia. Ya estoy al mando de mi nave. Todo se vuelve oscuro, se enciende un panel, aparece la imagen de Watman, El Guardián del Límite, y nos informa: «A través de los agujeros negros de la galaxia, los shingalines controlamos los sucesos de los mundos paralelos. Destruye a los falsos guardianes y recuerda que el bailarín siempre tiene razón». De pronto, suena la música del clásico de Los Bravos «Black is black» y empiezo a girar y a subir y bajar, se encienden y se apagan luces estroboscópicas, intermitentes, rojas, azules y amarillas… Choco con una familia japonesa, con otra de un margen europeo con perfiles de glasnost, con un niño que exclama en catalán junto a un padre que blasfema en el mismo idioma y con la chica violeta, que guarda el equilibrio con una mano y se sujeta las gafas con la otra. Todos giramos, nos tambaleamos, chocamos, subimos y bajamos, y aún puedo pensar en mi tarea del día y en mi labor futura. Hoy he visto cómo alguien que no era quien decía ser entregaba a huérfanos que no eran huérfanos regalos quizá vacíos. Entonces, alguien que tampoco era quien decía ser me ha dicho que representaba a no se sabe quién. Ese hombre me ha encargado un trabajo sobre un personaje que no existe para que un llamado Lector calibre lo que un tonto como yo averigua acerca de hechos importantes sobre los que nadie, nunca, debe saber nada. La tarea consiste en demostrar que este mundo puede ser doloroso, hasta infernal, pero no es serio.