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La utilidad de mis dos secretos iba a ser muy poca tras la muerte de Pompeyo Llansá de Tramontana y de Ampurias, segundo marqués de Tramontana y presidente del Banco Ciudadano. No los vi disolverse en las notas necrológicas pagadas por el Círculo Ecuestre, el Círculo de Amigos del Liceo, Industrias Cárnicas Muuu «tus compañeros del Consejo de Administración no te olvidan», Laboratorios Matraz «ídem», Fosfatos del Aaiún «ídem», Gadirsa, Chaletsa, Costa-Bravasa, Urbacatsa, Universidad de Barcelona «la Facultad de Derecho no te olvida», Maestranza de Zaragoza, Ayuntamiento de Barcelona, Club de Tiro Donostiarra, Automóvil Club, Dancing Club, Barcelona Fútbol Club, Familia Pérez Llansá, Banco de Negocios y, por supuesto, y a media página, Banco Comercial Ciudadano. Tampoco hubo indicio del nulo valor de mis secretos en los elogios a la tarea del fallecido en los periódicos más conservadores, ni en la voluntad de ignorar el deceso en los cónclaves progresistas. Mi fracaso como intrigante hay que buscarlo en las consecuencias hasta cierto punto divertidas, el efecto dominó, a que el óbito del presidente dio lugar, si se da un carácter balsámico al tiempo y la peor parte de uno mismo no nos instiga a pensar en lo que pudo haber sido.

Ballesta llamó una madrugada para decir que me fuera preparando a encarnar de nuevo el papel de chófer. Alegué que esa tarde se iba a celebrar el bautizo de mi nuevo hermano, argumento al que respondió con un «¡Y a mí qué me cuentas!» que me dejó algo tembloroso. A las nueve de la mañana fui a buscarle a la sede central del banco y esperé a que un Ballesta contenido en su dolor recibiera, diese, correspondiese, al pésame y a las inquietudes por el futuro de empleados y distinguidos accionistas que se unieron a nosotros para dar el último adiós al prohombre. «Una destacada personalidad en el ámbito cívico y financiero, de una discreción y diplomacia excepcionales. Afectuoso en el trato personal, delicioso en el small talk. Oculta siempre la compleja personalidad, pero sin malicia. Firme en sus convicciones, pero también en sus dudas. Acertado en los períodos difíciles y con un sexto sentido para delegar en el momento adecuado. La historia financiera de este país sabrá incluir a Pompeyo Llansá en la columna de Haber de una época que termina». Eso había escrito un famoso economista en su panegírico con el remoto afán, tal como informó Ballesta de camino al lugar del sepelio, de apuntalar su butaca en el Consejo de Administración del Banco Ciudadano, ahora que el hecho de haber ejercido cargos públicos durante el franquismo arcaico a lo mejor velaba cierta notoriedad mundana.

—Chico, la excusa es siempre la misma. Van a acabar gastando la coartada. Que si no hubieran mandado ellos, habrían puesto a mandar a otro peor. Se han sacrificado por nosotros y se han expuesto a esa falsa imagen de fascistas por el bien común. Me muero de risa. Aún vamos a tener que darles las gracias por habernos evitado una segunda masacre.

—Sí, sí, muy bien visto… —dijo entusiasmado su acompañante en el asiento de atrás, un antiguo pescador de la Costa Brava de tez arábiga, que no entendía nada, pero intuía mucho.

—¿Cómo? ¿Está de acuerdo con la peregrina idea de que el señor Llansá no ha dejado ni un momento de prestar un servicio impagable a… al mundo entero? ¿Es eso lo que me está diciendo?

—Yo no estoy diciendo nada. ¿Cómo ha podido pensar que… pienso?

El entierro se iba a celebrar en Villa Considerable, un nombre que decía mucho de la complejidad íntima del banquero Llansá o de uno de sus antepasados. Villa Considerable, «mi locus amoenus, mi verdadera amante, mi única amante…», según palabras del difunto, se hallaba a unos veinte kilómetros de la ciudad, en las afueras de un pueblo donde también se ubican otras selectas mansiones, rodeada de una carretera comarcal, una verja de hierro, una fila de cipreses, otra hilera de olmos y un foso. En el trayecto, las consideraciones de Ballesta sobre la nueva máscara de políticos y financieros franquistas, y su malicia posterior, dieron lugar a un defensivo torrente de elogios a quien fuera por parte del hombre que nos acompañaba, un subdirector del banco, el antiguo pescador. Enseguida, el hombrecillo, que ostentaba altos cargos desde la época en la que el difunto era director general gracias a la potencia de su adulación, intentó sonsacar a Ballesta, mediante ambiguo lamento, los previsibles cambios en el organigrama. Éste, rebosante de placer sádico en el puesto de influencia que el pelota le asignaba, dejó caer que el statu quo que había mantenido en sus cargos al insufrible marqués y a alguno de sus protegidos iba a ser replanteado con severidad. El subdirector no entendió, pero intuyó mucho, y durante el resto del camino estuvo volviendo la cabeza en cuanto un automóvil de lujo nos adelantaba, por ver si descubría entre los asistentes al entierro a su boya de salvación o a su verdugo. Ballesta, que no estaba tan sereno ante los acontecimientos como quería dar a entender, se dedicó a contemplar el anodino paisaje de márgenes, zarzas, lagartos y perros, alcores, viñedos, masías abandonadas y subarriendos.

La cancela de entrada a Villa Considerable era un tumulto desordenado de plañideros, y eso fue cuanto el subdirector, a quien restaba una semana en el cargo, y yo pudimos presenciar de la ceremonia. A veces, los sobrinos y herederos del marqués de Tramontana se asomaban a la entrada de la finca escandalizados de que una simple muerte provocara tal revolución. Eran unos cincuentones pálidos y asexuados de anacrónica indumentaria y dudosa higiene a quienes era fácil imaginar ocultos del pecado y del progreso en algún lugar decadente y mezquino. Según los rumores, los sobrinos dieron orden a la servidumbre para que el jardín recién heredado y el cementerio familiar no fueran dañados por la plebe. Según esos mismos rumores que iban y venían con aire de alarma, era muy original el criterio de selección de los accidentales anfitriones, un mayordomo octogenario, una tata centenaria y un jardinero que llegó a ser retratado por Goya: muchos de los que se habían desplazado hasta allí aseguraban no estar dispuestos a pagar entrada por asistir a las honras fúnebres, ni a tentar la posibilidad de que el servicio azuzara contra ellos una jauría de mastines. A esa algarabía era preciso añadir una manifestación del Sindicato de Payeses que, enfurecidos, solicitaban desde el otro lado de la carretera la desamortización de unas hectáreas y el amor libre.

Como buen chófer esperé a que el acto finalizara sentado en el morro de mi coche junto a colegas mejor informados que yo del Quién es quién bancario. En la lejanía, tras un declive del césped y junto a los olmos más grandes que haya visto nunca, vislumbré la evidencia de que en las mañanas soleadas brillan los arcángeles de mármol, el lustroso nogal del ataúd y el acero y el oro de los relojes; la luz y el suave balanceo de la vegetación fuerzan la dignidad del difunto por más que los merodeadores de la tumba sigan con su vanidad y su atrapar vientos. Frente a mí, en la carretera, un cordón policial rodeó a los campesinos. A mi lado, se iba conteniendo la protesta de aquellos a quienes se había negado el paso, unidos ahora a un grupo ingenuo que daba por buena la información sobre el pago de entrada y, entre mohines ridículos, pedía dinero a los chóferes, a la guardia civil o a los campesinos. Los postulantes eran todos figuras insignes del mundo financiero, pero sólo usaban el bolsillo para aliviar los tormentos del escroto.

Algunos señores con barba gris y polo de cuello alto paseaban junto a la cuneta, cabizbajos y con las manos en la espalda, el aire común de estar tramando algo importante que sin duda acabará mal. De tanto en tanto reprendían el porrazo de la Guardia Civil a un campesino. Alzaron la cabeza al unísono, dieron media vuelta y se felicitaron en cuanto llegó un Mercedes «tan bonito como el nuestro», por usar la jerga de Villa Considerable, y del automóvil se apeó un señor pequeño que daba consejos sin parar a un corro faldero que le perseguía y jaleaba cada una de sus intrincadas frases. El señor pequeño parecía un autómata con la velocidad exagerada por algún error mecánico. Esa aceleración gestual se hacía evidente en el rostro, minado por la excesiva diligencia de los músculos faciales. Un chófer, en tono más compasivo que satírico, dio con el parecido cierto de aquel rostro y un balón de reglamento desinflado. El señor bajito se vio en la necesidad de hablarle al mayordomo octogenario. Cerró los ojos un instante, los párpados contritos por el peso de sus obligaciones trascendentes, de sus visiones, para abrirlos enseguida con una mirada partícipe de una voluntad retórica con suficiente confianza en sí misma para rendir a lo que se pusiera por delante, fuera cual fuese su rango, daba lo mismo un alto dignatario que una pared que el mayordomo:

—Yo, creerme que hay que pagar, no me lo he creído nunca, amigo criado. Debo insistirle, no obstante, no obstante, que Cataluña no puede permitir un trato semejante en tan dolorosas circunstancias, circunstancias difíciles para todos, como ya anuncié en su día, hoy. Y sepa usted, le insisto, insisto en este punto porque me parece de importancia para Cataluña, que a Cataluña le insulta el trato despectivo, secular, milenario, cósmico, infinito, que usted inflige a Cataluña. Dígale a quien corresponda, que Cataluña se distingue no sólo por su sensatez, sino también por su empuje, su rabia, su coraje. Cataluña. Y dígale también que si Cataluña ha venido aquí hoy ha sido por respeto y porque yo dirijo y no dirijo Banca Catalana y Cataluña. En la sombra y al sol, pero ante todo en la sombra, eso es verdad, hasta que los catalanes digan «Cataluña, Cataluña». Con astucia, Cataluña. Pero con buen juicio, Cataluña. Por eso ha venido, Cataluña, aquí, no por amistad ni por compartir las ideas de ese hombre, que pese a haber nacido en Cataluña, y vivir en Cataluña con los beneficios del dinero de Cataluña, no amaba a Cataluña. ¿Me ha entendido?

El mayordomo huía hacia la mansión, una ruina modernista, aullando «¡Cataluña, Cataluña…!». Los mastines se revolcaban en el césped y ladraban «Cataluña, Cataluña…». Libre la entrada, la comitiva del señor pequeño y persuasivo se fue aproximando al cementerio a buen paso bajo la sombra de los olmos y de la nube fonética «Cataluña, Cataluña, Cataluña…», y al cabo de un solo segundo reapareció entre los rieles del punto de fuga, el volumen de la conversación en aumento, «Cataluña, Cataluña, Cataluña». La comitiva subió al Mercedes y cuando estaba a punto de arrancar, el señor bajito creyó necesario decirles a los guardias civiles «Cataluña, Cataluña, Cataluña…». Adiós, polvo de la cuneta. Enseguida salió el resto de asistentes, que se cruzaban miradas de reojo, estrechaban sus manos, fingían no sorprenderse de nada, decidían quién era aún individuo, quién era ya peligro, quién mero estorbo. Por último, empecé a ver caras conocidas.

Jaime de Vilabrafim empujaba sin ningún pudor y hasta con entusiasmo la silla de ruedas de Carlos del Escudo y de la Lanza, su compañero en el gobierno de nuestro partido. Los dos políticos, en esos días de frenesí cívico y voluntad democrática, habían coincidido en abandonar las preposiciones de sus apellidos. Por ello, sus historiados nombres habían quedado reducidos a unos escuetos Jaime Vilabrafim y Carlos Escudo. Este último quiso ir un paso más allá en su poda patronímica y que el futuro electorado le conociera tan sólo por Carlos. Le convenció de lo contrario el argumento de que un peligroso terrorista, amén de poner bombas y comer fetos con aliño de pimienta, insistía en llamarse del mismo modo.

—¿Y Carles? —preguntaba—: Carles es moderno y catalán.

—Ya veremos, ya veremos… —le respondían.

Contra mis bien fundadas sospechas, la relación de la pareja Escudo-Vilabrafim, no sólo con la maleable y sobornable opinión pública, sino también con sus rivales políticos, era más que buena: los últimos pensaban que eran inofensivos, y la primera sentía una mezcla de lástima y admiración por el pundonor con que aquellos hombres enfermos se enfrentaban al futuro. El desmayo etílico de Vilabrafim en Madrid se había convertido en un amago de infarto y, por fin, una leyenda de tortura y heroísmo en sótanos húmedos envolvía con un aura la invalidez de Carlos Escudo. La actividad de los aliados era frenética. Los periódicos les retrataron junto a otros importantes políticos en la Fiesta de la Cebolla, un rito prohibido durante cuarenta años de dictadura. La Fiesta de la Cebolla, cuyo origen se remonta al origen de los tiempos y fue adoptado por la Iglesia católica en una de sus audaces operaciones de sincretismo, marca el inicio de la Cuaresma. En la localidad tarraconense de Ceporrons, un mozo (el demonio) con una cebolla en la mano (el Mal) persigue a una moza (la Virgen). Cuando el demonio ha capturado a la Virgen y se revuelca con ella sobre el heno, el resto de mozos y mozas les rodean, y si no se entretienen en proferir berridos atávicos en torno al revolcón pastoril, lanzan hortalizas, o intervienen en la desigual disputa. Por fin, entre todos, hacen comerse al demonio o «Eixit» (salido, caliente) su cebolla y alguna piedra. Todas las fuerzas políticas asistentes al acto coincidieron en que era necesario no coartar esas manifestaciones que tanto goce proporcionan al pueblo. Eso era sin duda la democracia: un correr tras las mozas y un engullir cebollas. Vilabrafim y Escudo también se encadenaron en una plaza céntrica con Los amigos colombófilos y otras fuerzas sociales en auge para que las palomas que adornan la ciudad, y cuyo excedente es sacrificado cada cierto tiempo en aras de evitar la superpoblación, el contagio de enfermedades y la fealdad urbana, fueran liberadas de ese trato inhumano. «Si son palomas el trato no puede ser inhumano, ni humano, ni casi nada», argumentó el inevitable burócrata. Un símbolo de la paz no podía ser pulverizado en los nuevos tiempos de ninguna de las maneras, se dijo. Y se repitió: «¡Libertad para las palomas! ¡Asesinos, no!». Fue suficiente. El Ayuntamiento cedió y ese año del setenta y siete la población de palomas se fue multiplicando hasta que las más viejas de entre ellas decidieron autoinmolarse en la boca de una cloaca que desemboca en el azulado mar Mediterráneo. Vilabrafim y Escudo firmaron adhesiones, se manifestaron con asociaciones de vecinos, solicitaron libertad, amnistía y el estatuto de autonomía, besaron manos de obispos, visitaron barrios obreros, dieron la razón a huelguistas y acercaron posiciones con la patronal. Me ordenaban enviar recortes de prensa a todos aquellos que iban a intervenir en la coalición que no acababan de decidirse, y en público y en privado se declararon optimistas, catalanistas, un poco de centro-izquierda y explicaron que las decisiones importantes, los cambios profundos, la innovación, llegarían en cuanto se hubiesen legalizado las nuevas instituciones y ellos contribuyeran a su funcionamiento con un bagaje democrático de años. Ahora, en el entierro, saludaban a los prebostes financieros, con quienes intercambiaban chistes privados del bachillerato. Parecían felices.

El que no parecía tan feliz era don Tomás del Yelmo, quien no había creído pertinente suprimir ninguna preposición en sus apellidos, ni colocarse ante el objetivo de ninguna cámara. Había visitado en secreto al difunto en la clínica suiza para luego desaparecer entre los brazos de su amante. La muerte y el traslado de los restos lo habían cogido desprevenido y había llegado al entierro en el descapotable de Tina después de haber arrancado cualquier adhesivo que le vinculara con el país suizo o sus estaciones de esquí. Aún se notaban las marcas circulares en el parabrisas. En cuanto traspasó el umbral de Villa Considerable, una cohorte de aduladores empezó a deshacerse en elogios de su persona. Algunos hasta le dieron la enhorabuena. Él respondía con ausencia ultraterrena, mientras dirigía la mirada en todas direcciones para dar órdenes, recados y avisos a la persona indicada. Ya ni me chocaba que fingiera no conocer a Vilabrafim y a Escudo, o que una excesiva familiaridad en el trato le permitiera ignorarlos, ni que tampoco fijara su atención en Ballesta, muy entretenido y gesticulador a pie de olmo con dos individuos gris marengo cuyos rostros poco se diferenciaban del párroco que había oficiado el sepelio y ahora también reivindicaba no se sabe qué al administrador de don Pompeyo elevando un porrón imaginario y frotándose el estómago. Don Tomás parecía buscar con la mirada a esos empleados del banco cuyo conocimiento me había sido negado por las circunstancias. Subdirectores, adjuntos, jefes de sección, asesores, acólitos financieros, hombres bancarios, en suma, que formaban un aspecto más de la poliédrica existencia de nuestro director general. Y es hora de que me refiera por última vez a don Tomás del Yelmo como director general. Porque ya empezaba a ir de boca en boca, de pasmo en pasmo y de suficiencia en suficiencia, que al referirnos a Del Yelmo estábamos hablando del nuevo presidente del Banco Ciudadano. Sin embargo, pese al inminente nombramiento, en aquella expresión faltaba alegría. Ni las anécdotas que he ido fijando en este Informe ni los sucesos que han de sobrevenir permiten que pueda pasar por un muchacho intuitivo, pero algo me decía que era mi obligación estar avisado de cualquier movimiento por leve que fuera, ya que podía tener consecuencias imprevisibles. De pronto, la mirada de don Tomás se posó en la mía, me mostró las llaves de su coche y, tras mover la cola y mostrar la lengua, fui a buscarlas y dejé el vehículo en la carretera dispuesto para una salida inmediata. Cuando le abrí la puerta y me incliné en una reverencia, susurró:

—¿Qué me tienes que contar?

—Nada anormal, salvo la semana pasada… —preparé el suspense con un silencio y recité lo que Tina me había ordenado decir—: Una tarde se fue con una tal Vero, de Verónica, y otra con un hombre.

—¿Qué hombre?

—Se llama Sigfrido y lleva pajarita. Me parece que es decorador de interiores.

El rostro de don Tomás se mantenía impávido.

—Dile a Ballesta que el lunes me voy a Madrid. Que ya lo llamaré.

Eso fue todo. No recibí una muestra de agradecimiento por mis mentiras y fingí desolación antes de fingir estupidez y contestar a una nueva llamada. Esta vez era Ballesta, agitando otras llaves:

—Prepara el coche.

Y preparé el coche, y en el asiento de atrás se acomodaron Ballesta y los dos individuos con lejano aspecto de enterradores. Aquellos señores, sólo entrar en el vehículo, lanzaron suspiros de satisfacción. Quizá los días de duelo exaltaban su ánimo. Ambos declinaron al unísono una invitación de Ballesta para almorzar. El primero, será nombrado «Hotel», tenía una reunión en su hotel. El segundo, al que por supuesto acompañaríamos al aeropuerto, será apodado «Puente Aéreo».

Hotel: Bueno, Ballesta, amigo. No hay nada como poder decir «Calla y que tus obras confirmen tu misión». El Partido Liberal Ciudadano es una obra sólida. No puedo sino felicitarme de que hayamos depositado nuestra confianza en gente como vosotros. Ahora sólo hay que esperar noticias. Las mejores. Y no dejarse dominar por la incertidumbre. Tantos muertos, tantas huelgas… Pero nosotros a lo nuestro, ¿no es verdad?

Ballesta, entre «Hotel» y «Puente Aéreo», se mantenía en silencio. La pose de Ballesta, su actitud, era muy extraña. Más que estar encajonado entre dos alfeñiques, parecía sucumbir a la fuerza de dos titanes, así era la presión invisible que de pronto aquellos enviados de las altas instancias parecían ejercer sobre su figura.

Hotel: Y es ese caminar en línea recta, con el ánimo seguro, alerta, pero valiente, lo que también aconseja prudencia. Supongo, Guillermo, que la política, la acción política democrática, invita a extremar la prudencia. Y que la generosidad debe ser recompensada. A la hora de dar limosnas, nuestra mano izquierda no debe saber lo que hace la derecha… hasta cierto punto. O no debe saberlo nunca.

Ballesta: ¿En qué quedamos?

Hotel: En que no debe saberlo nunca… hasta cierto punto.

Ballesta: ¿Estáis intentando hacer un trato?

Hotel: Los tratos ya están hechos, Ballesta. Tenemos un pacto, hemos tendido puentes. Y tú parece que has sido nuestro interlocutor. Muy bien, muy bien… Hasta ahí está todo muy claro… (Y señalándome con el mentón). ¿El muchacho es de confianza?

Ballesta: Según para qué.

Hotel: No seas humorista, Guillermo, no seas humorista.

Después de comprobar mi grado de confianza, Hotel elogió la actividad vitivinícola catalana y rió, humorista él también, al recordar el refrán «Los catalanes, de las piedras hacen panes». (Suspiro). Confesó que el mar era su gran pasión y que en cuanto sus once hijos estuvieran bien colocados iba a retirarse a una villa de la costa para reconciliarse diariamente con Dios, fija la vista en la intersección del mar y el cielo, él orando. (Suspiro). Admiró la industria cementera. Alabó la Sagrada Familia. Glosó la figura de Antonio Gaudí y enalteció su devoción de buen católico, su misticismo aplicado. Calificó al arquitecto de santo laico. Y de beato en ciernes, si por él dependiera, al urbanista que hizo un trazado tan racional de calles y avenidas. (Suspiro largo). Añadió que una ciudad se hace con el esfuerzo y el amor de sus gentes en épocas determinadas. La que ahora preparábamos entre todos los españoles estaba destinada a ser una de ellas. No tenía la menor duda. Lo local, añadió, es la llave de lo universal. Y la personalidad característica de un pueblo es la llave del arte. (Suspiro y pregunta retórica).

Hotel: ¿Sabes, Guillermo, que soy, vamos, somos mi mujer y yo unos entusiastas del arte?

Ballesta (apesadumbrado): Ni idea.

Hotel: Marichila se pirra por los cálices. Aunque ahora la colección pasa por mal momento. Por un momento de incertidumbre, como todo. (Una risa, un suspiro). Los curas de pueblo. Igual quieren dejar la sotana, pero se agarran a los objetos de valor como nunca. Será para hacer regalos a las mozas. Es aquí, sí…

Hotel se despidió diciendo que muy pronto volverían a tener el placer de encontrarse. O se hablarían por teléfono, en cuanto la necesidad de elaborar listas para el senado y el parlamento hicieran pertinentes consultas y reuniones. Hotel desapareció tras una puerta giratoria.

Ballesta (a mí): Arranca. Al aeropuerto. (Y a Puente Aéreo): ¿Estás seguro de que no quieres que almorcemos?

Puente Aéreo: No, Guillermo, muchas gracias.

Silencio en el interior del Mercedes. A falta de diálogo que oír, comprobé el carisma que Hotel veía a mi ciudad en un tímido intento de mirarla con otros ojos. Entonces, es cierto, Lector, vi una W en la pared. Aunque antes, en un semáforo, un hombre mayor, la espalda hundida y en la mano una cartera escolar cubierta por un plástico, cruzó ante el automóvil con paso de tortuga. Niños salían de los colegios. Una ambulancia en una puerta. Ballesta volvía a sus asuntos:

Ballesta: Yo estoy oliendo una negociación, al menos una lista de condiciones. Pero, la verdad, si no me echáis una mano, no sé cómo vamos a empezar. A lo mejor no es cierto que os parezca un interlocutor válido. En ese caso…

Puente Aéreo: No es eso. Absolutamente, no. Sólo es necesario que confirmes o niegues alguna de nuestras apreciaciones.

Ballesta: Pues empieza.

Puente Aéreo (señalándome con el dedo): ¿De verdad es de fiar?

Ballesta: Sí. Empieza, por favor.

Puente Aéreo: Empiezo. Por un lado, la figura de Carlos del Escudo está demasiado vinculada en lo afectivo y lo no tan afectivo al que, salvo desmentido de última hora, será nuevo presidente del Banco Ciudadano. ¿Me equivoco? Y también le unen lazos familiares con Enrique y Álvaro de la Lanza, que son sus primos, y consejeros del Banco de Negocios. ¿Me equivoco?

Ballesta no dijo ni que sí ni que no, pero el feroz brillo que de tanto en tanto restallaba en sus ojos hizo acto de presencia.

Puente Aéreo: Veo que no me equivoco. Que no nos equivocamos. Que nuestras indagaciones han resultado acertadas. Una formación política, sea del signo que sea, no puede tener lazos tan fuertes con la oligarquía financiera. Con los de siempre.

Ballesta: Pero tú sabes que el Banco Ciudadano no es oligarquía ni es nada. La presidencia es casi un cargo honorífico. A don Tomás le han dado poco menos que la jubilación. Y en cuanto a lo del Banco de Negocios, la familia de don Carlos… (Y tras una pausa, una mirada a través del cristal, una mujer arrastrando una bolsa de la compra, un fulano pidiendo en una boca del metro). ¡Venga, hombre, menos coña! No sé ni por qué hablo… Ésa es la excusa más peregrina que he oído nunca. Vosotros, quiero decir, alguno de los partidos en nuestra órbita, en la órbita de todos nosotros, también tiene vínculos con la Banca. Ahí tienes a gente en Banesto, en el Exterior, en el Hispano, en las empresas participadas. ¡Joder! ¿Te hago una lista? Si lo que estás tratando de insinuar es que nuestras vinculaciones son sospechosas, que hay algo que os escama, se habla. Uno se ofende, pero se habla. Pero dudo de que hayáis recibido un apoyo tan seguro de muchos de ésos, que hablan poco, no dicen nada y gestionan como yo me sé. Además, nosotros estamos aquí, no sólo como una teta a la que ordeñar, os vamos a defender de la gente de esta bella ciudad. Tú no sabes cómo son. El problema catalán. Esto puede alcanzar el punto de ebullición en cualquier momento. Y ya me dirás tú quién dialoga con ellos. Ya has visto a Pujol en el entierro. Al dejar el banco, dejó también un boquete en las cuentas como la fosa de las Marianas. No creo que llegue a nada, pero sin duda tiene un tirón coyuntural. La gente le quiere. Y sus primos, los socialistas, que son todos primos. Y los comunistas. La futura clase política, si se llega a formar, es de esta ciudad. Son una casta. Si no sale uno, saldrá otro. (Y levantando la voz): ¡Y vosotros hablándonos de parentela! ¡A nosotros! ¡A los de primera línea de fuego!

Puente Aéreo: Te defiendes bien, como un jabato. Con tu vocabulario moderno, pero como un jabato. A todos nos gusta tu competencia. Pero tú sabes muy bien que hay relaciones y relaciones. Que no es lo mismo. Sobre todo, porque eso sería lo de menos si no fuera por la posibilidad de escándalo. La verdadera posibilidad de escándalo, ya me entiendes.

Se hizo un silencio agrio, espinoso. Me fijé en un anuncio de vaqueros. Tina y su anuncio. La poderosa Tina. Pensé en las horas de los tiburones, en los regalos, en el derroche económico y sexual, en las reputaciones, en las indiscreciones. Intenté calibrar sus fronteras. Pensé en lo que me había sido dicho, en el misterioso Sagunto, en los negocios turbios. En esos meses había oído de todo sobre todos. ¿Tanta importancia tenía? Una señora aguantaba a una niña que orinaba en el hueco de un árbol. Vi otra W. Unos tipos con melena se apoyaban en una esquina y miraban en todas direcciones. La ciudad era sucia. Definitivamente, Hotel era de esos hombres que inventan teorías fútiles y pintan hermosos paisajes, cualquier cosa con tal de no ir al fondo del asunto o de tensar la paciencia del contrario. Ahora, Puente Aéreo estaba rematando la faena.

Ballesta: Estoy pensando todo lo que puedo y no sé a qué te refieres.

Puente Aéreo: Me alegro de que no lo sepas, aunque debieras. Según mis informes tú también tienes un pasado. Y la gente con pasado piensa mucho en el pasado de los demás.

Ballesta: Es verdad. A lo mejor tengo un pasado. Y a lo mejor pienso mucho en el pasado de los demás. Y, por lo tanto, también tengo informes. Muchos.

Puente Aéreo: Vamos, vamos, Guillermo, no te alteres. Empezar a descalificarse, a amenazarse, sería volver a empezar el juego. Todos trabajamos con la fuerza que Nuestro Señor nos ha concedido para que nuestros superiores no se inquieten o no se enteren de ciertos detalles. Por lo menos, hasta que los efectos de algunas acciones sean agua pasada. Ellos quieren saber el resultado de la batalla, no que se la expliquemos. Ése es nuestro trabajo, Guillermo. Y sé que es un trabajo duro y que lo haces muy bien. Por eso te admiro. Dicho esto, queda claro que todos tenemos informes y que un alboroto, una lucha fratricida, déjamelo decir así, porque lo pienso de corazón, no haría sino levantar polvareda. Y perjudicar a todos. Cualquier tonto puede quemar un pajar, Ballesta. Supongo que ya lo sabes, pero si no te lo voy a aclarar yo, porque ésa va a ser la imagen, si no pública, sí, cómo te diría, correcta, correcta es la palabra, entre la gente de prestigio y poder de decisión. Por un lado, la situación del Banco Ciudadano queda a partir de ahora como sigue. Don Tomás del Yelmo pasa a figurón, tú lo has dicho antes que yo. El nuevo director general, muy amigo, por cierto, y cuyo nombre también te sonará en cuanto se haga público, es alguien muy vinculado a la clase bancaria y a la sociedad tradicional de esta ciudad, que por fin va a establecerse en un punto, el Banco Ciudadano, que hasta ahora le había sido vedado y cuya situación, en todos los aspectos, no estaba nada clara. El nuevo director general, como es obvio, traerá, de acuerdo con el Banco de Grandes Negocios, al que más le vale no abrir la boca hasta que las aguas estén tranquilas, a su gente de confianza, y todos juntos, como un solo hombre, juzgarán la gestión de los antiguos responsables asiento por asiento y balance por balance para salvar como puedan la situación de la entidad. Desgraciadamente para los que se dedican a eso, en banca no se puede empezar desde cero. Pero nosotros, aquí mismo, sí podemos. Y ésa es la segunda cuestión. Empecémosla desde el principio, pues. En este juego tenemos, por decirlo así, demasiados ceros a la izquierda y por ello hay gente que quiere que nuestro hombre aquí, en esta ciudad, sea, tal como vosotros habíais propuesto, por otra parte, Jaime de Vilabrafim.

Ballesta: Hablas mucho, todo lo que dices tiene mucho contenido y es difícil seguirte. ¿Estoy entendiendo que vais a coger a Vilabrafim, a captarlo, porque eso es lo que hacéis, y los demás nos vamos a la mierda? ¿Que la reunión que ése (se refería a Hotel) tenía ahora mismo era con Vilabrafim? ¿El mismo del que yo me ocupé en Madrid cuando se desmayó de la borrachera que llevaba encima?

Puente Aéreo (chasquido de lengua por la supuesta impertinencia): Fue un infarto, Guillermo, no hagas caso de las malas lenguas.

Ballesta: Pero ¿no te estoy diciendo que fui yo mismo el que…?

Puente Aéreo (zanjando el asunto): Quieren que sea Vilabrafim. Sus maneras gustan. Su reputación gusta. Sus amistades gustan. Sus discursos gustan. Su pasado, el reciente y el remoto, gusta, Guillermo. Es alguien con, como se dice ahora, imagen. Alguien con el que se puede contar.

Ballesta: Estoy soñando. ¿Vilabrafim? ¿Solo? ¿Si hasta sus discursos se los escribo yo? Menos el de las palomas, claro, menos casi siempre que mete la pata.

Puente Aéreo (riendo): Eso es lo de menos, Guillermo. No seas presumido. Si no escribes tú los discursos, se los escribirá otro. O él mismo. Es un hombre cultísimo.

Miré por el retrovisor y vi a Ballesta como no lo había visto nunca. En verdad me sentí como un niño que observa cómo un desconocido maltrata a su padre. Miraba a su oponente, que se esforzaba en no mirarle. La cara de Ballesta pedía clemencia, una frase, una corriente de aire. «Que corra el aire». Estaba asustado del mismo modo en que antes de conocerle yo sabía y sentía que se asustaban las personas.

Puente Aéreo: ¿Este olor es de alguna ganadería?

El tradicional hedor que le asaltaba a uno cuando se acercaba al aeropuerto invadía el olfato como un símbolo.

Ballesta (hundido): Es una fábrica… Textil… Tergal…

Puente Aéreo miró a Ballesta, y como si percibiera su melancolía, le palmeó una rodilla y fingió que se acababa el suplicio:

Puente Aéreo: Pero tú no has de preocuparte, hombre. (Y un gesto de prestidigitador, y una risa). ¡No me has entendido! ¡No me he explicado bien! No, hombre, no. Para ti tenemos planes. Si tú quieres venirte con nosotros, claro está. Acaba con este trabajo. Salva a tu patrón, sea el que sea. Salva tu alma, Guillermo, y el futuro es tuyo. Ábrete una puerta, chico. Una puerta grande con un pasillo muy largo. Sin esos agobios y esa comezón que seguro que estás pasando. Borrón y cuenta nueva. Te lo leo en los ojos, tienes ganas de salvarte. Y tú, que eres un hombre muy inteligente, Guillermo, sabes que cuando están cambiando los tiempos, la salvación cuesta muy cara y se ha de renacer libre del pecado original. Que se preocupen los demás, que se lancen dossiers… ¡Hala! «Tú eres esto, yo soy lo otro, tú eres impuro y yo no». Sólo hay un poder, Guillermo. Y tiene tantas caras como tú quieras verle. A la figura «Vilabrafim», entre comillas, le vamos a dar la absolución sin tener que pasar por el confesonario. Si se lavan los trapos sucios en casa, él se salvará. Y lo que él representa. El sábado que viene un rotativo empezará a publicar una serie: «Cien españoles para la democracia». Ahí estará Vilabrafim. Una rampa de despegue. Nuestro hombre en esta ciudad. Entre muchos. Que conste, entre muchos. Pero, por favor, nada de escándalos…

El aeropuerto ya se divisaba.

Ballesta: Mi salvación… ¿Es algo firme, o un truco del momento?

Puente Aéreo: Claro que es firme. De hecho, el Partido Liberal Ciudadano se une a la coalición electoral. Y de ahí surgirá un partido. Y en ese partido, bueno, Guillermo… ¿Qué te voy a contar? Eso es en lo que llevamos trabajando desde hace tanto tiempo. ¿No es así?

Ballesta: Desde luego, sí…

Puente Aéreo: Bien, ya que somos amigos, ya que todo está claro, aclaremos la última cosa. Hemos hablado con los de Grandes Negocios.

Ballesta: ¿Y?

Puente Aéreo: Que vosotros también, ¿verdad?

Ballesta: Claro…

Puente Aéreo: Pues no es exactamente eso lo que dicen… No, no digas nada, Guillermo, escúchame. Hoy es sábado. El lunes por la tarde, la situación estará limpia de malos pensamientos y ya no tendremos que ocuparnos de eso nunca más. No tendremos que ocuparnos de casi nada.

Puente Aéreo salió del coche, insistió en que todo estaba hablado y desapareció tras otra puerta giratoria. Ballesta encendió un cigarro y se puso a pensar. Fue entonces cuando me dijo:

—Sal del coche.

Obedecí. Cuando me afiancé sobre el terreno, ya tenía frente a mí ese brillo salvaje, la mirada asesina.

—¿Qué te ha dicho Del Yelmo esta mañana?

—Es que me ha mandado que le diga todo lo que hace Tina.

—¿Y qué hace? ¿Le engaña?

—Sí…

—¿Sabes si es posible que Del Yelmo no llegara a hablar con los del Banco de Negocios cuando estuvimos en Madrid? ¿Entiendes lo que te digo? ¿Que no fuera a la reunión a la que dijo que iba a ir?

—Yo deduzco que no.

—¿Por qué?

—Salió del hotel bastante borracho antes de la otra cena, la del Ritz. Una hora antes, más o menos. Luego a Tina se le escapó que esa misma noche estaba allí. Quiero decir aquí. Con ella. Y más borracho aún. Me lo dijo hace poco y yo pensé…

—Tú no piensas. Tú contestas.

—Yo no sé si hubo reunión. Pero a mí me parece que no.

Un nuevo destello de aquella mirada fue suficiente. Ballesta entró en el Mercedes sin decir nada y arrancó. La explanada del aeropuerto se me apareció como una porción devastada del planeta. Por fin, y por primera vez, y de verdad, la naturaleza estaba allí y yo aquí. Me invadió el sentimiento, quizá pasajero, de no pertenecer a nada. Busqué un tranquilizante en el bolsillo. Ya me había dejado de hacer preguntas sobre lo que veía u oía. Quería respirar hondo con unos pulmones como los silos que divisaba a lo lejos, entregarme a un culto acogedor que no me hiciese pensar, ahora que mi familia no existía, que el Watusi y lo que significaba se habían convertido en algo ridículo, ahora que el coño de Tina, aunque aún me pudiera deparar algún inesperado placer, estaba muy lejos después de aquella confesión a Ballesta. Casi podía oler el sedimento de basura, capas sobre capas, lodo y cemento que se habían convertido en esa superficie dura que estaba pisando, la explanada. Se habían trazado las líneas de la pista de aterrizaje, las de los aparcamientos, las de la carretera. Las personas caminaban, los coches circulaban, los aviones subían y bajaban. Allí, allí, no sé dónde.

Tenía que ir a un bautizo.

Compré regalos en unos grandes almacenes. Informé de la edad ínfima del bautizado y me entregaron un lote de sonajeros, ositos y pelotas. Compré unas cucharillas de plata. Compré peúcos, baberos, faldones, petos, babis.

—La gente muy bien compra chupetes de plata.

—Pues venga a la bolsa ese chupete de plata.

Compré una medalla de oro donde me grabaron, en vez de aquel día o de la del nacimiento de Francisco José, la fecha «15 de agosto de 1971» en un claro indicio de que mis escepticismos tenían reversos de superstición. Cargado como Papá Noel, llamé desde una cabina al hogar de mi madre, y una voz absolutamente desconocida me informó con mucha cordialidad de que se había quedado al cargo de la niña y en espera de una llamada del ingrato hijo mayor, fruto de una relación anterior, ilícita, de Flora, la esthéticienne, que ese dato lo había oído ella de muy buena fuente. Algo sabía de la información, repliqué, todo me era desconocido del nuevo oficio estético de Flora. La ceremonia ya había tenido lugar y ahora todos los invitados menos servidora y el hijo bastardo se lo estaban pasando la mar de bien en un restaurante especializado en dar banquetes a la honrada clase media. Me personé en las señas que me dio la amplia informadora y causó sensación mi entrada en el salón decorado con motivos labriegos donde un montón de desconocidos, hablando en tres de los cuatro idiomas peninsulares, celebraba el bautizo de mi hermano. Me presenté o fui presentado por la esthéticienne, Flora, mi madre, que ahora me tomaba de confidente:

—Sí, hijo, me dieron el diploma la semana pasada. Cuando los dos niños vayan a la guardería, voy a trabajar y todo. Ahora trabajo en casa, pero echo de menos trabajar fuera. Se me cae la casa encima. Tú no le digas nada a Carmelo. De lo de la casa encima, quiero decir. Diviértete, hijo, que tienes muy mala cara de tanto trajín.

Le hice unas cuantas carantoñas al tal Francisco José, mi hermano. Besé mucho y fui besado, jaleado, ovacionado. «Es el del banco, el hijo que está en la política, de derechas, de derechas, de esos chaqueteros, un rojo, un socialista, me parece, un talento, de esos que cortan el bacalao, va para ministro». Nadie hubo de recordarme, como a los antiguos generales romanos en el desfile de la victoria, que era mortal, porque estaba empezando a no encontrarme muy bien. Y no sólo era la bajada de dos minilips que había tomado para enardecerme en sociedad, sino el gesto avinagrado de algún sabio próximo a la familia, esos nombres que sugerían nuevas amistades y a mí me fueron francamente indiferentes al ser pronunciados, que ahora, bajo el bigote mascullaba el comentario envidioso, balsámico por su simplicidad, llaneza roedora que criticaba la prepotencia y la vanidad en esos tiempos inseguros, atolondrados. Muchos pensaban así. La supuesta gente de bien se sentía infeliz por lo que estaba empezando a saber que había sido su vida, su única juventud, y por lo que le esperaba en el negro futuro. Un segundo nivel de criticadores, el de los empleados, intuía, sin dar las vueltas que yo había dado, el idilio entre la banca y la incipiente política, y deducía que si el último mono, la gallina ciega de aquel baile, el supuesto vástago ilegítimo de Flora, podía permitirse el tren de vida que aparentaban su traje, los regalos y la impuntualidad, mis jerarcas estarían edificando un palacio tras otro y fornicarían concubinas sobre montones de oro a costa del sudor de aquellos que en la disposición y sabor de los entremeses variados sentían una súbita nostalgia de su pueblo. A lo mejor era un personaje como yo el que aliviaba su miedo al comunismo, o lo exigía, o colaboraba de modo definitivo a la vuelta de los desastres de la guerra y era necesario un nuevo caudillo para escarmiento de oportunistas. Y todos, menestrales y empleados, acababan apurando el licor y mascando el habano y el mal augurio y la hiel que les iban a proporcionar una subida de tensión gratuita. Yo, entretanto, bailaba con mis contemporáneas y con alguna de sus madres, y prometía a Flora que muy pronto iba a acompañar a la familia a las obras del chalet que se construía en el lugar que antaño fue conocido como terreno. Quise consolarme de la tensión de la jornada y de las malas lenguas con una de aquellas contemporáneas, recomendada en susurro malicioso por mi madre. La muchacha me planteó en relajado aparte su vocación médica y casi me hace vomitar ante la descripción de una de esas heridas a las que era tan aficionada. Abandonamos el banquete entre sonrisas de complicidad. La boca de la contemporánea recomendada fue penetrada por mi lengua en una sombra del parque donde otra chica, años después, me contaría historias en largos amaneceres, y una tercera chica, muy importante para el Lector de este Informe, tuvo un paro cardíaco en Navidad. De la experiencia, además de la vida, pudo rescatar estos versos: «Mastica lenta muérdago y acebo / trepa la cancela, huye del temblor / ¿Qué me has dado, hipodérmico horizonte? / Humo de resina, duda del párpado / Hablas sola en los bancos de los parques». No es el mejor resultado del aliento poético de aquella chica, pero cito por la coincidencia y para que usted, Lector, siga leyendo. Esa primera chica del parque, la de la tarde del bautizo, pese a su afición médica y al orgullo de un primer curso aprobado, era reacia a un profundo examen de su anatomía. Sólo se dejaba acariciar «por fuera», según propia declaración. Aun así, me sorprendí al enfrentarme por primera vez a una entrega efectivamente pasiva y quizá sincera. Pero ella estaba en el mundo de un modo tan real que era misteriosa, inalcanzable. Era otra vez «allá», y no me pertenecía, ni yo pertenecía. Ésa es la explicación de que haya olvidado su rostro y no la mínima ondulación en el pecho de su blusa a cuadros. Por eso la abandoné pretextando una urgencia olvidada.

En el no muy lejano barrio de Tina reinaba el silencio que el dinero y la influencia preparan los sábados por la noche, la confianza del aroma de jazmín, el espaciado y majestuoso paso de automóviles de lujo. Me acerqué al portal y me asombró la silueta de un oculto Ballesta, atento a cualquier movimiento, a cualquier cambio de luz en el piso de la cortesana. Me escondí tras unas enormes macetas con el corazón al galope. Consultaba la hora, fumaba, se desesperaba. Se fue y me fui. Me obligué a no especular hasta el día siguiente sobre lo que mi protector estaba haciendo allí. En el buzón de nuestra sede política, de mi hogar, descubrí un sobre con la primera solicitud de ingreso en nuestro partido. Era una jubilada que nos había escrito: «Los dos señores son muy guapos y parecen los más listos de los que salen en las revistas. Yo también estoy enferma. La reuma. Muy dolorosa. Hijos. También tengo el corazón malo como el señor Brafin, que lo sé del Interviú. Puedo pegar sobres y escribir direcciones. Me han dicho que en los partidos eso se hace mucho y pagan. La letra es buena como pueden ver».

Luego daba sus señas, por si habíamos tirado el sobre.

El día del Watusi
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