5
Desde aquel amanecer del Rompeolas, cuando me dijo que sería feliz en el desastre y me dijo su nombre y yo le dije el mío, llegué muchas veces con Elsa al sitio en que ya no era de noche, el raro lugar donde termina.
¿Quién era Elsa?
Puedo dar a la fase más intensa de nuestras relaciones un principio y un fin, una cronología decisiva, un enlace con la engañosa serpiente de la Historia.
Cuando empecé a beberme amaneceres como aquel del Rompeolas para terminar yacente en mi cama en la posición de un Cristo desplomado de la cruz, me pasaba un día o dos tumbado entre las sábanas, gimoteando y diciéndole a nadie: «¡Nunca más, nunca más!». Una vez, tras una juerga con alguno de los forofos del producto que vendía, la jornada de penitencia, todas las miserias, fueron acunadas en el altillo de soltero por un afable silencio. Y ese silencio era una rara circunstancia, porque la cháchara y el ruidoso cancaneo de los habituales de la plaza solían flotar en el aire toda la noche. Cuando bajé a la calle al atardecer siguiente, Elsa, sentada en un banco, charlaba con una de las viejas que entretenían el tiempo dando de comer a las palomas. Interesado en comprobar que se hacía a menudo la encontradiza y que eso me gustaba, nunca supe de qué hablaba en aquellas tertulias con la tercera edad. Elsa me vio y una sonrisa de fingida sorpresa se abrió en su cara. Cuando estuve delante de ella, entre un profundo bostezo, manifesté:
—He dormido como un tronco. ¡Qué paz! Por lo visto ya nadie viene por la noche.
Elsa se echó a reír. Un minuto, dos. La vieja sentada a su lado me miraba con apatía de moscardón.
Durante mi patrulla por los bares de la zona alta, a la que Elsa solía acompañarme sin pedir nunca nada («Las anfetas no son lo mío»), se dedicó a estudiar el avance de mi perplejidad ante los comentarios de la gente que se acercaba a comprarme pastillas: «Yo es que me voy a Londres en cuanto pueda» o «Yo si hay que coger las armas, las cojo, que los tengo cuadrados…» o «A mí, mientras no cierren esto, me da igual todo». Cuando los comentaristas se iban, le explicaba a Elsa que hacía muy bien en no empezar a tomar anfetaminas, porque son más peligrosas de lo que dicen, y si uno no sabe racionar los estados de ebriedad, la paranoia, las euforias y las depresiones, entontece y acuña barbaridades como las que acabábamos de oír.
A ella le brillaban los ojos.
De vuelta a casa, bajo la lluvia que espaciaba nuestra marcha en los claros de las marquesinas, ante el paso de una de tantas manifestaciones con las que Elsa y yo nos encontramos en nuestras travesías por la ciudad, protesté ante el brillo de sus ojos por el capricho que tenía la gente de ocupar la calzada. Era como un vicio; desde que le habían encontrado gracia a ese juego, cualquier excusa era buena.
Cuando la acompañé hasta la callejuela donde vivía, porque siempre la acompañaba a su casa y, avergonzados los dos, me despedía de ella con un beso en la mejilla, Elsa se atrevió a informar del golpe de estado que había tenido lugar el día anterior. Con el país paralizado, el ejército no salió a la calle en ningún lugar, salvo Valencia, que se llenó de tanques enormes. Hasta que pasó el peligro, no hubo quien no manifestara un plan sobre qué hacer en caso de que los sediciosos tuvieran éxito. Por fortuna, todo había acabado y los más airados no tuvieron que demostrar las agallas que exhibían.
—Si llegan a ganar y sale el ejército, la cara que hubieras puesto. Con la fantasía y el despiste que gastas… Hubieras sido el primer desaparecido.
—Hasta me hubieran escrito una biografía digna. El joven mártir que fue a venderle anfetas al sargento loco…
Estuvimos riendo hasta que algún insomne neurasténico nos echó un cubo de agua desde una de las oscuras ventanas de la calleja.
Tardaría mucho en explicarme, y lo hice sólo cuando no tuve más remedio: el azar y la fragilidad que mi experiencia suponía a cualquier avatar político, sólo era comparable a mi propia inestabilidad como ente civil. Un golpe de estado, su parodia, un registro, una redada y el lógico aviso a Ballesta eran mi perdición, aunque me hubiera empeñado en olvidarlo con la mente ocupada en dudosas recreaciones. Una Elsa demasiado ideal, por ejemplo.
Ahora ha pasado casi un año y estamos en octubre del 82. Bajo de los bares de la zona alta acompañado por unos conocidos. Más instalado en ese ambiente, he dejado por fin el comercio de pastillas para sustituirlo por trabajos esporádicos de los que ya hablaré. Que ya no necesite mantener la cabeza fresca durante las horas en que antes realizaba mis transacciones me libera de la obligación de cierta sobriedad, y muy pronto la relevo entusiasmado por ninguna sobriedad. Así, los conocidos y yo bajamos la calle, dando traspiés y perfeccionando entre risas beodas una broma de mucha malicia. Durante aquella jornada han tenido lugar unas elecciones y, con el fin de enterarnos sobre su naturaleza, nos detenemos ante los colegios electorales que se van cruzando en nuestro camino para deducir a quién se ha votado y por qué. No sé si lo entendemos demasiado: en aquellos folios pegados en jambas y en persianas bajadas sólo hay una relación de los diferentes partidos y coaliciones y el número de votos que han recibido en aquel colegio. Alguien percibe que a ciertos partidos casi folclóricos, muy extremos y muy pintorescos, o no les ha votado nadie o sólo han recibido un ridículo voto. Nos intriga la naturaleza del héroe solitario que, contra viento y marea, delega su minúsculo derecho a la soberanía en uno de esos grupos que, sea cual sea su contribución ideológica al panorama político, acaban figurando en el resultado final con el nombre de «Otros».
—¡El cabrón de Fuerza Nueva, que se asome a la ventana! —gritábamos, por ejemplo. No es que tuviéramos nada a favor o en contra del fascista. Sólo ocurría que en ese colegio electoral la formación con un solo voto era la que correspondía a Fuerza Nueva, o como se llamase entonces su coalición con falangistas y ultramontanos.
—¡Oye, cabrón! ¡Da la cara si hay cojones, cabrón! ¡Somos tus amigos, cabrón! —y uno de mis acompañantes, que había sido guerrillero de Cristo Rey unos años antes, nos apuntaba la fervorosa letra de «Cara al sol». Otro, que había cumplido un tiempo de condena por pertenecer al grupo de agitación Kropotkin le discutía, no el contenido del himno, sino el tono en que debía empezar el verso «Volverán banderas victoriosas…». Un tercero y un cuarto, si habían tenido alguna vinculación juvenil con la política, ahora la callaban, limitada su capacidad por el alcohol, la broma villana y la mucha risa.
Por fin, alguien salía al balcón, no a presentarse como único votante del partido de sus amores, sino para elevar una queja de la bronca nocturna. Entonces…
—¡Oye, cabrón! ¡Saluda a la romana, cabrón! ¡Eres un valiente, cabrón!
Y cuando el ruido hacía asomar al resto de vecinos, todos señalábamos al señor con bata y cara de sueño:
—¡Ese hombre no se arredra! ¡Ese hombre es un español! ¡Saluden todos a ese modelo de la Una, Grande y Libre! ¡Queremos un hijo tuyo, cabrón!
Y nos íbamos corriendo, mientras el señor de la bata negaba todo a unos vecinos que ya empezaban a explicarse ciertas conductas de ese hombre, a veces colérico en extremo, otras veces taciturno, siempre con golosinas en el bolsillo.
Unas calles más abajo, cuando descubríamos en un par de ancianas ojerosas del barrio burgués por excelencia a las musas de la Organización Revolucionaria de los Trabajadores y cantábamos la «Internacional» con mucho desgañite, un coche se detuvo a mi lado. Y me sobresalté, porque cuando todos habían callado ante la repentina aparición del automóvil, yo, de espaldas al sentido circulatorio de los coches, aún seguía gritando «¡Viva la madre que parió a las vírgenes rojas! ¡Viva la memoria de vuestra sangre menstrual! ¡Y viva Pekín y Cantón!». Hacía demasiado tiempo que Fernando Ruiz McDonald se paseaba por una ciudad bajo vigilancia con un descaro retador: documentación falsa, una mili sin cumplir y las ganas que me tenían los Ballestas de este mundo adheridos con su baba viscosa a los pliegues del poder. Los días del asalto al Banco Central ya habían sido una muestra del miedo que uno puede supurar cuando se enfrenta con las torpezas aún activas de su pasado. Resulta que…
No, Lector, no quiero que disfrute al saber lo que sentí durante esos días del asalto al Banco Central.
Seguimos, por tanto, en octubre del 82, la noche en que las urnas dieron la mayoría absoluta al partido socia lista y los progres saltaron y cantaron. Para mi alivio, el automóvil que había parado no era de la policía. Fue Elsa quien asomó por la ventanilla, la cabeza cubierta por un sombrero Borsalino con cinta roja. El uso del sombrero había marcado un antes y un después en nuestras relaciones: al principio pensé que era un modo de ocultar una melena descuidada o unas pupilas diminutas; enseguida supe que era mero cobijo contra el reproche. Uno de los tipos que la acompañaban se abrazaba nervioso a sí mismo bandeando en el asiento de atrás. El hecho de que casi fuera un cadáver no me impidió reconocer a Carlos del Escudo Jr.: las ojeras encendidas, la cara muy pálida, cada célula de su cuerpo entregada al temblor. Esos reencuentros no eran una pirueta del azar, ni iban a ser infrecuentes: cuando uno empieza a moverse sin cautela termina dando con las sombras más temidas (como bien supe, aunque no lo cuente, el día del asalto al Banco Central). El mercado de heroína creaba nuevas sociedades, nuevas amistades, muchos conocimientos esporádicos. Se hablaba un poco, se unían fuerzas, se reutilizaba la información. Elsa, en su postulado por adquirir la sustancia de sus desvelos, era inigualable en el trato con las más surtidas conexiones: hoy era Carlos del Escudo Jr. convertido en un pingajo y mañana iba a ser cualquier voluble con ganas de pedir una explicación a hostias.
—¿Me puedes dejar algo de dinero?
—Que te lo deje el papá del nene que llevas ahí detrás.
El pingajo no me había reconocido y ni siquiera miró cuando mencioné a su padre. Elsa, que tampoco sabía de qué hablaba y estaba bastante nerviosa, se bajó del coche, sus botines de piel de serpiente tropezaron en el asfalto, me abrazó abandonando la cabeza en mi pecho, y mientras se echaba el sombrero hacia atrás para que nuestras miradas se cruzasen y me rindiera a su patetismo, rogaba por su madre, por mi madre, por Dios y por la madre de Dios. El cuento de siempre. Le dejé el dinero que me devolvería al día siguiente, que se muriera si no allí mismo, en la vía pública. Cuando el automóvil arrancó hacia un tenebroso paradero, dije a los amigos, tan amigos míos como eran suyos los de Elsa:
—Hace unos años, por poco hago diputado al padre de ese idiota. Del que iba detrás. A su padre. Os lo juro.
Y todos rieron. Viniendo de alguien que hasta hace poco iba diciendo por ahí que era el nieto de Picasso, esa información, suministrada ese día y en esa circunstancia, se tomaba como una de tantas bromas del que llamamos charlatán, o del tío primo que justifica como puede su flaqueza ante el sablazo de una rubia.
Al día siguiente, Elsa no aparecía. Ni al otro. Y al cabo del tiempo, cuando me la encontraba, limpia y guapa, y lo que resultaba ya un disparate, alegre, los dos nos olvidábamos tanto de la deuda como de la escena que la generó. Ya no se hacían preguntas; el interés mutuo era un hilo de amor con el que evitábamos el extraña miento.
Pero ¿quién era Elsa?
Desde el primer amanecer en el Rompeolas supimos que nos comprendíamos, y ese entendimiento no abundaba al margen de la identidad que unía a la gente en una retórica de momentos. Quizá nos gustáramos y, desde luego, teníamos cierta experiencia en locos abordajes y compartíamos una imprecisa saturación de muchos cuerpos. Ella tenía su fama y yo la mía: entonces un polvo era la actividad menos amorosa que se nos hubiera ocurrido. Con la intensidad se pierde el tacto, y mi anhelo juvenil creía necesario recuperarlo antes de dar el paso siguiente. El suplicio del cortejo, lento y delicioso: contarnos nuestras vidas, nuestros objetivos, lo que deseábamos hacer, lo que podíamos hacer y, mucho más importante, lo que no íbamos a hacer por nada del mundo. A mí me parecía que ella era de mi opinión: si nos acostábamos en seguida algo se iba a estropear, no sería lo mismo. Por eso nos buscábamos por las tardes, por las noches, hablábamos mucho, nos reíamos. El absoluto placer de reírse con una chica por primera vez, degustar los entusiasmos: ésa era felicidad suficiente, y suficiente ilusión la de buscar el momento perfecto en el desastre.
Supe que Elsa había empezado la carrera de Arquitectura, pero colgó enseguida sus estudios tras huir de la familia y del plan de vida que trazaron para ella. Desde entonces, trabajaba por las mañanas en una agencia de viajes, y aunque no hubiese dormido la noche anterior, que había gastado patrullando de bar en bar entre el estruendo de altavoces y cogorzas, a la mañana siguiente, vestida «de romana», como solía decir, se encontraba frente a billetes de avión y sellos de goma en un edificio del centro. Ese vestirse «de romana», traje sastre, medias y zapatos altos, combinado con una ilusión irreprimible por encontrar de nuevo las calles conocidas, era el motivo de que muy pocas veces pasara por casa a cambiarse de atuendo y su porte oficinista se prolongase a través de la jornada hasta garitos cuyo ambiente la volvían una perfecta marciana y un seguro objeto de deseo.
Cuando la conocí aún no tenía veinte años. Era de una precocidad imparable. Quizá por eso el tiempo era su único descuido, su enemigo declarado. Todo el tiempo. Una vez me dijo: «De los cinco sentidos, yo sólo tengo el sexto». En todo lo demás, si importa algo, era muy meticulosa: su porte, cada movimiento, el estuche de metal donde guardaba su jeringa, la goma, la cucharilla y la lista con actividades de la jornada, de sus discos y preferencias escritos con una letra redonda, perfectamente alineada. No cruzaba los sietes. Y otra vez me dijo: «El 1 es viejo, el 2 no me gusta, el 3 es orondo y simpático, el 4 es apacible, el 5 bastante perfecto (pero no me cae bien), el 6 es mi preferido, porque los otros números quieren competir con él, y él tan contento, el 7 es un pelota, pero no lo cruzo, porque le mato, el 8 es arribista, el 9 es muy creído y el cero pasa desapercibido». ¿Y el cero pasa desapercibido? No en el sistema decimal, Elsa. La diosa Razón está orgullosa de sus diez dedos. Así te salían las cuentas del dolor antiguo cuando era noche cerrada.
Mira, Lector, Olga, mirad, no puedo evitar contarme otra vez, contaros, el asunto del Banco Central.
Sábado. Una espléndida mañana de mayo del 81, aunque no para mí. No del todo, al menos. Estoy en la calle, bajo los arcos, ansioso porque me devuelva al hogar el tacto del pasamanos de nogal gastado por mil inquilinos morosos. Entretanto, me despido con balbuceos de resaca de la morena algo punk que ha sido mi pareja esa noche. Mientras contesto «Ya, ya…» a no sé muy bien qué, asumo pasmado que la muchacha no llega al metro veinte. Esa madrugada, poco después de la apertura súbita y confusa del ojo, olvidando que la chica algo punk existe y se esconde bajo las sábanas para amortiguar con ellas el ruido que sube de la plaza, he dudado del carácter humano del bulto de área mínima que estaba a mi lado para concluir que durante la nocturna turbulencia me he iniciado en la zoofilia. La chica, cubierta y ovillada, parecía un perro pequeño o un gato grande. Luego, he recordado una mano impaciente guiando hasta un clítoris otra mía, muerta, para imponer la frecuencia de roce del que abrillanta una moneda con el puño de la camisa antes de echarle el aliento. Mi cabeza ha generado también el maltrecho recuerdo de verse a sí misma asomada a la ventana con ganas de fumar frente a la tímida claridad del nuevo día, y el nuevo día era sólo el acostumbrado vuelo de sillas de tijera y el cruce habitual de amenazas de muerte. Y les he vomitado encima.
—Uf, colega, ya me he dejado la pulsera… Ya ves, ya me la darás… Me abro ya…
—Ya…
Debe ser tan pequeña la simpática y desmaquillada ninfa semipunk que, al alejarse por el sol y sombra de los soportales, aún no ha caminado dos metros y la he dejado de ver.
—¡Pederasta! ¡Que te gustan las niñas! ¡Baboso! ¡Antiguo! ¡Él es el culpable! ¡El golpista! ¡Guardia civil! ¡Picoleto! ¡Contumare! ¡Bujarra! ¡Follaniños!
No es necesario ni conveniente que me vuelva en dirección a las voces; son las locas de la plaza que, en trasnoches volcados sobre la mañana, gafas de sol y faralaes, se erigen en coro griego de las pequeñas incidencias de aquel ámbito. Ahora la toman conmigo; les ignoro y entro en el primer bar para que un café apuntale mi taquicardia, un valium la relaje y me enfrente a mis contradicciones. Vuelco todo mi peso sobre la barra y miro de reojo; ahí fuera, en el respaldo de un banco de madera, en el suelo alrededor del banco y, aunque parezca mentira, sobre el mismo banco, la amenaza sodomita de la VI Flota lanza alaridos a través de una barba de días, del rímel corrido, la carrera de magisterio sin ejercer, no del todo olvidados los golpes y las burlas que recibieran en su pueblo. Las locas underground me tienen en el punto de mira de su sarcasmo hidrofóbico:
—¡Estirado! ¡Pichafría! ¡Annnnaaaal! ¡Que te esperan los golpistas! ¡Que llegas tarde! —Agradezco que uno de ellos me ignore, aunque, en contrapartida, se acerque a una palmera y se ponga a imitar a Carmen Miranda.
—¿Qué golpistas? —le pregunto al camarero, mientras otra mirada de soslayo me confirma, por la ausencia en la plaza de cualquier paseante o merodeador que no fuera el equipo de rugby del planeta Mariconazo, la posibilidad de que haya amanecido otro día de esos en los que las buenas gentes murmuran «Ay, ay, ay…» antes de salir como balas hacia un lugar seguro.
—No está claro, pero parece que ha habido otro golpe de estado… —me confirma el camarero.
—Ay, ay, ay…
—No sé, lo están diciendo en la radio… Unos golpistas han entrado en el Banco Central, aquí, en la plaza Cataluña.
—¡Pedorrrrrro! ¡Que no sabes lo que tienes! ¡Que estás ciego! ¡Que ella es divina! —oigo que brama el coro, mientras me aproximo a un aparato de radio sobre el mármol de una de las mesas, flanqueada por dos vendedores de lotería. Los hombres, la cabeza apoyada en la palma de la mano, evocan sin nostalgia el preámbulo de la guerra civil. Escucho un momento y no me entero de nada. De casi nada. ¿Quién está ciego? ¿Quién es divina?
Vuelvo la cabeza y entre la selva de hombros que tensan costuras, de los topos, de los volantes, de los pechos velludos, zarandeada por manos que se empeñan en desenfilar su ocultación, la sonrisa de Elsa. Cuando salgo del bar avergonzado para desaparecer por la primera calleja, se acerca dando saltitos y me coge del brazo:
—¡Venga! ¡Cómetelo! ¡Y tú, cobarde! ¡Procede!
—¿Nos acercamos hasta la plaza Cataluña a ver qué pasa? —me pregunta.
—¿También eres amiga de éstos? —le pregunto a mi vez.
—Venga, no te enfades, que están de guasa. Va a ser emocionante. Emoción matinal. Y fíjate que no he hecho ni un comentario de la enana pechugona… Ni de lo des mejorado que estás…
En las Ramblas, la multitud impide cualquier aproximación más allá del cambio de sentido; el pavimento de olas rosadas sostiene una variedad de figuras orientadas hacia el norte, desde el laborioso menestral al lógico carterista penetrando bolsillo extranjero. Y los extranjeros cruzan miradas de inteligencia o de estupor convencidos de hallarse en el tiempo que luego la memoria recuperará como aquel en que vivieron peligrosamente. Elsa y yo nos dirigimos entonces al Barrio Chino para enfrentarnos a la fachada del banco tras dar un rodeo por las callejas. Una quiosquera nos acaba de informar de modo sucinto que, a eso de las nueve, unos militares han tomado la sede del banco a tiro limpio, que ni en la radio ni en la tele dicen nada de los cadáveres que han retirado, ni del estruendo como de cañonazo que ha oído gracias a la oreja que nos acaba de señalar con uña carmesí.
Sólo doblar una esquina, Elsa levanta una mano hacia alguien que no le devuelve el saludo. El sujeto, paso rápido, empapado de sudor, los ojos desorbitados, lleva bajo el brazo un jamón de buen tamaño envuelto en hojas de periódico.
En la calle que da a la parte alta de las Ramblas, el cordón policial, la misma policía que luce desde hace poco un coqueto uniforme mostaza en lugar del emblemático gris, ha hecho desaparecer la afluencia de curiosos; sólo los comerciantes y camareros, a la puerta de tiendas y bares, se dedican a mirar más allá de la cenefa de maderos que obstruye la visión del espectáculo. Que no es mucho: la fachada de un contundente edificio en una esquina principal; en las ventanas, como escudo humano, permanecen siluetas rígidas. Frente al banco, se han levantado parapetos tras los que se divisan cañones de fusil; números policiales y militares, y tipos con gafas de sol y aspecto de llevar funda sobaquera entran y salen de las instalaciones de otro edificio bancario, y en su camino sortean ambulancias, coches oficiales y furgonetas de ventanillas enrejadas. En los balcones de las Ramblas, fotógrafos, cámaras de televisión y reporteros radiofónicos, y en el mismo paseo, más allá de las sillas vacías y de los quioscos cerrados, la multitud. Y en la multitud, como perro rabioso entre cañas, un tipo parecido al que nos hemos cruzado en la esquina mira anonadado en todas direcciones lo que a duras penas le transmiten unos ojos de vidrio pisoteado. De su axila asoma una negra pata de cerdo. Le explico la coincidencia a Elsa, y ella se encoge de hombros mientras cruza una mirada que no me gusta nada con un sonriente pelirrojo apoyado en la baranda de un balcón.
Nos instalamos en un bar desde cuya puerta se obtiene un escorzo de la fachada. Al cabo de un par de horas, mientras mis toboganes físicos desayunan, toman el aperitivo y almuerzan con cerveza y pastillas, Elsa sorbe una Fanta inagotable mientras va y viene. Entre la televisión, la radio y el rumor callejero, nos hacemos con una información de apariencia sólida: alguien ha entrado en la entidad financiera y ha hecho rehenes a todos los que allí se encontraban, unas doscientas personas, ninguno de ellos alto ejecutivo, ya que la dirección de la entidad trasladó hace poco sus despachos a lo que fue antigua sede del extinto Banco Ciudadano. Mira tú, qué cosas… El comando exige la liberación, antes de setenta y dos horas, de alguno de los militares y guardias civiles que hace tres meses justos dieron el golpe de estado que viví en brazos de Morfeo. Fuentes próximas a los militares y guardias civiles implicados niegan cualquier relación con unos saltamostradores. Hace nada han sacado a uno de los empleados con un tiro en la pierna; de camino al hospital, el herido ha manifestado que los asaltantes son unos veinte, que el cabecilla utiliza la jerga militar para dar órdenes a sus compañeros, y que gritan mucho «¡Viva España!» como si fueran alemanes en chiringuito playero. Cuando liberan a unos cuantos rehenes, la multitud de mirones lanza al cielo una exclamación ahogada y, como si le impulsase esa voz popular, entra en nuestro bar con una caja de cartón en los brazos un tipo escuálido que habla solo y echa mecánicas miradas a un perseguidor invisible. Le conozco: una vez tuve oportunidad de cruzar con él un par de frases cuando se empeñó en que fuera el bajista de un grupo musical que estaba formando. Al aclararle que no tenía ni idea de tocar el bajo, argumentó que «mi cara de bajo», impasible, lunática, de dudosa vivacidad intelectual, era suficiente garantía para mi futura competencia. El tipo escuálido se sienta frente a nosotros y deja la caja sobre la silla vacía. Hace un breve comentario del follón, levanta con cierto misterio una de las tapas de su caja y tantea a Elsa, a quien parece conocer mejor que a mí:
—A lo mejor a tu amigo le interesa esto… —Ese pamplinas, al parecer, no recuerda «mi cara de bajo». Elsa adelanta la cabeza a través de la mesa, estudia el contenido y empieza a reír. El pamplinas, prudente, le pide que se calle, mientras sigue mirando con temor en todas direcciones:
—¿A que no sabes qué hay dentro? —me pregunta Elsa.
Reflexioné un instante:
—Un jamón —propuse.
Las risas de Elsa vuelven, doblada ya sobre la mesa, mientras niega con el dedo. Entre sacudidas, el dedo que niega se convierte en dos.
—¿Dos jamones?
Y Elsa afirma como si picoteara la mesa.
El muchacho, el índice en los labios, nos explica que él, a diferencia de otros vendedores de jamón con los que a buen seguro nos habremos cruzado, no tiene urgencia por vender el material porcino, ya que compró su dosis de heroína el día anterior siguiendo una prevención que es marca de carácter. De ese modo, instruye, si el mono le asalta, nunca se prolonga. Esa virtud suya de la prudencia le avisó también de que sería bueno participar, con el fin de establecer un fondo de maniobra, en una incursión delictiva que tuvo lugar la noche pasada, sin mayores sobresaltos, en uno de los puestos charcuteros del Mercado de la Boquería. Ahí mismo. El cerebro del golpe ha sido el hijo del charcutero en persona, que «Anda pillao del lodo. Lo mío sólo es un poco de vicio…». El adicto, informado por los sentidos de la vista, el tacto y el olfato, de la llegada de una remesa masiva de jamones pata negra al puesto de su padre, y necesitado de líquido para mantener el gasto que provoca su vertiginosa afición, ha estado reclutando, durante la semana que finaliza, a varios conocidos a los que le une parecida vinculación con el estupefaciente y muchos silencios compartidos a la puerta de La Quijada de Sansón, establecimiento donde se acuerdan las operaciones de compra-venta de la sustancia, no siempre al instante, como bien reclama el que a partir de ahora llamaré don Prudencio. Don Prudencio está soltando una movida que no veas por la misma boca que proclama su discreción. Esta madrugada, con los jamones fuera del establecimiento, el exitoso «gang» ha hecho una división del botín de acuerdo al grado de compromiso en el diseño y ejecución del golpe, y, sin rencor, ha puesto punto final a su asociación para activar la venta individual del producto, según el talento de cada cual para el marketing callejero. La mayoría ha malvendido sus piezas, no a probables consumidores, sino a otros yonquis mediante un apaño instrumental cuyos no redactados estatutos ordenan una nueva división de las ganancias en cuanto se logre la venta. El efecto de esta cadena, sin ser notorio en exceso, confunde a la ciudadanía, porque unos cien yonquis con el mono a cuestas se andan paseando por el casco antiguo con un jamón bajo el brazo. Y no pueden alejarse demasiado, porque necesitan ir corriendo a su camello de cabecera en cuanto vendan la mercancía, en la incertidumbre de si el camello, atento a las circunstancias políticas, que suelen ser policiales, no habrá abierto por una buena temporada cierta distancia entre su persona y el núcleo del conflicto. La bobada esa de los golpistas, siempre según don Prudencio, está arruinando cualquier posibilidad mercantil; las calles están cortadas y la policía y el ejército en plena intervención. En los antros más turbios de los más exiguos callejones desmienten la profesión militar de los asaltantes y juran por sus antepasados, al tiempo que interrogan retóricamente, que quién es uno de ellos sino el Rubio. No un «el Rubio» más, no, que el hampa es generosa en titular con ese mote a cualquiera que no tenga pinta de deshollinador, sino «el Rubio» el Rubio. Y el Rubio es un soplón. De la mafia de Perpignan (y yo pensé «¡qué tiempos estos en los que la mala hierba crece en cualquier parte…!»). Y como si los soplones formasen gremio o sindicato y tuvieran local social, la policía investiga entre ellos por estirar un hilo que es laberíntico, a juzgar por la cara de un par de secretas con los que don Prudencio se ha cruzado. Aunque don Prudencio sabe que el interés informativo del submundo durante las últimas semanas se ha centrado en la llegada a la ciudad de varios italianos a quienes no se veía, lo menos, desde el 77. Los italianos han estado reclutando gente para un lío que llevan entre manos. Y que esa misma mañana le han asegurado que el Macaco, un colega, estaba dentro del banco. Y el Macaco trabaja mucho con los italianos. Don Prudencio, que unos meses antes deseaba formar un inocente grupo pop, ahora se codea con lo más rudo del hampa. El que inventó la palabra imbécil pensaba en alguien como don Prudencio.
—Ya sabes, cuando digo italianos, quiero decir italianos de esos fachas, fachas. Porque más fachas que ésos, ninguno. Algunos dicen que si son fachas es que han venido al congreso de Fuerza Nueva, que es este fin de semana. Pero yo no creo que… Si uno es un tipo sospechoso y viene a un congreso no se pasea por el Chino y habla con unos y con otros… Lo que sí es verdad es que a lo mejor los de Fuerza Nueva estaban al tanto de…
—Si me acompañas a un sitio, te digo dónde puedes vender eso… —Elsa se levanta y palpa uno de sus bolsillos delanteros buscando una caja metálica. Le comunica a mi pasmo que ya nos veremos.
Un poco después, algo achispado y sin cometido en la vida, salgo a la calle, donde me envuelven la irrealidad de una luz excesiva y el sonido creciente de un batallón de ambulancias. Me acerco hasta el cordón policial y oigo cómo un par de números comenta con amargura que faltan cetmes en uno de los cuarteles de la Guardia Civil. Desde un entresuelo, sentada en el balcón, la labor en el regazo, una comadre asusta mucho a una pareja en la edad madura que llega del mercado con un carro de tela escocesa cargado de aceite y azúcar. Este mes, explica la matrona en un recuento siniestro, han disparado contra el Papa, la ETA ha matado como nunca y, para colmo, quienes sean esos que están ahí encerrados ya no se conforman con atracar diez y hasta quince sucursales bancarias en un día; ahora van directamente a la oficina principal. Y dice que dicen que están envenenando el aceite, mientras señala con la aguja de hacer punto una botella verde que asoma del carrito de la pareja, junto a la pezuña negra de un cerdo extremeño.
—¡Y se ha muerto Bob Marley…! —añado al pasar llevándome las manos a la cabeza en clamor de apocalipsis, antes de que los silencios y los suspiros concluyan en una hecatombe menor.
Me dirijo hacia las amplias avenidas del centro por si Elsa ha acabado sus gestiones y me la vuelvo a encontrar. He olvidado que cada fin de semana cumple con el ritual de comprar un octavo de gramo de caballo para dejar luego que los efectos la lleven a una plácida deriva a través de ambientes diversos que acaba varándose durante horas en una de las terrazas de nuestra plaza. Está muy guapa cuando se pica, excitante, no quiero perder la oportunidad si se presenta. Aunque me temo que esa sensual excitación no es por mí, ni mucho menos; parece que la heroína la haga consciente sábado y domingo de algo que ignora el resto de la semana, cuando me busca por los bares y subimos hasta la zona alta y patrullamos y reímos y nos morimos de vergüenza. Porque el ansia que hace buscarnos y acompañarnos y reírnos no parece tener origen en el instinto; los gestos y las caricias fugaces no resuelven un ímpetu. Yo, desde luego, ignoro la posibilidad de que jamás se extienda sobre la cama una sábana de armonía, y que a través de ella la luz del sol, filtrada, acaricie a los amantes; pero el hecho es que tras unos meses en los que uno ha estado esperando del otro un avance, ella ha vuelto a irse con sus amiguitos y yo me voy con mis amiguitas. Mucha risa, sí, y algunas indirectas, pero en broma, en broma…
Me sobrepasan a la carrera unos niños que dan voces por toda la calle: «¡Han llegado los GEO! ¡Han llegado los GEO!». Es una distracción. Por eso les sigo a buen paso. Ellos dan exageradas zancadas imaginando una carrera, o una persecución; y yo pienso que sí, que los niños son felices en el desastre, y el miedo de los adultos sólo confunde y exaspera esa alegría, una pura sensación de urgencia infectada de la urgencia múltiple de los otros. Mientras se pierden en la perspectiva de la calle, los niños saben que siempre les va a proteger la mano de un dios amable, cuando es querido, o terrible, cuando es despreciado.
Llego hasta la travesía de una avenida con grandes almacenes en franca decadencia. En la esquina, los niños espían a los miembros del Grupo Especial de Operaciones: tipos enormes y demasiado conscientes de su halo legendario tras carrocerías blindadas. A su alrededor, y por toda la calle Pelayo, una jauría heterogénea de los cuerpos de sanidad y seguridad corre de un lado a otro en una perfecta simulación de diligencia; o se apoya en los vehículos a través de un llevadero matar el tiempo. Eso sí, todos miran de cuando en cuando el edificio del banco con ojos retadores, mientras siguen corriendo o comen bocadillos o dan largas caladas a su cigarro. Y la fachada del banco pasa de lo ceniciento a lo fosforescente con sus cúpulas y sus anuncios a los lados y sus rehenes en las ventanas. Enseguida me sobresalto, porque distingo entre el marasmo oficial a los dos secretas que solían cumplir las órdenes de Ballesta y me persiguieron por la autopista una noche de abril de 1977; otro éxito, por cierto, en sus brillantes carreras. Me sorprendo emocionado por reencontrar a personajes de mi pasado siempre discontinuo, aunque sean secundarios, aunque sean de los malos. Los secretas tienen un aspecto estupendo: caminan hacia mí con el gesto retador que saquean de los telefilmes, desprecian a guardias de tráfico, guardias civiles, policías y hasta geos, como si su misión, además de secreta, fuese sagrada. Los muy canallas se detienen ante un 131 oficial con matrícula de Madrid sin percibir mi presencia, porque están a unos cincuenta metros y no creo que los cambios de mi aspecto o indumentaria les hayan inducido a sospechar que ese tipo flaco de la esquina, pelo a cepillo, camiseta de los Ramones, pantalones negros, todo yo, sea el mismo que una vez diese al traste con un plan que, de tener éxito, hubiera reforzado la noción de eficiencia extrema supuesta por el ciudadano. Cuando los policías están a punto de abordar el 131 por una ventanilla del asiento trasero, mudan su rostro de dureza por una mueca servil, y sus dos cabezas pugnan por escrutar más allá de los cristales ahumados como reses en un abrevadero. La ventanilla desciende, uno de ellos empieza a informar y, de pronto, como si alguien les hubiera pinchado el culo, ambos se incorporan, miran en mi dirección con gesto fiero y descubro entonces un espejo retrovisor que enmarca el ceño que quizá me ha estado estudiando todo el rato. Como los policías no parecen moverse, aún me entretengo un segundo en confirmar si ese ceño es de Ballesta. Menos de un segundo.
Quizá, Lector, Olga, me esté inventando lo del segundo.
Porque galopo a toda mecha hacia el interior del Barrio Chino con alguien pisándome los talones. Vuelvo la cabeza y son los niños, que me adelantan y, tras el avance, y antes de volver la esquina, empiezan a imitar una llegada atlética a cámara lenta, mientras alzan los brazos de modo simultáneo antes de discutir quién ha sido el ganador y empezar a golpearse con no pocas ganas. Me aconsejo andar de forma despreocupada, y pienso si cuatro años será tiempo suficiente para que me hayan olvidado. No, quienes piensan que ser condescendiente con el enemigo es cavar tu propia fosa, recuerdan. El sol se despreocupa de mi destino.
He decidido no subir esa tarde a la zona alta, hoy no vendo pastillas, no me expongo; por eso estoy en la cama tomando un valium tras otro al ritmo que marca un pensamiento articulado en historias de variado discurrir pero con final idéntico: soy detenido y en mi casa encuentran unos papeles comprometedores que demuestran mi implicación en el asalto al banco. Ahí abajo, la plaza ha recuperado su rutina; eso me impide distinguir el movimiento que presiento en mi puerta, o en el techo, o bajo mi cama, o en la ventana, cuando un geo patee el cristal y entre tarzanescamente colgado de una liana y la puerta reviente, y Ballesta, rodeado de un humo rojizo, lacrimógeno, camine hasta el pie de mi cama y diga:
«—Vaya, vaya, vaya… Nos volvemos a encontrar en circunstancias poco afortunadas para usted, señor Atienza Picazo ¿o debo llamarle Ruiz McDonald? ¿A quién se le ocurre ponerse el nombre de la hamburguesería de las Ramblas que los independentistas violentan a la menor oportunidad?».
¡Aaaaaaaaaaah!
Al menos me reconforta, magra consolación, no recordar apenas el rostro de Ballesta. El bigote de gaviota, de W, sí, y las palabras…
Caigo en la cuenta de que si oigo voces en la plaza, es que los GEO deben de seguir allí, en la calle Vergara; o si empiezo a oírlas, porque esta mañana la plaza era un salón vacío, perdido en sus geometrías, las columnas, los rincones mohosos cuchicheando la sospecha de que la mecánica del poder puede cambiar de manos, pero no el poder mismo, y que esos movimientos bruscos son amagos para ajustar la nueva mecánica de ese poder de siempre. O todo lo contrario… Que Ballesta no era Ballesta, y que si lo era, le importo ya muy poco, porque está demasiado entretenido en seguir arrastrando muebles, en enterrar cadáveres, en alimentar a la gran rata empapada de aceite con púas como punzones. Me calmo sólo unos minutos; porque justo antes de anochecer, sobrevuela mi edificio un ventilador enorme que parece limpiar la ciudad de lo único que se resiste al miedo tremendo. Busco la maleta. De un forro descosido saco el carnet de identidad, el pasaporte y el permiso de conducir con mi verdadero nombre. Los hago pedazos, los echo al váter, y mi cara troceada da vueltas en espiral. Me asomo a la ventana y ahí están, encima mío, para llevarme con ellos. Y después más lejos, para disimular. Y aún más lejos, y dan vueltas. Miro hacia abajo, al centro de la plaza, y compruebo agotado que las Tres Gracias en piedra y sus circunvaladores en masa de carne atrofiada ignoran el significado de los helicópteros que muy pronto… Alto, alto, alto, Fernando… Hay cerca una asonada que quizá requiera mayor atención que tu persona.
Decido salir a la calle, seguro de que Ballesta (si era él, si ahora utiliza ese nombre) y sus amigos policías se han olvidado de mí en estos años y ya sólo soy una anécdota olvidada. Seguro, Fernando. Pero los policías se han incorporado como si les hubieran pinchado el culo y me han lanzado una mirada envenenada de curare. No, Fernando, si hubieran ido a por ti, si el del coche es Ballesta (que no lo era), habrían obrado con disimulo, dando un rodeo por las calles laterales hasta situarse a tu espalda y acorralarte entre ellos y el cordón policial. No hubieran dado ese bote, Fernando, no te hubieran mirado de ese modo, un poco de farol. Aunque olvidas, Fernando, lo ineficaces que eran. Ten un poco más de miedo, Fernando.
Por cierto, si Ballesta era Ballesta, si aún se llama así, y no ha añadido otro apellido inventado a su ya larga lista de identidades falsas, las cosas parecen irle bien: coche oficial, cristales ahumados, interiores insondables con mucha electricidad estática. Si Ballesta es Ballesta ha venido desde Madrid para dirigir algún tipo de operación contra los asaltantes del Banco Central. O más bien para confundir sobre su identidad; para crear ficciones más o menos verosímiles con los materiales que van cayendo en sus manos: unos personajes y un argumento, una trampa y varias salidas, una subtrama que en un momento pueda pasar a dominar el argumento en marcha. Es necesario que entiendas por tu bien que tiene en la cabeza asuntos demasiado importantes como para ocuparse de ti.
Cruzo terrazas, plazas de ayuntamiento vacías, modestas ruinas romanas, medievales, modernas, contemporáneas…
—¿Éste también te lo apunto en la cuenta?
—También… —Y le doy un par de anfetaminas a ese camarero para que calle. Le digo que son de una tía abuela, que se ha empeñado en adelgazar.
El camarero desaparece en un cubículo. A mi espalda, un banco de cemento ocupa toda la pared que discurre paralela a la barra. Almohadones, viejas cafeteras de cobre, carteles modernistas, antiguallas, ese punto camp que dura y dura. Y esos progres adocenados que no quieren desaparecer con sus conversaciones idiotas con tono trascendental, sus idilios tan previsibles. ¿Por qué vengo a este sitio? Porque el camarero me fía: razón suficiente para la tolerancia.
—¿Quieres? —El camarero sale de una pequeña cocina con un plato de jamón—: Esta tarde he comprado un pata negra a un precio que no te lo crees. Oye, tú no tienes buena cara…
—Me trastorna la situación política.
—Venga ya… Pero si vives en tu mundo. El otro día no sabías ni quién era el presidente del gobierno…
—Claro que lo sé. Un tipo con nombre de plaza. Uno que tiene una cara así como de estatua de la Isla de Pascua… Además, no hace falta dar nombres. Es la electricidad estática. Hoy he visto gente muy gafe. Pero de esos gafes que le sacan partido al mal rollo con que van a todas partes. Y me están buscando para vengarse de algo que les hice una vez. Iban a por importantes prohombres de esta ciudad, les querían comprometer con unos papeles, y yo pude ocultar las pruebas que ponían a salvo su prestigio. El prestigio era un camelo, porque los tipos en cuestión eran unos chacales. Aun así…
El camarero se ríe, mientras abre una cerveza y se lleva a la boca una loncha de jamón. Luego se encoge de hombros, recoge mi vaso vacío, limpia con un trapo el mostrador y, sin declararlo, da por terminada la audiencia no se me vaya a ocurrir aumentar la cuenta y el producto oral de mi delirante cogorza.
Braceo hacia la salida entre el humo y el incienso. Callejuelas de la zona portuaria, del Borne, y de pronto el miedo vuelve a estar lejos con sólo beber un poco, y tomar algunas pastillas, sortear unas calles, no oír a nadie y no ser tú. En el aire aprisionado, todo lo que aprendí. A defenderme. A enseñar los dientes. No, a salir corriendo.
Llego hasta un local vacío donde actúa un grupo que Elsa seguramente vendrá a ver. O no. El grupo empieza a tocar ante un público compuesto por cuatro amigos y la desidia infinita de los camareros. Me acerco al pie del escenario y, como un amigo más, me pongo a dar botes. Enseguida me doy cuenta de que hasta los músicos me miran mal. Además, me he equivocado de grupo, de local, de barrio. Un túnel de ambientador y miradas perdidas me hacen salir a una calle equivocada; bailan el pogo las fachadas, el pavimento, el cielo, y yo medito en la ver dad del efecto paradójico rumbo a la esquina: sedantes hasta desquiciarse y convencerse de que todos los rostros que se cruzan en mi camino, más bien acobardados por mi tambalear, son espías que vienen y van, murmullos, confesiones, un laberinto de bailes confidenciales que llevan a una caverna donde ruge el monstruo del rumor. Y el monstruo tiene bocas donde deberían estar los ojos, y bocas donde las orejas.
¡SPLASH!
El agua me cae encima y quienes cantaban en mi sueño también lo hacen, y mojados, en la cosa esa de la realidad, insultan a las ventanas. En extranjero. En portugués. Me ayudan a levantarme y me preguntan qué me pasa con brasileñas inflexiones. Todos se llaman, lo declara la gorra, S. S. Pernambuco. Les digo que tengo la tensión baja, me invitan a un café, me eligen como guía. Les llevo a un tugurio con octogenarias recién salidas del sepulcro donde al parecer no soy bien recibido, o no del todo bien hallado en cuanto una de las viejas comprueba en el lavabo mis subversiones digestivas.
—Tienes la cara muy blanca…
Y estoy en mi casa, en mi cama. Es de día. Bastante por la mañana. Tan por la mañana que es por la tarde. O no. Me ducho un poco y salgo a la calle. La plaza ha recuperado la normalidad de cualquier domingo. Vendedores de sellos y monedas, tanques de cerveza. Hasta niños, y padres y madres. Familias enteras. Y sol. Aún no se ha declarado el estado de excepción. Ayer actuarían todos los grupos (uno o dos), se bailarían (torpemente) todos los bailes y el rumor rugiría irritante.
—¿Quieres un plato de jabugo, Fernando? Te lo puedo dejar bien. He pillado un par de piezas a un precio cojonudo. Y están…
—No, garbanzos. Y vino.
—La gente, o es muy lista o es muy tonta… —me dice el camarero del restaurante musical, llamado así porque una máquina de discos desenchufada yace en un rincón. Mientras el camarero me habla de la actitud ciudadana, decido que a partir de ahora debo ampliar mis relaciones sociales al trato con otros oficios—: La mayoría se pasa el fin de semana en la playa tranquilamente, con una pachorra como si esto fuera, yo qué sé, Suecia.
—En Suecia vas a la playa ahora y te congelas…
El camarero deduce que soy otro de los que reaccionan de modo irresponsable ante la fragilidad del estado de derecho; como los que han ido a la playa, me importa poco lo que pase, mientras siga teniendo delante vino y garbanzos. En consecuencia, anota el pedido y me transmite la escueta información de que los asaltantes y los rehenes siguen encerrados. Y que esa noche llegaba desde el interior del banco ruido de martillazos, que a lo mejor están excavando un túnel. Y que han empezado a tirar cadáveres por las ventanas. Que nadie ha dicho nada, pero él tiene un cuñado que conoce a un tío que…
—O están intentando abrir la caja. ¿No puede ser que no sean más que ladrones? A lo mejor el rollo del golpe de estado y de los fascistas y todo eso es no más que un cebo —dudo, pregunto y afirmo, exprimiendo todas mis armas retóricas, y concluyo—: Todo habrá sido tal como Ballesta lo cuente.
Miro al camarero, a ver si he despertado su curiosidad y puedo desahogarme al fin hablando de Ballesta. O al menos dejar una pista, un hilo del que alguien pueda tirar (o cortar, Fernando) si me pasa lo que he imaginado en treinta mil versiones distintas con idéntico final. Pero el camarero ha desaparecido. Almuerzo de pena. Bebo mucho. Le encargo una copa, que deja en mi mesa como si hubiera dejado una bomba, porque sale corriendo hacia el mostrador. Y no le puedo explicar que mi teoría anterior sobre la naturaleza exclusivamente ladrona de los asaltan tes ha sido rebatida por mí mismo con un contundente argumento: en España abunda la estupidez, y la delincuencia, reflejo deformado de la sociedad civil, no va a ser una excepción. Pero aun así ¿existe en todo el país un solo chorizo tan imbécil como para planear el asalto con rehenes a un edificio bancario sin otra salida que un chantaje público al gobierno? Me imagino que Ballesta sigue ahí, frente al edificio, que ocupa un cargo importante, pero fantasmal, y que su misión es la que le sospecho. Ficción al servicio del poder; fuerzas y peripecias que levanten un monstruo de humo, con boca donde los ojos, con boca donde los oídos, tras el que corre a ocultarse para siempre la verdad. Las razones secretas son las causas olvidadas. A lo mejor alguien intenta venderle un jamón a Ballesta y le cuenta lo de los italianos, lo de los fascistas, lo del Rubio, el Macaco y lo del aceite… Necesita elementos… Pero es mejor que Ballesta no esté. Y, sobre todo, es mejor que no esté buscándome. Ésta es la última versión que he imaginado, completa, con detalles. Han matado a varios rehenes y los manifestantes salen a la calle, y también el ejército. Ballesta, otra victoria de su método caótico, corre al aeropuerto para que un avión le lleve pronto al lugar donde se hacen reverencias y se da la socorrida explicación de que el éxito o el fracaso no dependen de una táctica. Él ha hecho lo que ha podido y es el destino irracional quien decide. En la memoria sólo queda una sonrisa si todo ha salido bien, o una mueca de reproche y alguien que se queda sin postre si las cosas han ido mal. Luego habla con los policías y les dice: «Por cierto, ese crío Fernando tiene que estar por el Chino, o por la plaza Real o algo así. Quiero su cabeza. El caos de los sucesos trágicos que están a punto de estallar hará más fácil su captura furtiva». Y mi cabeza rueda dentro de una cesta de paja en el nuevo viaje de un Boeing, sobre las nubes, una línea pura de sol en el ala de plata… Pero lo que yo aprendo ese día, a fuerza de reflexiones que dominan mi conducta paranoide, es que los hechos, al ser protagonizados por el hombre, por su inconsciencia, por su fantasía, por su incompetencia, llevan en su naturaleza dividirse en un torrente de nuevos hechos, espontáneos, inconexos. No puede haber un serio control de poderosos estrategas que impongan planes con sus posibilidades cubiertas. No son tan listos. Sólo lo son quienes se aprovechan de las consecuencias del delirio y del azar.
Tiempo después, el presidente del gobierno con cara de estatua de la Isla de Pascua escribiría unas memorias. En ellas contaba que, cuando tomó posesión del cargo y entró en el despacho que su predecesor había abandonado unos días antes, con golpes de estado y conspiraciones de por medio, presumió que en la imponente caja fuerte tras su mesa estaban encerrados todos los secretos de estado. Buscó la combinación de la caja y no la encontró. Preguntó por ella en todo el palacio presidencial y nadie le supo dar una respuesta. Llamó a expertos empleados de arcas y básculas para que intentaran forzar el nicho blindado. Lo hicieron y luego le dejaron a solas con los secretos del poder. La estatua de la Isla de Pascua cuenta que dentro de la caja fuerte del despacho del presidente del gobierno sólo había un pequeño papel. Y en el papel, el número de la combinación de la propia caja. Estoy tentado, condenado, a creerle.
El camarero me despierta y me recomienda con sus últimas buenas palabras que pague y vuelva a casa despacito.
Como un toro de Miura, a las cinco en punto de la tarde exactamente, vuelvo a salir de mi casa para darme cuenta al preguntar la hora de que son las siete. Llego a las Ramblas, saludo un poco, decido que las anfetaminas engañan menos que los sedantes. Voy a buscar a Elsa Llamo a su casa y nadie contesta. Distingo a Elsa a lo lejos, como volviendo al hogar, entre transeúntes que se cruzan en las callejas del Chino un domingo por la tarde con la frase «Hoy folio» grabada en la cara, malformación de una hilera de hormigas puteras que un cabrón ha pisado y ahora pugnan por reorganizarse, algunos detenidos, otros husmeando los portales, otros caminando despacio, y más aprisa otros, cortándose el paso. Del brazo de Elsa va el mismo tipo pelirrojo que ayer la admiraba desde un balcón. Se detienen, se besan y Elsa levanta una pierna como si fuera un flamenco rosa. Estoy a punto de aplaudir, cuando el tipo se separa y empieza a gesticular señalando con un dedo la esfera de su reloj. O es guiri o sordomudo. Alguien pasa por delante de la pareja, se acerca, me da en el hombro con su hombro. Le estudio, lleva un jamón bajo el brazo. Le sigo. De hecho, por si Elsa y el pelirrojo me descubren, he estado poniendo cara de sentir un gran interés por el fenómeno jamonaico, que lo estudio sobre el terreno, que estoy allí sin saber que estoy allí.
Y estoy sin saber que estoy en la misma bocacalle que da a Pelayo, a los policías y los camilleros. Y, más allá, en Vergara, a los GEO. Y entre unos y otros, si voy hasta la esquina y lo compruebo, el coche oficial del que puede ser Ballesta o no. Por el camino, mientras el del jamón se ha detenido para intentar vender su mercancía a tipos con cara de comprar jamones que se sobresaltan al ser abordados por el del jamón, nos hemos cruzado con otros tipos con jamones bajo el brazo. Y yo calculaba el número de jamones que se pueden almacenar en una parada del mercado para que haya tal profusión de jamones a los que, puedo jurarlo, la facultad de crecer y multiplicarse en muy poco tiempo, lo que sería una explicación del fenómeno, aunque no óptima, les resulta indiferente. Por el camino, he oído nuevas sobre el asalto: que si son argentinos, que si alguno de los asaltantes ya ha escapado, que si dicen que son delincuentes comunes, pero que el general de la Guardia Civil que ha negociado con ellos se hubiera dado cuenta, y ésa y no otra, la que ha dicho, hubiera sido su primera declaración para limpiar el buen nombre del cuerpo, pero que no ha dicho nada más que lo que ha dicho, y que cuando el río suena es que agua lleva y piensa mal y acertarás y los árboles no nos dejan ver el bosque y que el que con niños se acuesta no hay derecho. Un macarra ha vuelto a sacar once en la quiniela. Y es la tercera semana seguida, tío.
En la bocacalle que da a Pelayo, el juego de acontecimientos se entretiene con las simetrías. Veo cómo una vieja recibe dinero de un pasma, da cuatro pasos calle abajo y se detiene en un portal. Entra. Enseguida, alguien sale de allí con cara de no gustarle a mamá como yerno. Y la vieja detrás de él, pero en sentido contrario, con un jamón bajo el brazo que acaba entregando en el cordón policial a un camillero que la espera con unos billetes en la mano, junto a dos números con las armas terciadas sobre el pecho. La vieja vuelve al portal y enseguida sale de allí otro yonqui contando dinero. Me aproximo hasta que mi curiosidad consigue una vista del interior. En el umbral, nerviosos, moqueando, dos yonquis con un jamón terciado sobre el pecho como si parodiaran a los policías que están casi a su lado. La vieja regresa, me mira mal y dice: «Agüita, capullo». Y estoy descubriendo que el coche oficial de Ballesta (si era Ballesta) ha desaparecido cuando empiezan los disparos y las explosiones. Me esfumo y llego hasta una plaza con convento donde la gente mira el cielo como si el ruido de tiroteo fuese el de cohetes lanzados al atardecer. Entro en un bar para tomarme algo-todo que aplaque la ansiedad y el temblor de piernas. Y el pueblo mira la televisión, y se mira y oye la radio y habla por los codos, y se presumen datos en el aire torturado del domingo por la tarde. Pasa el tiempo y llega el silencio. Y en las calles empiezan los aplausos y las ovaciones como si el equipo local hubiese ganado, por fin, la liga. Los rehenes han salido del banco, los asaltantes han sido detenidos. El pueblo sonríe, el pueblo se abraza, el pueblo pide otra copa.
Se hace de noche y en el bar de al lado de casa me invitan a jamón, una oferta estupenda. Y bajo las escaleras del mismo establecimiento que llevan a otra barra y a una pista de baile, y el público entero parece disfrutar de permiso militar, manicomial o carcelario. Una enanita que no llega al metro veinte se acerca a mí con un tipo que no sé cómo puede cogerle la cintura sin caminar de rodillas. La enanita me saluda, me da un beso y cuando finge que me da el segundo murmura en mi oído que ya le daré otro día la pulsera que se ha dejado en casa. Me acomodo en la barra a esperar a Elsa. Desde que la conozco, viene por aquí cada domingo por la noche. Alguien se acerca y me dice que parece que han sido delincuentes comunes, que lo del golpe de estado era un truco para ganar tiempo. Se acerca alguien y me dice que todos los rehenes que iban saliendo decían que los asaltantes eran veinte o más. Y que sólo han salido once. O diez. O nueve. Y que han matado a uno. No, a diez. Y a cinco rehenes, pero que no lo dicen. Yo he visto a un tío loco corriendo por la calle. Y yo. Y yo. Se ve que han salido mezclados con los rehenes. Llevaban jamones para distinguirse de los otros y reagruparse en un lugar decidido de antemano. A las cinco cierran y Elsa no ha venido.
Nos volvemos a encontrar al cabo de dos o tres días y ninguno de los dos hace un comentario sobre el fin de semana. Todo sigue más o menos igual hasta que, al cabo de un tiempo, entro en mi casa y veo un paquete sobre los buzones. El paquete va a nombre de Fernando Ruiz McDonald. Sin ninguna duda, Ballesta sabe dónde vivo y cómo me hago llamar. Tras mucha duda y divagación abro el paquete y hallo dentro una cinta de vídeo. Necesito conocer a alguien que tenga uno de esos modernos aparatos y que me deje ver esa grabación. Luego ya puedo morirme, porque Ballesta lo sabe todo. Cuando veo a Elsa, le pregunto. Y lo siente mucho, pero ella no conoce a nadie. Y eso parece hacerle mucha gracia. Sigo preguntando y fracaso. Al final, alguien me dice que en el sex-shop de las Ramblas están preparados para la vida moderna. Negocio con el dependiente, que se conforma con diez minilips si veo el material antes de que llegue el jefe. Le cedo la posibilidad de hacer copias pirata si le gusta lo que ve y decide que puede tener buena salida comercial. Cruzamos pasillos desiertos entre estantes con abundante parafernalia y llegamos a una salita. El dependiente conecta el vídeo mientras tiemblo. En la pantalla, un telediario de la BBC. Una presentadora narra noticias de Margaret Thatcher, de esto y de aquello. De pronto, tras ella aparece un mapa de España; y en el mapa, un punto sobre Valencia que reza «Barcelona». Conectan con el supuesto enviado especial, un pelirrojo cuya cara no me es del todo desconocida. El pelirrojo está en un balcón y, detrás suyo, el Banco Central.
—Está diciendo que acaban de intervenir fuerzas especiales de la policía… Que la situación se ha calmado… Que es bastante dudosa la versión del gobierno sobre una banda de delincuentes comunes encabezados por un tal José Juan Martínez, alias el Rubio, que ha aprovechado la inestable situación política para ganar tiempo… —don Prudencio sabía de lo que se hablaba—: Que los ciudadanos barceloneses que, como todo el mundo sabe, quieren declarar la independencia del gobierno de Madrid y han prohibido los toros y el flamenco, temen que todo haya sido un aviso para justificar una represión… Que ahora oiremos algunas opiniones de altos mandatarios y gente de la calle… —El dependiente ve necesario aclarar—: Estoy doctorado en filología inglesa… Aquí se necesita saber idiomas por los guiris y eso…
—Ah… —digo, y el dependiente se encoge de hombros. En la pantalla, aparece Jordi Pujol, con la traducción de sus palabras subtitulada en inglés. Sostiene Pujol que la situación en Cataluña está controlada y que Cataluña debe seguir luchando por Cataluña para asentar la democracia en Cataluña y fuera de Cataluña y, en ella, la soberanía de Cataluña. Cataluña. Aparece Narcís Serra y explica que todo marcha bien, que los asaltantes eran anarquistas, chorizos y macarras, como bien dijo un general de la Guardia Civil, que pasaba por allí de camino a la compra de unos langostinos en la Boquería y al que invitaron a observar la maniobra de reducción de los asaltantes, que, eso es cierto, se ha alargado un poco. Una pareja en la mediana edad se extraña mucho de lo que le cuentan y dice que ellos vienen de la playa. Y un viejo dice que, por menos de eso, Franco habría armado la de Dios es Cristo («God is Jesuchrist», según los subtítulos). Un yonqui con un jamón bajo el brazo afirma que duda de la competencia del gobierno y que no era inédita la prueba de la noción marxista de que la historia se repite siempre como farsa y que la policía es el único baluarte que sostiene el saqueo constante del capitalismo. Un progre, que esto no pasaría si Cataluña fuera independiente o, al menos, lo fuese la comarca de Osona. Elsa dice que me pide perdón, pero que nunca me ha prometido un jardín de rosas, y que no se refiere a mí, Fernando, sino al pelirrojo con el que la he visto en la puerta de casa. Que no ha pasado casi nada, y que le va a decir cantando en «guachi-guachi», después de asegurarse que enviará una cinta del telediario. Y empieza a cantar algo indescifrable que acaba en «rousgarden…», mientras las locas de la plaza aparecen detrás suyo como teleñecos cantando «Y un relicario y un relicario te voy dar…». El dependiente del sex-shop se echa a reír:
—Según los subtítulos, la nena está diciendo que la juventud española se encuentra preocupada por los sucesos, pero confía en una pronta estabilidad política para dedicarse a actividades culturales y lúdicas propias de su edad…
El enviado especial pelirrojo, al que Elsa nunca prometió un jardín de rosas, aparece en la pantalla y dice con toda la ironía que puede recoger su cara pecosa: «Spain is different». Y tras una pausa: «Reginald McAllister. BBC. Barcelona». Elsa y las locas bailan a su alrededor, las melodías mezcladas.
Cuando estoy a punto de salir, el dependiente, que no ha mostrado el mínimo interés por copiar la cinta, me dice:
—La nena esa viene bastante por aquí…
—¿Y qué compra? ¿Qué vende?
—Secreto profesional…