11
Acaba el concierto, se encienden las luces, oyes los aplausos de cortesía y de conveniencia un fin de semana tras otro. Bajo del escenario con la expresión confusa, pero aliviada, de quien es devuelto del cadalso. Pateo vasos de plástico y esquivo palmadas en el hombro hasta llegar a un camerino que es el almacén del local, cajas de cerveza y el zumbido del aparato de ventilación. Las paredes están cubiertas de las inscripciones de otros grupos, de sentencias pueriles y de W, «un equilibrio entre el cielo y el infierno». Mientras me cambio, finjo escuchar el propósito de enmienda del guitarra por sus muchos errores, el comentario del sintetizador sobre algún personaje que ha venido a vernos, las manifestaciones de cansancio y entusiasmo. El álbum de recortes aumenta y florece con talento lo mejor del grupo: el vínculo múltiple con las altas esferas. La saxofonista gorda lleva con orgullo el apellido de un poeta eminente. Lo mismo que el hombre del sintetizador, hijo de un director de periódico y de la hermana de uno de los principales políticos socialistas, prima por parte de padre de uno de los más capaces miembros del politburó ex comunista y sobrina del delfín de Jordi Pujol en aquellos tiempos por parte de madre. El guitarra es primo de un político que domina los temas culturales del PSOE, un hombre de Ferraz. El que percute la perola electrónica a destiempo es nieto de un egregio pedagogo, circunstancia familiar que, por lo visto, mola. Un hermano del guitarra es subdirector en la Conselleria de Obras Públicas, un vínculo menor, aunque nunca se sabe: a lo mejor cualquier día nos da por dormir bajo un puente.
Cuando los amigos de ese grupo nada huérfano ni desarraigado llenan el camerino es el momento de apretar cuatro manos, besar diez mejillas y bajar a la barra mi aureola de «tonto doméstico» para que la gente desarrolle frente a mi hieratismo su capacidad de relación y sus saberes. Cuando recitaba mis historias en la plaza Real todo el mundo me tomaba por idiota; ahora es mucho peor: la totalidad de los raros y no tan raros que se acercan a decirme cosas hablan en serio, aunque su pensamiento sea un híbrido de vanidad y del mutuo deseo de articular gilipolleces privadas y reconocernos así como élite. Ese mes de actuaciones voy a conocer, reconocer y saludar a un grupo muy variado.
Saludé a camellos que en el subsuelo de cisternas me invitaban a la mercancía de alta pureza que guardan para consumo propio, mientras explican con inquietante verborrea sus lecturas experimentales, las películas experimentales que han visto, sus propios experimentos artísticos en la entretenida faceta del collage. Ellos tenían sus inquietudes, ahí donde les veía, moliendo sobre la taza del retrete con una tarjeta de crédito la cocaína que era, decían, pura roca o ala de mosca. Saludé a empleados de discográficas que arrastran el patronímico rural que se hereda como una verruga en la cara. Saludé a críticos musicales que tras presentar sus respetos a Martí Oliver (no sólo era considerado como una especie de pionero en el renacimiento pop de la ciudad, sino algo mucho mejor: un pionero fracasado) se acercaban para echarme la culpa de dilapidar una idea con el escaso oficio del animador de una feria de ganado, que lo arty se hallaba desprestigiado en favor de una vuelta a las fuentes del rocanrol, que a ver si me enteraba. Saludé, cómo no, a un Toni Tortosa orgulloso de mí, presentador de seres irrelevantes que en aluvión de incompetencias habían formado la república de «directores de cine vocacionales que han acabado en la televisión como regidores de concursos», o me presentaba a tipos, también irrelevantes, con frustrada vocación de macarra y centrados ahora en producir espectáculos y pabellones para las olimpiadas o la Exposición Universal de Sevilla, el único modo de sufragar el consumo de aceites y lociones (y ese cuero crujiente) de su predilección. Saludé a una cuarentona regordeta que había tenido cierto nombre como presentadora de programas culturales y ahora disipaba la última espuma de su fama soltando improperios sobre cómo malgastaban las drogas y el oportunismo a tipos que antaño habían tenido talento y el mundo en sus manos en clara referencia a Martí Oliver, sin reparar en que ella y yo nos habíamos conocido en Madrid hacía diez años durante la cena de presentación del Partido Liberal Ciudadano. Ella, corresponsal entonces, flirteaba a través de mi muda presencia con un individuo que ocultaba bajo un traje azul marino su condición de agente de la inteligencia militar. Ella, le seguí recordando, defendía entonces que no le era brindado el merecido reconocimiento porque era inteligente, estaba buena y era la mujer de un nombre y apellido de los que ya no se acordaba nadie. De que había llegado a decir que era la propietaria de unos ovarios como balones. Me contestó que el concierto había terminado y no era necesario insistir en la enumeración de chorradas, que mi sola jeta ya epataba suficiente.
Saludé a un señor de unos cincuenta años y rotunda halitosis que me preguntó si podía explicarle la relación entre el nombre del local, KGB, la W que campaba en carteles y volantes, y si la idea de programar las actuaciones en el cuadragésimo sexto aniversario de la proclamación de la República escondía una segunda intención. Cuadragésimo sexto es cuarenta y seis. Cuarenta y seis suman diez. Diez es uno y cero. Por no hablar de que, escúcheme un momento, seré breve, el Cabaret Voltaire se fundó en Zurich el 5 de febrero del 16. Es decir 71 años y ochenta y ocho días antes que el evento que acababa de celebrarse. Setenta y uno es siete más uno que es ocho. El triple ocho. Triple espiral regeneradora de los cielos. Enseguida acabo, joven. Por un lado tenemos el triple ocho y por otro lado la unidad y la nada…
—¿Me está siguiendo?
Quizá fuera cierto que yo no prestaba la debida atención. Elsa aparecía en esos momentos de tedio para burlarse de mí y de mis interlocutores, y enseguida pasaba a contarme la diferencia entre los conciertos a los que habíamos asistido con ánimo de absoluta privacidad y ensueño y aquellas groseras muestras de exhibicionismo social. Yo replicaba que me dejase hacer, que los caminos del éxito eran inescrutables. Ella me llamaba arribista. Y yo recordaba:
—El ocho es un número muy arribista, señor. Y el uno es un viejo. Sobre el cero, ni yo ni mi conciencia tenemos opinión.
Pero aquel hombre ya se había ido y otros venían y saludaban. Saludé a un tipo con gafas muy extraño que me dijo si conocía al grupo Throbbling Gristle y se extendió varios minutos en su loor. Saludé a un tipo con gafas muy extraño que me preguntó si conocía al grupo Père Ubu y se extendió horas en su loor. Saludé a un tipo con gafas muy extraño que me preguntó si conocía al grupo The Residents y se extendió días, fases lunares, eones, en su loor. Saludé a un tipo con gafas muy extraño que me invitó a un whisky y me comunicó que tenía mucho ojo para reconocer talentos, que su periódico iba a dedicar varias páginas a la cultura moderna, que si me apetecía escribir. Nos dimos la mano allí mismo. Saludé a una chica algo extraña con gafas de sol, de mediana estatura, muy resultona, quizá con buenas tetas y buen culo, buenas piernas evidentes, de esas que saben sacarse partido, según el lenguaje femenino de una enfurruñada Elsa, que a su vez censuraba mi pensamiento y compartía con los críticos musicales la idea de que yo no poseía más carisma que un animador en concurso de lanzamiento de enanos. Le dije que se fuera para concentrarme en la chica que me saludaba: un suéter verde, minifalda y leotardos negros. Como una colegiala. «Una pija artista y algo patata. ¡Y las gafas de sol aquí dentro!», afirmaba una Elsa que se negaba a volatilizarse aún más. Las gafas de la chica, de cuyas palabras nada entendía, se estaban cayendo de una naricita que no daba para muchos paseos ópticos. Dos tipos con camisas de fantasía y una alegría angelical flanqueaban su evidente borrachera. O se la disputaban, o ella se interponía en su idilio:
—Tú eres el cantante, ¿verdad? Yo a ti te conozco… —La invité a una copa, y por la naturalidad con que aceptaba deduje que la chica era de buena familia. Los dos tipos me sentenciaron a muerte con la mirada. De forma prematura deduje que la alegría angelical sólo era una pincelada lavanda de los tiempos.
La chica cogió un chupito helado de vodka y se lo bajó a la bodega con la decisión de un brigadier legionario. Luego dijo «Uff» y añadió:
—Yo soy Victoria, la hermana de Elena. Pero he venido a ver a mi primo Oriol, el guitarra. No a Martí. A ése, para nada. Aunque por lo que veo, ahora actúa desde la barra. ¿Qué estás haciendo?
Le estaba subiendo las gafas que ya sólo le colgaban de las orejas. Tras un titubeo, sonrió (bonita sonrisa) y siguió hablando (triste discurso):
—Elena es mi hermana.
—Ya me lo has dicho.
—Elena es mi hermana y era la novia de Martí… —Extendió un brazo en la dirección de la barra donde Martí Oliver evitaba al cincuentón cabalista de la halitosis y luego se reía de éste con carcajada mecánica ante un tipo con barba—: ¿Tú vas de John Wayne o algo así? Perdona, perdona… —Apoyó una mano en mi pecho—: Voy borrachísima. Vengo con Daniel y Damián de una comida de esas locas que terminan a las ocho. Fatal. —Me cogió del brazo y me susurró al oído—: Son gays. Daniel y Damián. Lo hacen todo juntos. Pintar, follar… Quieren exponer sus cuadros en la galería. Ratones Mickey como san Sebastián, así, atados y llenos de flechas… La idea, a lo mejor… Pero son horribles. Como de primero de Bellas Artes cuando te dicen «Dedíquese a otra cosa». Van a llevarme de un sitio a otro hasta que les diga que sí, que les expongo. Por eso te miran mal, por si me voy contigo. Pero ¡qué digo! Daniel y Damián son divertidísimos… Empezando por las camisas…
—Aún estoy esperando que una camisa me cuente un chiste.
—Bueno, bueno…
En ese momento, como si nos hubieran oído, los espigados y simétricos Daniel y Damián le comunicaron a Victoria que se iban a un sitio fantástico y muy gay, una idea que para Victoria resultó notable.
—Me voy. Mira, ésta es mi tarjeta… Éste es el teléfono de la galería. Y éste, espera, que te escribo el de mi casa… —Una sonrisa—: Estáis separados, ¿no?
—¿Quiénes?
—¿No te he dicho que soy la hermana de Elena? —me hablaba como a un niño—: Elena y tu mujer. O tu ex mujer. Son muy amigas. Pero ¿no conoces a Elena?
En ese momento, Elsa me susurró al oído «Elena, la guapa» y, mientras yo deducía que la famosa novia loca de Martí Oliver, la mujer que le había paseado por los abismos del vicio, no era otra que la compañera de algunas correrías de Elsa, ella me pidió permiso para cruzar el Leteo y abofetear a la pija que tenía delante.
Permiso denegado.
Elsa se volatilizó. Victoria se volatilizó.
Mi experiencia como cantante que no canta duró muy poco. Tras la tanda de conciertos en aquella sala, las conexiones político-culturales del grupo facilitaron una breve gira por pueblos cuyos ayuntamientos e instituciones nos contrataban a un precio astronómico, según las consignas que llegaban desde los despachos apropiados. Vetustos círculos gremiales donde, en el salón contiguo, chascaban fichas de dominó contra el mármol; descampados barridos por el viento; fiestas de la butifarra, o del caracol; conmemoraciones de mártires en guerras perdidas… Seguimos haciendo nuestro número ante auditorios formados por cuatro personas; y, entre ellas, sólo dos nos hacían un caso relativo: el tonto del pueblo y el colgado por los ácidos que ha ido a refugiarse en casa de su abuela. Un cincuenta por ciento del auditorio, si obramos con el optimismo de algunos encuestadores. Yo me estaba esforzando por mejorar mi papel de orate, en constatar con mis giros, piruetas y sinsentidos vocales que, como decía Hugo Ball, todo arte viviente iba a ser irracional, primitivo y complejo, hablaría un lenguaje secreto y dejaría a su paso documentos, no de edificación, sino de paradoja. De acuerdo con eso, el tonto del pueblo y el colgado de los ácidos, entusiasmados como quinceañeras ante su ídolo, acababan subiendo al escenario a farfullar conmigo. En alguna barra, un ambigú con mostrador de tabla, Martí Oliver sólo podía seducir dialécticamente a un animador cultural de capacidad gris como perro en fuga, o encajar los sarcasmos de un elemento marchoso de las fuerzas vivas. Al responsable de las imágenes le robaban las diapositivas. Algún gracioso se despedía con una llamada pastoril aún más ininteligible que mis onomatopeyas, pero, al parecer, con más talento cómico. En la furgoneta, de regreso a una civilización con parientes influyentes, sólida, cotidiana, los músicos se comportaban con educado pasmo y emitían los reproches en pequeño comité de los invitados a la boda de una criada de toda la vida que, borracha de anís, hubiera manifestado su verdadero sentir hacia los señores. Trazando un arco de destellos, luces como el ámbar acudían desde el peaje.
Por fin, al memorable grupo AvantPop le surgió la posibilidad de unirse a una compañía teatral como soporte rítmico-melódico-vanguardista de una performance-teatro con resonancias de violencia bacanal. El hecho de que el director (o los directores, porque la compañía era la degeneración empresarial de una especie de comuna hippy) pensase que era mejor idea grabar una cinta con las inolvidables voces de los líderes nazis a soportar mi verborrea y, lo más importante, aunque menos mencionado, la perfecta relación de los teatreros con las instituciones y un cierto éxito de público que la compañía había obtenido con mucho esfuerzo pisoteando chatarra en naves industriales, hicieron mi presencia más que dispensable:
—Habla como un feriante…
—No se lo toma en serio…
—Es hortera que no te lo crees…
—Éste se piensa que la vanguardia es un periódico…
—Oye, Martí, ¿de dónde lo sacaste? A veces te pasas de…
—Escucha, Fernando… —Éste era Martí hablando conmigo en un misterioso aparte a la hora del ensayo. Mientras nos acercábamos a la puerta, la mirada del resto del grupo buscaba decisivos cables en el suelo—: Me cuesta mucho tener que decirte esto, pero…
No me importó nada. Hasta podía pensar, si lo deseaba, que volvía a ser honesto. Y hasta me divertí cuando fui informado al cabo de un mes de que Martí Oliver había tenido serias fricciones sobre la importancia de su papel de promotor y compositor con los miembros de la compañía, que ni se atenían al debido respeto por las leyendas vivas del rock local, ni necesitaban de nadie que no fueran ellos mismos para hacer la pelota a los popes culturales. Que la fama de Martí Oliver como individuo íntegro y maldito, como verdadero artista, se reforzara después de su expulsión me hizo menos gracia. Pero, mira, yo seguía con mis historias japonesas, y me iba interesando en plasmar impresiones en el diario donde había empezado a colaborar, gracias al inaudito periodista fan que se había presentado en uno de los conciertos de AvantPop, con un seudónimo cargado de futuro: Elsa Basora.
Como había dejado la desesperación encubierta para El Guardián del Límite, me empeñé en prolongar la faceta luminosa de Elsa más allá de accidentes triviales. Así que fui escribiendo los artículos que hasta la redacción de este Informe eran mi obra completa:
Artículo primero: «El Selz y la Nada». Aquí Elsa Basora trataba con no poca erudición el tema de la Nada en la frivolidad extrema que, desde luego, no había que confundir con la frivolidad sin más. Esa Nada no era la nada de los místicos, ni la de Unamuno, ni la nada de Heidegger, ni la nada de los existencialistas. Era una reminiscencia de otra vida en la que fuimos Nada y volvía con la música. Sólo lo dadá y lo punk compartían vivienda con mi Selz y mi Nada. Una Nada de alta graduación, en consecuencia.
El director del suplemento me llamó para decirme que en su vida había leído nada tan brillante y que me doblaba el espacio en la página. ¿Que por qué no firmaba con mi verdadero nombre? Porque no sabía cuál era. Ja, ja, ja…
El segundo: «¡Qué desastre interesante!». Elsa Basora explicó el concepto de la felicidad que era necesario alcanzar mientras el mundo se derrumba a nuestro alrededor. Un mundo lleno de angustia vive una guerra no declarada en la que los chicos y chicas provocan su propio desastre para no temerlo más. Hombres y mujeres, casi niños y niñas, mueren en una sociedad que, en vez de celebrarlos como chivos expiatorios en el altar de una nueva era, les denuncia encima por perseguir el placer.
Mi jefe me llamó para decirme que había puesto el dedo en la llaga, que los muertos por la heroína y el sida eran los muertos de la nueva guerra civil que todos habían temido. Que a partir de entonces, así iban a ser las guerras. Confrontación invisible, secreta contienda, muertos reales. ¿Yo he dicho todo eso? Ja, ja, ja…
El tercero: «El Guachi-guachi es muy chachi». Con media página del periódico para llenar, Elsa Basora no tuvo más remedio que extenderse sobre el lenguaje que iba a sustituir a las palabras gastadas y que ella había llamado siempre «Guachi-guachi». Los individuos iban a elegir de ese modo a sus interlocutores, y la precisión del lenguaje iba a extenderse sobre el terreno más amplio de los mitos comunes y siempre latentes y de los paisajes que sugieren.
Mi jefe me prometió llamar a una editorial del mismo grupo que publicaba el periódico para que hiciese una oferta a ese nuevo Jürgen Habermas que él había descubierto con su ojo clínico.
El cuarto, «Una primera copia es patata», y el quinto, «La música “penita” renueva nuestras almas», excitaron hasta el paroxismo a aquel periodista impulsivo. El sexto: «El día del Watusi y los otros días que no son como el del Watusi», le empujó a llevarme a cenar, a ponerme piso. Quizá exagero, pero el hombre estaba muy contento. Por eso, lamenté publicar el séptimo: «Scott y Scott», en el que hablaba de la impostura, la gente que inventa y el personaje que es inventado. El invento que produce la represión como ficción negativa, el caos, es el negativo de la ficción que ilumina. El teléfono de mi casa sonó una mañana y, en lugar de la entusiasta felicitación de rigor que esperaba oír con más ansia que displicencia, una voz de tío importante me dijo:
—Señor Atienza, yo no sé quién es usted…
—Pues Atienza…
—Ésa es mi duda. Una duda muy razonable en vista de los últimos acontecimientos. Su jueguecito ya le ha costado el puesto de trabajo a un periodista muy prometedor, y desde muy arriba están presionando a este periódico con mucha contundencia para que demos nombres y direcciones. Yo lo único que le ruego es que se abstenga en el futuro de cualquier relación con nosotros.
—Pero ¿qué he hecho?
—Que sea o haya sido usted del PAK no le da derecho a burlarse de nosotros…
—Pero ¿qué PAK? ¿El Pakistán?
El que supuse director del periódico ya había colgado. Y yo me iba a colgar muy pronto de un árbol. En mi artículo, ni siquiera había mencionado el empleo que se había hecho del personaje «Scott» para limpiar el Barrio Chino de Barcelona. Sólo lo había citado como una especie de mito entre los yonquis, la forma que, estaba seguro, había adoptado la invención de Elsa.
Ésa fue la primera vez que me siguieron. Porque, al cabo del tiempo, entre caos y paranoias, y cerebros anegados de confusión y datos inútiles, a pesar de ellos, estoy en condiciones de asegurarlo: me siguieron. Y aprendí que los perseguidores, o al menos los agentes de esa turbia organización llamada PAK, no tienen aspecto de policía con cierto grado, discreta remuneración y algún trienio, pelo corto, mirada de reojo a las pesas del gimnasio y una discreta afición por aquello que persiguen sus compañeros de narcóticos. Un conjunto de rasgos que les hace parecer un empleado de caja de ahorros que ha salido a desayunar, se le ha olvidado volver a la oficina porque está harto y vaga por ahí, justo detrás de ti. Aunque pueda también, según los ambientes entre los que deba evolucionar, tener un aspecto hippy-macarra, de mecánico en día de asueto. Y a todos, sea cual sea su misión y su impostada calaña, les delate el acento asturiano. Nada de eso. Los del PAK, si hubo un PAK, podían (pueden) ser ancianos, mujeres bellas o feas, enanos… En este caso fue una hermosota mamá al final de la veintena, algo entrada en carnes que, por casualidad, empujaba un cochecito de bebé ante mi edificio cada mañana cuando yo salía a dar mi paseo matutino. El problema, y me temo que la solución a ese problema, era que aunque yo saliese a las diez de la mañana, a las doce, a las dos, la mujer y su cochecito seguían ahí…
—Se ha colgado contigo, nen… Y tú también estás un poco colgado en general, nen. Vete frenando con la farlopa, nen…
Ésa fue la explicación al misterio que me dio Toni Tortosa, mi empleador, a quien le expliqué de modo muy vago el asunto de mis artículos, lo de Scott (de modo más vago aún) y la llamada de un gerifalte del periodismo con el esfínter contraído que me transmitiera el ruego de morirme varias veces.
—Las del cochecito son las mejores, nen. Después del embarazo, el marido no quiere ni verlas y andan muy calientes y muy bajas de autoestima. Hubo una época en que yo andaba por ahí y me dedicaba a las mamás. Caían como moscas. Te llevaban a su casa, te lo hacías en su cama. Hubo una que iba meciendo la cuna mientras me la follaba. De verdad, nen. Ataca, nen…
La de Tortosa sería otra época. Y yo decidí que todo podía ser un error y yo, al fin y al cabo, no debía exhibir un miedo exagerado, porque tampoco había tanto que temer. Ya había estado demasiado asustado en los años anteriores y sólo me roía por dentro cierta sensación de haber metido la pata en el mundo del periodismo. Así que brindé mis paseos por la zona alta a mi frescachona matrona, y caminaba por ahí con resacas más leves que las de unos años antes, sin mucha inquietud y un amor propio que se iba acercando al punto de ebullición y me permitía acariciar lugares y personas, quererlas algo. Las famosas horas en terrazas hedonistas. Un placer que lleva a la ontología y a un vago sendero alcohólico en memoria de la ligereza. Intentaba pensar sólo en lo que me gustaba. Y no pensaba mucho. Y aquella chica dejó de seguirme una buena mañana.
—Eres un pichafría, nen…
Pese a aquel incidente, vivía tan bien que hasta olvidé el dilema de si recuperar o no a mi familia. Aunque en verdad, en lo que tenía que ver con ese asunto, decidí que podía vencer al señor del miedo, y a su esposa, la vergüenza, pero que no tenía ánimo para sortear la tenaz persecución de su ama de llaves, la rutina. Y sólo me gustaba mi rutina. Compraba libros por el lujo de su edición, los hojeaba sin apenas leerlos, sólo por su tacto y su olor. Y levantaba la vista y buscaba a una chica con minifalda y leotardos negros. O una mirada que se cruzase conmigo, unas gafas de sol en la punta de la pequeña nariz. Estaba buscando a Victoria.
Porque era el recuerdo de Victoria lo que había hecho que esa temporada no sintiera el miedo con su fuerza habitual. Cada día miraba la tarjeta que me había entregado en el ya lejano concierto de AvantPop. Sin embargo, nunca quise llamarla porque estaba seguro de que se habría olvidado de mí, imaginaba una negativa segura a cualquier propuesta galante, o me molestaba corregir las suaves ideas por paisajes amables que me asaltaban al contemplar el pedazo de cartón verde («NoFun-NoArt/Victoria Llinàs») a las que mi ensueño se había acostumbrado y retenía con avaricia. Necesitaba a mi lado una chica guapa e inteligente y un nuevo destino. El Día de Mañana reaparecido. Bañarme en mi piscina. Mía de mí mismo. Por enlace legal, indestructible, con ella. Y ella en biquini, en la piscina de los dos, oliendo yo, mientras beso su cuello, el aroma del dinero y de la clase. No es que Victoria me hubiera demostrado ser muy inteligente en nuestro breve encuentro. Y, sin ser fea, ni mucho menos, tampoco su belleza me había inmovilizado; no se había abierto el cielo, ni un coro de querubines entonaron «Salve, salve…» sobre una hilera de arpistas de blonda y lisa cabellera. Pero, Lector, fugazmente había pasado ante mí una persona que me alejaba de la rutina y, ay, de un futuro incierto. Una mente y un cuerpo que la intuición me ordenaba conquistar.
Y no me atrevía. Y eso me gustaba más aún.
Preguntaba a veces por ella a quien pudiera conocerla. Mi trato con Martí Oliver se había cerrado de manera muy abrupta y no podía recurrir a él. Además, era su ex cuñado. Según deduje del contenido de la tarjeta y de nuestra conversación, Victoria regentaba, si no poseía, uno de esos locales en los que exponen tipos como Damián y Daniel; en consecuencia, si conocía a algún pintor o pintora, y los conocía, porque abundaban como la seta en otoño, llevaba el diálogo hacia las galerías locales arrancándola de las obsesiones temáticas sobre los prodigios de Nueva York, y de que en Nueva York cualquier bar era idéntico a aquel en el que nos hallábamos, pero con la espontaneidad feroz de la ciudad que nunca duerme, de la dificultad social de Nueva York. Nadie supo decirme gran cosa de Victoria más que un apellido ya conocido, Llinàs, y una relación, «es la hermana de aquella que rompía la pana hace años, hombre, la Elena Llinàs». Y entonces se interrumpía el buen curso de la información ganada para que el informante elevase con su copa un elogio sobre las bondades físicas de la tal Elena, de su carácter más bien fuerte, de que no importaba perderse con tal de poseer ese físico una sola vez, de que ya no se veían mujeres como la tal Elena en un ambiente más poblado cada día de estudiantes, de horteras, de fans de la salsa, de empleados de televisión y otras ramas del servicio público. Yo evitaba mencionar que con una loca de la vida pululando a mi alrededor había tenido bastante, y que historias como la de un putón corriendo hacia el coche de un jeque árabe (si Elsa me había contado la verdad) o un fin de semana en Córcega con tipos que luego aparecían en los telediarios de frente y de perfil, no eran mi idea de un aproximado amor fou. La hermanita. Me interesaba la hermanita.
Y así pasaron los meses de terrazas suaves y pensamientos débiles hasta que un día, sentado en un velador a la puerta de una cafetería, vi acercarse a un grupo anticipado por el torbellino nasal de su conversación sedosa, encantada de conocerse. Dos tipos, tres tipas. Victoria. El pelo recogido hacia atrás en una cola era lo único que podía valorar de su físico: la juguetona obsesión me había ido robando cualquier serenidad que propiciase el erotismo. Sonriente hasta la carcajada por la trivialidad de uno de esos tipos, Victoria no había visto a su príncipe azul con forma de sapo, ahí mismo, sentado y croando. Me concentré en mi vaso a la espera de tiempos mejores y con la seguridad de que iba a romper su tarjeta a la que me levantase y doblara la esquina. Fue entonces cuando una voz sobre mi cabeza dijo:
—Cuando te dan un número de teléfono es para que llames. Si no, una piensa que ha hecho el ridículo.
—¿Cómo está tu hermana? —decidí apelar al único recuerdo verídico sobre las ilusiones y fantasías que había ingeniado en los últimos meses: el uno corriendo hacia el otro, o el típico incendio en casa de Victoria y yo que pasaba por ahí, los cuarenta ladrones que… esas cosas.
—Bien… —El tono seco de su respuesta, que esperó el momento en que decidí levantar la cabeza y mirarla a los ojos, me desencantó de modo profundo—: ¿Y tu mujer?
—También bien, sí…
Nos cruzamos una mirada con indiferencia. Chasco total. Entró a comer y yo me quedé a solas con mi ridículo. La lucidez que había esquivado en los últimos meses apareció ante mí como un carrusel insensato; porque así, en toda su maldad, es como se presentan las realidades ante el muchacho que ha vivido sus primeras epifanías frente a ménades vestidas de Escarlata O’Hara, frente a un muerto flotando, frente a barcos con W en la isla de Mallorca, frente a naves alienígenas que no son más que cubos de basura y aun así uno se empeña en dignificarlos como misterio revelado, mientras oye una canción hecha con palabras idiotas.
Ahora era la ruidosa y ensordecedora orquestación de las obras olímpicas. El paisaje idílico del autoengaño se convertía en desorden de turismos y autobuses en la gran avenida excavada.
Y a mí me dio por pensar que todas aquellas zanjas, las obras municipales rodeándome, hubiesen dotado a Barcelona de un romántico aire de ciudad bombardeada si efectivamente alguien la hubiese bombardeado, y tanta restauración no respondiera a la imperiosa necesidad de cubrir de argamasa y escombros, de hormigón y mentiras, los sedimentos adolescentes de una ciudad, su hedor de años, el material de derribo que formaba el idioma imposible mal enterrado, por el centro y por las afueras, sin que nadie percibiera que la locura provinciana era el único bien de la provincia, que se estaban quedando con lo peor, con la finalidad de las cosas; el tiempo sólo transcurre para demostrar que somos eficientes. Vallas, colinas de cascotes, martillos neumáticos. Ya no había lugar para lo irracional, lo irracional se extinguía; se acababan los juegos sin fin, tensos, en ciudades olvidadas del mundo con el único pretexto de que alguien pusiera en evidencia que la normalidad era un camelo. No habría fantásticos golpes de estado, ni más helicópteros sobrevolando paranoias, con insaciables plutócratas, con sus leguleyos, imaginando sedientos de poder las atrocidades que ellos mismos procuraban para justificar un poder más vigoroso, indiscutible. Ahora ellos, todos, los unos y los otros, sólo tendríamos enfrente nuestras propias aberraciones, el respeto por la salud y por la convivencia y por el orden. Responder a preguntas. Poseer un criterio tan falaz como nuestras propiedades en la Tierra. Una respuesta para esto y para lo otro. Una respuesta y un criterio para una guerra lejana, para una injusticia cuanto más remota mejor, para el cobro de multas, para la democracia, para la xenofobia, para el postmodernismo, para la soberanía nacional, para los Rolling Stones, para la caída del comunismo, para los terremotos, para los jugadores de fútbol, para los impuestos, para la jardinería, para el Tercer Mundo, para la televisión, para el espionaje, para el automovilismo, para la educación de los niños, para el boxeo, para el racismo, para las expediciones al Everest, para las banderas, un criterio sobre todos los tentáculos del caos menos el caos mismo, algo que decir sobre todas aquellas zanjas y mucho que aplaudir cuando se cubrieran. ¿Y qué tenía eso que ver con la muchacha que almorzaba ahí dentro, en la cafetería, con sus amigos? Pues que ella era eso y yo otra cosa. Que no me podía seguir engañando. No estaba contento con mi nuevo papel por mucho que hubieran salido negativas las pruebas del sida a las que, al final, por no alarmarme, me había sometido. Así supe que sobrevivir no era más que eso, sobrevivir y temer, cuando no hay declaraciones oficiales de guerra, y Victoria se muestra hostil, y luego queda sólo vértigo de normalidad entre calles desventradas.
Y yo allí sentado, encargando a un camarero uniformado un fluido continuo de alcohol, frente a la noble y abierta avenida, haciéndome el interesante con mis altas meditaciones que, tras su aparente incoherencia, no susurraban más que «¡braguetazo!», y volvían a susurrar «¡braguetazo perdido!». En la mano, un volumen de la obra selecta de Jonathan Swift: «El autor de estos Viajes, Mr. Lemuel Gulliver, es viejo e íntimo amigo mío; tenemos también cierto parentesco por parte de madre». Eso leía. Y leía: «Por parte de mi íntima y vieja madre, el autor de estos Viajes y también cierto Mr. Lemuel Gulliver». Y ensayaba como un niño poses de tormento y de éxtasis mientras me retrepaba una y otra vez en el asiento. De cuando en cuando aprovechaba el reflejo de la puerta batiente del café, cuando alguien entraba o salía, para estudiar al grupo en una de las mesas bajo la marquesina acristalada y esperaba en mi nerviosa ensoñación que hablasen de mí. «Mr. Lemuel Gulliver, el autor de mi madre, íntimo de sus Viajes por cierto parentesco». Cuando salieron, ya tarareaba canciones folclóricas del Alto Aragón. Jotas. No sabía a qué había estado esperando o lo sabía de sobra, maldecía mi estúpida educación sentimental, que sólo era útil para ejercitar signos de falso entendimiento con zorrillas sin sustancia. Que se despidiese al menos de mí, que no siguiera a esa parte del grupo que se había adelantado y ahora cacareaba de placer hacia la esquina:
—Me parece que he metido la pata… —me dijo.
En la vida me lo habían puesto tan fácil. Enseguida resolví, pues, que sólo la humildad me hacía dudar a veces de toda la experiencia acumulada, mi veteranía sexual, la seguridad viril que transmito todo yo. Le dije «siéntate y tómate la tarde conmigo, nena», o algo parecido y aún peor. Ahora sí que me era dado ver las bondades de su figura en negro, mientras ella la volvía un tanto para mirar al grupo. Girando la mano alrededor de su simpática oreja derecha, les daba a entender… En fin, al grano:
—Cote, el alto… —Y señalaba al dichoso grupo, que ahora cruzaba la calle—: Me ha dicho que Elsa…
—Me parece que te confundes, Victoria. A lo mejor la culpa es mía.
Pensaba, claro, en Picassín 2, en nuestro parecido, en la boda blanca o no tan blanca, en pisos vendidos, en fango:
—No, no, estoy enterada de eso. Perdona, si no te apetece… Pau, el que se casó con Elsa, era medio pariente mío…
—Por parte de madre…
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
Eludí la frase de Swift retomada al vuelo para mentir mucho:
—Tengo un cierto conocimiento de la sociedad local. Todos sois primos…
—¿Ah, sí? Primera noticia… —Les tenían muy bien enseñados a disimular—: Pero vamos a ver. Tú eres Fernando, ¿no? Mi hermana Elena me contaba cosas de Elsa. La quería mucho. Y eso, en mi hermana… Eran bastante amigas, por lo visto, aunque nunca las vi juntas. Y una de las cosas que me contaba era que, en fin, el tal Fernando era el no va más…
Santa inocencia. Evito al Lector calificar la sonrisa que en ese momento debió de componer mi boca; sería más adecuado describirla en sus fatuas ondulaciones, en sus pomposos pliegues, en la tétrica, equina, prolongada, exposición dental. Ese regalo del cielo seguía hablando:
—Sabía que habíais vivido juntos, pero que ella… Y que tú entonces…
Desde luego, la altura temática no estaba mal para un segundo encuentro. Las medias frases de Victoria componían una admirable versión de lo sucedido. Me impuse cambiar el tono melodramático de la conversación no fuera a ser que, tal como se deducía del pasado de Picassín 2, el de Elena la Guapa también hubiera sido la fosa fría. A qué nos dedicábamos. Ella, a su galería y a acabar una tesis para seguir una sólida trayectoria educativa en la universidad. ¿Y tú? Y me volví a dar cuenta de que, en esos tiempos alegres, escribir historias para el mundo editorial japonés prestigiaba socialmente más que practicar la neurocirugía en clínica texana. Victoria me preocupaba cada vez que miraba el reloj. Por fin me dijo:
—¿Quieres acompañarme a la galería y te la enseño? Es que tengo que estar a las cinco…
Por el camino le expliqué que ya no estaba en el grupo AvantPop. ¿Las causas?, preguntó Victoria para añadir enseguida que no le importaban demasiado. Conocía a Martí Oliver, y no es que fuera mala persona, pero sus niveles de egoísmo, disfrazados de temperamento artístico, eran muy serios para la salud de los demás. Aunque ella no podía hablar demasiado, porque la última vez que la desatada egofilia de Oliver había bajado la guardia fue para darse de bruces con el no menos contundente narcisismo de Elena, la que, por cierto, estaba en paradero desconocido. Ni una llamada, ni un aviso. Que qué me parecía.
—Terrible, chica, terrible… Un disgusto… —dije sin avergonzarme, mientras pensaba que hacía tiempo que no llamaba a mi madre.
—Te lo juro, Fernando, alucino cómo hablas. ¿De dónde eres?
En esos momentos, Lector, aunque sé que lo sabes, o quizá no lo sabes, porque, como supondrás, sé perfectamente quién eres, y posees una percepción de los matices sentimentales tan grosera como los míos, Lector, te de cía que es en los inicios del idilio cuando se reparten las cartas que luego determinarán el juego amoroso. Si uno es tímido y el otro toma decisiones por ti, ya las tomará siempre. Si es uno el que hace reír y otro el que ríe, el primero terminará fatigado de su propio humor, de su exhibición constante, aunque mucho después que el otro, y seguirá mendigando sus risas. El tema de la impostura, el de la invención de personalidad, me había humillado con la prensa, era la hora de la juguetona venganza. Si uno miente, si uno se permite barnizar la conciencia con los efectos de esa mentira, porque es tímido y el otro invulnerable, porque es malo y el otro no se entera, se hallará siendo eso que imaginaba en sus fantasías más infantiles, sí, pero también más desalmadas. Y sólo eso.
«¿De dónde eres, Fernando?».
Aunque el tiempo invierta las influencias, las situaciones de poder, el fondo, cada uno se obliga a llevar siempre su máscara, su forma. Mis súbitas ficciones me llevaron por las principales capitales de la Península Ibérica de la mano de mi padre, juez de instrucción, y con la presencia en el alma de mi llorada madre, su única evocación sensible un rostro cálido muy cerca de mí, arropándome. Mi padre había muerto hacía unos años. Como vi que tantas muertes y desapariciones estaban volviendo irrespirable la tarde, maticé:
—Su señoría murió en un tablao, no te creas. Pícaro y justiciero hasta el final.
Y como sabía que eso solía gustar, añadí:
—Yo, en cuanto llegué a Barcelona, dije: «Aquí me quedo». Y no me he movido. —Y para ir cerrando círculos y evitar futuras preguntas, al recordar mi recién renovado carnet de identidad dije—: Es que nací aquí, además… Fue uno de los primeros destinos de mi padre.
La galería, abierta dos años antes tras mil problemas y exasperaciones, estaba ubicada junto al Paseo de Gracia. Ayudé a Victoria a levantar la persiana metálica y ella deslizó su figura bajo el chirrido para encender las luces:
—No te esperes gran cosa. —Yo sólo esperaba que repitiese en el lugar apropiado la pose que acababa de adoptar ante mí—. Es mejor la trastienda, casi… Rebeca, mi socia, no puede venir hoy, y por eso… Aunque con lo que tenemos no está viniendo nadie. Lo típico… Vendimos dos a los familiares el día de la inauguración, otro que compramos nosotras y otro que ha comprado La Caixa… Luego… En cambio, ¿te acuerdas de Daniel y Damián? Inauguramos y a las dos horas ya estaba todo vendido. Los amigos… Fue una fiesta total… Mira…
Una pequeña sala con un mostrador tras el que colgaban carteles de pasadas exposiciones y una estantería, donde se apilaban catálogos y postales en venta, daba a un amplio espacio hexagonal, por utilizar la jerga, de paredes blancas ilustradas con una serie de diez telas idénticas. A la espera de la prometedora y, en mi imaginación, idílica trastienda, me dediqué a pasear ante los lienzos gris, gris ocre, ocre gris, gris, muy gris, que formaban «Aprendiendo de los muros» de Arnau Vilabrafim. El nombre de la exposición era un guiño de Aprendiendo de Las Vegas, libro de unos arquitectos que aseguraban que sólo en los lugares horribles, en la práctica y en la necesidad del horror, se manifestaba el verdadero espíritu artístico de una época. O eso fue lo que entendí de las palabras de Victoria:
—A mí me encantan. De verdad —me dijo—: Es una obra que para apreciarla bien, lo primero es acercarse a ella en lugar de alejarse. Y no sólo para disfrutar de la pintura, sino para ver las claves… Cuando ya has descubierto lo que es en realidad, ya puedes alejarte otra vez.
—¿El pintor tiene algo que ver con el llorado político de la Transición?
Victoria rió. Yo le hacía gracia.
—Es su sobrino. Tiene mucho talento. Ven, acércate…
Obedecí y me situé junto a Victoria y frente a Avinyó-Gutai.
—Arnau se pasea por la calles de la ciudad…
—«Es el conocimiento, no el dolor, el que corre por mil calles oscuras y salvajes…» —declamé.
—¿De quién es eso?
—Lo solía decir mucho el tío de la criatura… —Y cuando me di cuenta de que esa suposición no encajaba en mi supuesta biografía—: Era muy amigo de mi padre. Iban juntos a aprender sevillanas…
Nuevas risas como diciendo «Anda ya…».
—Te explico. Arnau se pasea por calles que son más o menos emblemáticas de la historia del arte, a veces con un toque irónico…
—Ya me gustaría a mí pasear con un toque irónico… A veces…
No me hizo caso:
—… y busca en las fachadas algo que parezca una pintura. Entonces encuadra lo que le gusta con una tiza, lo fotografía, lo amplía y lo copia en el estilo al que le recuerda lo que el tiempo ha hecho con los muros. Éste, por ejemplo, está situado en la calle de Avinyó, o sea, lo de Picasso y tal… —ésa fue una de las pocas veces ese día en que me mordí la lengua—: Visto, o evocado, por la manera del Grupo Gutai, que eran unos japoneses que combinaban el expresionismo abstracto con el zen, la caligrafía oriental. Jiro Yoshihara y ésos… —Victoria me miró y sonrió levemente—: ¿Ves? Y ahí tienes Madrazo. Pop Art, Vilabrafim. Drip Painting. Es que la calle donde vive se llama como él. Sería como un autorretrato, más o menos… En fin… La verdad es que todo es medio expresionismo abstracto, medio zen. Todos se podían haber llamado Gutai. Pero el descontextualizarlos ya me parece bastante ingenioso. Además, sabe pintar. Lo que no se puede decir de la mayoría. Perdón…
—¿Perdón por qué?
—Por lo pedante.
—No, no, la culpa es mía. Por mi trabajo tendría que conocer algo de arte japonés y mira… Además, me interesa mucho lo que dices… —Pasé por detrás de ella, y noté un leve movimiento de su cabeza intuyendo mi movimiento a su espalda, oliéndola. Tenía que hablar—: Se podría decir que el artista de los Vilabrafim no puede negar que, a diferencia de Picasso, no tiene más remedio que buscar primero y luego encontrar…
Carcajada. Supongo que acababa de decir una gran chorrada. Bueno, a ver quién reía el último. Victoria se había acercado a esa obra maestra: Avinyó-Gutai:
—Es increíble. Mira aquí… —Y me acerqué yo también—: Se ve un rastro de pintura de un grafiti hecho con plantilla, a lo mejor de cuando la guerra. Y luego un rastro de papel, y la silueta de un perro hecha con una navaja que él ha resuelto muy bien. Cada muesca, una pincelada. Y al lado, dos patos…
—No son dos patos. Son dos doses. Eso significa que en el segundo segunda hay un perro. Mira… —Se me había presentado la oportunidad de transmitir las enseñanzas esotéricas de Pepito el Yeyé—: Y esa gorra, ¿la ves?, y el tres, que están casi borrados, significan que en el tercero vive un guardia. El aviso viene a ser que el perro y el guardia hacen la casa inexpugnable.
Un divertido gesto de interrogación por parte de Victoria. Una muestra de interés más allá de lo evidente hasta llegar otra vez, o eso esperaba, a lo evidente. La cara, los ojos, la boca, brillaban como si ya estuviera desnuda.
—Mi padre, el señor juez, me enseñó a interpretar esos signos. En su trabajo tenía mucho trato con ladrones. Mi padre decía que los ladrones veían en los signos de las calles como los pastores ven designios atmosféricos en los animales y en el cielo. Ya sabes, si las moscas molestan al burro es que va a haber tormenta. «Cielo aborregao, a los siete días remojao»… Perdón por mi pedantería…
Victoria, sin dejar de reír, preguntaba:
—¿Y te contó tu padre si los ladrones tenían la mano tan larga como tú?
—Es que no sé qué me pasa… —Lo sabía, pero también sabía que aquello que me pasaba me estaba pasando de verdad. Y eso no me gustaba del todo.
—¿Me devuelves la mano? —El tono era divertido.
Le devolví su mano, y muy pronto le aboné los intereses con toda la furia de mi cuerpo encendido. A la pobre no le quedaron demasiadas alternativas. Al cabo de un tiempo considerable, aún de puntillas, me dijo:
—No te creas que hago esto cada día…
Negué mucho con la cabeza. Tampoco yo tenía una erección tan súbita y perentoria desde hacía mucho tiempo.
—Bueno, espera… —añadió.
Y como quien prepara el entorno adecuado para una agradable velada, se fue a bajar la persiana. En el tiempo en que estuve dudando si ir a ayudarla o no, estaba de vuelta y entrábamos en lo que, sin duda, era un lujo de trastienda. Un estudio con algunas adquisiciones de la propietaria en las paredes (un Vilabrafim: celos instantáneos. ¿«No te creas que hago esto cada día»?), una enorme mesa de despacho, unas estanterías con libros del año que pidieras junto a modernos catálogos en todos los idiomas y colecciones de revistas y, lo más importante, un larguísimo sofá al que, transcurrida una semana, yo también llamaba Chester como si hubiésemos compartido el bachillerato.
Pese a la temperatura de su cuerpo, algún movimiento nervioso y cierta falta de convicción en los automatismos eróticos hacían que Victoria aún pareciese más nerviosa que yo. Sólo tener ese pensamiento, ella cogió la mano que subía por sus muslos y manteniéndola entre las suyas me dijo:
—Estoy nerviosa. No sé por qué… No sé… A mí me gustan las cosas un poco serias y me estoy dejando llevar. Salgo de una historia un poco rara y no quiero parecer una de esas que se tira todo lo que se mueve en cuanto…
Saqué la cartera y le enseñé la tarjeta que me había dado la noche en que nos conocimos. Un puntito tierno, como sabrá el Lector.
—¿Cierro y vamos a mi casa?
Tenía que haber chasqueado la lengua. A lo mejor lo hice. En su casa, un pequeño apartamento decorado con todos los atributos modernos («no es gran cosa») y alguno art-déco («tonterías de casa de mi padre») nos acostamos sobre una cama cuya superficie apenas nos contenía el uno junto al otro.
—Me parece que te estabas preparando para una temporada monástica.
Y la piel volvió a quemar.
—No tengo más remedio que ponerme encima tuyo.
Ardía.
—Los misioneros no eran tontos…
Reía.
Me discipliné, me esforcé y también disfruté… Cigarros y silencios. Breve excursión al lavabo y examen del piso. La idea latente surgió entre la nube del alcohol consumido al mediodía: no me importaba pasar una buena temporada en aquel ámbito. Me esforcé más: un talento al que no se le notaba el trabajo, puro arte que trascendía el oficio. Gima, gima sin miedo, señorita…
—¿Por qué me miras así? —pregunté.
—Por nada…
Yo sabía bien.
Nos bañamos juntos. Y aunque no entraba en mis planes combinar lo higiénico con lo erótico, chapoteé como un niño hasta apuntalar en Victoria como una estaca (por decir algo) la favorable idea que se había hecho de mí antes de conocerme y que yo ahora desenvolvía como un regalo. Que la idea se hiciese carne y de nuevo idea entre la espuma. Qué tetitas saltarinas. Qué cuartito de baño precioso. Qué espejito mágico. Qué monada de niña. Qué mentiras más bonitas tejía con sabios malabarismos a sus sospechas sobre la tenacidad de mi vida bohemia. Qué ganas tenía de establecerme, pero sin dejar de ser divertido y divertir a los demás, de ser generoso con mi alegre alegría. Sí, era cierto que me picaban los ojos y no podía llevar a buen puerto la filigrana erótica que había iniciado. Yo mismo cogería una toalla en su habitación tropezando con la sobriedad decorativa, cada tontería de Vinçon en su lugar, cada minucia un grito indicando: «¡Aquí sobra clase, gañán!». Abrí el armario y hasta me reí solo como quien está llevando a cabo una broma muy bien planeada que va a culminar enseguida con amigos divertidos con camisas divertidas saliendo de su escondite. Fue entonces cuando aparecieron las toallas en orden. El algodón doblado en una pila formaba una gama de color, y había toallas verde césped, verde pálido, azules, azuladas, grises, blancas… Y olían a limpio más allá del limpio, a un limpio que ni siquiera conocía la idea de suciedad, pureza no vivida, jardines nunca hollados.
—¿Te pasa algo?
Era Victoria, asustada ante los gemidos y la tardanza. Antes de sacar la cabeza de dentro del armario, antes de levantarla de la pila, un rastro de mi cara en la hundida toalla roja, y dejar de llorar todo lo que no había llorado ni cuando Elsa murió, ni cuando mi madre se derrumbó un par de veces al otro lado de la línea telefónica, ni las noches de insomnio y resaca en las que se reflejan sombras como espadas en la pared, los sutiles movimientos de las pesadillas, de vivir una vida sin sentido, de la impostura y las alucinaciones, balbuceé:
—Es que son de colores…
Y noté que se conmovía de mi gesto y quise decirle que, pese a mentir una vez y otra, no la estaba engañando. Y que también lloraba porque me arrepentía de mis mentiras futuras y de los castigos que nos iban a imponer esas mentiras, y las mentiras de los dos, y las alucinaciones.
Cuatro años de vida común y pensar distinto en el territorio de la carne y la falsedad. Una muy distinta, irreconciliable vaguedad, para calibrar la esperanza de la certidumbre. Sus pasos descalzos, el sonido del agua de la ducha, el olor del café, su olor, cada mañana, su vida. Lector, quiero contar las dos vertientes del caso: lo sucedido REAL y lo sufrido HIPERREAL. Las mentiras también, Lector, las bromas, los engaños, los trucos y las alucinaciones.