10
Salté a toda prisa al jardín de Juan, apagué la radio y escondí la botella entre los matojos. Era una forma de complicidad: Juan agradecería el detalle al asomar de su tiniebla. A lo lejos, se escucharon silbidos y un percutir de cacerolas. Dialecto de alarma. Juan murmuró «Que pasen…» y enseguida volvió a un ronquido feliz. Salí escopeteado hacia La Parra, preocupado por la suerte del Yeyé.
La utilización de contraseñas era una de las pocas invenciones de la exaltada mente de Pepito que me gustaba de verdad. Hacer amago de pulsar unos mandos de millón, como había hecho un rato antes en El Molino, significaba que nos veríamos en La Parra: un quiosco de bebidas con mesas bajo un emparrado y una flamante máquina de millón; ahí nos acomodábamos las horas más tranquilas de nuestros lentos días ignorando las amenazas de expulsión del camarero a la espera de que algún jugador aburrido (y no abundaban) nos regalase una partida. Otra contraseña. Girar la cabeza de forma alocada era, en referencia a su noria, quedar a las puertas del parque de atracciones, y una vez reunidos, esperar a que un turista despistado se dejara las llaves en el coche y Pepito y yo pudiéramos ir a dar una vuelta. En el zoo, junto al agujero de la alambrada, y sobre una losa, dibujar la silueta del animal en los alrededores de cuya jaula esperaría uno u otro. El de las contraseñas era un entretenimiento con un punto de misterio y un problema: nadie se fijaba en nuestra habilidad y, peor aún, no la necesitábamos. Nunca habíamos concertado una cita en La Parra hasta esa misma mañana, ni habíamos robado un coche en comandita, ni nos habíamos colado juntos en el zoo. El Yeyé solía sentarse de madrugada por los alrededores de mi casa para ir a pescar. Sólo tenía que asomarme a la ventana para verle entretener la espera tirando una piedra al aire; seguía luego su ascensión con un semblante que iba cambiando de la curiosidad al pánico fingido, y luego, cuando la piedra caía, saltaba hacia un lado, los brazos protegiendo el rostro, víctima supuesta de una explosión.
La mañana del día del Watusi había sido la primera vez en que habíamos puesto en práctica nuestras claves gestuales. Averiguar si iban a funcionar o no, y si Pepito se había logrado liberar de sus secuestradores, era toda mi preocupación, mientras descendía por un descampado limpio de chabolas desde el invierno anterior y cruzaba la carretera ante la puerta del parque de atracciones. El Dos Caballos de Emiliano, sin Emiliano, pero con varios secuaces, pasó desbocado ante mí. Irían en busca de algo o de alguien. El parque aún estaba cerrado, pero algunos visitantes ya merodeaban por la taquilla con un pañuelo en la nariz, poco hechos al olor a basura; otros consultaban un cartel («Pedro Vargas, por primera vez en Barcelona»), las cabinas del teleférico iban y venían vacías, los carteristas oteaban posibles víctimas y los altavoces emitían a todo volumen un éxito del momento:
Pueblo mío, que estás en la colina
tumbado como un viejo que se muere
la pena, el abandono, es tu triste compañía
pueblo mío, te dejo sin alegría.
José Feliciano. «Qué será». Todo un número uno. Pepito y yo habíamos discutido alguna vez el extravagante dilema que planteaba la canción. Si el pueblo era tan asqueroso ¿por qué José Feliciano lo dejaba «sin alegría»? Lo normal hubiera sido dejarlo dando saltos por la carretera… Yo no daba saltos, y tampoco estaba muy alegre, pero mi buen paso me había llevado hasta las escaleras de los jardines de la Exposición, un laberinto vegetal que siempre deparaba las peores sorpresas. En plena bajada, me desentendí de la mirada húmeda del individuo de aspecto tímido proveedor de la frase «Nunca hables con extraños», y de las llamadas de un par de gitanos desconocidos que durante un momento habían interrumpido el quejido de una versión rumbera de «¿Qué será?».
Qué será, qué será, qué será
qué será de mi vida, qué será
si sé mucho o no sé nada
ya mañana se verá.
—Oye, chaval, ¿tienes un duro para los autos de choque?
«Ven aquí, ven aquí», se pusieron a gritar, mientras se llevaban las manos a los bolsillos. Me lancé en una carrera frenética hasta La Parra. Llegué asfixiado a su puerta. Me interné sudoroso en la honda y crujiente sombra, pisando chapas y gravilla. Revisé inquieto las mesas vacías hasta que el familiar tintineo del millón me otorgó una esperanza. Allí, al fondo, la emboscada presencia de Pepito. Cuando recuperé el aliento y ya estaba junto a él, me di cuenta de que mi amigo invertía su incipiente virilidad en un hondo esfuerzo por contener las lágrimas. Tenía la cara amoratada.
—A mandos —le dije.
Se hizo a un lado y nos pusimos a jugar a medias. Preferí guardar silencio. Me sorprende transcribir ahora mis precauciones de entonces. En aquel tiempo era muy discreto y obedecía más a una sana cautela que a la convicción en mi embotada sagacidad. Recto conocimiento en el fin de una de las edades del hombre. El niño sabio es el padre del adolescente estúpido, el espabilado adolescente mentor del joven idiota, y el joven sagaz tutela al maduro botarate. Yo ahora soy eso: un árido imbécil corrupto que se empeña en dejar de ser joven, porque tanta juventud le está matando. Quizá sea ése el motivo menor que me ha empujado a aceptar la redacción de este Informe. Se cierra el mercadillo filosófico.
—Cabrones… —masculló Pepito, mientras proyectaba toda su rabia golpeando la bola de acero y una lágrima corría por su mejilla arrastrando antiguos sedimentos.
—Te he visto desde casa —confesé mientras la bola de acero rebotaba ante mi vista.
—El cabrón del Emiliano. Que les ha dicho al Flaco y al Tomate que fueran a por mí.
—¿Para qué?
—Pues para qué, no sé. Yo, nada más semarlos, que salgo de naja. Vienen a por mí, y con lo que te dije… —dio un pisotón en el suelo con su bota ortopédica para que fuera patente su limitación física—… pues me ligan, me dan dos ñacas y me dicen que de qué najaba. Que si najo, es que ligo. Y si ligo, que píe.
Seguiré el relato desde este lado del túnel, inseguro al cabo del tiempo en el dominio de las germanías de aquel lugar y aquella época. Siempre habrá tiempo para un recital de habla grosera.
Los secuaces de Emiliano van tras Pepito. Pepito, con la oreja ardiendo aún, echa a correr para no seguir recibiendo. Sabe mucho más que yo sobre el contenido de la irracionalidad.
Cuando alguna de aquellas bestias quería acabar contigo, era imposible orientarse y buscar una salida negociada en el escaso preámbulo que solía conceder. Iba a por ti y dependías del alterado sistema nervioso de un psicópata en día laborable. Era mejor echar a correr.
Le cogieron y, por supuesto, se obstinaron en mantener como única verdad la que les había sido inculcada desde un principio. «El Yeyé liga asunto». Llevaron a Pepito en volandas hasta la puerta de Celso, pasaron ante Emiliano, atravesaron otra puerta. Una escalera descendía a lo desconocido. Los secuaces dieron una voz de aviso y ordenaron a Pepito que bajara.
«No te lo crees ni que te lo jure mil veces por mis muertos». Ése fue el inicio de la exaltada descripción de lo que Pepito acababa de vivir en casa de Celso. «Unos cuervos desdentados» sumergen en sacos de harina y de garbanzos, en potes de café y de azúcar, pistolas, cuchillos y cajas de munición.
—Hasta un chopo de aquí a Lima con tres cañones. Se ve que las viejas tienen miedo de que se líe.
—No hay fusiles de tres cañones.
—Joder con el listo. Pues de dos, o de cuatro. Deja que siga…
Otra vieja reza ante una hornacina con una figura de la Virgen de la Asunción, la misma cuya festividad se conmemoraba aquel día. La vieja se arrodilla, se persigna, exhorta a sus encorvadas compañeras rápidos imperativos. Cuando Pepito medio salta desde el último peldaño, la vieja, muy cerca de él, le mira muy despacio de arriba abajo y… «Ni te cuento la hostia, que me tira en todo el suelo, la mamona…».
—¿Sabes quién soy? —pregunta la vieja, mientras Pepito se incorpora.
—Es la hermana del señor Celso, doña Pilar —afirma Pepito, temeroso al restregarse la mejilla palpitante.
—Eso es.
—Pues parece su sobrina —adula el Yeyé, obediente al afán de supervivencia por vía de la lisonja, tan propio de los de su raza.
Doña Pilar esboza una sonrisa y, muy femenina, se arregla el moño y «para el suelo que me voy otra vez con lo que me suelta en el lado bueno de la jeta».
Pepito, tras incorporarse de nuevo, intenta fijar la vista doble en el rostro lleno de severidad.
—¿Cómo crees que estoy para que me vengas ahora con gilipolleces? —pregunta doña Pilar.
Pepito, resignado a un interrogatorio en toda regla, mira las profundas arrugas y unos ojos en los que aún brilla cierto fuego. «Ésa ha sido más guarra que todas las cosas, lo que yo te diga». Pepito recuerda que ha de contestar a una pregunta sin comprometerse y encoge los hombros.
—Emiliano me ha contado que lo has visto todo. Tú y otro.
Reconozco sin vergüenza que en cuanto Pepito alcanzó ese punto del relato di un respingo casi epiléptico.
—Se lo juro, doña Pilar, por mis muertos de que no.
—Por tus muertos a caballo. Ya empiezo a tenerlo claro. Estabais los tres allí, con la pobre niña…
Aquí el relato se bifurca y expongo dos versiones. Una es la que recuerdo que contó Pepito: altivo gesto del mentón para una negativa indignada y valiente; quizá el pulgar y el índice cruzados viajando hasta la boca, el beso y un reiterado juramento por sus difuntos. La segunda y más veraz es la que imaginé en ese momento y siempre me ha venido a la cabeza: Pepito se postra genuflexo y abarca a puñados la falda de doña Pilar solicitando compasión. Las dos versiones ofrecen las mismas líneas de diálogo:
—Yo no vi nada. Se lo vuelvo a jurar.
—El canalla del Watusi andaba molestando a esa criatura desde hacía tiempo. Y ése, al único que le tiene miedo es a mi hermano. Y aprovechando que no está, se acerca a mi niña. Se ha ido toda la noche de juerga, se le ha tocado el sentido y le ha salido lo que lleva dentro. Es una bestia y tú lo sabes. Lo sabe todo el mundo. Y lo viste.
—Yo no vi nada.
Pepito cae al suelo por tercera vez.
—¿Sabes la que se puede armar si no dices pronto la verdad? Ahora vamos a subir arriba, les dices a todos que viste al Watusi, que fue él, y te puedes ir a casa.
Aunque Pepito insiste en su negativa, doña Pilar le ordena que suba las escaleras. Le sigue, cada vez más impaciente por el lento renquear del gitanillo. Desde lo alto de la escalera, doña Pilar ordena a las viejas:
—¡Todo eso al corral ahora mismo!
Pepito es trasladado al salón a empujones. Esa estancia era la única que podía llamarse con propiedad «salón» en un kilómetro a la redonda. Una vez allí, dejan que Pepito entre a su paso, como si la llegada al improvisado recinto funerario fuera por propia voluntad. La difunta Julia está tumbada sobre una mesa enmarcada por candelabros en uno de los recodos de la estancia, bajo un enorme y muy valioso bajorrelieve en plata de la Última Cena, según el ojo tasador de Pepito. Han vestido a Julia de negro y lleva en la cabeza un tocado azul que disimula la lesión del cráneo. «Pero se sigue notando que falta cosa».
—Joder, luego la gente siempre dice que parece que duerman, los angelitos. ¡Y un huevo! Eso será al principio, porque, macho, la Julia parece un muñeco de trapo y da un asco de frío que se te corta el hambre. Y el hijo de la gran puta de Emiliano, que era allí el único que iba para arriba y para abajo diciéndole al Lunares: «Manda que llamen a alguien, no vaya a empezar a oler esto». Y yo allí en medio, chaval.
Frente a Julia, como en una sala de espera, una fila de sillas apoyadas en la pared están ocupadas por sumisos cuerpos inmóviles. Todos sujetan copas de anís que no se atreven a probar y añoran de reojo un plato con rosquillas. En uno de los rincones, como una presencia principal, aunque discreta, Tomás, el perista. A su lado lloran su mujer, que era muda (el perista solía ser felicitado por esa particularidad) y su hija Dora, la de la pelea y el follón del día del concurso, la mejor amiga de Julia.
—¿Sabes quién es? —le pregunta doña Pilar a Pepito, señalando a Dora.
—La Dora… —contesta Pepito sin más dudas ni comentarios.
—Tú… —llama doña Pilar a Dora—: Pregúntale a este quién ha sido. Pregúntale quién ha matado a la niña como podía haberte matado a ti. Venga, pregúntaselo…
Dora niega y niega con la cabeza.
En el mismo momento en que Pepito estudia la indumentaria de la doliente Dora («Espera, tranquilo, que te cuento»), reconoce un calor y una aspereza familiares: los dedos de Emiliano vuelven a pinzarle la oreja, tiran de ella y le acercan hasta el cadáver de Julia.
—Yo le voy a preguntar a este cojo de mierda quién ha sido. A ti y al otro. —«Al otro» ya le estaban preocupando ciertas menciones—. Os he calado yo enseguida. Y luego saliendo de naja. ¿Adónde ibas, cabrón?
—A mi casa…
—¡Pero si tú no tienes casa!
Emiliano acerca la cabeza de Pepito a la de la muerta. «Oler, no olía, pero qué quieres que te diga…». La garra de Emiliano oprime su cuello con más fuerza, mientras le enseña el inicio del escote… «Tío, ¡vaya bocado! Desgarro, tío, desgarro…».
—Mira, mira bien… Venga, en su cara, ¿quién ha sido? Porque vamos a matarlo. Y a lo mejor no es el único. A ver si te enteras, hijo de puta.
La evocación del relato en La Parra había hecho que las lágrimas de Pepito asomaran de nuevo. Yo escuchaba en silencio, atento a nuevas referencias sobre mi persona. «Tú espérate que se entere quien yo me sé y vas a ver el julandras del Emiliano ese».
—A un hijo de puta no le importa que maten a nadie. —Emiliano insiste en el asunto de los orígenes—: ¿Quién ha sido? Fue el Watusi y lo sabes tan bien como yo.
—Es que la niña dijo «Watusi» y se murió, la pobre —informa doña Pilar a la concurrencia—. La bestia esa, que le iba detrás y no se atreve cuando está mi hermano. No, señor, con él no se atreve.
—Fue el Watusi y tú viste dónde iba —insiste Emiliano y aprieta el cuello cada vez más.
—Que no.
—¿Quién fue entonces?
—No lo sé.
—¿Dónde está?
—¿Quién?
—El Watusi.
—Que no lo sé.
—¿Qué dijo la niña? Porque a ti también te lo dijo. Te lo dijo tan claro como a mí. Era lo único que decía. ¿Qué te dijo?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes? ¿Qué es lo que no sabes, lisiado? ¿Qué dijo?
—Nada.
—¿Nada? ¿Cómo sabes que no dijo nada? ¿Así que estabas allí?
—Que no…
«Y fue cuando me acercó más la cara y toqué la de la Julia. ¡Joder, la impresión! Y pienso: “No te achantes, Pepe, que el Watusi se hace cargo. Pía, que el cabrón del Emiliano te mata aquí delante de todos”».
—¿A que fue el Watusi?
—Sí.
—¿Lo viste?
—Sí.
—Ya lo habéis oído. —Emiliano suelta a Pepito, se vuelve hacia doña Pilar y luego a la concurrencia—: Ha dicho bien claro lo que ya sabíamos. El Watusi.
La estancia se abre en murmullos. Los asistentes aprovechan el interludio para catar el anís. Las llamas de los candelabros tiemblan nerviosas como si quisieran huir de aquel ambiente. El perista deja a su esposa y a su hija llorosas al pie del cadáver y abandona el salón con el Flaco y el Tomate, nítida la orden no pronunciada. En la calle se escuchan silbidos que forman claves secretas, responde el repicar de una cacerola, arranca el Dos Caballos. Los mismos sonidos que yo escuché al abandonar mi casa. Pepito me había ido contando el escueto interrogatorio con progresiva intensidad. Ahora lloraba a moco tendido y se agarraba la muñeca derecha con el puño izquierdo, las uñas clavadas en la piel. Los dientes rechinaban, mientras repetía para sí: «¿Quién fue? El Watusi. ¿Qué dijo? Watusi. ¿Dónde está? No lo sé. ¿Quién fue? El Watusi».
—Cabrones. Y luego me echan de allí a patadas. Después de hacerme pasar por chivato. Pero se van a enterar…
Enseguida, cegado por una ira impotente, Pepito me volvió a contar la misma historia. En la nueva versión, Emiliano sacaba una pistola y se la ponía en la boca. «No te lo he contado antes porque ya me daba igual». Decidí interrumpir su relato, antes de que fuera modificado de nuevo con la intervención de artillería pesada.
—Cabrones… —Señalé la máquina del millón—: Echa un duro, si tienes.
—Qué voy a tener… La partida esta me la ha dejado un turista, que se ha acojonado al verme, y enseguida, con la rabia, me he hecho un montón… Esos cabrones se van a enterar, te lo digo yo.
—¿Y si ha sido el Watusi de verdad? Dicen que ha dicho Watusi. En casa lo sabían todos.
—¿Qué va a ser el Watusi, hombre? Ha sido la Dora. ¿Te acuerdas cuando la otra dijo que me preguntase la Dora quién había sido? Pues yo me fijé muy bien. Con este ojo… —Pepito se señaló, no sé muy bien por qué, el ojo izquierdo—: Tenía las sandalias manchadas de cemento. En la puerta de El Molino había charcos como de cemento por todo.
Miré hacia abajo y vi el cemento seco reforzando la tela de mis zapatillas y en las rodilleras del pantalón. Recordé a mi madre bramando: «¡Sácate la mierda de los tenis!».
—Yo también tengo.
—Anda, y yo. —La bota ortopédica de Pepito era una masa compacta—: Pero tú y yo estuvimos allí. Y vimos cómo sacaban a la Julia y cómo se la llevaban. ¿Pero viste tú a la Dora? ¿A que no? Pues ya está.
—¿Qué es lo que está?
—¿Qué quieres? ¿Que te lo pinte? La Dora está encelada de la Julia y la mata.
—¿Por quién?
—Tú es que… ¿Pues por quién va a ser? Por el Watusi. Y a lo mejor al Watusi la que le molaba era la Julia. Y la Dora dice «Me cago en la leche» y hace lo que hace. ¿Tú te enteraste de que una vez ya se calentaron porque se iban a presentar a miss España o algo así? Pues esto es igual. Tú no sabes lo que una mujer es capaz de hacer por amor. Y el Watusi las enamora a todas. Las enamora y luego las deja. Y a lo mejor dejó a la Dora, se puso con la Julia, que por muy amiga que fuera no pudo resistirse, y la Dora se la llevó a El Molino y ñaca…
Sin muchos argumentos válidos, Pepito se quedó contemplando el tablero de la máquina de millón. Era otro de los abundantes momentos de aquel verano en que nos dedicábamos a la vaga contemplación del aire. Pero hoy, ese aire rebosaba alarma. Me moría de ganas de que cogiesen al Watusi, le hicieran lo que tuviesen que hacerle y todo regresara a la torpe imitación de normalidad que suponía aquella vida. De pronto, Pepito volvió a estallar en llanto y una verborrea destemplada:
—Joder, capullo, si me pillan y me dicen que diga delante de todos que vi a la Julia y que había dicho «Watusi» es que no ha sido el Watusi. Le están cargando el marrón. Le quieren encolomar el marrón por algo. Joder, joder, joder…
Tenía razón. Aunque también existía la posibilidad de que necesitasen otro testigo por cualquier motivo. ¿Y por qué Pepito? ¿Por qué no yo, o cualquiera de los que estábamos en los alrededores de El Molino? Mis reflexiones se interrumpieron al escuchar pasos en la gravilla. El discurso de Pepito: «Y es que a mí me tienen miedo, porque saben que soy el que soy…», también se cortó para indicar rabioso:
—Míralos… —Pepito pronunció ese «míralos» como si le estuvieran creciendo colmillos y diez centímetros de afiladas uñas—: Ahí los tienes, ahí los tienes… —El tono era el mismo, las uñas seguían creciendo.