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—No lo he podido evitar. Ya nos has oído discutir. Pero él quería su himno, su sorpresa y su capricho. Del Escudo es un peligro público. Eso ya lo sabemos. Pero hay que dejarle hacer su número. El conde se ha percatado. Pérez y Pérez también. Pero no pasa nada, se conocen. ¿Tú crees que Pérez y Pérez no sabe desde hace mucho que su amigo es tonto? Pero bien que ha hablado con Del Yelmo y han llegado a un acuerdo. Eso es lo importante. Tenemos que dejar de lado el orgullo de vez en cuando, Vilabrafim…
—No me hables como a un hijo, que puedo ser tu padre.
—Atendiendo a tu fama…
Ballesta había conseguido que el fatigado rostro de Vilabrafim sonriera. No era mucho. Pese al cansancio, y que ahora su boca se abriera en un amago de alegría, de los ojos del popular personaje asomaba un chispazo maníaco. No nos habíamos podido librar de él. Obviando sus muchas relaciones, se había empeñado en acompañarnos para exponer a don Tomás del Yelmo su lista de quejas en el local de alterne D’Alessandro. De tanto en tanto, Vilabrafim, mientras protestaba y se rebelaba, volvía la cabeza, se mesaba la perilla, gruñía, se inquietaba; luego, seguía bebiendo y de nuevo buscaba fugaz deleite visual en la exposición anatómica de algunas putas que, conscientes de ser la crema del oficio, esperaban sin inquietud el fin de esa discusión y de otras. Un grupo internacional de negociantes en tránsito y balas perdidas derrochando patrimonio se distribuían por el establecimiento. Las señoritas recorrían la gama felina que va de la gatita a la insaciable pantera y ensayaban laxas posturas sobre la chocante combinación de fondo escocés y suave música tropical. Categoría. Nada más entrar en el famoso local D’Alessandro, un coro no muy virginal se había dirigido a Ballesta entonando al unísono: «Buenas noches, don Guillermo». Eso había acabado de lacerar la vanidad de Vilabrafim.
—Tú me prometiste otra cosa, Guillermo. Me hablaste de Del Escudo como de alguien normal.
—Yo no te prometí nada. Además, ya conocías a Del Escudo.
—Abandono, Guillermo.
—No puedes.
—Es verdad. —Vilabrafim, que estaba mirando el suelo, alzó la vista—. ¿Eso también tiene que ver con mi orgullo?
Ahora fue Vilabrafim el que consiguió que Ballesta riera.
—Acabo de hacer el ridículo, Guillermo. Y no me gusta.
—«Es el ridículo, no el dolor, el que corre por mil calles oscuras y salvajes». —Ballesta parodiaba a Vilabrafim, pero el pequeño lechuguino iracundo no se daba cuenta. La crueldad de Ballesta podía más que el ánimo de enmendar el desastre de sus superiores. Por eso preguntó—: ¿Habéis cantado los dos?
Vilabrafim no contestó. Yo afirmé con la cabeza.
—Niño —me dijo Vilabrafim—, eres un repelente. ¿Y por qué me estás mirando todo el tiempo?
—El señor Del Yelmo me ha dicho que espere con ustedes.
—¿Ves como eres un repelente? —A falta de alguien mejor, Vilabrafim la iba a tomar conmigo—. ¿Y Del Yelmo? ¿Dónde está el dichoso señor Del Yelmo?
Ballesta suspiró:
—Igual no ha podido venir. Y por la hora que es, ya no viene. Se habrá alargado la reunión, o habrá decidido irse con los de negocios. O a dormir. Guarda las apariencias, como Del Escudo. Eso, a nosotros, Jaime, no nos concierne.
Ballesta se refería al Banco de los Grandes Negocios, nuestro banco matriz, y a sus cabezas ejecutivas. De la reunión que Del Yelmo tenía con ellos, dependía, supuse, el éxito final de la empresa. El periodista calvo y con capazo que había encontrado mayor consuelo a su pasión informativa en el golpe de estado centroamericano, había insinuado que el Banco de los Grandes Negocios, por vía del Banco Ciudadano, podía ayudar a la financiación de nuestros socios políticos. Lo entendía mucho. Por eso, no quise darle la razón a Vilabrafim cuando dijo:
—Ya está bien, Ballesta. No me confundas con el chófer —y lanzaba su perilla en mi dirección.
—Disculpa. Venga, vamos a divertirnos…
—Estoy yo para divertirme. Tú, Guillermo, presumes de estratega y eres el más cándido de todos. A lo mejor, porque eres el único que piensa… ¿No te has dado cuenta? El conde ya no pinta nada. En el congreso de su partido, le han obligado a ser vicepresidente y le han puesto al gallego encima. Ahora mismo no sé qué gallego es… ¡Hay tantos! Se valen del prestigio del conde para pactar, de que no se le ve el plumero de gañán mezquino como a los otros, pero el gallego va a acabar de hacer el trabajo sucio y Suárez se pondrá al frente cuando le dé la gana de un trabajo que han hecho otros. La popularidad es lo que cuenta y la van a utilizar. De paso, utilizan a los demás. También a nosotros. Para que luego baje la escalinata como una vedette, el tío funcionario. Ése sí que es un bedel. Y el conde es amigo mío y yo sigo teniendo las mismas ideas que antes. Porque yo tengo convicciones, Guillermo. Aún las tengo. Soy un señor, coño, aunque a veces tenga que hacer otro papel. No como esa patulea de garrulos. Ni como vosotros, que no os queréis enterar de nada.
—Esa maniobra de Suárez es cosa sabida, Vilabrafim… —Ballesta insistía en hablar con un desesperado Vilabrafim como se le habla a un niño—: Pero hay que mantener las formas… Hemos hablado con Pérez y Pérez y ya sabes con quién despacha día sí y día no.
—No, no lo sé. Ni quiero saberlo. Yo lo único que sé es que me estoy equivocando…
—A buena hora…
—No me busques las cosquillas. Mira… Mira el resultado de tus desvelos. Mira lo que pasa cuando se alía uno con un impresentable. La política hace extraños compañeros de cama, vale… Pero, joder, esto es como acostarse con enanas siamesas…
Vilabrafim, que no era el mismo cuando hablaba con Ballesta que cuando desgranaba su número de culto vividor por los salones, dejó un folio sobre la barra con el mismo ímpetu de quien remata una baza ganadora con un as.
—Lee esto, Guillermito. Es la columna de Hipérbolo. Sale mañana. Me ha pasado una copia. La ha escrito en el lavabo después del himno y se la han pasado a máquina en el hotel.
Ballesta leía. Yo estaba convencido de que la columna de Hipérbolo iba a versar sobre el inexistente golpe de estado bananero. Pero, por lo visto, el costumbrismo político local tenía más interés y daba para un mayor lucimiento que las asonadas ultramarinas no del todo confirmadas. Ballesta acabó de leer y, dándome una importancia que me halagó, me puso el texto en la mano para que le echase un vistazo. Entretanto decía:
—Venga, no hay que hacer caso de toda esa palabrería, a menos que uno se considere eso, una vedette. Mira, Vilabrafim, vamos a relajarnos y a llamar a unas chicas.
Mientras escuchaba el lento y plural taconeo, que supuse inmediata respuesta a una llamada muda de Ballesta, leí el título de la columna: «Cantata», y enseguida la sublime prosa mecanografiada: «Será mejor que sigan cantando los tordos, que Luis Pastor, el trovador de Vallecas, vuelva por donde solía, hasta que cante Raphael, con ph. Pero basta de himnos por ahora, alto a los cantos a toque de corneta, que vamos para demócratas y el pueblo empieza a enterarse. No desafinemos como desafinaron ayer algunos liberales que yo he visto presumiendo por ahí…». Dejé de leer, porque una mano llena de afiladas uñas rosadas se depositaba fugazmente en la mía. Antes de levantar la cabeza para descubrir a la dueña de esa garra seductora, me sobró tiempo para deducir el punto de vista de Ballesta. Ese artículo era su mejor arma para que Del Escudo dejase de tener iniciativas.
Las señoras putas se estaban presentando. Dos rubias muy rubias y una mulata. Las señoras putas se distribuyeron un poco al tuntún a nuestro alrededor para que fuéramos nosotros quienes las escogiéramos a ellas y no al revés. Entretanto, Ballesta pedía champán y alababa los encantos de las tres señoritas con una cortesía que no solía dispensar a las damas honestas. Vilabrafim, codicioso, ciñó a la mulata y la aproximó hasta su taburete para acoger a la muchacha entre las piernas. La mulata hacía dos Vilabrafim y eso resultó ser una suerte, porque la rotunda figura ocultaba al insoportable socio político. Sólo unas rodillitas y unas manos veloces que no daban para sobar tanta mujer testimoniaban la existencia del hombre del Renacimiento tras la carnal columna de ébano. Mientras Ballesta, aprovechando la ausencia espiritual de Vilabrafim, se guardaba el escrito de Hipérbolo en un bolsillo y me guiñaba un ojo, yo le daba fuego a Carol, gracia que, según propia confesión, le había sido concedida por sus papás al coincidir su nacimiento con el éxito del cantante Paul Anka. Hasta yo me daba cuenta de que la existencia de Carol en este mundo era anterior al menos en dos decenios a esa presunta coincidencia de fechas, pero me daba igual. Desde cualquier punto de vista, Carol era un sueño de mujer, aunque un raro bloqueo me estaba haciendo pensar que cuando tenía la gloria tan cerca era cuando más cundía el desánimo en mi motivación. Hice cuanto pude por integrarme en ese ambiente, una atmósfera que resultaba muy agradable a poco que uno tuviese el canal sórdido de la imaginación perfectamente anestesiado, olvidara de que allí se imponía el comercio y la ley de la oferta y la demanda, y aquellas walkirias multicolores nos harían beber hasta la ruina. Tuvo que ser Vilabrafim el que asomando su cabecita por entre el cuerpazo mulato dijera:
—Oye, Ballesta, yo, de todo esto, ni un duro… A mí Tomás me ha dicho…
Ballesta agitó una mano para fomentar la amnesia de Vilabrafim. «No molestar» era el mensaje. Entretanto musitaba lindezas al oído de Amanda, la otra rubia. Amanda reía mucho. Yo, para no ser menos, acerqué mi boca al oído de Carol y a su fragancia y dije:
—Finge que te he contado algo muy gracioso…
Carol estalló en carcajadas y no supe si eran sinceras o fingidas. Carol me pasó una mano maternal por el pelo, mientras pegaba su costado al mío, dejando huella contundente en mi carne de sus atributos glandulares y térmicos, y me decía:
—Qué salao…
Pero la cabeza de Vilabrafim tuvo que asomarse otra vez:
—Oye, Guillermo, esta chica está llorando.
La mulata no podía evitar los sollozos y el rímel, negro sobre chocolate, se deslizaba por las manos que pugnaban por contener las lágrimas.
—Es que se ve que hoy han dado un golpe de estado en su país. Eso nos ha dicho un cliente muy enterado. Y la pobre está asustada por su familia —me confesó Carol al oído. Antes de que yo pudiese decir que todo era un bulo, el exquisito caballero monárquico Vilabrafim consoló a la inquieta mulata aconsejándole:
—Anda, vete y que se acerque una así como tú, pero de otra parte.
Me quedé boquiabierto mirando a Vilabrafim que, tras distraerse con su whisky, percibió mi mirada:
—¿Tú qué miras? Oye, Guillermo, ¿qué habéis visto en este muchacho? Porque muy despierto no parece. Ni que tenga mucha experiencia en nada. Es como lelo. Aunque si se trata de hacer parecer listo a Carlos… —Vilabrafim, en su delirio alcohólico, sólo tenía ganas de hablar, de una audiencia, de repartir como en aspersión una vanidad cada vez más enloquecida. Nadie le hacía ni caso.
—Oye, Guillermo…
—¿Qué? —Ballesta, concentrado en su cortejo, se impacientaba.
—¿Te ha contado Del Yelmo el chiste del gatito follador? —le dijo a Ballesta apuntándome otra vez con su perilla.
—Nos lo contó en el avión. Una vez al despegar y otra al aterrizar. Esta misma mañana. Me acuerdo —fue la telegráfica respuesta de mi jefe.
—Del Yelmo es tosco, pero a veces tiene gracia; te sorprende con comentarios que no parecen suyos… —Como Ballesta no le hacía caso y yo seguía mirando a ese ejemplo de mezquindad con una mirada que ansiaba parecer odio sin conseguirlo, no tuve más remedio que hacerme receptor de sus mensajes:
—Tú has equivocado el camino, chaval. Lo tuyo es el Zen… —Vilabrafim abrió la boca en una ridícula imitación de mi persona y, de paso, demostrando a Carol, a quien ya tanteaba visualmente, que era muy superior a mí. Carol, experta profesional en esos fangos, separó su costado del mío, cogió su copa de champán y se quedó a la expectativa—. ¿Sabes qué es el Zen?
—Algo budista.
—Sí, algo budista. Muy budista, más bien… —El tono de Vilabrafim era el del ácido fluorhídrico.
—Vilabrafim… —dijo Ballesta para apaciguar los ánimos.
—Totalmente budista. Como la palmada de una sola mano. Todo el mundo puede escuchar la palmada de dos manos, pero sólo algunos pueden escuchar la palmada de una sola mano, la cúspide del Zen. ¿Sabes de qué te hablo?
—No…
—Pues ahora vas a escuchar la palmada de una sola mano.
Y, efectivamente, la escuché.
Vilabrafim me dio una palmada en el cogote que me tiró del taburete. Fue en el mismo suelo, al levantar los ojos hasta Ballesta para pedir perdón cuando vi otra mano lanzada hacia Vilabrafim. O creí verla, porque para cualquiera de los presentes Vilabrafim parecía haberse derrumbado, víctima del colapso fulminante de un órgano vital. Las chicas habían desaparecido. Alguna gente salía por la puerta. Alguna gente entraba por otra. Se acercaban unos hombres como armarios.
—Ponte detrás de mí —me ordenó Ballesta, y en sus ojos vi el mismo fulgor que la tarde en que hizo detener a los dos ladrones frente a Les Feuilles Mortes. Era un brillo violento, complacido en asomar de nuevo; ese brillo codificado que una persona sensata puede descifrar y evitar, pero sólo unos cuantos expertos pueden comprender en todos sus matices, en la correcta significación de lo que esos ojos son capaces de hacer. Y los matones leyeron esos ojos en cuanto los tuvieron delante. Interrumpieron su paso precipitado y se mantuvieron alerta, pero a distancia prudencial de ese fulgor—. No pasa nada —dijo Ballesta sin dejar de dar a entender a esos macarras que le haría muy feliz que pasara algo.
Vilabrafim se estaba levantando. Las gafas para leer se habían deslizado del bolsillo de su chaqueta y uno de los cristales parecía roto. Vilabrafim, confundido, observaba el desperfecto óptico, volvía a colocarse las gafas en el bolsillo, intentaba recomponer lo que había estallado en pedazos en su intelecto, en su espíritu, en su aguante. «Si soy yo, si todo el mundo me quiere…», decían sus ojos miopes.
—Te habrás dado cuenta de que el chiste de la palmada no ha gustado —aclaró Ballesta.
Los macarras bloqueaban con su presencia el campo visual de la clientela. Contra cualquier pronóstico, Vilabrafim, el rostro desencajado, se encaró con Ballesta. No estaba acostumbrado a que le ocurrieran cosas así, y un último residuo de un orgullo feudal de Vilabrafimes pequeños, pero matones, amparados por todos los poderes terrenales y celestes, se defendía del oprobio. El único defecto de tan aristocrática reacción era lo errabundo de la lógica discursiva:
—Yo ya lo sé todo de ti, Boris —y pronunció el enigmático Boris como si escupiera—. Ya sé de dónde vienes y la clase de asesino que eres. Fuera caretas. Se acabó. Hay demasiada dinamita en la bodega. Demasiada bodega en ese barco. Yo hasta ahora me he callado por señor. Y yo…
—Y tú, que sabes que soy un asesino, mañana estarás donde te digamos. —Ballesta sacó un fajo de billetes—. Acaba de divertirte. Que mañana vamos a ser todos muy buenos y muy felices. Si no, voy a matarte de verdad. Vámonos, Fernando.