23

—Boris. Asesino. Y venga a reír. Boris. Se recrean en sus memeces de rumorólogos, de vómito de hombres. Boris. Asesino. No saben que hablan de un niño. De un niño que no supo que no tenía padre hasta los doce años, y luego supo estar siempre sin padre. Un niño que pensaba que su abuelo era su padre y su madre su hermana. Los padres son tus abuelos y las hermanas son tus madres. El humo sentimental es humo sentimental. Las madrugadas de borrachos son madrugadas de borrachos. Los asesinos, asesinos. Anda, guapa, traslada esas preciosas domingas a la esquina, haz el favor. Ese gordo está muy solo. —La camarera, con sorpresa evidente, obedeció. El rictus de su boca dudaba entre la sumisión y el desdén al mirarnos de nuevo en la esquina de la barra, frente a su gordo solitario—. Fernando, hay que tratar a las putas como señoras y a las señoras como putas. Las señoras son putas, las putas señoras. Pero a veces se tienen que hacer excepciones.

Otro local, muy parecido a D’Alessandro. ¿Lo describo? Escotes. Piernas. Balanceo de caderas. Grupa lenta, venenosa. Media luz. Por fin iba a saber por qué le llamaban Boris, por qué asesino. Aunque Ballesta hablara de Boris como de otra persona y yo no entendiese la mitad de lo que estaba contando, sentía un poderoso anhelo de identificarme con él, de emularle.

—¿Me escuchas o no? Tienes que saberlo antes de que algún cabrón se me adelante. Como un cabrón se adelantó a decirle a Boris que no tenía padre, que su padre no era más que su abuelo. Porque una cosa, Fernando, es muchas cosas, y aún puede ser muchas cosas más. Hasta que se acaba todo. Hasta que sólo quedan madrugadas de borrachos. Por eso los inútiles escupen en la cara cuando no saben qué decir, cuando se saben inferiores, como en los patios de colegio los niños se ceban en un defecto físico, en una tara familiar, mezquinos, pequeños hijos de puta uniformados. Porque es lo único que saben hacer, además de patear charcos, y es lo único que sabrán decir en una vida cargada de razón y de mierda. Boris. Asesino. El que comió nieve para no toser es un asesino. El que hubiera mascado espinas por su silencio es un puto asesino. Boris se crió en un internado lleno de curas en una ciudad llena de boinas. En vacaciones, iba a ver a su padre y a su hermana. Hablan en francés, viven en una montaña, y le llevan a ciudades limpias. Boris se da cuenta de que puede leer tebeos y revistas en ese idioma que con tanto cariño le ha dado su hermana como seguramente le dio de mamar para luego mentirle. Que en ese idioma se podía decir «Tous les garçons et les filies», «Je vais mettre en chanson la tristesse du vent», «Je veux dormir au fond des bois, pour que le vent fasse parfois frémir le feuillage mouvant», «Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau», «Souvenir, souvenir, que me veux-tu?».

¿Ha probado el Lector alguna vez a mirar de cerca a alguien que canta y toca la guitarra? ¿Corresponder a la emotividad de su guiño con una leve afirmación? Bien, ésa era la vergüenza que sentía. El instante declamatorio acabó por fin. Ballesta se adentró en el caos:

—Boris, el sentimental. Boris, el idiota. El muchacho que se preguntaba por qué de todos los locos que se creyeron napoleones antes y después de Napoleón, sólo hubo uno, aislado por una talla exigua y sin otro proyecto en la cabeza que serlo todo, la demencia absoluta, vamos, de todos esos hombres con la mano escondida en el pecho, sólo uno fue Napoleón. Y preguntaba la razón y se reían de él. Y por qué cuando leía que al morir el odiado Nerón corrió el rumor de que no había muerto y empezaron a aparecer nerones por todos lados que decían ser Nerón resucitado, como luego fueron napoleones resucitados, y preguntaba por qué le imitaban, por qué fingían su inmortalidad, si era tan malo, todos se reían de él. Y lo más importante, por qué de todos los locos que anunciaron el juicio final sólo se venera a uno, y nuestro tiempo, cada año de nuestro tiempo, se rige por él, que enseñaba a los mejores a estar fuera del tiempo. Y por qué creemos que ese que anunció el fin del mundo murió y resucitó y Nerón no. ¿Por qué está loco el que dice que Dios le habla y no lo está el que dice que habla con Dios? ¿Por qué Napoleón es tan malo en este lado de la montaña y tan bueno en el otro lado? Hasta cuando Boris preguntaba una trivialidad, algo que le ha pasado a todo el mundo y a él le pasó en el lado francés de la montaña mirando cómo el viento mecía los abetos, y un zorro corría en un prado mirando en todas direcciones, y las nubes corrían más que el zorro, cuando sólo preguntó por qué estábamos en todas las cosas y que ahí estaban también los muertos y que esos muertos eran Dios que hablaba y nos decía: «Me entretengo con vosotros», se reían de él.

—Algo parecido me pasó a mí en Mallorca. Y antes, antes también me había pasado…

—Mirando culos, ¿a que sí? ¿Te interesa algo de lo que te cuento? ¿O eres de su bando? ¿Vas a llamarle asesino a Boris tú también?

Negué con la cabeza.

—Me interesa mucho. Pero, sin ánimo de faltar… ¿Boris eres tú?

—Boris está muerto. Yo soy Guillermo Ballesta. ¿Es que no lo sabes?

Afirmé con insistencia.

—Boris decide que al otro lado de la montaña está la vida verdadera. Pero ya sabe que su hermana es su madre, que su abuelo no es su padre. Boris desaparece. Boris empieza a cruzar la línea, y no sólo la frontera, sino la verdadera línea, de la manera más imbécil, recitando versos. La línea. A partir de esa línea rigen las leyes del otro lado del espejo. Te señalan a la izquierda cuando es la derecha, y tú entiendes la izquierda y te equivocas elijas el sentido que elijas. La tarea ya no consiste en no equivocarse, sino en ocultarte. Pero nadie llega a la línea de la misma manera. Muy pocos llegan recitando versos…

—Para ver cosas que nadie ha visto nunca. Para estar delante de visiones que si otro las llegara a conocer no saldría nunca de su casa… —Estaba estremecido; quería darle a entender que creía de lo que me estaba hablando, que hablábamos de la misma persona. Yo tenía mi Watusi. Otro que no tenía padre, otro engañado sobre su origen. Ballesta tenía su Boris. Yo no era el Watusi. Pero Ballesta sí era Boris.

—¿Qué dices? —Ballesta me miró sorprendido.

—Historias que se repiten.

—¿Quieres decirme que tienes una historia mejor?

—No, yo tengo mi historia. Pero me interesa mucho saber la tuya.

—Tú llegarás, Fernando. Si me haces caso, serás el general más joven de Europa. Vas muy bien encaminado. Sólo tienes que aprender a no dejarte llevar por el fuego, si te atreves a cruzar la línea, o por la estupidez, si no la cruzas. Pero hazme caso. No la cruces. No la cruces nunca. Ni creyendo en las madrugadas de borrachos. Ni recitando versos. Ni, por supuesto, odiando a ese idiota de Vilabrafim. No se merece ser tu enemigo. Lo utilizaremos. Mañana le regalaremos unas gafas y nos arrepentiremos de nuestro delito. Como hipócritas. Como los borrachos de madrugada al día siguiente. La pluie nous a ébués et lavés et le soleil desséchés et noircis. Pies, courbeaux nous ont les yeux caves et arraché la barbe et les sourcils.

¿Ha estado el Lector alguna vez junto a alguien que recita a voz en grito en una barra americana de cierta categoría? Todo es posible, ¿verdad? En caso de que sea así, evocará sin esfuerzo el caudal de vergüenza ajena que la situación produce. Miradas perplejas nos estudiaban. Ballesta seguía en lo suyo, los brazos y las manos abiertos, la mirada elevada hacia un aparato de ventilación Carrier sobre los estantes de botellas:

Jamais nul temps nous ne sommes assis; Puis çà, puis là, comme le vent varie, A son plaisir sans cesser nous charrie, Plus becquetés d’oiseaux que des à coudre. Ne soyez donc de notre confrérie, Mais priez Dieu que tous nous veuille absoudre!

Se escucharon algunos aplausos por el local. Ballesta no los agradeció.

—¿Te he hablado alguna vez de Villon? Sí, sí… —Ballesta me señalaba con el índice, que tableteaba como una metralleta y daba miedo—. ¿Te acuerdas? ¿Sí? ¡Qué lástima!

—Pero si no me dices lo que significa…

—… no te aclaras. ¿Quieres decir eso? Bueno… El poema habla de ahorcados, son los mismos ahorcados quienes se lamentan. —Para mi desgracia, volvió a alzar los brazos—. «La lluvia nos ha limpiado y lavado; el sol, desecado y quemado. Urracas y cuervos nos sacaron los ojos y nos arrancaron la barba y las cejas. Nunca estamos quietos, sino de acá para allá, según sople el viento, que a su antojo nos mueve, más picoteados que un dedal por los pájaros. No seáis de nuestra hermandad, pero rogad a Dios que nos perdone a todos».

—¡Ahí, ahí…! —exclamó una voz femenina.

—¿Te has aclarado, Fernando? No, ¿verdad? Ésos eran los versos preferidos de Boris. Esos versos le empujaban a ser Boris. Boris vivía en Toulouse. Boris trabajaba en una imprenta. A Boris le hubiera gustado tener una biografía más honorable desde el punto de vista criminal. Desde cualquier punto de vista, vamos. Pero hacía tiempo que se habían acabado muchas de las guerras y aún falta un poco para las guerras que han de venir. Boris es idiota, un sentimental, un doble Boris que hace el memo entre las miserias de monigotes con horario. Pero a Boris le gusta el olor de la tinta francesa porque sabe que es el olor de París. Boris sabe que existe París, pero no sabe ir hasta allí. No tiene dinero. No hay suplicio mayor que ser un muchacho de provincias y atascarse cuando desea saberse todo. Todo. Boris quiere ponerle letras a todos los sonidos y ritmos que escucha ahí dentro, sin esquivar al demonio, sin temer a Dios. Boris escribía cartas a la gente que admiraba. Boris escribe cartas estando demasiado borracho en los burdeles donde tenemos nuestra casa. Por eso nadie le contesta. Por eso le contesta quien no debe. Un corresponsal de París le escribe y dice en su carta que le va a poner en contacto con un anarchiste catalan que se refugia en Toulouse, un personaje muy parecido a él, que se encontrarán en una dirección. Al español le llamaremos Juan. Juan quiere que Boris imprima unos panfletos. Boris los imprime. Ya se verán, en eso quedan, pero meten a Juan en la cárcel de Toulouse. Alguien en España sabe de la existencia de Boris. Conoce a más gente. Les llamaremos Pedro, Tomás, Santiago… Boris concibe un plan para sacar a Juan de la cárcel y el plan tiene éxito. Juan decide que Boris es uno de los suyos. Juan cuenta su vida, y Boris se admira y reconoce el poco camino que ha recorrido hasta ese momento, porque a veces los inteligentes se admiran ante los inconscientes. Boris está mejor informado teóricamente que esa pandilla de lo que imagina vándalos modélicos, los únicos vándalos que conoce, pero no sabe qué ocurre en esa España, en esa Cataluña, en esa Barcelona, en la que luego va a ser su ciudad. Ellos se lo explican y explican lo que pretenden. Boris se encuentra como en casa con esa gente de la peor reputación. ¿Quieres saber cuál era el historial de Juan? ¿Quieres saber qué representaba Juan? ¿Sabes por qué llaman asesino a Boris? Porque Boris miente, porque Boris no dice toda la verdad a sus nuevos amigos. Y mentir no es no decir, porque allí nadie tiene que decir nada. Todo el mundo finge no conocerse, aunque se conozcan. Pero Boris cree ridículo insinuar que finge el acento. Boris no dice que ha estudiado en el otro lado de la frontera. No lo dice porque le da vergüenza, porque ha decidido ser Boris Montcorbier para siempre. Montcorbier era el apellido verdadero de su Villon. Lo demás era sólo vergüenza y complejos, pobre desgraciado. A Boris le tendría que decir Vilabrafim que la política hace extraños compañeros de cama. Se lo tendría que repetir ese niño viejo de papá, ese lechuguino podrido de orgullo y de Chivas. Tendría que resucitar Juan, tendría que resucitar Pedro, tendrían que resucitar los demás, que no están muertos, pero están tan muertos como Boris. Si yo fuera un cínico, que no lo soy, diría lo que les pasa a esos muertos que no están muertos. Diría que les solía parecer terrible que los hombres se hicieran hombres y ahora les parece aún más terrible que no puedan serlo.

—¿Qué pasa con Juan?

—¿Quién es Juan?

—Has nombrado a alguien que se llamaba Juan.

—Ah, me lo he inventado. No se llamaba Juan. No te diré cómo se llamaba. Para qué. En aquel momento yo tampoco lo sabía y tú igual creces y te haces un hombre. Cuando Boris conoció a Juan ya lo habían detenido varias veces. Era de los que siempre detenían en los tumultos. Hay gente que tiene ese raro privilegio. Era tan cafetera, Juan, que se había ido escindiendo de todos los grupos comunistas, maoístas, anarquistas, y sus combinaciones hasta que casi hubo que hacer algo para él solo. Era tan bendito, Juan, que tuvo que huir a Francia porque a raíz de una huelga de una fábrica de helados se le ocurrió la brillante idea de subirse a su Vespino, llenar de cócteles molotov la canastilla que va sobre la rueda delantera, y arrojarlos contra todas las casetas de helados que iba encontrando por ahí. Hasta que le vieron, tiró la moto y cogió el primer tren. La policía encontró la Vespino con alguno de los cócteles molotov. La moto iba a nombre de Juan. Fue una obra maestra del disparate.

Ballesta sonreía. Era nostalgia en estado puro. Era su forma de odio congelado. Una madrugada de borrachera.

—Un artista puede hacer una obra maestra a lo largo de su vida. Hasta un buen conocedor del oficio que persevera puede llegar a hacer algo aproximado a una obra maestra. Pero lo que distingue a los genios es la iluminación que les hace parir una obra maestra detrás de otra como si la cosa no fuera con ellos. Un genio no puede evitar ser un genio. Todos los factores de su vida, todos los azares, han coincidido en hacer de él aquello que es, y no se da cuenta de que realiza una misión mucho más alta… Alta… En Toulouse metieron a Juan en la cárcel por llevar un arma y panfletos de propaganda ilegal en el coche. Lo tenía mal aparcado a la entrada de una boîte. Los gendarmes vieron algo sospechoso en el coche y lo abrieron. Él estaba dentro de la boîte, ligando con furcias y cantándoles «La cançó del rossinyol». Le cayó un año de talego. El problema era que tenía un arsenal guardado en la ciudad sin nadie que lo protegiera. Cuatro bombas de cuando la guerra y un par de fusiles del maquis que le han dado viejos anarquistas como quien da en el Domund, pero un arsenal, a fin de cuentas. Allí se queda Juan, en su talego, cantando «El rossinyol» y con el arsenal que nos traerá la vida nueva esperando en algún sitio. Cuando falta una semana para que lo dejen libre, sus amigos se enteran de que ha habido una explosión en un edificio de la ciudad. Es el arsenal, claro. Prepara un plan de fuga y los gendarmes lo vuelven a coger. «Llegó la pestañí y me volvió a ligar», que dice la canción. Lo que había explotado era una tienda de pirotecnia, no el arsenal. Al iluminado de Juan le cae otro año. Esta vez le ayuda a escapar Boris. Le hace cruzar la frontera. Boris conoce desde su infancia varios pasos, cada roca, cada señal, los secretos de la montaña. Juan cruza la frontera con Boris y Boris cruza la línea. Cruzan la montaña con el viento meciendo los abetos, el frío, el rugido de la oscuridad, los ladridos. Haces de linternas a lo lejos segando las tinieblas, haciendo brillar la nieve, la verdadera luz de la noche. Los ladridos de los perros. Cruzaban la frontera como el zorro que Boris había visto, mirando a todos lados, más lento que las nubes. Para que luego se rieran de Boris cuando dijo que Dios se entretiene con nosotros. ¡Y vaya que se entretenía! Juan presenta el grupo a Boris. El grupo pretende devolver al obrero aquello que el sistema capitalista le roba de su trabajo para enriquecerse, la plusvalía. ¿Te suena?

—No.

—¿Por qué te iba a sonar? Tú eres de centro. Atracarán y devolverán la plusvalía al obrero. Robin Hood, vamos. Nadie, ni el propio Boris, que ve en aquello una superación de la poesía, cae en la cuenta de que atracar es fácil hasta cierto punto, pero que devolver la plusvalía a ese obrero simbólico con un martillo pilón abandonado virilmente en el hombro, ser equitativo, crear un método, es algo más bien complicado. Pero la acción es hija de la aventura y una de las reglas estrictas es que no se duda en la acción, la acción se hace. Todo pasa muy despacio hasta que empieza a pasar muy deprisa: ése es el nombre de la acción. Lo que hay de locura en este mundo, Dios lo ha escogido para confundir a los sabios. Lo que hay de vil y despreciable, lo que no hay, Dios lo ha escogido para reducir a nada aquello que es. El comando, la banda, o como gustes llamarle, quiere entrar en acción. Busca datos. Unos cuantos atracan una habilitación de clases pasivas que regenta la tía de un antiguo camarada de uno de los muchos grupúsculos comunistoides, chinoides, anarcoides de los que se han ido separando. Una putada lo mires por donde lo mires. Una mierda delicada, pero bella. La belleza estriba en que la vieja y su compañera no menos vieja casi acaban a bastonazos con los atracadores. No han conseguido ni una peseta. Un nuevo plan. Vigilan los trayectos de un empleado de oficina bancaria que transporta un extraño maletín arriba y abajo. Le asaltan. En el maletín sólo hay un bocadillo. Atracan con éxito una sucursal de banco de un pueblo. Sólo hay una dificultad. Es el pueblo de Juan. Le reconocen. Debe huir. Otra vez en Toulouse, roban las linotipias de la imprenta donde trabaja Boris. Los cogen en dos días. Boris escapa de milagro. Juan y, pongamos, Andrés, van a la cárcel. Boris vuelve a la ciudad, a nuestra ciudad. Cuando llega, le informan de que los atracos han tenido el resultado esperado. ¿Alguien ha exclamado «¡Vaya reata de botarates!»? No. Ha corrido la voz, se ha llegado a imprimir en los periódicos de Franco que una peligrosísima organización opera en el país. Puede que sea la hoz comunista, puede que sea la todopoderosa Mafia. De los burros pequeños sale el mayor de los asnos. Y ahí lo tenías, rebuznando. ¿O no? ¿Rebuznaba el gran asno?

—Creo que me he perdido un poco.

—No te preocupes. Ya atarás cabos. Entretanto, la superación del arte. Pero el genio se revuelve bajo el influjo saturnal, bajo las estrellas fijas y nunca se supera lo bastante. Boris aprende con los demás a captar la señal de radio de la policía. Boris, con los demás, se hace con armas que no estallan en la mano. Boris, con los demás, perpetra atracos de éxito majestuoso. Boris, con los demás, envía una nota: «Esta expropiación, como las anteriores, tiene como objeto aliarse con la lucha del proletariado contra la burguesía y el estado capitalista. Por eso los revolucionarios se apropian para su lucha del dinero robado por los capitalistas a la clase obrera. La lucha diaria del proletariado contra la explotación obliga a los grupos revolucionarios de combate a realizar las acciones necesarias para que la lucha consiga sus objetivos revolucionarios. Mientras la represión de los capitalistas caiga sobre la clase obrera, el proletariado y los revolucionarios seguirán atacando al capital y a sus lacayos allá donde se encuentren». El bosque de Sherwood era nuestro.

—¿Todo esto es verdad?

—«Ése es otro error en el que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo». ¿Has leído El Quijote? ¿Por lo menos El Quijote?

—Me gustaría contarte una historia que me ocurrió a mí y tampoco nadie se cree.

—Cuando seas un hombre. Lo que Boris, el asesino, no pudo ser.

—¿Ya se ha acabado el cuento?

—Tiene razón Vilabrafim. Eres un poco repelente. Un listillo. Tú antes no te hacías el listillo. ¿Ha habido algún asesinato? Sin asesinato no puede haber asesino. Y Boris es un asesino. ¿O no lo has oído?

Abrí los ojos con la ingenuidad del que espera que su abuelito continúe con la historia. El abuelito carraspeó, pidió otro whisky, sonrió a la camarera que antes había desairado.

—¿Hay caballeros en el mundo?

—A estas horas, pocos.

La puta miró a Ballesta con la sabiduría de quien intuye que no puede nada contra ese personaje, pero no da su orgullo por doblegado. Ballesta pagó. Dejó una considerable propina. Miró su reloj. Recapacitó.

—Es pronto. O ya es demasiado tarde. Desde luego, para lo que hemos venido a hacer a esta ciudad monumental ya es demasiado tarde…

—Y yo aún no sé dónde voy a dormir.

—Todo a su tiempo. Aún tienes que escuchar la historia de Boris. Pide lo que quieras y paga de tu bolsillo, que con el cuento del pobre huérfano te estiras menos que un ladrillo. D’Alessandro cierra antes que esto. Esto cierra muy tarde. —Ballesta bajó la voz—. Es de un comandante de la Guardia Civil… Algunas chicas vienen por aquí y a última hora son más baratas. Es como el pescado. A lo mejor alguna te deja dormir en su casa…

—Entretanto, escucharé la historia de Boris.

—Ése es el Fernando dócil que se va a comer el mundo ocultando las fauces de tigre hasta que llegue su hora. No como Juan, no como Boris, no como los otros. Boris atracó un banco la víspera de los Reyes Magos. Entraron tres en un banco disfrazados de Reyes Magos. ¡Lo que costó convencer al personal de que eran atracadores de verdad! Ni tirando las octavillas, ni reivindicando la acción. Era una idea de Juan, claro. Pero Juan no pudo realizarla. Boris lo hizo con Pedro, con Andrés, con Santiago, con Tomás. ¿Qué importan los nombres? Aquellos tampoco se fiaban mucho de Boris, porque todo sea dicho de paso, tampoco es que se fiaran mucho de Juan. A Juan sólo le reconocían ese carisma que los zafios reconocen en los genios. ¿La rareza? No sé… Boris tampoco les conocía. Boris no conocía ni mucho menos aquel entramado en su totalidad. Cuando las cosas son un fracaso todos echan a volar. Cuando son un éxito, todos empiezan a desconfiar de todos. Eso pasa en las mejores familias. En las mejores empresas. La sociedad capitalista, Fernando. La propiedad es un robo, pero la vanidad es la vanidad y el miedo es sólo miedo. Enseguida, otro atraco. ¿Quién ha alertado a la policía? Entran a cara descubierta. Bueno, con barba. Pero esta vez no era barba de rey mago. Esta vez se había acabado la fantasía. Boris entra con la metralleta en la mano y ve los rostros asustados. Boris habla al cajero con el mayor aplomo posible. Le han elegido para que hable por su acento francés, ese acento francés que él no tiene, pero finge tener todo el tiempo para que le tomen por francés, porque siempre ha querido ser francés. El cajero tiene que darse cuenta de que el hombre con acento francés cumplirá su amenaza. Si el cajero se pone nervioso, Boris lo va a tener que matar. Si se pone valiente, lo va a tener que matar. Los compañeros de Boris saltan y se mueven a su alrededor. Boris encañona a la gente suponiendo que las siluetas fugaces aquí y allá son sus compañeros, una dudosa geometría siempre cambiante. No mira a los ojos. Finge que mira a los ojos. No puede detener la mirada en otra, concentrarse en otra mirada, porque el individuo se puede poner muy nervioso, incendiar la histeria colectiva y Boris va a tener que disparar. No puede sorprenderse ante las piernas con varices azuladas de esa gorda con la falda levantada, las medias negras enrolladas en las corvas y la enagua sucia. No puede bajar los ojos, no puede mover la cabeza demasiado rápido. Tiene que convencerles. Es como hablar en público, piensa Boris, y casi se ríe. Es como examinarse en ese colegio español de curas con boina en esa ciudad de boinas con persona debajo. Pero ¿quién ha llamado a la policía? Porque en la calle está sonando una bocina. La bocina suena una y otra vez. La de imágenes que pasan por la cabeza de Boris, mientras oye los bocinazos y las sombras bailan en torno suyo. No, no es un aviso, no es el aviso del coche que espera y vigila. Es un viejo sordo y loco que se ha parado en medio de la calzada y detiene el tráfico. No, no es un aviso, es alguien que espera a una foca repintada desde hace demasiado tiempo. No, no es un aviso, es un coche aparcado en doble fila, y el coche encajonado quiere salir, y el conductor del coche en doble fila está en cualquier bar con su enésimo coñac, y en todos los bares lo han visto, porque se toma sólo un coñac en cada bar para que no se extienda su fama de borracho y le quiten la representación de, yo qué sé, de melones… Esa chica de la barra me vuelve a inspirar. Pero parece que el gordo se la camela, ¿eh? Boris piensa que no es un aviso, que no puede tener esa mala suerte. La novia de uno de ellos fue a vigilar el día anterior y vio movimientos sospechosos. La tomaron por paranoica. ¿Quién iba a saber nada? ¿Quién puede haber dado el aviso? ¿Hay alguno entre nosotros que nos traicionará? No puede ser Boris. Boris está con la metralleta Stein en la mano y recuerda que la frecuencia de radio de la policía no ha dicho nada. ¿Qué puede significar eso? No, no puede ser un aviso. Sólo se da cuenta de que sí era un aviso cuando escucha los gritos de «¡Alto! ¡Policía!» con el saco de dinero ya en la mano. El saco se le cae de las manos en la puerta de atrás. Escucha disparos. Y corre hasta el coche donde está Pedro, que sí, que ha estado tocando la bocina, aunque ya no la toca, porque al oírse los disparos se ha hecho ese silencio de hierro. Ese afilado silencio de hierro. Mira, ahí llega tu amiga…

Sobre la puerta se había encendido un foco, mientras Ballesta deliraba y yo no sabía qué clase de loco era mi jefe, lo lejos que estaba de él, y a la vez lo cerca que lo tenía, porque yo también guardaba una historia tan buena como ésa y por fin alguien iba a entenderme. Desde la calle llamaban al establecimiento cerrado, se iluminaba una luz en el interior y un portero fatigado se acercaba a la mirilla. Entraba, con su feroz atractivo animal guiándola, Carol, una de las putas que conocimos en D’Alessandro, con otra compañera que en esa noche de liebre me recordaba poderosamente a Tina, con su melena rizada teñida de rubio y sus andares de gacela. Esa chica iba a ser Tina en cuanto Ballesta y yo dejáramos a un lado la vida de aquellos que en verdad habían existido. Aunque Ballesta fuese Boris y yo no fuese el Watusi. Él había seguido hablando, mientras yo divagaba con las Tinas y las casualidades de este mundo.

—… nadie se fía de nadie. ¿Me escuchas o no? En el siguiente atraco ya hubo problemas serios. Tuvieron que pasar la frontera en pleno invierno con la nieve hasta las rodillas. Boris tenía bronquitis y en aquel otro silencio, un silencio de plata, claro como el silencio que sigue a una melodía perfecta, no le quedaba más remedio que hundir la cabeza en la nieve para poder toser, y cuando hundía la cabeza escuchaba a través de la nieve las botas de los gendarmes o de la Guardia Civil, penetrando en la nieve, demoliéndola, mientras todo su cuerpo se sacudía para que el ruido se amortiguase, para que los perros no oyeran, aunque uno podía oír ese torpe aliento de perro desde kilómetros, desde los años. Fueron reuniéndose en Toulouse. Hay miedo. Hay autocrítica. Los teóricos, al miedo le llaman autocrítica. Y en el fondo no pueden soportar que se les relacione con gente embrutecida. Porque atracar bancos embrutece, Fernando. ¡Ay, los teóricos! Los teóricos… A los que se les daba dinero para que hiciesen las revistas en las que explicaban el dinero que iban a dar a los obreros. Como Reyes Magos de verdad. Había algún teórico que visitaba al psicólogo para explicarle las tensiones de la clandestinidad. O se confesaba. Y los borrachos de la madrugada. ¡Dios santo! ¡La revolución! Entretanto, algunos, entre los que debemos reconocer a Boris Montcorbier, devuelven la plusvalía al proletariado por un cauce original, los burdeles, con el dinero que no necesitan para perpetrar nuevos atracos, y entran de ese modo en un divertido círculo vicioso. Seguro que esas chicas tienen parientes pobres con las manos rotas de trabajar y gracias a nuestra entusiasta, ardorosa, juvenil frecuentación aseguran a su familia el pan, el beaujolais y el camembert con el fruto de nuestras expropiaciones al capitalismo. Otros de aquellos jóvenes anarquistas de antaño hacen tebeos para entretenerse. Caca, culo, pedo, pis con importantes policías como protagonistas. Envían el fruto de sus hazañas plásticas a los objetos de su escarnio, a nuestros grasientos perseguidores. Para que rabien, sí. Y al cabo del tiempo Boris se da cuenta de que fue así, en esos tebeos que se burlaban de la ley, en esas bofetadas a las bestias, donde iba la clave de nuestros movimientos. ¿Quiénes eran? ¿Quién se había transmutado en Judas? Tomás, Santiago, Andrés… No era Juan. Estaba en la cárcel. No era Pedro. Pedro sólo tocaba la bocina, Pedro era un ángel y muy pronto iba a convertirse en Jesucristo. Un líder en una banda anarquista. ¿Tú has visto algo parecido?

—Qué voy a ver…

—Ni Boris. Ni nadie. Pero, un momento, ¿quién fue Judas? Porque tuvo que haber Judas. Ésas fueron las palabras de Jesús ante la cruz: «¿Te han debido de pagar bien, eh? Te han debido de pagar bien». Vuelven a cruzar la frontera y aunque ya son expertos atracadores, la policía siempre sabe de sus movimientos. Se autodisuelven después de autocriticarse mucho. Se autoagazapan. Juan, que va a lo suyo, sale de la cárcel y atraca un banco. Un aparte para Juan. Juan sale de la cárcel, atraca un banco y ¿quién es el cajero? Un antiguo compañero de clase que no duda en reconocerle. Juan quedará para la posteridad, si ese otro silencio, el silencio negro, no lo olvida, nuestro Juan quedará como el Mozart del infortunio, el Picasso del disparate, muy por encima de los pequeños desastres de los demás, de los que se esfuerzan como Boris, del pelotón, de los que se dan cuenta de que no han sido tocados con el don supremo y se conforman con el brillo fugaz de una acomodaticia carrera terrorista. Juan irá de cárcel en cárcel hasta el año pasado. Hubo una fuga colectiva. A unos los cogieron, a otros no. Al detener a uno de los grupos, a un guardia civil se le disparó una ráfaga. Alcanzaron a uno. ¿Sabes a quién?

—¿A Juan?

—Justo. En el pecho. El año pasado. Cuando de todo lo demás parece que haya pasado un siglo. ¿O fue ayer? No debió de ser hace mucho. Pero ya es tiempo mítico. El tiempo mítico no es anteayer. Eso es lo único que podemos decir: «No es anteayer». «In illo tempore». Cuando detuvieron a Juan, los periódicos magnificaron la noticia. Boris aún es joven. Boris no sabe que los patrones de Judas están calentando el horno. Lo están calentando pero que mucho. Hablan de bandas internacionales. Hablan de auténtico peligro para la seguridad del estado, cuando saben que se están enfrentando con cuatro críos, cuando ya lo saben todo. Lo que Boris entiende es que los van a coger muy pronto y los van a empaquetar y los van a meter en ese horno bien caliente. Les van a calentar por lo que han hecho y por lo que no han hecho. Para Boris ha llegado el momento del miedo. Dice que se va. Pero no dice que les ha estado engañando todo el tiempo por un asunto ridículo. Él sólo quería ser francés. Él puede hablar perfectamente español. Él quería ser de alguna manera como ellos. Tampoco les ha dicho que es mayor de lo que parece. Pero es que Boris nunca se ha atrevido a decirle a nadie que no nació hasta que no supo que su hermana era su madre. Qué más da… Boris desaparece. Los demás ya sólo sobreviven y muy pronto los detienen. En una de las detenciones, dicen que Pedro, que muy pronto va a dejar de ser Pedro, ha matado a un policía. El asunto es muy serio. Lo procesan. Le dan garrote. Es tan fácil decirlo. Lo procesan. Le dan garrote. La rata firma el enterado. La rata no quiere dar el indulto. Un loco hace mártir a otro loco. Títeres de cachiporra de un lado al otro del infierno. Por cierto, Fernando, evita que Del Yelmo te cuente alguna vez el chiste del catedrático de Lepe.

—Lo intentaré. Pero será difícil. ¿Sabes que me acuerdo de la manifestación que hubo cuando enterraron a ese que se convirtió en Jesucristo? Resulta que escondí a uno de los que se manifestaban, le conté la misma historia que me gustaría contarte y el tío…

Ballesta no me escucha. Un Ballesta pensativo. Un Ballesta que saluda levemente con la mano a Carol y a su amiga, las magnas piernas saliendo cruzadas de las profundidades de un sofá verde, una plácida espera. Ballesta les está diciendo que a lo mejor sí, pero que ahora no. Entiendo que Carol le está contando a su amiga lo ocurrido en D’Alessandro con Vilabrafim. Yo en su lugar estaría muerto de miedo. Yo estoy temblando, pero es de la bajada de las pastillas, de esa historia mareante. Me tomo un valium y Ballesta, ausente, ni siquiera se da cuenta. Le pido otra copa. Hecho ya un señor, envío una botella de champán a Carol y a su amiga. Tengo que comportarme del modo correcto para poder contar mi historia, porque ya sé cómo contar mi historia. Entretanto Ballesta musita: «Tócame las llagas, no, no, tócame las cervicales trituradas».

—¿Cómo se hace un mártir? ¿Con discípulos? ¡Nooo! Con intereses. No hay mártir sin una religión enfrentada a otra religión. Sin un querer poder enfrentado a un poder. Y mientras el futuro mártir aguarda, toda la patulea de comunistas, socialistas, maoístas, cagarrutistas, protestan, y los de la otra acera, los mismos que han estado esta noche en el banquete, que han aplaudido los discursos sin saber qué aplaudían, ignoran, callan, o pretextan. Esta noche en la cena ha habido de todo. De todo. Los que protestaban entonces y los que no, los que veían esa ejecución la mar de bien, o no decían nada. Y los que antes protestaban, ahora se echarían las manos a la cabeza si Jesucristo volviera a ser Pedro y los bancos se atracasen de nuevo. Como se están atracando. Pero los mártires ya van a ser otros. Las protestas ya serán otras. Y entonces protestaban por aquel tremendo disparate, por aquella superación del arte del tebeo que acabó en tragedia. ¡Pero qué oportuno es saber sacar partido de todo en el momento indicado! ¡Qué bella es la política! ¡Qué bonito es protestar, y además de esa manera tan cursi como protestan algunos, mientras un tío tiene dos penas de muerte encima! ¡De qué manera más triste entre unos y otros convirtieron a Pedro en Jesucristo! Borracheras de madrugada. Pero hicieron algo más. De camino a la silla, alguien oyó como Pedro, convertido ya en Jesucristo, le decía a uno de los reunidos en la antesala del patio, a uno más entre el grupo silencioso de policías, funcionarios de prisiones y juzgados, lo que Pedro convertido en Jesucristo escupió en ese otro silencio camino del martirio, ese silencio áspero que desenreda los sueños y los engaños, el silencio magnífico que ya es mero silencio cuando la luz sale por oriente y hay que proceder. «¿Te han debido de pagar bien, eh? —dijo—. Te han debido de pagar bien». Desde luego, se lo dijo a Judas. Pero ¿quién era Judas? Hasta el tonto mejor diseñado se daría cuenta de que el mismo Judas le echaría la culpa al otro para seguir siendo un revolucionario. ¿Fuiste tú, Andrés? ¿Fuiste tú, Santiago? ¿Fuiste tú, Boris? Boris es uno de los que no ha sido implicado. Boris es uno de los que siempre se ha escapado. A lo mejor, Boris nos ha estado engañando. A lo mejor, no. A lo mejor, a lo mejor… Porque le criaron los curas. A lo mejor, porque no le dijeron que su hermana era su madre. A lo mejor, porque era un pobre y precavido acomplejadito, porque era más listo que todos ellos juntos, porque Boris sabía ser Boris y cuándo retirar las fichas de la mesa y abandonar los fraternales juegos peligrosos. Porque estaba hecho de otra madera, Boris, porque era demasiado inocente como para no saber guiar su cándida mentira, su mentira de niño pobre, porque fue el primero en ingresar en la masa de muertos vivientes. Por todo eso, Boris fue más astuto. Y para ellos, sobre todo para el verdadero Judas, eso era ser Judas. El verdadero Judas consiguió que Boris fuera Judas. Sí, Boris había engañado, pero su engaño era tan ingenuo como echar cócteles molotov en las casetas de helados, compañeros, tan idiota como atracar bancos vestido de rey mago, camaradas, tan sublime como creer que iban a devolver la plusvalía a cualquiera que no fuese la madame de un burdel o el bodeguero de la esquina para seguir con borrachucerías de madrugada y carreras selectas encima de los coches hasta que llegara con el día el más negro de los silencios, con el garrote vil la más negra de las penas, de las protestas, de las trivialidades, la hora de la verdad, de esa verdad, por lo menos. Para explicarles que ya nunca beberíamos tan jóvenes. Hacerles pensar. El verdadero Judas tenía que ser alguien de fuera. Un contacto que tuviera el nuevo Mesías, el nuevo pretexto, si en realidad Judas y el Mesías no se fundían en uno solo, porque él, al fin y al cabo, era todos los hombres, si tan mártir era. Y Boris se quedó muerto en esa ciudad para demostrar que no era Judas. Y respetaron su vida entre otras cosas, porque ya estaba muerto, porque ellos estaban muertos y porque los juegos de niños se habían acabado. En el tebeo ya no ponía «Continuará». Sí, Fernando, cuando le pagamos a ese periodista barbudo que luego llamó facha a nuestro estúpido jefe en un artículo lleno de izquierdista y honorable basura, no lo hacíamos para que escribiera maravillas sobre esta mierda de barco en el que estamos metidos. Le estaba pagando para que Boris no resucitara. Para que Boris siguiera en su tumba. Porque si Boris vuelve a la vida acaba con la mía. Por eso te lo cuento. Para que no te cuenten su verdad. Para que no te digan que Boris era Judas, un asesino. Para que no te digan que yo soy Boris. Porque todos esos lujos de puta que no han movido un dedo de verdad en toda su vida están construyendo la Historia. Y a mí ya me tienen en las cloacas. Cada árbol tiene su sombra, van a decir, como ese Ballesta, alias Boris. Ballesta está en las cloacas. Perros ciegos en las cloacas. Ratas pequeñas y grandes en las cloacas. Las mascotas que arrojamos por la alcantarilla cuando crecen demasiado o ya no divierten. Animales que no saben dónde están. Animales que en ese otro silencio glauco escuchan el tétrico balido de los chivos expiatorios. Fernando, nadie sabe nunca la verdad. Estamos aquí para enterrar cadáveres. Porque nuestros jefes también están muertos. No eran Boris, pero dentro de ellos llevan otros Boris que tienen que enterrar. Montamos esta martingala, para que todo quede bien enterrado. Como están haciendo los demás. Para que no sobresalgan del suelo los huesos de una mano. Hoy, a esta hora, Tomás del Yelmo está buscando financiación para poder pagar su entierro sin velatorio. Y ese dinero, al circular, según la óptima realización capitalista, comprará el entierro de otros. Y no se verá un hueso. Enterrar para burlarnos otra vez de las nuevas leyes que se impongan en esta colonia lejana de tierra reseca y zarzas, caminos desnudos con parejas de la Guardia Civil echando un cigarro. ¡Viva la Guardia Civil!

—¡Viva! —contestaron todos en el establecimiento, alzando las copas.

—Sí, Fernando, sobre ese camposanto se clavará un cartel que diga «Ciudad Nueva» y nadie le llamará nunca más «Campo de Sangre». A lo mejor oímos a lo lejos el balido de los chivos expiatorios que vienen de las cloacas. A lo mejor tenemos que seguir echándole aceite a la gran rata de la que te hablé. La rata peluda que era como un perro ciego que era como un cerdo con púas. Ése es el precio que habrá que ir pagando. Ése es el precio que estamos pagando. El precio del enterrador y del aceite para la rata. Nadie debe saber nunca la verdad, Fernando.

—Pero puede saberse una. Puede saberse que es mejor estar bailando hacia dentro que bailando hacia fuera. Bailando hacia dentro, uno se vuelve loco con las manos abiertas.

—¿Qué me estás diciendo?

Ésa fue la segunda vez que expliqué entero el día del Watusi. De nuevo cada momento, cada sucesión de momentos, cada peligro sorteado, cada satisfacción cegando como un relámpago, cada experiencia inscrita en la piel, cada engaño.

Y Ballesta escuchaba con atención creciente.

Las putas esperaron. A Guillermo Ballesta se le pasó la borrachera y la euforia inoculada dio paso a un entusiasmo natural. Luego me dio dinero y me dejó con la puta que se parecía a Tina. Ballesta le pidió el teléfono a la falsa Tina por si tenía que localizarme. Me confesó que no me había buscado alojamiento en la ciudad, porque él y Tomás del Yelmo querían darme una sorpresa y pagarme una noche en el Palace con una puta a la que llamaban La Bomba H, una experiencia total. Las cosas se habían torcido y no pudo ser. Di las gracias de todos modos. Esa noche tuve un hermano. Un hermano de verdad. Una carcajada auténtica entre el millón de risas falsas. Dios se entretiene con nosotros.

El día del Watusi
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