27
—Gracias por acompañarnos, chica. Por fin hemos podido hablar. ¡Vaya día! Pero aún tenemos que hablar más tú y yo, ya lo sabes. Mañana vienes y rezamos juntas el rosario. ¡Y a ti, mocoso, no quiero verte más…!
Y no me vería.
Mientras mi madre y doña Pilar se habían detenido a hablar en la puerta de la casa de Celso, algunas contraventanas se cerraban con sigilo y Dora avanzaba lenta hacia su casa entre sollozos sin que a nadie le importase. Doña Pilar entró en una casa a oscuras, sin muerte ni velatorio, sin ausencia ni dolor. No había pasado nada. El sonido de sus pasos se perdió enseguida bajo el murmullo de la orquesta que invadía la oscuridad sin alegrarla y se multiplicaba en muros y recodos. No pasaba nada.
—Venga, vámonos… —me dijo mi madre—: Esto está negro…
Caminamos. No me decía nada. Al parecer, no quería saber nada.
—Tenía mil pesetas… —le dije—: Pero me las han quitado…
Mi madre se detuvo. Mil pesetas eran entonces, no sé si lo he dicho, un dineral. Me protegí la cara con los brazos. Noté que se agachaba, sólo que se agachaba…
—Cállate… —la voz temblaba como una lámina metálica—: No me cuentes nada. Tú no me contarás nada. Ni yo a ti… Nada. Nos van a dar una portería. Ahí abajo —ese «abajo» era la ciudad—. No quieren saber… No quieren que sepamos. Ni quieren que sigas por aquí. Cuando he llegado de trabajar te querían… Pero ya ha pasado. Lo sé, lo sé… No nos harán nada. Y nos vamos ahí abajo —empezó a llorar—: Ellos tienen muchos amigos…
—¿Tú has entendido algo? ¿Algo de eso? —señalé hacia El Molino, pero sólo oía el silbido de mi brazo. Al dejarlo caer, mi mano tocó sin querer sus pies, las costras de cemento, las uñas rotas, podridas—. ¿Sabes qué ha pasado?
—¿Te has comido el potaje? Ahora tienes que comer algo. Estarás cansado de zancajear por ahí. Tienes una herida en la cara. No es nada, nada… —Cambiaba de asunto, cambiaba de vida.
Empezó a caminar y yo a seguirla. No saber. A partir de ese momento no iba a pensar en lo que pudiera haber pasado entre mi madre y Emiliano. No sabía siquiera que lo sospechaba. No sabía lo que afectaba a nuestra supuesta dignidad. Ella no sabía nada de lo que me había pasado aquel día: robos, piscinas, carreras, torturas, sexo, delirio. No lo hubiera sabido de todas formas. No hubiera querido saberlo. Ella caminaba a través de una incertidumbre que se podía tocar, las uñas rotas hendiendo por última vez aquel fango miserable. Ésa era la misma chica que, traicionada por la fiebre, otro día lluvioso había escuchado una orquesta fantasma, como ahora. Y ella no era ella. Y tampoco ahora, con esa otra orquesta. No quería hacerle sitio al misterio. Nada importaba. Sólo la portería…
—¿Te acuerdas cuando me contaste lo de la orquesta? ¿Que tú estabas sola en el monte?
—¿Qué orquesta? ¿Qué dices? Anda, camina más rápido.
De hecho, ella intuyó la sombra antes que yo.
Miré en todas direcciones dentro de la oscuridad. Aún es difícil explicarlo. El Lector se tendrá que conformar con esto.
Una sombra próxima entre sombras que a duras penas se distinguían en la tiniebla, sombras proyectadas por focos luminosos muy lejanos que se agotaban en aristas de chabolas o en la rama de un árbol o en la orilla del camino. La orquesta entraba y salía de las espirales de alambre que un cantante de voz robusta dibujaba en el sofoco. Mi madre aceleró el paso aún más, yo la seguí y la sombra nos siguió cuando los aplausos cayeron sobre nosotros como el agua sucia de un barreño. Y empezó otro número en el parque de atracciones.
El taconeo, más cercano, no llegaría a los quince segundos.
Se cruzaba con cada sonido de la noche como si debatiera con todo en contrapunto. Esas orillas de luz espesa le contestaban. Por eso, el doble golpe del taconeo, su réplica, la contrarréplica, el cierre y el contracierre, ahora estaban detrás y enseguida a nuestra izquierda, y otra vez detrás, y a la derecha. Se nos hizo imposible volver a un lado y otro y otro la cabeza, buscar el origen de los sonidos, y, al mismo tiempo, caminar con cierta velocidad. Nuestra casa se adivinaba al final de aquella recta y ella empezó a correr y a gritar: «¡Juana! ¡Juan!». Algunas velas distantes variaron su posición o desaparecieron.
—¡Juana! ¡Juan!
Nuevos puntos de luz salieron de la casa de Juana y Juan, mi madre se detuvo un momento y caminó de lado como una fiera asustada hasta cerciorarse de que efectivamente las manos que sujetaban las velas y aquellas voces pertenecían a nuestros vecinos.
—¿El niño está contigo? ¿Está bien? ¿Te pasa algo? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estabas?
No recuerdo qué pregunta correspondía a cada miembro de la pareja. Sólo sabía que ahí estaban Juan, el Vasolleno, con un aspecto devastado, y su esposa, la encargada de suavizar en ocasiones el mal genio de Emiliano. Juana y Juan cruzaron la valla que separaba los «jardines» e iluminaron nuestra puerta.
—¿Estás bien? ¿Quieres que pasemos? ¿Te traigo un caldo que he hecho? ¿Necesitas algo? ¿Dormimos con vosotros? ¿Echamos una manta en el suelo? ¿Dónde has estado, campeón?
—No hace falta, de verdad, nada…
En el umbral de casa, mi madre dejó sitio para que pasase y se entretuvo en dar un escueto informe:
—¿Y lo de la Julia? —La voz bajó de volumen mientras el tono se tensaba—: ¿Han cogido al Watusi? ¿Se sabe algo?
—Nada, nada… Este barrio, que es… Una mentira todo. La Julia se ha ido, por lo visto. Que estará harta… Yo qué sé… Lo que pasa es que el Watusi les ha cogido unas máquinas. Robadas, robadas… Maquinaria… Lo han dicho bien claro. La policía estaba allí. Lo demás son cuentos de la gente y de los niños. Anda, Fernando, diles la verdad.
—Sí… —fue toda mi opinión sobre el asunto.
—¿Lo veis?
La mirada de Juana y Juan y su no creerse nada se esforzaban para dar algo de crédito a lo que oían. El saber queriendo no saber. Me acerqué a la ventana, mientras ellos seguían hablando de nada a volumen cada vez más bajo. Fue entonces, entre las flexibles oscuridades del paisaje conocido en todos sus detalles y las variantes que yo podía adivinar, cuando vi la espalda cruzar un claro y luego, por un instante aún más corto, la sombra, casi familiar. Puede que fuera el ansia de visión, puede que en ese momento considerase los sucesos del día como tiempo perdido y necesitase justificarlos como fuera. Por eso, ahí, en mi retina, estuvo un momento el destello de la W, en una cazadora, en un cuerpo ágil. Aquella noche.
Como no quería cenar, mi madre me mandó a la cama. Se hizo con una de las dos sillas y la enfrentó a la misma ventana en la que yo había entrevisto la inicial y la sombra. Ahí se quedó, vigilante, toda la noche. Aquella noche.