17

En aquel reservado, nadie tocaba la bullabesa.

EL PARTIDO LIBERAL CIUDADANO INICIA

SU SINGLADURA PIDIENDO CONFIANZA

AL HOMBRE DE LA CALLE

Bajo el lema: «Somos tu gente», una llamada sin estridencias ni alharacas, el Partido liberal Ciudadano (PLC) añade estos días su nombre al soufflé de iniciales, a la sopa de letras, en que vive sumergida, sin ahogarse del todo, la sociedad española. Muy pronto presenciaremos la puesta de largo de la nueva agrupación, liderada por Carlos del Escudo. Es don Carlos ex presidente del Banco Ciudadano, distinguido abogado con bufete en nuestra ciudad y vocal de la Junta Directiva del Real Club de Polo, además de ser un activo enlace entre las fuerzas democráticas durante el período histórico que acabamos de abandonar. Ahora, deja de lado alguna de sus facetas para entregarse de lleno a la política. La respuesta no se ha hecho esperar: anónimos entusiastas del bienestar y la moderación han apoyado ese proyecto desde su arranque. No nos parece a nosotros que la iniciativa sea una excentricidad del momento. Este partido se dirige al hombre de la calle, al ciudadano de a pie emprendedor que sufre la crisis económica y no se siente vinculado ni con el pasado en cualquiera de sus tendencias, ni espera un futuro de confrontación y omnipresencia de la vida política. Esta agrupación no parece, por tanto, una nueva bailarina en este interminable mareo de siglas, tendencias y arrebatos sollozantes destinados a durar unos minutos. Carlos del Escudo, miembro activo del grupo Lúpulo, ha consolidado desde hace años el retrato de hombre de buen talante, entregado al diálogo y promotor de iniciativas sociales de interés. Un hombre práctico, en definitiva, lejos de esos striptease coyunturales de los que insisten en la existencia de dos bandos. Ese puente que, según su opinión, quiere seguir tendiendo entre los cabos moderados de las dos Españas, entre los hombres de bien capaces de hacer avanzar la sociedad e implantar de una vez en ella un sello europeo, puede no tener en apariencia ese fácil gancho publicitario que tanto excita a los débiles de pensamiento, pero puede ser muy bien recibida por todos aquellos que siguen sordos a las trompetas patrióticas de los años triunfales, a las pancartas y aleluyas de nacionalismos radicales y otros extremismos, o a la débil oferta ideológica de algunos democratacristianos, grupúsculos más miméticos que otra cosa. El que ha demostrado ser un magnífico profesional en otros campos puede, por qué no, fundar un buen partido. Y un buen partido, realizar un buen trabajo. Sólo una nota gris a este melódico bautizo: ¿no necesitará la nueva agrupación otro personaje con carisma para equilibrar el indudable swing de su actual líder y así consolidar el juego de fuerzas interno? Pese a que hemos utilizado términos navales en el titular, un partido no es un buque, y necesita más de un capitán. Una personalidad cívica de reconocida solvencia ayudaría a que una buena idea se convirtiese en una idea inmejorable. PERIODISTA X.

En aquel reservado, nadie tocaba la comida. El rostro de Guillermo Ballesta era expectante. El gesto de Carlos del Escudo, con las gafas en la punta de la nariz, inexpresivo. Tardaba siglos en leer dos recortes de prensa. La cara arrugada y patética de Tomás del Yelmo parecía divagar en otras cuestiones. Salaces, a buen seguro. Viejo verde. Carlos del Escudo seguía leyendo:

ZAPATERO A TUS ZAPATOS

Empezar con el sobado refrán castizo nos representa sanchopancescos y bonachones. Y ése no es el tono de la hora. Decirle al viento: «Los perros ladran, la caravana pasa» nos vuelve astutos. Y artera astucia es la que sobra en el remolino nacional. Añadir mirando el horizonte que el viejo tuareg ya sabe que el desierto está lleno de arena nos hace sabios. El desierto político sigue más desierto de lo que parece y sin duda repleto de arena: polvo azul de camisas viejas, polvo blanco sobre mármol de monumentos a los caídos y al dictador, mártires de un solo bando y exterminador sistemático del otro. Hay más polvo de arena: polvo dorado de aquellos que se enriquecieron en los años sin excusado y polvo de pólvora esperando. Sí, podríamos ser bonachones, astutos o sabios, pero queremos ser quijotescos, patéticos en nuestras visiones para que todos nos digan que confundimos los molinos de viento con gigantes, cuando en realidad son gigantes como molinos de viento y maricones con cara de conejo. Nosotros, yo y mi sombra, nos conformamos con ser visionarios. Y vemos a los stukas que bombardearon Guernica aterrizando en el portaaviones democrático. Y vemos a la guardia mora escoltando la futura cabalgata electoral. ¿Están los tiempos para quijotadas, me pregunta mi sombra? Ojalá, le respondo yo, en esa hermosa palabra de herencia árabe, ese pueblo digno que pobló esta tierra de judíos, moros y cristianos. Tenemos ante nosotros una democracia en pañales, me dice mi sombra. Y la democracia requiere un juego democrático. Un juego democrático es aprender a estar en desacuerdo sin sacar el cartucho de dinamita del zurrón de las causas perdidas, o fusilar en el foso de las partidas ganadas de antemano. En este país, ¡por fin!, se están dejando oír voces nuevas y frescas en libertad. Pero también nos tendremos que acostumbrar (¡como si no lo estuviéramos!, me dice mi sombra) a escuchar voces no tan nuevas, la ajada voz de los de siempre. Se ha fundado un nuevo partido político. El Partido Liberal Ciudadano, nada menos. Lo lidera don Carlos del Escudo y de la Lanza (me gusta esa enumeración de matamoros, de matasabios). ¿Representan al capital, al poder de tantos años? ¿Alzan la mano limpia y bien manicurada en son de paz para decir «Jau», a lo indio, o según la costumbre romana de tantos años? ¿Tan acostumbrados a lobos con piel de lobo, deberíamos agradecer su cortesía a lobos con piel de cordero? Tiempo para educarse en los mejores colegios y aprender buenos modales no les ha faltado. En fin… Les tendemos una mano para que ellos nos tiendan la que solían levantar hacia Franco, o asomaban por el lado de la palma para que les diéramos lo que sudábamos. Bienvenidos. Vamos a dejar que el pueblo hable. Y a respetar de una vez su voluntad. PERIODISTA Y.

Nadie se atrevía a tocar la bullabesa, mientras los ojos de don Carlos se alzaban muy despacio. Al salir de aquella comida, me atreví a preguntarle a Ballesta si el sobre destinado al periodista Y no tenía como fin sellar su boca.

—¡Pero si no ha dicho nada! —me contestó Ballesta con alegría—: Ha sacado un diez en el examen. El periodista Y, de opositar, hubiera sido el número uno de la promoción. Iba para ministro. Además, han salido las dos noticias juntas y con el tiempo suficiente para que me pudiese mover. Los chicos de la prensa se han comportado. El dócil y el de Luces de Bohemia.

Y Ballesta se echó a reír con su broma. Sin embargo, en aquel momento, en el reservado en el que nadie se atrevía a tocar la bullabesa, aunque se miraba con atención, Ballesta mantenía una silenciosa serenidad a la espera de que ocurriese lo que estaba a punto de ocurrir:

—¡Infamia! —bramó Carlos del Escudo, dando de paso una sonora palmada en la mesa que atrajo al reservado a varios camareros, al guardaespaldas y al primer maître. Al ver que la ira desbocada de don Carlos no cedía ante testigos, Tomás del Yelmo, el baboso, hizo un gesto con la mano y todos los subalternos retrocedieron hasta sus posiciones habituales—: ¿Cómo se atreve ese peludo, ese Landrú, a decir esas cosas de mí? ¡Yo tengo familia! ¡Y me ha llamado maricón! ¡Y me ha llamado asesino! ¡Yo no he sido nunca de la guardia mora! ¡Dios me libre! —En medio de su ataque Carlos del Escudo tomó el recorte del periodista X—. ¿Y este otro? ¿A quién necesitamos nosotros? —Carlos del Escudo lanzó los recortes sobre la mesa con gesto teatral—. ¿Es esto lo que has podido conseguir, Guillermo?

—Vamos a ver… —Ballesta empezó a hablar bajo la feroz mirada de don Carlos—: Usted, don Carlos, ha fundado un partido político llamado a los mayores logros. Ese partido, antes de alcanzar el éxito, necesita ubicarse. Un sitio desde el que empezar a trabajar. A mi modesto modo de entender, creo que estas dos noticias son inmejorables. Estamos en el juego de la política. Y a veces, en la política los elogios parecen ofensas, y al revés. Tenemos que empezar a mirar las cosas de otra manera, y ese mirar de otra manera pasa por ver el lado bueno de las cosas y no el malo. —Ballesta, ante un confundido don Carlos, cogió los recortes de prensa y fingió revisarlos con atención—: No hace falta leer entre líneas para darse cuenta de que somos bien recibidos tanto por los moderados como por los radicales. Los dos reconocen a su modo que somos una fuerza política necesaria, que somos alguien en este mundillo. Y eso nos ubica. En este momento, en las sedes de otros partidos políticos, se están preguntando: «Don Carlos y los suyos atacan. Y les hacen caso. ¿Qué quieren?». Eso es lo que necesitamos hacerles entender: ¿Qué queremos? ¿Cuál es nuestra pretensión? ¿Nos van a sentar a su mesa y van a hablar con nosotros? Hemos conseguido, como se dice ahora, una buena imagen. Los moderados nos adoran. Los radicales nos detestan. Por fin tenemos nuestra ubicación, don Carlos. Sería distinto que estas noticias salieran dentro de un mes o dos. Pero tengo calculado que los elogios, sobre todo los personales, deben ir en progresión. Si vamos de menos a más, aún daremos la impresión de ser más fuertes. Ahora sólo hace falta seguir luchando.

—Y comer… —añadió Tomás del Yelmo—. Esta tarde hay Consejo.

—Pero, Guillermo… —Don Carlos recapacitó—: De acuerdo, está bien. Tengo que acostumbrarme a recibir palos. Pero que ese monosabio, el que parece estar de nuestro lado, se permita la desfachatez de sugerir que necesitamos un «personaje público»…

—Aquí dice… —Ballesta golpeó con el dedo índice el recorte del periódico—: «Otro personaje con carisma». A usted, don Carlos, el carisma, como el valor, se le supone. Mentira. Lo ha demostrado. —Ballesta hizo una veloz inclinación de ojos hacia la silla de ruedas—. A mí me parece que un fichaje que no comprometiera mucho no vendría mal.

—¿Que no vendría mal?

—He pensado en un Jaime de Vilabrafim, por ejemplo.

—¿Vilabrafim? ¡Pero si es un majadero y un borracho! ¡Y un putero, además!

—Bueno, bueno… —Ballesta dejó que los puntos suspensivos propiciaran un acto de contrición entre los allí reunidos. Los gerifaltes agacharon la testa maculada por el pecado de lujuria como si ese «Bueno, bueno…» lo hubiese enunciado un cardenal con los ojos entrecerrados y haciendo círculos con los pulgares. Yo pensaba en el cuerpo arrugado y fofo de Tomás del Yelmo gruñendo sobre Tina. Ballesta continuó—: Se trata de mantener una estrategia. Vilabrafim tiene buena reputación en todos los medios. Algo peculiar, pero una reputación. Lo reciben en todas partes. Además, sale mucho por la tele. Y la televisión va a ser muy importante a partir de ahora. Luego, cuando lleguen las alianzas que habrán de llegar, porque a nosotros solos, aquí, en la ciudad, nos comen, ya se verá qué hacemos. Eso si él no se va antes, después de haberse dejado ver un rato. Vilabrafim es un diletante, no lo olvidemos.

—¿También? —preguntó don Carlos escandalizado.

Ballesta lo ignoró y siguió hablando:

—No es por echarme flores, pero creo que mis gestiones en la capital no han sido vanas. Ahora sólo tenemos que hacer un poco de ruido allí, para que los provincianos de aquí se sientan heridos y nos acusen de españolistas. Nos lloverán las acusaciones y habrá que encajarlas, pero nuestros futuros aliados agradecerán que les hagamos un poco de punching-ball, que nos situemos entre ellos y algo que no pueden entender. Ésa será, de hecho, nuestra mejor arma. Creo que tenemos que hacer una presentación del partido en Madrid cuanto antes. Un acto oficial, otro algo más festivo y usted, don Carlos, y Vilabrafim, si se nos une, una conferencia en el Club Bajo Cero que barnice intelectualmente nuestras posiciones. Ortega, Unamuno, Marañón, bueno, ya sabe… Ustedes decidirán cuándo, pero tiene que ser muy pronto.

—Cuando tú quieras, Guillermo —dijo Tomás del Yelmo, el sátiro—. Tú llevas la organización.

—Es el secretario de coordinación —enfatizó don Carlos del Escudo, y nadie supo si lo hizo para mermar o acrecentar la figura de Ballesta.

Por fin sorbíamos la exquisita bullabesa con todas las evocaciones del mar, según palabras del maître. La degustación era general con una sola excepción; un agitado don Carlos del Escudo que buscaba un papel entre sus ropas. Para nuestra desdicha, lo encontró:

—Estos días, le he estado dando vueltas a un par de cosas… Respecto al partido, quiero decir. Querido Guillermo, no creas que intento meterme en tu terreno, pero ya te digo, al fin y al cabo, soy el que da la cara y, bueno, es como cuando estás en un juicio. Ante un tribunal, lo importante es estar asesorado sobre el caso por tus colaboradores; pero más importante aún es sentirse cómodo para articular tu defensa con una gracia especial y de forma rotunda.

Todos sabíamos que don Carlos del Escudo no había pisado un tribunal desde la década de los cincuenta; quizá por eso el abogado buscaba unos ojos dispuestos a ejercer la función fática respecto a su discurso. Fue inútil: allí todos mirábamos el plato y lo vaciábamos con entusiasmo. Cuando don Carlos sintió expirar en su boca los motivos que le habían llevado a una reflexión, Ballesta miró a Tomás del Yelmo para que todos supieran en realidad a qué señor servía tan valiente vasallo. Una brizna de atención asomó del marasmo de senilidad al que había sido arrojado don Tomás del Yelmo por su tardía lujuria. Tomás del Yelmo reaccionó y dijo:

—Tú mismo, Carlos, dinos…

—Pues bien. —Carlos del Escudo desdobló ceremoniosamente el papel donde había inmortalizado sus pensamientos. Lo repasó. Habló—: En primer lugar, el eslogan «Somos vuestra gente» no me gusta. No me veo diciendo «Soy vuestra gente». Creo que esa gente que tú, Guillermo, dices que es nuestra, a sí misma no se considera tal. Ni quiere considerarse.

—Es una forma sencilla de decir —aclaró Ballesta—, que cuando alcancemos algún puesto de gobierno, vamos a pensar en ellos.

—¿Me estás asegurando que vamos a seguir el dicho de «Todos los del pueblo, en el pueblo»?

—Está en desuso —dijo Ballesta sin más comentario.

—¿Y qué tenemos que decir ahora?

—Somos vuestra gente.

—Me niego.

—¿Qué alternativa tienes, Carlos? —dijo Tomás del Yelmo como quien habla con un niño.

—Se me han ocurrido varias. A ver qué os parece… «Si crees en mí, vótame».

Un silencio. Ballesta, en un discreto ángulo de su persona oculto a la atención de don Carlos, dobló una cuchara de plata con ira reprimida. Ese involuntario alarde de fuerza resultó ser una buena señal, porque a punto estuve de pensar que don Carlos se había pasado también al bando del humorismo facilón, nos estaba contando un chiste y yo debía interpretar una pieza de mi repertorio de risas falsas. Me limité a afirmar con la cabeza.

—Al muchacho le gusta —dijo don Carlos, señalándome con la desesperación contenida de todo artista novato que no encuentra en su público el aplauso a una obra largo tiempo meditada.

—Aquí el muchacho no tiene ni voz ni voto —afirmó Ballesta, antes de hacer un esfuerzo para calmarse con el sano ejercicio de enderezar la cuchara bajo la mesa—. Don Carlos, efectivamente, el eslogan, como usted dice, es de fácil comprensión, pero, cómo explicarlo… Es demasiado directo, demasiado comprometido. Yo lo. guardaría para utilizarlo, y esto no quiere ser el cuento de la lechera, más adelante, cuando nuestra posición en el panorama político se haya consolidado.

—Está bien, está bien… ¿Y este otro? —Don Carlos del Escudo abrió los brazos con el ademán de un director de orquesta en un pianíssimo, esbozó una sonrisa beatífica y pronunció—: «Que corra el aire».

—¿Te encuentras mal? —preguntó entonces Tomás del Yelmo, asomando de sus pornográficos pensamientos como el cuco que sale de un reloj.

—No, no, ése es el eslogan —y don Carlos del Escudo y de la Lanza volvió a abrir los brazos muy despacio como un profesor de yoga para insistir—: «Que corra el aire».

Yo, como no tenía ni voz ni voto, ni la necesidad de enfrentar un argumento lógico a tamaña tontería, seguí afirmando alegremente con la cabeza.

En el otro lado de la mesa, don Tomás y Ballesta se encontraban en un aprieto:

—Se puede estudiar —dijo al fin don Tomás.

—No, no, se va a estudiar en profundidad —añadió Guillermo desde la tolerancia de una úlcera incipiente.

—Bueno… —dijo un satisfecho don Carlos—: Una cosa más y acabo. ¿Te acuerdas, Guillermo, de aquellos puntos, indispensables según tú, para el funcionamiento de la democracia? Vamos, esas cosas que nos dijiste el otro día…

—Nos tendríamos que acordar todos. Son importantes. No las dije por decir. Nadie se tendría que olvidar de ellas ni por un instante.

—No me he olvidado ni mucho menos —don Carlos parecía molesto—, pero creo que un redactado más suave, con un sello europeo, menos, como te diría… «bolchevique», no le vendría mal a nuestro programa. Yo los he resumido así. Te voy diciendo.

—Diga, diga.

—Punto primero: «Libertad, pero no libertinaje» —enunció don Carlos.

—Sublime —fue el comentario de Ballesta.

—«Igualdad, pero sin revancha». Ése es el punto segundo.

—Llevo la cuenta.

—Punto tercero: «Fraternidad, pero que corra el aire». De ahí vino la idea del eslogan.

—Lo percibo.

—Punto cuarto: «Todo dentro de un orden».

—Inmejorable.

—Punto quinto: «Agentes provocadores, no».

—Sutil.

—Punto sexto: «Política económica ecuánime».

—Muy bien resumido.

—Punto séptimo: «Justicia para todos».

—Excelente.

—Punto octavo: «Fomento de la industria y de las bellas artes».

—Dos focos de riqueza importantísimos. Siga, por favor…

—Punto noveno: «Aggiornamento, pero sin traumas».

Se hizo un silencio. Don Carlos, satisfecho, volvía a doblar el papel. Se lo entregó a Ballesta. Ballesta, mientras se lo introducía en un bolsillo de la americana como si se tratase de un documento de valor incalculable, preguntó:

—¿No hay punto décimo?

—¿Hubiera quedado mejor?

—Más redondo.

Don Carlos recapacitó un instante y su rostro se iluminó:

—¿Qué te parece «Un sello europeo»?

—La guinda del pastel. Ahora sí que podemos calificar esta reunión de satisfactoria. Según mi opinión, claro está.

—Y según la mía —don Tomás del Yelmo se levantó—: Os voy a tener que dejar. A ver, Guillermo. Esta tarde tengo reunión del Consejo. Mañana salgo para Sagunto. Luego llega el fin de semana, que igual sigo en Sagunto, porque tengo que estar otra vez el lunes allí. Cuando vuelva, Guillermo, nos vamos a Madrid y quiero que todo esté organizado. ¿Estás de acuerdo, Carlos?

—Y preparado para lo que sea.

Guillermo se levantó también:

—Tendremos los actos organizados, las tarjetas enviadas, los discursos a punto y el protocolo afinado. ¿Llamo a Vilabrafim? ¿Lo intento convencer?

—Si no hay más remedio… —dijo un don Carlos, que se veía mejor desembarcando solo.

—Pues déjenlo todo en mis manos.

—Nos vamos a hacer oír. Lo estoy sintiendo. —Don Carlos cerró los puños, sacudía los hombros.

Estuve a punto de levantar los brazos para no dejar a don Carlos tan solo en su entusiasmo.

Una vez en la sede de nuestro partido y desde la puerta del despacho principal, Ballesta lanzó a la papelera con suprema habilidad los pensamientos de don Carlos del Escudo hechos una bola. Las leyes de la balística se unieron a la intención del tirador y el programa de nuestro líder entró con limpieza en la diana. Sin darme un respiro, ni dárselo él, Ballesta me mostró un listado con nombres y direcciones de la capital. Me dio las instrucciones para que redactase y mandara imprimir las invitaciones, me sugirió que estuviera siempre que fuese posible en la sede por si había alguna novedad. Si por un azar llamaba alguien para unirse al partido, que esperase al mes que viene.

—Trátalos a todos con la mayor de las cortesías. Toma los nombres y el número de teléfono. Luego cotéjalo con este otro listado, que es el de publicaciones. No vaya a resultar que algún periodista nos quiera tender alguna trampa. Si llaman oficialmente de un periódico o una revista, les dices que estamos en… Washington.

Me dijo también que no hacía falta que le acompañase al aeropuerto, porque antes tenía que reunirse con Vilabrafim. Me confesó que durante su estancia en Madrid había coincidido con él y estaba dispuesto a acompañarnos en nuestra aventura a cambio de mucho amor. Después, había tenido que llamar al periodista X para que retocara el artículo por el que se le pagaba.

—Una genialidad. Esa «nota gris» le daba una verosimilitud tremenda y a la vez hacía que Vilabrafim, que es un payaso profesional en este tipo de circos, acompañe e instruya en sus primeros pasos al payaso aficionado. Me voy. No intentes ponerte en contacto conmigo. Voy a estar en mil sitios a la vez y no me gusta que nadie me vaya siguiendo el rastro. Yo te iré llamando.

Disimulando mi euforia dije a todo «¡Oh!» y que muy bien. El hecho que don Tomás del Yelmo, el dilapidador cornudo, desapareciera unos días al misterioso Sagunto, y Ballesta a la no menos misteriosa capital, significaba música para mis oídos juveniles. Ahora el Lector verá por qué, si no lo ha imaginado.

El día del Watusi
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml