7
Era todo lo que sabía sobre el Watusi. Como viniera algún día, el que se hubiera atrevido a pegar a su gran amigo Pepito lo llevaba claro. Pero no venía. De la muerta, de la Julia de Celso, sabía algo más. Era un fruto prohibido desde que el «Oye, rubio, vuelve a mirar a la niña y te desgracio», escupido por un matón de Celso entre risas de hiena, había cercenado la buena idea de nombrarla musa de mis frecuentes apartes lúbricos. Sin embargo, en una ocasión próxima en el tiempo, Julia se había convertido en la estrella de un episodio que me dispuso a exaltadas conclusiones sobre el día del Watusi al otorgarme un oblicuo estado de ánimo frente a los acontecimientos con paisaje.
Una mañana de invierno me llegó por primera vez la fabulosa, pero habitual, experiencia de percibir un orden revelado en la Naturaleza. El Todo se pone en íntima comunicación con el muchacho sensible para que se una al club de la Armonía y se haga panteísta o monje según su inclinación. No fue la ortodoxa escalada a una montaña y el delicioso temblor ante la esencial miniatura a mis pies (yo estaba harto de subir la misma montaña y contemplar maquetas); ni tampoco la cenefa cósmica que componen la sombra grave del árbol, el canto del ruiseñor y la fragancia del heno. Desde aquella mañana, Naturaleza ha descolgado el auricular otras veces, ha marcado mi número y he sido propenso al arrebato; pero esa primera vez, tan distinta, afectó la limpieza de mis ojos y empecé a mirar el mundo y sus acontecimientos de otra manera.
Un año y pico antes del día del Watusi, al ir a la escuela a través de sucesivos cenagales en pendiente, había visto salir a Julia de su casa vestida de época. Estaba muy alterada y yo conocía el motivo.
Esa misma semana tuvo lugar un incidente entre Julia y Dora, la hija de Tomás, el perista, amigo y empleado de Celso (ninguno de los dos atributos demasiado evidente), un hombre de inmenso bigote negro y ojos pequeños y achinados. Tomás se había ganado mi admiración un año antes cuando, amontonados en el bar del barrio y mareados por el calor y los olores, Juana, Juan, mi madre y yo veíamos por la tele el primer alunizaje. La circunstancia era excepcional, porque esa larga noche las mujeres y los niños decentes trasnochaban, entraban en el bar y respiraban aquel humo prohibido. Cuando Armstrong pisó la superficie lunar y dijo: «Éste es un pequeño paso para el hombre, pero un paso gigantesco para la humanidad» y nadie añadió una palabra, las gargantas ahogadas por la emoción del momento, el perista salió del bar, se sacó el cigarro de la boca y desde la puerta dijo a la multitud silenciosa: «Así que no es de cartón. Qué alivio. Ya me puedo ir a dormir. No hagáis mucho ruido con los tambores». Lo dice otro y le parten la boca. No es que entendieran el significado de sus palabras: el tono anunciaba desafío, y eso, no el significado, era la brújula con la que se orientaban aquellos ignorantes en una jungla de respeto o de su ausencia. Muy pocos le miraron para que sus ojos no revelaran ninguna emoción. La hija del perista, Dora, había heredado de su padre esa sagacidad arrogante. Desde que era casi una niña, se paseaba por el barrio mecida por la cadencia de una moda muy liviana, y nadie la piropeó jamás. Como en el caso del perista y su desplante lunar, también existía el miedo; pero ella, además, emitía por instinto las señales justas. En esa circunstancia, el depredador avisado se mantiene a distancia, porque intuye que esa carne está ahí para utilizar, no para ser utilizada. No habrá ansiedad ni sumisión, no habrá placer inmediato ni en el más lamentable de los pensamientos. Es la mujer que dice «no me atrevo» la que excita la virilidad del canalla. No era el caso de Dora. La esperanza de muchos es que ciertas facultades se pierdan con los cambios entre edades. Eso ahora no importa, sino enterarse de que la hija del perista era la mejor amiga de la hija de Celso. Julia y Dora siempre juntas a todas partes, complemento una de otra; Julia teñida de rubio, Dora, una morenaza de ojos azules. Las dos haciendo vida fuera del barrio y riendo siempre, conscientes de su insultante superioridad respecto a sus desgreñadas y sucias vecinas.
El motivo de la pelea fue Lo que el viento se llevó.
Julia estaba muy ilusionada ante el inminente concurso de radio donde se iba a elegir a la representante provincial de la nueva Escarlata O’Hara. Quizá se rodase una segunda parte de la película y querían descubrir un nuevo rostro. Después se han celebrado concursos similares con el mismo aire de fraude silbando en el ambiente. A Julia, la victoria en sucesivas eliminatorias la podía llevar a la final española, europea o incluso a Estados Unidos. Por el camino, se podía dar la circunstancia de que algún productor de cine se fijase en su talento. Julia solicitó el apoyo de Dora y de su familia, experta toda ella en una amplia gama de mercancías que iba de pieles a útiles escolares y, en ahogada expresión de mi madre, «lo que no sabemos…». Julia, con la ayuda de las telas y la bisutería que Dora había pedido a su padre, logró confeccionar un vestido y unos accesorios muy adecuados al personaje de Escarlata O’Hara. A estas alturas del relato, se hace necesario señalar que Julia no guardaba ni el más remoto parecido con Vivien Leigh. Quizá eso fuera lo de menos. Dora tomaba medidas a su amiga y comentaba con ella frente a un espejo en el que fotos de la actriz inglesa compradas de segunda mano acompañaban ahora a Raphael y Alain Delon; estudiaban el maquillaje de época, se pintaban los labios con barras especiales, se ceñían el corsé, se probaban pelucas, repasaban las bases del concurso, reían las dos vistiendo y desnudando a Julia de perlas, enaguas y miriñaques en el sofoco de habitaciones caldeadas, entre el excitante susurro de telas (o eso imagina ahora este obsceno adulto). Fueron al cine decenas de veces y comentaron la repentina vocación de actriz que se había despertado en Julia. El concurso se iba haciendo famoso y, de un modo mucho menos obvio del que podía suponer, Julia se sentía alentada por el barrio, era su orgullo.
Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando a falta de unos días para la elección de la nueva Escarlata, Julia cruzó la calle con su disfraz de dama sureña para recibir el visto bueno de su amiga, entró en casa de Dora y la sorprendió retocándose un peinado tan faraónico como el suyo, pero sin duda escondite de un cerebro más dotado. El vestido de Escarlata, alquilado en un establecimiento de atrezo cinematográfico, también era mucho mejor. Dora, al ver la palidez extrema de su amiga, hizo ese gesto tan parco y elocuente que sólo generaciones de sinuosas reuniones femeninas han logrado sintetizar; un leve encogimiento de hombros, una ceja que no se termina de alzar, los labios apretados, la mirada sostenida… Sin que sea pronunciada, la frase «No me vayas a decir ahora que no te lo imaginabas» llena el aire. Un costurero saltó por los aires repartiendo bobinas de colores por la habitación donde Julia y Dora se despellejaban.
Arañazos, tortas y mordiscos hasta revolverse en un ovillo de gatas rabiosas bajo una nube de polvo. Nadie se acercó. Nadie jaleó la contienda, por más que alegrase a la mayoría. Que Julia fuese por unos días el ídolo del barrio excitaba a la gente, pero lo hacía aún más que cayese en el ridículo: el asunto era pasar el rato sin compromiso y algo de espuma en la boca. Por eso, ni uno de los que transitaban por las cercanías del conflicto se atrevió a poner paz: sabían que cualquier acción iba a ser malinterpretada. Los testigos optaron por esfumarse mientras las dos bellezas del barrio se atizaban con todo su vigor adolescente. Un personaje compasivo, sin duda la misma persona que luego difundió la noticia, se limitó a avisar a alguien con la debida competencia para detener la lucha. No sé quién pudo hacerlo, no estaba allí. Por Juana, Juan o mi madre (sus conversaciones a media voz eran mi fuente habitual de información) supe que durante los días anteriores al concurso se organizó una carrera de velocidad para recomponer los dos vestidos y la belleza, algo deteriorada por la contienda, de las muchachas que debían habitarlos. Una se asomaba a la ventana y sorprendía el rostro de la otra espiando la evolución de su contraria. Las cabezas desaparecían al unísono y continuaban gimoteando a sus familiares como si el concurso sólo fuera entre ellas. Según se decía, Celso y el perista se pasaron los dos días convenciéndose el uno al otro de que el incidente no tenía la menor entidad. Mis informadores dudaban, y me sorprendía, porque yo era el único que realmente pensaba en el asunto como algo infantil. Pero ellos, Juan, Juana, mi madre, valoraban con malicia la veneración que esos dos hombres sentían por sus hijas y lo que esa pelea había supuesto para sus capacidades diplomáticas. Era un asunto de Estado.
Así, meses antes de que en otra madrugada corriera por el barrio la noticia de que el Watusi la había golpeado hasta la muerte para forzarla después, pude ver a Julia en el centro mismo del Universo. Llegó la mañana del concurso y la descubrí por casualidad. Salía de su casa acompañada por un Emiliano con gesto de que la situación no iba con él, mientras se veía obligado a explicar que ninguno de los coches estaba disponible para transportar a la niña a la emisora de radio. En marcha hacia la ciudad, Julia, pasos de geisha, pinzaba con los dedos las puntas del remendado, pero detonante, vestido fucsia. Tenía la cara como un mapa. No menos lamentable era el estado de la otra Escarlata, Dora, la del perista, los hematomas de su rostro a juego con el vestido malva. Dora, independiente como era, o porque su familia no quería competir con la de Celso en lo que todos consideraban ya una chiquillada, bajó el camino sola sin mirar, ni mucho menos hablarse, con su rival, pero sujetando también el vestido y adecuando los pasos a una perfecta simetría de la calle y de la situación. Hasta que las decimonónicas escalinatas de los jardines suavizaron y ralentizaron la irrealidad, cuando una apretaba el paso, la otra no le iba a la zaga, y no cedía, inclinando a veces la cabeza hacia delante de modo poco estético: el caso era ponerse por delante como si la elección la fuese a determinar el orden de llegada a la emisora. Yo no hubiera seguido el convoy más allá del cruce en el que debía desviarme hacia la escuela, si no fuera porque en ese mismo punto, una tercera Escarlata, en verde botella, con lo que parecía una abuela sujetando la cola de la impecable composición, salía de un portal para iniciar también el camino de la fama. Nadie se saludó ni se habló. Ni siquiera cuando antes de llegar al Paralelo, la avenida en la que se corta la pendiente de la montaña y refuerza el gradiente con la civilización, fueran seis escarlatas las que en un estallido vivaz pintasen de colores una ciudad en blanco y negro y la ayudaran a despertarse. En el Paralelo, una invasión de damas de antaño, unos disfraces más conseguidos que otros, se avergonzaba en las paradas de autobús. El ruido de los motores no llegaba a ocultar el comentario de algún gracioso desde su camión o su motocarro. Las burlas podían seguir hasta la misma entrada de la emisora, y aún iba a ser peor cuando, decidido el resultado de la selección, las perdedoras hubieran de volver a casa con la cabeza gacha. Aunque la vergüenza no se repartía por igual; alguna de ellas paseaba por la calle mostrando las blancas medias caladas y una amplia sonrisa como si se deslizara con naturalidad por los salones de Tara. Fue una de esas Escarlatas rebosantes de seguridad la que provocó la explosión. Pasó ante Dora y la miró con lástima. Luego vi cómo se movían sus labios, no sé si por propia iniciativa o para responder a un comentario de la hija del perista. En cualquier caso, lo siguiente fue ver a Dora soltando el vestido y llevando las manos, hasta entonces ocupadas en el raso descompuesto, al cuello de la Escarlata respondona. El que humillaba a los del perista, pagaba. En ese momento, curiosa, mi mirada se fue hasta Julia que, en cuanto se dio cuenta, señaló la pelea solicitando la intervención de Emiliano. Emiliano negaba con la cabeza y hasta se cruzó de brazos. Quizá por eso, o porque una escueta panorámica le permitía ver a una veintena de Escarlatas mucho mejores que ella caminando arriba y abajo por la avenida, Julia se lanzó en defensa de la que hasta hace un momento consideraba una vil traidora. Entre las dos anularon cualquier posibilidad de que la muchacha prepotente accediese a concursar en nada. Me avergonzaba yo de la ferocidad de las muchachas de mi barrio cuando para mi sorpresa y porque los bocinazos me hicieron mirar en otra dirección, me fue dado deducir que la repentina eliminatoria callejera organizada por Julia y Dora había sido modelo para que otras participantes se encargasen de cuestionar su talento antes de llegar a la radio.
Los empleados de la gasolinera, algunos peatones, empezaron a reír, a llamarse uno a otro entre guiños; pero la franqueza de aquella risa se volvió enseguida nerviosismo, un reflejo de la histeria que transmitía la situación. Yo no estaba nervioso. Yo era feliz. No porque todas aquellas chicas, treinta, cuarenta, se estuviesen rompiendo la cara, no llegué a pensar en eso, sino en el espectáculo general de temor que provocaban. Si era una epifanía excéntrica y no concéntrica como suelen ser estas situaciones de idilio y exaltación, que nadie me eche la culpa. Todas las circunstancias de mi vida habían coincidido para que fuera feliz en aquel remolino de coches parados y peleas en el túnel del tiempo, y a pesar de que el sentido común me dictase otra norma de comportamiento, buscar esos agujeros en una galaxia de rutina ha sido una de las justificaciones de mi conducta a lo largo de los años. Volver a escuchar ese silencio sorprendente, general, como si alguien hubiese apagado el ruido de fondo. Porque en hora punta, cuando la mayoría de los ciudadanos se trasladan al trabajo, en el aire sólo se escuchaban sonidos perfectamente aislados, nítidos, al propio tiempo que la escena era una y completa. El clac clac de los intermitentes y de los semáforos cambiando de orden sin que nadie cruzara la calle, la sirena de un barco lejano, el deslizarse del planeta. Los personajes de los carteles de los cines y teatros se mantenían tan hieráticos como los viandantes y los curiosos asomados a las ventanas, como todo aquel que no participaba en la encendida pelea. «Encendida» es la palabra. Aquello era un fastuoso incendio que pedía en un divino mutismo la lira de Nerón. El crepitar de telas baratas parecía el de antorchas dispersas a lo largo de la perspectiva casi infinita de la avenida. Un incendio con sus rojos y amarillos, pero también otros colores que daban la idea de un escape de gases inflamables. Un desastre auténtico entre rugidos preorgásmicos de lucha. Era maravilloso estar vivo. Un coche bajaba de los negros edificios de la monumental plaza de España sorteando el tráfico en suspenso y tardó un poco en captar el esplendor. En cuanto temerosas miradas le advirtieron, se detuvo suavemente a un lado de la calle. «Es la sumisión ante lo extraordinario», pienso ahora que pensé. Sin embargo, me equivocaba. El coche se había hecho a un lado para dejar paso a la policía. Emiliano, experto, reaccionó en cuanto vio las luces azules. Poco antes de que todos escuchásemos las sirenas como a un niño enfermo llorando en medio de la noche, y volviera la normalidad y todos nos despertásemos como si efectivamente debiéramos consolar ese llanto y aún no supiéramos por qué, Emiliano levantó en vilo a una Julia colérica, con sangre de su enemiga en el vestido y en la cara, y desanduvo con ella el camino hacia el barrio. En cuanto Dora se dio cuenta, se levantó con rapidez y cogió a Julia de un brazo. Pero Dora no se volvió a ver la agonía del espectáculo. Julia, sí. Llevaba dos pelucas en la mano; la suya y la de la muchacha que ahora yacía en el suelo y, confusa, aceptaba la mano que le tendían. Pero Julia no miraba a la chica. Admiraba su logro y sonreía. Había sido un hermoso incidente, aunque no fuera ésa la opinión de los periódicos. Al día siguiente, Juana, Juan y mi madre, muy juntos ante el recorte de una noticia que había ido pasando de mano en mano por todo el barrio como un panfleto clandestino, no me dejaban sitio para asomar la cabeza entre sus hombros y leer:
BARCELONA YA TIENE
SU ESCARLATA O’HARA
La bella señorita María Milagros Rodríguez Martínez, gaditana residente en Castelldefels, es toda una escéptica a sus tiernos diecisiete años: «No creo que pase de aquí», declaró tras ser elegida entre un millar de jóvenes barcelonesas para representar a nuestra ciudad en el concurso nacional «La nueva Escarlata» que una prestigiosa productora americana (sí, sí, Hollywood) y una marca de cosméticos están organizando por todo el Mundo (sí, sí, el Orbe). La ganadora mundial protagonizará junto a una famosa estrella (se barajan los nombres de Alain Delon, Steve McQueen y ¡Elvis Presley!) la segunda parte de Lo que el viento se llevó. El millar de simpáticas jóvenes, que lucieron trajes de época y vistosos abalorios, subrayaron una vez más el ingenio español, que, con poco, inventa mucho. Si no, que se lo pregunten a don Santiago Ramón y Cajal. El fallecido premio Nobel hubiera disfrutado como miembro del jurado compuesto por Mario Cabré, José Guardiola, Peret, Mr. Cosmo Harris (representante de Metro Goldwyn Mayer) y doña Geraldine Chinarro (de cosméticos Proust). Las eliminatorias se sucedieron en un ambiente de simpatía y nuestras jóvenes actrices desfilaron con impronta americana y mucho salero castizo. Interrogada sobre su prometedor futuro en el campo de la actuación, la ganadora declaró: «Nos vamos a morir todos». Alegre comentario el de la gaditana. La triunfadora se hallaba sin duda afectada por el alboroto producido por alguna de las concursantes en una céntrica avenida de la ciudad horas antes del evento. Esa escueta minoría de señoritas, por llamarlas de alguna manera, infectadas por la moda «pseudohippie», se dedicaron a entablar una penosa algarabía por ver cuál de ellas estaba peor educada. Suponiendo que esas hembras de la especie tengan padres y alguno de ellos descifre los signos del alfabeto, sean advertidos de que nuestro país, pese a estos amables concursos, no es California. Existe una Ley de Vagos y Maleantes que regula acciones similares para todos aquellos que entorpecen el ambiente festivo. Mucha suerte para la señorita Milagros. Aristófanes.
En el barrio no se volvió a hablar del concurso ni de su resultado.