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«Los sueños se convierten en realidad cuando el deseo los transforma en acción concreta. Pida a la vida grandes dones y anime a la vida a que se los entregue a usted». Estaba tumbado en la cama de la sede. Nada más subir, había cogido el pasaporte, el dinero que guardaba en una lata de galletas y, como si fueran cheques de viaje, o un salvoconducto para el país de Nunca Jamás, todos los recetarios médicos que había logrado acumular en los últimos meses. Intenté estimularme con una anfetamina, o mejor dos, no, tres, y después decidí sedarme, y acabar de paso, no me iba a hacer ningún mal, con la botella de Armagnac que había resistido a la fiebre preelectoral. La taquicardia fue de órdago. Hasta que los sedantes surtieron efecto, el techo de mi cuarto y los banderines amorfos que me habían acompañado hasta allí iniciaron una burlona coreografía que intenté remitir con imágenes eróticas de mucho tiempo atrás. Fue inútil. Sólo venía a mi cabeza, como una siembra de pesadilla que condujera a otra, las dos frases de mi antiguo libro Piense y prospere. Una carcajada del destino convertía mis sueños en realidad y, como si bebiera del sucio desagüe de los deseos cumplidos, los grandes dones que había pedido a la vida me iban a ser entregados. El techo de la sede me devolvió a una época aún más antigua en la que mi Día de Mañana era pasear con un descapotable a la luz de la luna. En ese momento, abajo, aparcado en doble fila, estaba el descapotable, y en el cielo, una luna que empezaba a menguar. Me habían acompañado hasta allí edificios que hablaban de que en algún lugar quizá existiera una disposición que protegiera del fango a la belleza, al sentido de las proporciones, manos y mentes empleadas en estímulos comerciales que no pasaran por la humillación. La seriedad y la competencia, una dignidad responsable, o un sistema bien planteado a prueba de sus muchos errores, aferrado aunque fuese tan sólo a una acomodaticia doble moral y a beneficios periódicos sin excesivo cargo de conciencia, sin una delirante pantomima. Edificios en perspectiva atentos a mi degradación, a mis dudas, a un lamento profundo del que se siente traicionado y aún no sabe cuál es la traición. El que decide que no existen ni la lealtad ni el orden y atiende a otra voluntad: liberarse, disolverse en el miedo.

La angustia adquirida de que Ballesta habitaba mi vida antes de que le conociera físicamente. Él era mi Día de Mañana, el que ejercía poder sobre mi persona, el que movía los hilos. Suya había sido la idea de que yo imaginara un descapotable bajo la luna, esperar serenamente a la chica más guapa del mundo en ese mismo descapotable, verla nadar en una piscina solitaria a través del cristal de un subterráneo. Su actitud burlona «¿Eso quieres? Toma. ¿Algo más?». Me podía imaginar a Ballesta de seminarista beato, el pecho encendido por el ansia de purificación, de lavar el pecado original. Lo veía en el sacrificio de las armas, en el túnel vertiginoso de otra personalidad, del triple, del cuádruple fingimiento, imposturas como saltos mortales. Monterau-Montcorbier-Ballesta. El reo de muerte lo maldice en la sala de espera que conduce al patio, al garrote vil: «Te deben haber pagado bien, ¿eh?». Me lo imagino como el loco que finge ser un loco arrancado del manicomio y en cada una de las sutiles maniobras esa locura de la locura termina simulando buen juicio, dinamismo, sagacidad, capacidad de trabajo, necesidad de alterar situaciones, deriva, dandismo, nihilismo feroz. Acordes disonantes que se enfrentan al mundo, que insisten en conocerlo y embaucarlo. Buscar explicaciones estupendas a una bronca agresión, a su corrosión. Afianzarse en lo grotesco. Era como los superiores a los que despreciaba, y lo sabía. «Te quedarías asombrado, hijo mío, si supieras con qué tonterías se gobierna el mundo». Yo ahora necesitaba pruebas de que el 15 de agosto de 1971 ya había sido salvado de todo eso. Pero no había pruebas, sólo frases que laceraban mi soledad y la mitad más sucia de mi existencia: «Los sueños se convierten en realidad cuando el deseo los transforma en acción concreta. Pida a la vida grandes dones y anime a la vida a que se los entregue a usted».

¿Quién conducía el coche blanco? ¿Por qué no estaba la llave del maletero? ¿Era yo el que debía traicionar, o era aquel que debía ser traicionado? Existía para ellos, de acuerdo, pero seguía sin saber quién era. Era el que tenía miedo. El ser dominado por la rabia.

Instrumentos de la rabia. Yo aún no conocía a Gaspar Pérez, autor del opúsculo La sociedad impalpable. En ese libro, Gaspar Pérez cuenta su experiencia, cómo le perseguía una mafia psíquica que se apodera de la gente con el fin de extorsionarla, y emite sus mensajes encubiertos a través del cine, de la televisión y la radio, de las canciones pop, de acrósticos y mensajes subliminales en los discursos políticos y en los chistes de los payasos de la televisión. Esos mensajes no eran pistas, no eran ayudas, eran instrumentos de la rabia, fauces efervescentes de lobo. Empecé a descolgar los banderines y a meterlos en una cartera con los blocs de recetas. Los banderines hablaban del Hércules Club de Fútbol, del Recreativo de Huelva. «Demasiadas haches», llegué a pensar. Metí en la cartera un bolígrafo de Del Escudo que él no echaría de menos, el memorándum publicitario donde estaban los datos biográficos de Campanero, mi carnet de afiliado al Partido Liberal Ciudadano, algunas tarjetas. Mientras bajaba a la calle, recé por que no estuviera el coche blanco que nos hacía luces, mientras Ballesta urdía otra de sus tramas y enquistaba la mentira en la acción, y empezaba la acción sustantiva, muy deprisa, y el adjetivo de la acción volvía cada movimiento lento, y el adverbio de la acción nos decía que todo era mentira, que en última instancia la apariencia de acción respondía a su correspondiente, eterna, quietud en las sombras, a la carcajada del destino.

Eran dos los coches blancos. Idénticos. Cada uno en un lado de la calle, a unos veinte metros detrás de mí.

¿Qué sabían? Sabían que iba a coger la autopista hasta Francia.

¿Cuál era su objetivo? ¿Deshacerse de mí? ¿Por qué? ¿Hacerse con lo que había en el maletero? ¿Por qué?

Salté al Jaguar. Encendí la radio. Compuse la figura del que no teme a nada. Ya en las afueras, la radio empezó a emitir una canción: «Hay algo en el aire esta noche. Las estrellas brillan, Fernando». No sabía si reír o llorar. Demasiado mundo concentrado en mí. Apagué la radio.

Inicié mi primera maniobra de evasión. Me desvié hacia la costa en la primera salida de la autopista. Uno de los coches blancos me siguió. Otro continuó a gran velocidad por el camino de luces naranjas. Aunque hacía frío, descapoté el Jaguar. Desde luego, había algo en el aire esa noche, aunque las estrellas no brillasen demasiado y la luna empezara a menguar. Fernando.

En la carretera los pueblos anunciaban lo triste de la vida rural, aunque fuese costera. Los rótulos con anuncios de cerveza y refrescos se iban apagando a mi paso. Hasta allí había llegado la moda de las W en las paredes. W de largos brazos, aristocráticos, que me obligaban a presentir. Ellos tenían sus coches blancos, tenían la con jura y el engaño, el sálvese quien pueda y su chivo expiatorio que respira algo en el aire esa noche, porque las estrellas brillan, Fernando. Y brillan los polígonos industriales y los carteles que anuncian proximidad, Francia 6o, Francia 55, Francia 50, la frontera roja, azul y blanca, la W en los carteles, estaba absolutamente solo, necesitaba la música, necesitaba despertar al mundo, necesitaba que el mundo volviera a concentrarse en mí. Encendí la radio y empezó a suceder con las noticias.

«El gobernador civil de Barcelona, Salvador Sánchez-Terán, decidió dimitir ayer lunes de su cargo para presentarse a las próximas elecciones. La avalancha de dimisiones entre altos cargos de la administración para presentarse como candidatos a las listas de distintas formaciones políticas empieza a ser amplia: José Miguel Ortí Bordas, José Luis Meilán Gil, Luis Gamir, José María Martí Oviedo, Quintiliano Pérez y Pérez… Marcelino Camacho, secretario general de Comisiones Obreras, ha declarado a nuestra emisora esta mañana: “Sería un fariseísmo por nuestra parte en estos momentos echarnos las manos a la cabeza si el presidente Suárez se presenta a las próximas elecciones”. Fuentes bien informadas señalan como fecha segura para las próximas elecciones el próximo quince de junio. Se ha iniciado el proceso contra los siete acusados de la masacre de Atocha. Ciento veintisiete muertos en la carreteras españolas durante las vacaciones de Semana Santa. Un buitre surca los cielos barceloneses. Un grupo de vecinos del barrio de Sants no ha podido ocultar su vena humorística y, en armonía con los últimos sucesos políticos, han decidido llamar Lenin al ave: “Dicen que es inofensiva, pero nunca se sabe”. La moda Adlib se impondrá definitivamente este verano. Las señoras deben prepararse para los vestidos playeros con cintas y rasos. Valerio Lazarov y Augusto Algueró han realizado un spot para la inmediata campaña de TV de Titanlux empleando por primera vez en España un ordenador electrónico, técnica inédita de sorprendentes resultados en la composición de una variada gama de formas y colores. Arturo Campanero, productor ejecutivo de la campaña, señaló durante la grabación la inminente revolución en la publicidad española. Él ha sido también el inventor del simpático anuncio que intriga desde el domingo a los radioyentes españoles».

Y sucedió.

Se oyó el bajo. Y el piano. Y la palmada. Se oyeron el bajo, el piano y las palmadas y nuevas palmas sacudieron palmas en contrapunto. Parecía que el sonido fluyese del corazón del motor de mi amigo coche. El Jaguar era en verdad la única bestia con ritmo de entre todas las bestias salvajes que había conocido. Campanero había destrozado la canción, sonaba con menos fuerza, nada barriobajera, tenía la cursi limpieza de todas las melodías publicitarias, la corrupción tenía que ser general o no ser, pero era la canción del Watusi.

—Amiga, no le tenga miedo al Watusi.

Y se acababa.

Hasta pude prescindir de lo emotivo del mensaje, uno más de los mensajes, la verdadera victoria de Tina en aquella batalla de la historia de la mediocridad. No podía guardarle rencor, ese cuerpo era algo sublime, buscaría siempre a una Falsa Tina, pero era mi deber expulsarla de mi pensamiento. Fuera, Tina. Fuera, el mundo. Ahora era yo quien se anticipaba. A lo mejor eran las pastillas, el delirio. Pero reconocía mi delirio. Era mío. Era mi situación. El mundo, a esa velocidad, en esa crispación de todo, se había hecho para mí, el mundo, el país, cambiaban a mi antojo cuando yo tenía ritmo, cuando respiraba ritmo. Durante el día del Watusi, Él había estado en las caras, en mis heridas, en el brillo de las cosas. Creía que Él había muerto por nosotros, pero Él no moría, su transformación iba más allá de las aguas sucias del puerto, de los recuerdos, de las percepciones. Él era las W en las paredes y las notas de un anuncio de detergente que aún oculta su nombre por una estúpida estrategia publicitaria. Él era el giro de las ruedas como vueltas de mi vida hacia transacciones catárticas. Él no iba a ser la mano de Gaspar Pérez, el autor de La sociedad impalpable, que el 10 de febrero de 1981 agredió a Justo Carmona, el actor, protagonista de la serie No le tengas miedo a nada, por considerarlo uno de los principales focos de extorsión de la mafia telepática, ni lo volvió a ser el 8 de agosto de 1988 cuando acabó definitivamente con la vida de Carmona tras el estreno de la película No tengas miedo, basada en la serie de televisión. Desde el psiquiátrico donde le habían ingresado con un cuadro psicótico delirante crónico no advirtieron, al denunciar su fuga, de las continuas amenazas de Pérez a Carmona frente a la televisión de una de las salas recreativas del centro. Después del juicio, Gaspar Pérez aún pudo escribir su obra en el manicomio penitenciario y entregarla a un editor burlando una vez más la vigilancia de los guardas. El libro tiene setecientas cuarenta páginas.

A mí me salvaba de la Historia, en las vueltas del compás de la canción, en el mensaje reiterado que yo mismo había inventado: «Amiga, no le tenga miedo al Watusi». Agustina Alarcón, la guarra de todos nosotros, nuestro coño, nuestra Tina, se había salido con la suya, pero ni un segundo pensé en que estaba siendo ella la que me salvaba, sino el reconocimiento de mi cíclica existencia, de que la vida inventada era lo otro y que yo había visto al Watusi y a su sombra. La salvación eran las aguas del puerto en mi saliva, que la cabeza del muerto emergiera y la suciedad de esas aguas benditas fueran lágrimas arrancadas por la velocidad en la carretera donde se cruzaban camiones y el coche blanco me seguía. «No le tengas miedo al Watusi». Empieza a pensar. Vuelve a salvarte. Sal de la Historia.

Los coches blancos sabían dónde iba. A Francia. Un puesto fronterizo. Un paso obligado. No daría rodeos. Ellos sabían que mi coche era mucho más rápido que el suyo, aunque después del accidente con Del Yelmo, una posible manipulación, no corriera como antes. Ellos, u otros, me esperaban en el puesto fronterizo. Eso era algo que yo deducía. Una cualidad que Ballesta había menospreciado. Se lo iba a tener en cuenta. Él cruzaba la frontera con la vergüenza de la traición. Yo iba a cruzarla puro. Puro. Tan puro que trazaría mi propia frontera. Gaspar Pérez había enviado fragmentos de su obra en marcha a los sucesivos presidentes Suárez, Calvo Sotelo y González. Un tarjetón avisaba: «No sigo a líderes, pero vigilo el discurso y los juegos de los niños».

Volví a la autopista en cuanto tuve oportunidad. El coche blanco se perdió en las tinieblas de la carretera general. Pero quizá se avisaban entre sí, porque el otro coche blanco me esperaba en el peaje de la autopista. Durante un instante pensé que ahí se acababa mi viaje. Sobre todo, cuando las luces amarillas, entre el reflejo del parabrisas, me aproximaron la imagen de uno de los policías que solía ir a informar a Ballesta a Les Feuilles Mortes. La policía me iba a detener, pero aún no. La policía quería detenerme en la frontera. Todo el mundo estaba seguro de que iría al matadero con la mansedumbre del borrego condenado. No me conocían, no sabían que yo les había estado engañando. No, no les engañaba. Yo le había contado a Ballesta que seguía viviendo en ese Día. Para mí lo importante no eran ellos, ni su riqueza, ni sus posibilidades, para mí la verdad era seguir siendo en ese Día, frente a las aguas del puerto. La radio, la lluvia que empezaba a caer, el aromático abrazo de los pinos al volver a salir de la autopista me daban la razón. Transportaba algo inculpatorio en el portamaletas. Iba a ser detenido en la frontera. Nadie me iba a creer cuando empezara a dar nombres. ¡Y lo más importante! A lo mejor, Guillermo Ballesta no existía. No se llamaba así. Se llamaba Boris. Se llamaba de mil formas. Y ya le había conocido en formas anteriores. «El mensaje se divide en variantes, se disfraza, se niega, pero el método de variar, disfrazarse y negar es idéntico. El mensaje habla en parábolas, acompaña a la música. Se trata de escuchar, de saber que estamos siendo utilizados por él», había escrito Gaspar Pérez en La sociedad impalpable. Un comentarista político que se anuncia como bien relacionado con los medios militares afirmó en su libro La memoria del elefante que el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 había sido un simulacro, una vacuna, una puesta en escena para acabar con todas las conjuras antidemocráticas y alguna de las democráticas y ensalzar la figura del rey como un nuevo Dios, revestirlo de luz. El periodista apunta como dato curioso que Gaspar Pérez, el pintoresco demente que agredió y luego asesinó al protagonista de No le tengas miedo a nada, al ser detenido exhibió, entre otros carnets que se esfumaron a lo largo de la investigación (un mero trámite), un permiso de armas en toda regla. Gaspar Pérez declaró una y otra vez que su primera agresión (trece días antes del supuesto golpe militar) había sido la primera de las vacunas para acabar con La sociedad impalpable, que él sabía mucho, que ésa era la primera, sólo la primera, que tenía una misión que él mismo se había adjudicado.

Me detuve a la entrada de la población de Bagur. Nadie me seguía. La crucé a gran velocidad, como si quisiera borrarla de mi mente. En cuanto empezó a desplegarse a mi alrededor el escueto suburbio, frené en seco y apagué las luces. Esperé a que pasara un coche, dos. Nadie me seguía. Volví a la carretera y repetí la operación, esta vez ante el camino que se desviaba al chalet de Del Escudo. Me deslicé sin luces en el bosque. Los perros avisaron de mi llegada a una ventana que terminó encendiéndose. Para acallar las palpitaciones de mi corazón, eché mano a las pastillas imaginando por primera vez el pánico que iba a sobrevenirme en cuanto todo acabara. Resaca y temblor. De pastillas y de Historia. Me deslicé en punto muerto sobre lo que creía era la entrada del chalet de Del Escudo. El Jaguar chocó con la barrera de hierro muy despacio, como si la penetrara, los faros se rompieron.

Bajé del coche y busqué la llave bajo una piedra cúbica como le había visto hacer al hijo de Del Escudo cuando Tina y yo le estábamos espiando. Noté la frialdad de la llave con el júbilo del que tiene todo a favor. Levanté la barrera. Decidí que nadie iba a sospechar de mí: ni los que me perseguían, ni los vecinos. Nadie roba con un Jaguar. Recorrí un camino hasta que un suelo de losas me anunció que ya estaba en las inmediaciones de la casa. No podía dormirme, tenía que hacer mi trabajo con el amanecer y seguir moviéndome. Entonces ya todos sabrían que no iba a cruzar la frontera y me estarían buscando para exigirme explicaciones. En la playa, un resplandor envolvía la silueta de unos pescadores. Puse la radio esperando oír más mensajes. Durante varias horas la música clásica ilustró la luna menguante. Gaspar Pérez llegó a detectar mensajes en clave en los saludos de los payasos de la tele y creyó que era su deber comunicárselo a los sucesivos presidentes del gobierno.

El frío del amanecer consoló algunas reflexiones. Del Escudo había sido vendido por Ballesta, Del Yelmo y Vilabrafim, en distinto grado y según distintos intereses. Ahora yo estaba refugiado en los alrededores de su mansión, junto a lo que parecía una piscina vacía. Lancé una piedra y a un primer rebote con eco se añadió un rodar por el cemento del fondo y el movimiento de un animal ofendido. A veces el sonido del mar se mezclaba con espaciadas ráfagas que llegaban de la carretera, sentía el aliento de las sombras, el juego de las sombras se iba detallando y era tan dinámico en la oscuridad como los juegos de los niños. En La sociedad impalpable, Gaspar Pérez escribe hasta la extenuación de los lectores de «sombras como el tintineo de antiguas cajas registradoras», «dinero invisible que se invierte desde la Logia Royal Alfa, la Trilateral, el Club Bildeberg, el Club de Roma». Se apagaron las luces en la playa. Un fragmento de luz se posó sobre las tejas y el ladrillo rojos, los cuerpos de la casa se iban diferenciando y el cristal de una claraboya emitió un destello como el diente de oro en una boca abierta. En el jardín había estatuas, una mesa de ping-pong de cemento y los restos de una barbacoa. Seguramente Carlos del Escudo Ponce-Caballero («Junior» en mi mente) era el rey de la casa en aquellos inviernos y no se molestaba en limpiar entre incursión e incursión. El Jaguar me miraba con sus ojos rotos, el morro semidestrozado. Muy pronto íbamos a separarnos para siempre y con ese juguete se iba a ir la evidencia de una cintura elástica, los labios húmedos, el suelo húmedo. Entre las ruedas del coche una rata me miraba. Me moví con brusquedad, mientras me empeñaba en pensar como un iluminado y deducía que ésa era la rata del aceite, la enorme rata de la alcantarilla única de la que me había hablado Ballesta, y yo tenía que enfrentar a esa presencia el espíritu de aquel que me había salvado. «Los instrumentos de la política sumergida son un fenómeno alterado del juego de los niños. Esa política es la política del aburrimiento, mientras el hombre medio babea frente a la tele. Me opongo a eso con cualquier arma. No me resigno», escribió Gaspar Pérez.

Yo aún pude darme cuenta de que la presunta rata era una ardilla. El animal saltó a la trasera del coche, olisqueó el cuero del asiento y se perdió en la rama de un pino. ¿Qué había en el maletero?

Me senté y puse la radio. Dimite el almirante Pita da Veiga, ministro de Marina, en protesta por la legalización del partido comunista. Manifestación de la ultraderecha frente al Palacio del Pardo. Cuatro excarcelados recibidos con entusiasmo en Eibar, Rentería y Recalde. El poeta Rafael Alberti regresa a España el lunes. Presionan al presidente Suárez para que se presente a las elecciones. El presidente Suárez vendrá a Barcelona el 23 de abril, festividad de Sant Jordi, a que le sea impuesta la medalla de oro de la provincia. Probable y notoria ampliación del Centro Democrático. A finales de semana estarán hechas las listas de candidatos. Jaime Vilabrafim posible número uno por la Ciudad Condal. Hoy, 13 de abril, entra en vigor la ley sobre libertad de expresión. La huelga de la construcción sigue en Barcelona. Divisé a mi alrededor con la mano en visera. Ni en el bosque, ni en el escorzo de las casas, ni en la playa se veía a nadie. Me sacudí un relente pegajoso y accioné la llave de contacto. El gatito ronroneó durante un par de minutos y, mientras me bajaba del coche y con la puerta abierta guiaba el Jaguar hasta la piscina, me puse a llorar. Apreté el acelerador y, antes del estruendo, me refugié bajo el porche de la casa. Una explosión de agua estancada se alzó en el aire del amanecer y salpicó las losas de agua verde. Movimientos de ardillas en los árboles, cayeron dos piñas, los perros avisaron, nadie parecía oírles. Tenía poco tiempo. Las ruedas delanteras del Jaguar se habían hundido en el fondo verde del agua de lluvia. Estaba más que nunca en las aguas verdes. Apagué el contacto y besé el salpicadero. Conforme a mis previsiones, el golpe había abierto el maletero. Dentro, dos carteras de mano me miraban desde sus hebillas. Tomé la mía del asiento semisumergido del Jaguar y con las tres en la mano, salí al camino, a la carretera, me refugié en un café del pueblo y soporté las miradas de los lugareños, mientras revisaba el contenido de mi hallazgo.

Aquello era el mapa del tesoro. Una antología de pruebas contra la gestión de Tomás del Yelmo, Carlos del Escudo y Pompeyo Llansá. Unos poderes firmados por la mano temblorosa de Pompeyo Llansá a favor de Tomás del Yelmo para que gestionara sus cuentas en diversos bancos suizos. Una carta de 1973 de Carlos del Escudo a un alto miembro de la Administración Central acerca de unas prebendas a favor de la recalificación de unos terrenos en varias poblaciones de la Costa Brava. Se acompañaban las fotografías de una casa y unos datos: «Superficie: 7. 000 metros cuadrados en forma rectangular, topográficamente plano con un ligero desnivel del 5 por ciento. Edificación: 1.740 metros cuadrados construidos en ladrillos de color tostado con cubierta de teja plana del mismo color. Carpintería exterior de aluminio pintada de esmalte blanco». Sin cortarme una peseta, enseñé las fotos a los lugareños. Aquellos hombres, no sin desconfianza, se orientaron por una colina que asomaba detrás de la casa, adivinaron la ubicación de la villa y dieron un nombre (el alto cargo de la administración), luego otro (un conocido político de aquellos días), y les dejé discutiendo sobre la identidad del nuevo propietario (un banquero también muy solicitado en ese tiempo o un futuro senador). Más. Fotocopias de cargos contables contra una cuenta del Tesoro Público. El ingreso de las mismas cantidades, el mismo día, en otra cuenta a nombre de Tomás del Yelmo. Los resguardos de su conversión en divisas. El ingreso de esas cantidades en dos cuentas (Del Yelmo y Del Escudo) de un banco suizo. El extracto de esas dos cuentas y las respectivas anotaciones de los cargos. Compra de valores a nombre de Tramontana, Del Yelmo y Del Escudo con cargo a una cuenta administrativa del banco. Pruebas, pruebas, pruebas… Ballesta se había sentido traicionado y quería acabar con ellos. Había hecho un pacto con alguien y quería acabar con ellos. Si a mí me hubieran detenido en la frontera, habría acabado con ellos y conmigo. Eso era todo. Ése era el silbido del tiempo. El tétrico balido en el futuro del chivo expiatorio. «Para lo que hay que hacer, el niño ya me sirve».

Compré una caja, pregunté la dirección del chalet de Del Escudo y envié el paquete a esa dirección. En la misma estafeta, un empleado que me tomó por muy tonto me avisó que no sería entregada la caja hasta que no viniera el señor Del Escudo en persona. Y el señor Del Escudo sólo venía en verano. Dije que ésa era precisamente mi intención.

Tomé un autobús a Gerona. Allí me dirigí a una sucursal del Banco Comercial Ciudadano. Pedí cancelar mi cuenta. Me dijeron que había una orden de retención por la cual no podía sacar dinero. Solicité un extracto. Me lo hicieron. El último ingreso era una transferencia hecha desde un banco de Madrid por Agustina Alarcón. Mil pesetas. Ésa era la cantidad que aquella ramera consideraba justa por haberse hecho con una idea mía que le iba a reportar posición y fama en el mundo publicitario. Una burla. «Dime qué puedo hacer por ti».

Aquella tarde, en la Casa de Aragón de Gerona, tomé un autobús con destino a Zaragoza. Me quedé en Lérida y allí cogí un tren hacia Barcelona. Dos o tres paradas antes de llegar a la estación central decidí apearme en una estación plagada de W en los muros que ocultaban un pueblo sin color, cogí un taxi que me dejó en el casco antiguo de Barcelona. Después de pagar un mes por adelantado en la pensión de catadura menos espesa que pude encontrar, revisé el dinero que me quedaba en el bolsillo. Con lo que había guardado en la lata de galletas que ocultaba en mi habitación de la sede, pequeñas comisiones que me sisaba a mí mismo de los gastos de representación, tenía para vivir unos seis meses en aquella nueva y extraña vida que preveía fuera de la Historia. Volvería a ser pobre, a contar cada peseta. Colgué los banderines en las paredes. Bajé a la calle y me recibió una dinámica noche en las Ramblas. Me bañaron la luz irregular y las sombras furtivas. Policías con pañuelos en el cuello vigilaban a grupos de mirada esquiva que se alegraban de la legalización del partido comunista. Entré en un bar y llamé por teléfono a mi madre. Cuando contestó, me limité a escuchar su voz. Al cabo de cinco minutos, repetí la operación. Con tono asustado, llegó a decir: «Fernando, hijo, ¿eres tú?».

Busqué las farmacias próximas. Anoté las direcciones en un papel. Me iba preparando para ser un fantasma legal.

En la pensión, rechacé una invitación de la patrona para ver «en la salita TV Pal Color» la serie Hombre rico, hombre pobre. De vuelta a mi habitación, empecé a sudar frío con el pensamiento de que ese Hombre rico, hombre pobre fuera una sugerencia maligna, que ya hubiera sido localizado y empezaran a estudiar mis movimientos. Descolgué el traje y pensé que ésa era mi única ropa, que también iba a necesitar dinero para vestir. Ingerí dos valiums y volví a revisar el extracto de cuenta bancaria a la que ya no tendría acceso. En los cargos contables adiviné con dolor la futura evocación de lo que acababa de abandonar. La ropa cortada a mano, los platos más caros de la carta dejados a medias, una bandeja con una botella de champán fluctuando hacia el sofá donde ellas esperan, los esquís que duermen en la recepción del Palace, comprar sin tasa regalos para mi hermano en unos grandes almacenes, no pensar ni por un momento en el dinero, en la posibilidad de perderlo, las fiestas, las copas, los atardeceres, el dinero había sido el aroma de la saturación, pero fue futuro, significaba mucho futuro y, ahora, su falta iba a significar un abismo que sólo iba a llenar la mala conciencia. Eso lo sabía.

Las paredes empezaron a temblar. Se oyeron gritos en el sucio patio de vecinos al que habría de acostumbrarme. Se oyó música en la calle para luego disolverse. Se oyó un coro de borrachos. A través del mismo sucio verdoso patio de vecinos por el que podría precipitarme en uno de mis días más desesperados, se oyó una radio y más noticias, demasiadas noticias. Me tapé los oídos con la almohada; pero no hubo llanto, ya no habría llanto en años. Durante el tiempo que iba a permanecer en aquella habitación, la radio sería conectada a la misma hora en la misma tierra de nadie de la madrugada. Dios se entretiene con nosotros. Se empezaba a reír de mí. Lo hacía como si no pudiera aguantar la risa. Gaspar Pérez declaró en su juicio por el asesinato del actor Carmona: «Carmona era el candidato manchú. Cada estúpida frase suya tenía un claro objetivo y eso nos convertía a todos en meros comparsas. Veíamos, no hacíamos».

Fue en esa radio solitaria en el patio de vecinos o fue en cualquier otro lado. Siempre de casualidad, casi sin importarme, como una vaga vibración del mundo y de la Historia en la habitación de al lado. Jaime de Vilabrafim se cayó a última hora de las listas electorales de 1977, acusado de crear una quinta columna antisuarista dentro de la coalición de centro y de rodearse de un exceso de intelectuales, y en su lugar nombraron al antiguo secretario de uno de los fundadores de Falange. En octubre de 1982, poco después de ser elegido diputado de Convergencia i Unió por Girona, Jaume de Vilabrafim murió de un infarto de miocardio. Si hubo esquelas y artículos, yo no los leí. Tampoco me sorprendió hasta qué punto puede llegar uno a ser fiel a su propia mentira. La verdad es que hice un chiste con eso y me reí como Dios se estaba riendo de mí. En esa radio, o en cualquier parte, escuché el nombramiento de Carlos del Escudo como decano de la facultad de derecho de una universidad privada y supe del enlace de Patricia del Yelmo Granulosa con el empresario mexicano-libanés Porfirio Hayek. En la boda ofició de padrino el padre de la novia, el también empresario Tomás del Yelmo, progenitor a su vez de una alto cargo del Departament d’Economia i Finances, y de la directora de un centro cultural con muchas iniciales. De Agustina Alarcón o Guillermo Ballesta, por llamar a esos cabrones de algún modo, sólo tuve una fantasmal intuición de su presencia. A veces me he dejado tentar por la idea de que no debía odiarles, de que sólo les conocí en un momento muy pequeño de sus vidas. En vano.

El Banco Comercial Ciudadano desapareció como tal a principios del año ochenta, y su central y sucursales pasaron a denominarse con el nombre del banco matriz, Banco de los Grandes Negocios, que a principios de los años noventa se fusionaría con el Gran Banco Industrial y, más adelante, con el Enorme Banco Ibérico. Jamás oí un rumor sobre escándalos financieros que afectasen a alguna de esas sociedades. En esa radio o en cualquier otra parte escuché un discurso de Adolfo Suárez en que hablaba de dos muchachos que velan por el futuro de España y no quieren ver a la nación ahogada en las sucias aguas del pasado. Y un discurso de Navidad del Rey: «Para desearos paz, libertad y prosperidad, en mi nombre y en el de mi familia, me he permitido entrar por un momento en vuestros hogares. Ojalá nuestro saludo pueda llegar a los que viven en los últimos confines de la Patria y a quienes, aún fuera de ella, tienen en España su pensamiento y su corazón. A los españoles de tierra adentro, de las montañas y de la meseta, de la ribera y de las islas. A los que trabajan en la mar. A los que sufren en la enfermedad. A las mujeres, que iluminan y empujan nuestros hogares. A los niños que buscan la felicidad y muchas veces la encuentran muerta en la misma ribera donde flotan, como manchas de petróleo, el bien y el mal…».

¿Quién se sorprendía?

Pasaron los años y vi carteles de un partido reorganizado con el logotipo de una gaviota en vuelo, una W deshecha ya en tiempos del Partido Liberal Ciudadano. Pero no me sorprendía. Las otras W seguían en las paredes. Y habían sido disueltos durante ese tiempo los comandos anarquistas conocidos como «Grupos Libertarios Watteau». Hubo una sombra en el caso «Clave W» de financiación ilegal de los partidos políticos. ¿Quién se sorprendía cuando el anuncio, primero en radio, luego en televisión, del detergente Lavaman fue un éxito rotundo? El Lector lo recuerda, claro. Aún se emite a veces en esos programas de televisión que se pretenden nostálgicos y sólo transmiten una súbita repugnancia por el pasado. Y los muñecos Lavaman, con su W en el pecho. Y a un humorista diciendo «¿Quién le tiene miedo al Watusi?» en la subasta de un famoso concurso. Y al actor publicitario que interpretó al Watusi, Antonio Paredes. Y a la actriz Concha Luna, que era el ama de casa del anuncio. Y a Justo Carmona, «Lavaman en persona», como se presentaba en un anuncio de café donde el personaje de Lavaman, intentando volver blanco el grano tostado, fracasaba por primera vez. Y la serie de televisión No le tengas miedo a nadie, que estuvo cuatro temporadas en antena, cuyo cambio de nombre respecto al del anuncio fue debido a las repetidas quejas de la embajada de Ruanda por el trato que se le daba al personaje del Watusi, y donde Concha Luna fue sustituida por la más atractiva Silvia Basanta. Y la película No tengas miedo. Y las dos agresiones, la segunda fatal, que sufrió Justo Carmona a manos del demente Gaspar Pérez, un licenciado en físicas, profesor nocturno en una academia, que en 1992 publicó a sus expensas el panfleto La sociedad impalpable. En la introducción de ese libro uno podía leer: «Lo que nos hace inteligentes es la capacidad de relación. Lo que nos mantiene vivos es una continua y siempre estimulada capacidad de relación. La inteligencia viva es un continuo desafío al poder telepático, subliminal. En esta obra existen datos y relaciones, en apariencia absurdos, pero que demuestran cómo conviven y conspiran, cómo trabajan a nuestro alrededor para alienarnos personajes tan dispares como el payaso Fofó, Manuel Fraga Iribarne, Eleuterio Sánchez el Lute, el cantante Carlos Aguirre del grupo Los Persuasores, el cantante (sic) Fernando Atienza de AvantPop, los feriantes de las tómbolas, el traficante de armas Munzer Al-Kassar, el actor Justo Carmona y el playboy José Felipe Neyra. Hay un complot en marcha».

Con la mención del sujeto, doy por terminada, en una bulliciosa noche de abril de 1977, mientras Dios, cualquier Dios, ya se reía de mí sin disimulo, la segunda parte de mi Informe sobre José Felipe Neyra.

El día del Watusi
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