9

Vista desde su lado patético, el único eje de esta historia es mi plomiza capacidad de reiteración. Por tanto, desde este disfraz de payaso, te repetiré, Lector, que por el sótano de mis tristezas laborales pululaba un hombre que poseía mayor mérito para ser llamado el fantasma del archivo. Aquel señor enorme y lento, vestido a la moda de hacía veinte años, con los mofletes caídos llenos de púas blancas y nariz de bebedor, reparó en mi persona cuando la convivencia diaria rondaba el año y pico. A lo largo del tiempo en que estuvo pasándome por alto, no cesó de gemir, de acusar a su familia por empacharle de Rohipnol, arrastrando los pies por el pasillo como si estuvieran sujetos a bolas de acero, tristeza arriba, aniquilación abajo, con sus ayes y sus porqués de voz eunuca disolviéndose en el tedio. A partir del hallazgo, cada día me miraba desde lejos como si acabara de descubrirme y enseguida se acercaba muy despacio para facilitarme dos informaciones muy precisas: «Está muy mal reírse de un viejo» y «Corruptio optimi pessima est». Que alguien me diga qué hacía yo con eso. En cuanto algún empleado bajaba a por algún papel o a desayunar, volvía a desaparecer entre las estanterías, no sin advertirme: «No lo olvide, joven: “Corruptio optimi pessima est”».

«Corruptio optimi pessima est». La corrupción de lo mejor es lo peor. Muy didáctico, dirá el Lector, útil sin duda para lo que ha de venir a continuación, una moraleja anticipada. Pues no: ni pensaba en la moral del Lector (se la supongo por lo bien que paga) ni en la expiación de mis pecados (imperdonables). Sólo evocaba una mera escena. Aquel latinajo que entonces no entendía adornaba mis temores como campanadas fúnebres durante mañanas que de áridas pasaron a ser terribles. Si he mencionado a ese pobre hombre antes que mi pánico ha sido por impericia narrativa. Aquel viejo a quien ahora no vería tan viejo pensaba en sí mismo en voz alta con lo que le quedaba de cerebro y aliento, mientras a mí no dejaba de inquietarme un rumor que voces nada inocentes habían hecho llegar a mis oídos: «Se sabe que un botones ha cometido una falta muy grave». Y en mi mente sólo había un sospechoso, un candidato al despido: yo mismo. Las W que en mis safaris callejeros habían hecho desesperar al tal Guillermo Ballesta movilizaban un sutil entramado policial y una mañana cualquiera vendrían a esposarme, mi madre lloraría y una vida estéril quedaría rota por una chiquillada. La espera, siguiendo con mi paranoia, tenía como función ponerme muy nervioso y hacer que confesara de inmediato cuando Guillermo Ballesta y un regimiento de policías viniesen en mi busca.

Sólo vino Guillermo Ballesta. Y cantando. La banal melodía «Habla, pueblo, habla» le precedió como el ensayo de una ejecución.

Por aquellos días se había celebrado en toda España un referéndum para votar por primera vez en libertad, según se nos contaba. Siempre en armonía con ese tiempo loco, pero en contradicción rotunda con mis semejantes, si hubiera tenido edad de votar, me habría abstenido como más adelante he hecho siempre. La culpa era de «Habla, pueblo, habla»: una extraña cancioncilla promocional que durante aquellas mañanas de diciembre solían interpretar en soledad los visitantes del archivo, y durante el resto del día silbaban y tarareaban los conductores de autobuses, el lechero, el cartero y el guardia, mamá frente a la tele, la misma tele cada cinco minutos y Carmelo y sus chapuzas en coro desafinado en cuanto la tele se lo ordenaba. A mí esa música no me sonaba a libertad de voto, sino a delación: alguien me había visto pintando la W en la fachada del banco, en el pub que frecuentaba Ballesta, en cualquiera de los mil sitios en que la estampé y se había chivado. «Habla, pueblo, habla». Todos me habían visto. Todos iban a hablar. Todos disimulaban, tarareaban, se burlaban. De ahí mi aversión a las urnas por aquel entonces. Más adelante, mis motivos fueron otros.

Ballesta apareció en la puerta del archivo con el mismo traje Gatsby de la primera vez. Mi súbito temblor pasó por alto ese descuido. Desde la distancia del kilométrico pasillo, dejó de cantar, extendió un brazo, hizo asomar su dedo índice y se señaló en un reiterado movimiento semicircular que sin duda escondía el insano propósito de que me acercara hasta él. Pensé que podía fingir no verle, tantos eran los metros que nos separaban. Decidí que no todo el mundo tenía por qué entender ese imperativo signo de aproximación.

—¿Eres burro? —me preguntó cuando lo tenía delante. Las evasivas meditaciones y las lágrimas que empañaban mis ojos, habían impedido percibir que se acercaba.

—No —contesté.

—Eso dicen todos los burros. Pregunta por ahí y verás. ¿Sabes conducir?

—Sí… —«Han visto a alguien con un coche. Saben que el de las W lleva coche».

—A ver, levántate. ¿Tienes una ropa menos… arlequinada?

—No sé.

¿Qué tendría que ver la ropa? Aquellas chillonas oportunidades me habían acompañado en todas mis aventuras. Y, en cualquier caso, era su mejor prueba: nadie en la toda la ciudad vestía como yo hasta que en verano llegaba de los países del Norte lo mejor de cada casa.

—Está bien. Vuelvo al principio. ¿Eres burro?

—Quiero decir que a mí esta ropa no me parece mal. —«Demasiado atrevido para un sospechoso», pensé, y añadí—: Ni bien.

—Ni bien ni mal, ni sí ni no. Lo que yo decida, ¿verdad? Y además sabes conducir.

¿Qué ocurría? ¿Tenía que conducir yo mismo el coche que me llevara al calabozo? ¿Y la ropa? ¿Tenía que confesar de esmoquin? Aquel hombre, más elegante que yo sin duda, pero cruel, me seguía mirando de arriba abajo.

—Conduces y tienes aptitudes para la servidumbre. Y lo de la ropa da lo mismo, porque nadie te va a ver. Y si te ven, cuando vean lo otro, igual piensan que es una broma, pero a mí me parece que no. ¿Llevas el permiso encima? ¿Sí? Anda, ven.

Fue entonces, mientras perseguía el buen paso de Ballesta sin entender nada, cuando el fantasma del archivo empezó a gritar «¡Corruptio optimi pessima est!», según íbamos alejándonos de aquel recinto que no vería nunca más: «¡Corruptio optimi pessima est! ¡Corruptio optimi pessima est!». Volví la cabeza y los huesos de aquellos brazos levantados ya fosforecían.

—Tiene razón el viejo marica. Corruptio optimi pessima est. La corrupción de lo mejor es lo peor. Bueno, es marica, pero él no quiere saberlo. Con lo cual se demuestra una vez más la sentencia latina —subiendo las escaleras como un atleta, Ballesta me guiñó un ojo—: El viejo había sido seminarista y ya entonces le pillaron con niños, traviesote. Eso fue antes de estar a punto de ser vicepresidente con Del Escudo y de la Lanza, y de no ser nada cuando el tonto de Del Escudo hizo el ridículo con el ca-bailo. Digamos que se cayó del caballo con su jefe. Y a algunos les entran escrúpulos de conciencia precisamente cuando dejan de ser alguien. ¿No te parece demasiada casualidad? ¿Te ha tocado? Esas aficiones y otras parecidas no se pierden nunca. Que se lo cuenten a quien yo me sé. ¿Ves la desgracia de no aceptarte como eres? Si eres un hijo puta, eres un hijo puta. Si eres tonto, pues lo eres y te apañas para ser constante. Y si eres maricón, eres maricón. No sé por qué se empeñan en casarse, ser normales y desesperar. Tendrías que haberle llamado maricón. Cada vez que se lo llamas, le cuesta diez mil de psiquiatra. Parece que te vaya a dar un infarto. Tendríamos que haber subido por el montacargas.

Cruzamos el silencioso vestíbulo y, mientras avanzábamos entre las dignas columnas, por primera vez pude comprobar el modo extraño en que todo el mundo miraba a Ballesta. Mis informadores del archivo ni siquiera habían especulado o inventado una anécdota para ese personaje, lo que hacía más misterioso nuestro trayecto y más incierto mi futuro. Se sabía que don Tomás del Yelmo tenía un grupo de ejecutivos de confianza, El baile de los malditos, pero Ballesta no era uno de ellos. Se sabía también que la señora Conchi, La Pajarraco, su secretaria durante veinte años, daría todas sus perlas por don Tomás, y nunca se debía pronunciar una sola palabra ni en contra ni a favor del líder estando ella presente: iba a ser mal interpretada sin fisuras. Pero de El Varón Dandy no se sabía nada. Sólo que llevaba un par de años en el banco y un presagio funesto lo acompañaba como una sombra. Quizá yo sabía más que nadie: frecuentaba Les Feuilles Mortes, un pub de policías y tías buenas. Pero ese dato podía costarme muy caro.

—Ven, vamos al aparcamiento —me dijo la misteriosa figura una vez en la calle, y tuve más miedo aún—. La verdad es que nadie se acordaba de ti. Fue uno de personal el que dijo «Pero ¿no habían entrado tres?». Se refería a los botones. Te has enterado, ¿no? A lo mejor no te has enterado, porque no se ha enterado nadie. Pero como el archivo es peor que el KGB, ¿verdad?, pues igual te ha llegado alguna mentira. Nunca te creas nada de lo que digan esos chupatintas. A los botones los van a echar. El despido se hará efectivo el uno de enero: la bondad de don Tomás del Yelmo, nuestro director general, y su caridad para con esos chicos, tan espabilados que parecían. Corruptio optimi pessima est —Ballesta se detuvo en la entrada del aparcamiento para reírse a gusto de su propio chiste—: Y el caso es que con la de idiotas que hay aquí eso les podría haber durado toda la vida. Casos peores se han visto. ¿Sabes quién les descubrió? Yo mismo, sí, señor.

Ballesta me miró con la clara intención de darme a entender que jamás en la vida se me pasara por la cabeza intentar engañarle. Luego miró al anciano guardacoches, que salió apresuradamente de su garita acristalada y se cuadró llevándose la mano a la sien:

—¡Sin gorra no se saluda, bulto! —Ése era el respeto que Ballesta profesaba a la tercera edad—: ¿Dónde lo has puesto? ¿Y no podía estar más lejos? —Enseguida iniciamos el descenso hasta el último sótano—. Había un descuadre en moneda extranjera durante todo el año. Daban vueltas al asunto y no encontraban nada. Y los de moneda extranjera tampoco decían nada, claro. Como aquí va todo como va, el balance de esa sección hubiera pasado por jefes y subdirectores varios sin que nadie se diera cuenta de nada. Pero don Tomás, siempre tan meticuloso, vio algo raro. Me pasa el balance de moneda extranjera y me pregunta: «¿Ves lo que estoy viendo?». Y yo, que no tengo ni idea de contabilidad, pero no soy idiota, le contesto: «No hay nada en la columna de billetes falsos. Vamos, muy poco. Para quedar bien». Los billetes falsos tienen que contabilizarse, y si ni un Buenos Aires de cabrones argentinos ha intentado pasar dólares falsos en todo un año en un banco de medio pelo como éste, yo soy gilipollas. Total, que alguien se queda con los billetes falsos. Ésa es la deducción. Bajo a preguntar. Que dirección general se dé cuenta de eso les trae locos. Su jefe, el muy necio, no había notado que nadie pasase billetes falsos. «Pues claro que pasan», dice uno. O sea, que pasan, se detectan, pero no se contabilizan. ¿Y quién lleva los billetes falsos del cajero al contable? ¿Lo sabes?

—Yo he estado en el archivo sin salir de allí y sin enterarme de nada.

—No sé si te excusas o te esfuerzas por convencerme de una vez que eres tonto. Pues los billetes falsos los lleva el botones. ¿Qué botones? Pues uno de los dos botones, cualquiera de los dos, porque tú no cuentas, ya que nadie se acordaba de ti. Así que llamo a uno de los dos botones y le digo: «Mira, tenemos pruebas suficientes y no te va a servir de nada negarlo. Lo mejor será que me digas lo que sabes». El chaval se pone a llorar, pero no dice nada. Le aprieto, chillo un poco. «Sabes por qué estás aquí, ¿verdad?». ¿Y qué crees tú que me contesta?

—Si digo algo va a seguir pensando que soy tonto.

—Pues me contesta, así, sollozando: «Estoy aquí por lo de las recetas». ¡Por lo de las recetas! Y le pregunto, sin tener ni idea: «¿Para qué las querías?». Y me contesta: «Para nada. Sólo las quería para comprarme cosas, pastillas y eso». Pastillas y eso, muy bien. Así que le vuelvo a preguntar: «¿El otro está implicado?». Y como el buen soldado ante un mando enemigo, levanta la cabeza todo chulería y dice: «Sí». El tío no se lo pensó dos veces. Hay muy pocos que se lo piensen dos veces, y que se lo piensen tres ninguno. Así que incomunico al botones, hago llamar al otro. Podría haber hecho un careo en plan «Tu compañero nos lo ha contado todo y te acusa a ti, etc.», pero yo tengo estilo. Además soy un poco sádico y si digo eso me pierdo la parte del derrumbe, que es la mejor. Total, que le vuelvo a preguntar que si sabe por qué está ahí. Y me contesta que supone que está ahí por lo de los cheques de gasolina. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—¿Pero lo entiendes todo? ¡Habían montado un imperio! ¡Eran pequeños alcapones! Traficaban con drogas, con dólares falsos y con cheques de gasolina. Durante todo un año. Y nadie se había dado cuenta: ni el servicio médico, ni división internacional, ni efectos, ni nadie. Total, que se acerca Navidad, estamos desesperados y los que tienen chófer no quieren soltarlo. Dicen que esto nuestro no es oficial. ¡Qué cinismo! Que no es oficial. Como descubrir a los dos botones, que tampoco debe serlo. La medalla que se habrá puesto alguno de inspección, en vez de irse al paro. Bueno, que estamos desesperados hasta que a uno se le ocurre decir: «Pero ¿no entraron tres botones?». Les preguntamos a los otros dos botones si tú también estabas implicado y, o tampoco se acordaban de ti, o no dijeron nada, porque se pensaban que era una trampa y debe de haber alguno más que no sea botones haciéndose de oro por ahí. En fin, chico, hasta hace nada eras un desconocido. Te hubieras podido quedar en tu casa y venir sólo a cobrar.

Ballesta se detuvo ante la octava maravilla del mundo.

—¿Qué te parece?

—Un Mercedes 450 SEL Seis punto nueve. Coge los doscientos como nada —dije, e iba a añadir: «Pero no he conducido ninguno de éstos, porque yo, que también soy un pequeño alcapone, me agencio uno así y no duro con él dos manzanas». Pero no dije nada, porque tenía la boca abierta.

—Vaya, un experto. Como se te ocurra pasar de cincuenta, te vas a la puta calle. —Abrió el maletero, cogió dos carteras, cerró y me lanzó las llaves—: ¿Conoces la ciudad? Pues pon el casete, la calefacción, y a marcha señorial. Que tenemos trabajo, pero ninguna prisa.

No sólo era la primera vez que conducía un Mercedes, sino que además estrenaba coche. Había alguien en el mundo que estrenaba los Mercedes. El aire olía a nuevo y caro, como el despacho de don Tomás del Yelmo, como su colonia de jara y azahar, como las siluetas que alguna vez había atisbado en ventanales más allá de setos inexpugnables durante mis incursiones en barrios de lujo, como aquellas vestales que salían con bolsas sin peso de una boutique y se detenían en la puerta lo preciso, un segundo, menos de un segundo, una décima fabulosa, para que toda una calle se detuviera a admirarlas y ellas fingir, tomando un taxi, que no se daban cuenta de nada. Aquel coche olía, para qué negarlo, a futuro. A Día de Mañana.

Ascendí las rampas revestido de unos modos impecables que, puedo jurarlo, me transmitía el volante. Durante la ascensión, me había detenido a considerar algunos porqués. ¿En verdad tenía tanta suerte? ¿Mis culpas permanecían impunes y me estaba aprovechando de las culpas de los otros? Todo indicaba que sí, pero en mi fuero interno, el duende canalla de mi inseguridad me incitaba a creer que nunca lo sabría.

En la calle, cedí el paso, me asomé a la avenida, miré a una rubia que me entregó la curiosidad de sus ojos azules hasta que descubrió a Ballesta en el asiento de atrás, y, excitada, batió unas larguísimas pestañas para nadie. No me importó mucho.

—Ve tirando para arriba. Aún no he hecho el itinerario. ¿Cómo te llamas?

—Fernando Atienza Picazo.

—Para servir a Dios y a usted —se burló Ballesta—: Te he dicho que pongas música.

Empujé la cinta, sonaron los violines, Ballesta me dio una dirección y empezó nuestro enigmático recorrido. Por el retrovisor acechaba los manejos de Ballesta en el asiento de atrás: ordenaba pequeños paquetes de los que asomaba la punta de una tarjeta y hacía cruces en una lista. A veces, tras una mueca de repugnancia, tachaba algo y movía la cabeza en un gesto que despeñaba a alguien por los barrancos de la incompetencia, y fruncía los labios en un rictus que le asentaba en su facultad de indispensable; entonces el bigote se adelantaba y atrasaba y la gaviota parecía echar a volar. Que entonara de vez en cuando «Navidad, Navidad, dulce Navidad», me hacía deducir que estábamos repartiendo regalos. Que en la cinta que había puesto sonara una y otra vez la misma canción lenta, cavernosa y en francés, me demostraba que El Varón Dandy estaba loco de remate.

—¡Es la misma canción! —dije, con tono de sorprendido entusiasmo, por si acaso.

—¿No me digas? Es la misma canción, son los mismos regalos para la misma gente y los repartimos los mismos cretinos. ¿Algún comentario más?

No hubo comentarios. Nos íbamos deteniendo en bloques de lujo, en mansiones, en modernos edificios y en redacciones de periódico normalitas. Ballesta repetía siempre la misma operación: tachaba un nombre de la lista, se la guardaba en el bolsillo y salía. Entretanto, yo dudaba entre apagar la música con la canción repetida, o exponerme a una reprimenda del voluble Ballesta, que cuando volvía de entregar el misterioso obsequio siempre tenía en los labios un elogio para el recién visitado:

—Mamonazo. —Ése era frecuente.

—Si tu padre te viera ahora, niñato… —Abundaba también en esa expresión.

—No sé cómo hay gente que aguanta la cara. Si eres un hijo de puta, eres un hijo de puta. Si eres tonto, te apañas. Y si te has vendido, pones el cazo y chitón, que como vuelvas a hacerte el digno no voy a parar hasta que te envíen a cavar viñas. A que reconsideres las virtudes campesinas, como te gustaba decir cuando eras maoísta. —Esa reflexión cerró alguna de nuestras visitas a redacciones de periódicos y publicaciones semanales.

Al día siguiente parecía de mejor humor. Yo no lo estaba: el mantener todos mis sentidos alerta ante la ferocidad de aquel hombre y del tráfico, que se intensificaba con la llegada de la Navidad, me comía los nervios.

—Estás de morros, Fernando. Te lo noto. Te voy a alegrar la vida, venga. Fíjate. Esta lista tiene algo de chiste —Ballesta agitaba un papel en mi nuca—: No, de chiste, no. ¿Por qué de chiste? La lista tiene gracia, pero es una gracia lírica. Ligereza. Esto es un poema.

Me recitó unos nombres, unos apellidos, unos cargos. Correspondían a miembros de consejos de administración, a abogados, a industriales, a grandes cuentas del banco, a cónsules, a periodistas, a miembros de la Cámara de Comercio, de la Bolsa y de consorcios varios. Eran los nombres que leía entre suspiros durante mis horas muertas del archivo, y coincidía en que guardaban un halo poético. Sin embargo, la salvaje desmitificación a la que me tenían sometido los monologadores del archivo iba marchitando la rosa. No era el caso de Ballesta, que sonreía.

—Son ricos —opiné, sin temor a equivocarme.

—Sí, son ricos. —Por una vez, no hubo sarcasmos, seguía mirando extasiado su papel—: Pero ése es el fondo del poema. No su forma. Se te han escapado, la relación entre las palabras, el ritmo, la rima. Todo eso hace la forma. Y la forma nos dice más del fondo que el fondo. Mira. Estoy improvisando:

Hay unos Guinjoan

contestatarios

con dos hijos marxistas:

el uno, profesor represaliado

y el pequeño funcionario.

El padre es cirujano,

y la madre

le llora a su hermana

Inés Bofarull

casada con el campeón

de los consejos de administración:

agua, gas, construcción,

y siete hijos vinculados

a los Guarch, del papel,

los Pi, del textil, los Arista, muy fascistas,

que de recoger en Utiel coles

llegaron a ser socios

de los yernos de Porcioles

(el corruptible alcalde

que nunca trabajó en balde).

Más bofarulles.

La casada con un Trias de Massanes

que firmó manifiestos contra Franco

y tiene un hermano arquitecto

que se lo lleva muerto.

Edificó la costa entera

y se asoció con los Fabra,

los Díaz-Formentera

y los Cabeza de Cabra

duros patriotas que follaban

con murcianas

que eran fieras en la cama.

Pero eso son excepciones

los sensatos pernoctaban

con las Manlleu (motores)

y las Sinfreu (otros sectores)

y con marqueses nativos

como los Giralt de Abreu

los Solans de Malavella

y los Güell de Solivella.

De putas se iban los viernes

con sus primos Guinjoan

(los del principio)

que no eran tan clandestinos

hace unos años.

El profesor y el funcionario

iban a puestas de largo

meditaban en el Valor de Cambio

la Mala Conciencia

y lo que rentan

las herencias

de Guinjoanes, Bofarulles

Aristas, Díaz-Formentera

y Trias de Massanes.

—Pues cuando tienen boda, hay que cerrar el garito —opiné, muy en mi papel de chófer castizo.

Escuché la risa de Ballesta a mi espalda.

—Tienes un humor característico, pero eficaz. A lo mejor no vas a ser tan tonto. Ve parando por ahí.

En el lugar que me indicaba no había edificación alguna. A lo mejor mi «humor característico» no era tan gracioso, y en cuanto detuviera el coche Ballesta iba a lazarme el cuello con un cable hasta la asfixia.

—¿Que pare ahí?

—Sí. Y espera.

Comprendí el motivo de la parada cuando, en la acera de enfrente, dos o tres bloques más allá, un grupo que no pertenecía a aquel hábitat acomodado, enarbolando pancartas y vociferando lemas, se agolpaba frente a un conserje colérico. El energúmeno uniformado dividía atención y esfuerzo entre detener el empuje obrero y que le devolvieran su gorra.

—Apéate y mira qué pone en las pancartas —me ordenó Ballesta.

Bajé la calle, sostuve con un encogimiento de hombros la mirada de uno de aquellos fornidos voceadores («Manlleu, macarra, danos la paga») que estaban a punto de saltar la cerca de madera, colarse entre los cipreses, romper los farolillos sobre pedestales de mármol, avances simultáneos que el traidor de su clase, aquel lacayo impotente al que se le agitaban la nuez y los flecos dorados de los galones, ya no podía evitar.

—Que han llamado a la policía —argumentaba, lloroso, el conserje—: Que van a venir. No, las paredes no. No las pintéis.

—«Manlleu, afora, o a tu hija se la desflora» —gritaban. «Motos Bultesa en lucha», escribían en las paredes con la impunidad que otorga el tumulto. Antes de que llegase de nuevo al Mercedes, la horda ya había tomado el vestíbulo.

—Motos Bultesa —informé—: Manlleu.

—Ah, bueno, nada que ver. Toma… —Ballesta me dio uno de los paquetes—: Ve al sobreático, pregunta por el señor Jordi y le das esto. Pero a él en persona. Así vas aprendiendo.

«Vaya cobarde», iba pensando mientras me alejaba.

—Oye… —Ballesta asomó la cabeza rasurada al uno por la ventanilla—: Acuérdate de decirle que es un Rolex. No se vaya a pensar que es una muestra de algo y lo tire. Y que es de parte del Banco Ciudadano por su confianza de años en nuestra línea de grandes cuentas.

El conserje no me vio coger el ascensor ocupado como estaba en evitar sin éxito que un par de proletarios saquearan unas cestas de Navidad tras el mostrador. «¡Por favor, por favor! ¡Que a mí también me echan!», exclamaba, mientras yo ascendía al sobreático.

En cuanto abrí la puerta del ascensor, quise cerrarla enseguida, pero uno de los obreros me sacó de allí, me levantó por el cuello de la camisa sin esfuerzo y me preguntó: «¿Tú de quién eres?».

—Nadie, nadie… —y era verdad—: El botones del Banco Ciudadano, el botones, el botones.

Rezaba porque el bestia aquel conociera el significado de mi humilde condición.

—¡Hey, uno del banco! —Llevándome del pescuezo como a un gato, el gigante se abrió paso entre sus compañeros y me llevó hasta la puerta en la que un señor con batín, ojeroso y bastante enfadado, con otro señor de traje y corbata parapetado tras su cuerpo, discutía con un veterano fumador de tabaco negro de aire zorruno.

—Nada, nada, nada… —estaba diciendo el del batín—. Ahora está todo en manos de la administración. —Y se dirigía al de traje—: Venga, dígaselo, ¿qué hace ahí detrás?, ¿no es usted mi abogado? Defiéndame.

—Soy su abogado… no su guardaespaldas. —El de traje estaba muy asustado.

—Pues hasta que esto no se arregle, aquí no cobra nadie. Y usted —el de batín volvió a dirigirse al veterano portavoz de los trabajadores—, ¿no les han explicado lo de la suspensión de pagos? El nombre ya lo dice todo. No se paga. Yo estoy arruinado. Cero. Peor que ustedes. ¡Y también es Navidad en mi familia, qué caray! ¡Y no me tire el humo a la cara!

—Ya. ¿Y quién se ha llevado las máquinas esta noche? Le habrán dado un pico por ellas. —El portavoz, soltando una bocanada hacia la cara del patrón, ante un coro que decía «Eso, eso…».

—¿Y ustedes cómo lo saben? ¿No habrán entrado en una propiedad privada? Eso es un delito. Y muy grave. ¿Y usted, jovencito?

«El del banco, el del banco», entonó el coro.

—¿El señor Jordi? —pregunté, exhibiendo el paquete.

El señor Jordi Manlleu miró a su abogado, que se apresuró a coger el paquete y a darme las gracias. Sin embargo, el titán que me sujetaba se le adelantó.

—¿Qué es eso? —dijo un obrero.

—La paga —dijo otro.

—Qué va a ser… —añadió un pesimista.

—Como alguien abra el paquete, delito. Como alguien se lo quede, delito —amenazó el abogado, aunque en voz muy baja—: Como no me lo den ahora mismo, delito.

Yo me sentía muy cansado y quise precipitar el final. Reuní toda mi candidez y entoné como una letanía:

—Es un Rolex en agradecimiento a su confianza de años en nuestra línea de grandes cuentas.

Todo estalló en pedazos. Antes de sobrevolar la masa obrera, pude observar cómo la mano del señor Manlleu salía como una culebra del bolsillo del batín, arrebataba el paquete al gorila que me mantenía en vilo, empujaba al abogado hacia el interior de la vivienda y cerraba de un portazo estruendoso. Todos pateaban, ascendían los grises, todos aullaban. Fue entonces cuando volé, cerré los ojos, grité:

—¡Soy el botones! ¡Soy el botones!

Me zarandearon, me pisaron, me golpearon, me interrogaron en medio del tumulto:

—¡Soy el botones! ¡Soy el botones!

Cuando el sofoco empezó a aliviarse, dejé de tantear escalones, abrí los ojos y dos criadas comunicándose en silencio de puerta de servicio a puerta de servicio sacudían una mano y bizqueaban a propósito. Aceleré.

—¡Soy el botones! ¡Soy el botones! —advertí sin detenerme a los policías que aguardaban ante las furgonetas en la puerta de la finca, en cuanto mi suerte me devolvió a la helada mañana.

Las carcajadas de Ballesta me sentaron muy mal.

—Anda, arréglate un poco que parece que te hayan sacado de una lavadora —dijo, y luego reflexionó—: Mira a Manlleu. Mira para qué sirve tener tantos cuñados, tíos y primos. A la hora de la verdad, te dejan solo ante los lobos. Aunque dentro de nada, Manlleu se asociará con uno de sus acreedores y montará otra fábrica con cuatro pelanas mal pagados, mientras esos infelices se tiran al coñac de garrafa y le pegan a la mujer.

—Me pareció que no le hacía falta mucha ayuda al Manlleu ese —dije, y ensayé el sarcasmo—: Tendría que haberlo visto con sus propios ojos.

Ballesta volvió a reír.

—En peores fregados me he metido, tenlo por seguro. Y he salido sin quejarme.

—¿Eso dónde? —A mí me iba a contar ese pijo de fregados.

—Donde no te importa —se acabaron las risas—: Mira, será mejor que no te quejes mucho, porque para los repartos de mañana te tenía reservado un premio y a lo mejor ahora te quedas sin él.

El día del Watusi
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