16
No le conté a Tina la parte amparada por el secreto profesional o la amenaza de degüello, sino lo que justificaba mi fría agitación, cierta añoranza del pasado furtivo y el aliento de coñac, y podía ser tomado como una acción de las fuerzas tectónicas de mi conciencia. Del modo más vago que pude y por la mera razón de hallarme en los últimos aledaños, los más tristes, de un proceso de intoxicación, confesé a mi alumna que necesitaba encontrar un tema, «El Watusi», para que fuera mi canción de una vez. Ella comentó que estaba loco; pero supongo que suponía que el abrir una puerta a la confianza, aunque fuera absurda, era un buen principio para informaciones de mayor sustancia que habrían de llegar. Ese segundo día mostré a Tina Alarcón el significado de las señales de tráfico. Y ella, menos simbólica, me enseñó que el pasado se inventa; y los dos dedujimos que inventar el pasado era un bálsamo para aliviar el dolor producido por reinventar de continuo el presente. Aún no habían acabado nuestras clases y ella no estaba dispuesta a preguntarme «¿Qué puedo hacer por ti?». Quedamos para otro día y ese otro día renovamos el rendez-vous pedagógico. El recuerdo de aquellos días anfetamínicos también me está afectando a mí ahora, mientras escribo, y me doy cuenta de lo completo e inútil que está resultando el Informe, Lector. Abandono el relato de mis clases con Tina y su resolución para más adelante: vuelvo a dejar el Jaguar en el aparcamiento y soporto de nuevo el sarcástico guiño del guarda y el comentario sobre lo espeluznante de mi cara que un Ballesta impaciente me transmite en la puerta de nuestra sede, apoyado en el morro del Mercedes.
—Mejor será que esa cara se arregle ya, porque si no te la arreglo a hostias.
Silencioso, me reinstalé en el papel de chófer. Esos días, Ballesta, movido más por lo práctico que por lo cómplice, se sentaba a mi lado, y la canción perpetua había dejado de sonar, ya que los últimos acontecimientos habían arrojado la melancolía de Ballesta por una ventanilla cualquiera. Esa tarde, nos dirigimos a un prestigioso hotel donde en el vestíbulo nos esperaba un humano barbado de la subespecie periodística. Una vez en la cafetería, él y mi jefe entablaron íntima conversación. En los círculos progresistas, en su sentido más amplio y menos exigente (puedo estar hablando de un maestro de pueblo que supiera entonar cuatro temas de cantautor y el kumbayá para luego seguir dando de palos a ignorantes y pelones hijos de la tierra) se había recuperado la costumbre que ya en tiempos de Bizancio distinguía a unos hombres de otros por el vello de su cara y hacía sospechoso de inmediato a quien no lo luciera de modo abundante. Los periodistas, adalides de la novedad en un tiempo fertilísimo en ellas, se distinguían por estar todos barbados. Al menos, los que yo tuve la oportunidad de conocer. Hasta del rostro de las mujeres periodistas colgaba una barba imaginaria que sí tenía que ver, y mucho, con la presunción de virilidad (o «de ovarios como balones» como le oí a una atractiva corresponsal) tan extendida en el Imperio Romano de Oriente, en el fundamentalismo islámico, en la Inquisición española, en la bohemia romántica. Los periodistas se distinguían también por aparentar siempre un exceso de fatiga corporal y espiritual, nunca moral, fruto de un horario imposible, del exceso de bebida y de la autopsia practicada a hechos del pasado, que anestesiaban la sensibilidad más despierta. También les separaba del resto de los humanos la posesión de certezas profundas, alguna de ellas escandalosa, y la seguridad de publicarlas en cuanto pudieran, o de no hacerlo por oscuros imperativos. O por el bien del pueblo. O porque no les daba la gana. De los que se aseguraron decir toda la verdad, alguno lo hizo sin demasiada especulación y ahora la sombra del resentimiento cae sobre ellos en algún lugar muy triste. Otros se limitaron al alarde, y ahí siguen.
—Yo estoy en la sección de economía, Guillermo. Y tú no estás hablando de lo bien que va un Consejo de Administración, o de lo emprendedor que es tu jefe. Me estás hablando de un partido político.
—¿Y qué diferencia hay?
—La diferencia no es sólo de sección. La información política se coge con pinzas. ¡Joder! —Y tras soltar el taco, el periodista X señaló la calle como si en ésta se demostrara a cada momento lo delicado de la situación política.
—Vamos, vamos… Escucha, X —el periodista X es ahora un importante cargo en una cadena televisiva y personaje muy secundario en este Informe para tener la descortesía de pronunciar su nombre; por eso seguirá siendo X—: Aquí está la nota. Léela, ya verás. A mí me parece que no compromete a nada. —Ballesta le tendía un sobre a X—: Y el redactado de la noticia es impecable.
El periodista X apuró su whisky. Pidió otro. Yo me uní a su demanda y Ballesta me advirtió, girando sobre su taburete, y dando la espalda a su interlocutor, más arrinconado y solitario que nunca, de que siguiendo las normas de la más estricta urbanidad, estaba muy mal visto aprovecharse del pedido de otra persona. No tuve que pensar mucho para deducir que esa repentina chorrada no era más que un pretexto para fomentar la intimidad del periodista X en el momento de llevarse a un bolsillo de su chaqueta de pana una sustanciosa cantidad de billetes. Dejé, cómo iba a impedirlo, que Ballesta siguiera regañándome:
—Cuando alguien dice «Un whisky, por favor», tú no puedes ir y decir «Pues yo otro». Y más si tú no conoces de nada a esa persona.
—Pero si me lo acabas de presentar.
Ballesta bajó la voz, mientras el periodista X procedía a la lectura del folio que también contenía aquel sobre mágico:
—No, no te lo he presentado. Tú sólo vas a conocerlo cuando yo quiera que lo conozcas. Y hasta que ese buen hombre no acabe de leer, tú no lo conoces. Luego lo conocerás un poquito cuando se despida. Después dejarás de conocerlo para siempre si yo no ordeno lo contrario.
El periodista X acabó de leer la futura noticia y destruyó el sobre; luego, hizo desaparecer el folio en otro bolsillo de aquella chaqueta de pana que muy pronto iba a ser de cheviot, así se había incrementado de pronto su nómina de redactor.
—Veré lo que puedo hacer —dijo el periodista X—: Habrá que darle un par de retoques, de todos modos…
—Estoy ansioso por leerlos. ¿Lo podrías sacar el martes que viene? Justo ese día.
—Es demasiado precisar. No me dejes asegurarte nada.
—Te debería un favor.
El periodista X le dio la mano a Ballesta y alzó la otra en mi dirección con recelo. Ballesta miraba la puerta giratoria del hotel, mientras parecía meditar:
—Hay algunos que les da por invertir en periódicos. ¿Para qué? Aunque sea bajo mano se va a acabar entelando todo el mundo. Esto es más fácil. Y a mí se me da mejor.
De nuevo en el Mercedes y cruzando la ciudad, Ballesta me explicó que ese subgrupo dentro de la subespecie periodística era conocido como «sobrecogedores», un neologismo que echaba por tierra el terco lugar común de que nuestro amado idioma no era apto para crear una nueva palabra uniendo dos ya existentes:
—Deja el automóvil en la bocacalle. Ese correveidile pidepán ya debe de estar cariacontecido —me ordenó, ejemplar, el filólogo Ballesta—: Ahora, vamos a bautizar a un sobrecogedor. Antes, Fernando, una cuestión: ¿Te has preguntado por qué me acompañas en estas gestiones? Quiero una respuesta.
—Para aprender y para que ésos se pongan en evidencia delante de un testigo.
—No está mal. Este hombre que vamos a ver, a lo mejor nos provoca con unas insensateces. El secreto de esas insensateces morirá contigo, Fernando. Y espero que dentro de muchísimos años. Si el secreto muere antes, también morirá contigo y será una pena. ¿Has entendido esto también?
—También.
Olor de tabaco enfriado en el altillo con sofás desvendados para parejas clandestinas que aún no han aparecido a esa hora de la tarde. En la penumbra, en el rincón más alejado de la escalera, nos esperaba el periodista Y. El periodista Y nos observaba como si quisiera alejarnos telepáticamente y contemplar desde lejos el estallido de nuestros cuerpos. Por cierto… ¡qué gracioso! En el día en que redacto estas páginas, el periodista Y es superior del periodista X en la misma empresa de comunicación. En febrero de 1977, el periodista Y no se parecía en nada al experto en economía que acabábamos de abandonar con los bolsillos llenos. Una barba exuberante apuntaba un mayor compromiso con la realidad que la recortada de X. Era aquélla una barba paulina, enrevesada, de iluminado, característica que no desmentía la mirada: si bien presentaba las ojeras de lo que podríamos denominar fatiga de redacción, se lanzaba hacia su objetivo como un misil. Las canas y aquella mala leche en una persona todavía joven llevaban a deducir que el trato con la terrible actualidad y las personas como nosotros estaban haciendo envejecer al periodista Y a idéntica velocidad que los misiles que simbolizaban su crítica mirada sobre la hora sobrevolaban el aire y, más adelante, impulsaron su carrera hacia la cumbre profesional. Nos sentamos frente al periodista Y.
—Me he enterado de lo de la querella —anunció Ballesta—. No sabes cuánto lo siento.
—Estoy convencido de que te estás muriendo del disgusto. —El periodista Y parecía compartir el dialecto de mi jefe—. Hemos presentado pruebas, pero el juez no está mucho por la labor.
—O la fuente periodística se ha secado… —Ballesta se puso a cantar «Por el camino verde»—… y las azucenas ya están marchitas.
—Te esperaba cabrón, Boris. Pero tienes el don de superar cualquier pronóstico.
¿Boris? Aquel barbudo había llamado Boris a mi jefe.
—No me llames así, haz el favor —aclaró Ballesta como si en realidad no le importara mucho que le llamasen «Boris»—. Entre cabrones, podemos llamarnos por nuestros nombres.
—¿Quién es éste? —preguntó el periodista Y, lanzando despectivamente la punta de la barba en mi dirección.
Fernando Atienza, mi ayudante.
El gesto facial del periodista Y pareció moderarse. Instalado en un simpático escepticismo respecto a su objetivo visual, Y, redactor de una revista consagrada a desvelar escándalos recientes y otros sucedidos en la oscuridad informativa de la época histórica recién abandonada, movía una y otra vez la cabeza como diciendo «No me lo puedo creer», mientras de un agujero rodeado de espesura capilar asomaban unos incisivos amarillos que a lo mejor sonreían.
—Bueno, vamos a dejarnos de protocolos, Y. He venido a decirte que sigo tu trayectoria y la admiro. El éxito de esa revista, que habrá sorprendido a la propia empresa, a mí me ha dejado estupefacto. Es una lástima que tanto logro no se haya reflejado aún en dividendos, y más pena me da que haya huérfanos de antiguos fascistas que no tengan Virgilios para que les escriban sus eneidas y, en cambio, te tengan a ti para recordarles los fusilamientos promovidos por su difunto papá. Lo malo del caso es que también tienen una herencia que dilapidar en juicios por difamación y amigos tan poderosos como para truncar tu carrera.
—Estoy oliendo a azufre que apesta —dijo el periodista Y—. Además, no sé quién habla de promover ejecuciones.
—Historias tontas que corren por ahí, y tú lo sabes. No eres tú gente que se cebe en los rumores. El olor a azufre es pura paranoia de reportero. El que huele a azufre es Nadal-Altafulla. ¿Por qué te metes con gente que lleva guiones en el apellido? Ese guión indica a los más prudentes que su poseedor maneja otro guión, el que dirige cada uno de nuestros actos.
—Nadal-Altafulla se compró el guión de estraperlo. Y, ahora, los hijos, que ya tienen su guioncito, se han dedicado a comprar a quien me facilitó la información.
—La compra venta, siempre la compra venta. ¿Es ésta la sociedad con la que habíamos soñado, Y?
—Lástima que tenga cierta curiosidad, porque si no me levantaba ahora mismo y me iba.
—La curiosidad es el motor de tu talento, Y. Por cierto, me han dicho que estabas escribiendo una novela. Muy interesante. ¿La has acabado?
—Me faltarán unas quinientas páginas. Pero ya llevo mil doscientas. Aún tienen que acabar de pasar algunas cosas en el país para que yo pueda tener un final.
—Los lectores estamos ansiosos por devorar tu verdad. A lo mejor me han tomado el pelo, no sé, pero también me dijeron que yo salía en esa novela. ¿Cómo es posible?
—Eres el protagonista en una de las partes: «Los años sin excusado».
—Ya hablaremos más adelante de mis protagonismos. —Ballesta deslizó un sobre a través de la mesa—. Ahora, víctimas como somos de la hora, tratemos un asunto candente.
El periodista Y miró el sobre con asco; luego, a Ballesta con furia. Se levantó sin decir nada, cargó con la media trapería mejicana que le rodeaba, bolsas, carpetas, libros y macutos, y se fue. El sobre seguía encima de la mesa. Cuando el periodista Y estaba a punto de alcanzar la escalera, Ballesta le siguió y de cuatro zancadas se plantó ante él.
—Mira, Y. Ayer me colgaste el teléfono. Hoy te levantas y te vas. ¡Pero si no sabes de qué te quiero hablar! ¿Dónde está tu curiosidad? Tú no eres un mamporrero. Tienes talento y un gran futuro. Y eso lo sé yo y lo saben todos. Jamás te ofendería como crees que te estoy ofendiendo. Anda, siéntate.
El periodista Y volvió a la mesa, descargó sus alforjas por todos lados y se sentó, mientras me miraba sin su famosa curiosidad. Ballesta, contraviniendo toda regla de educación, pedía a gritos nuevas consumiciones desde lo alto de la escalera.
—¿Hace mucho que conoces a este tipo? —me preguntó el periodista Y.
No era la primera vez que me era formulada esa pregunta. El día de la gran juerga, en el salón de baile en lo alto de la otra montaña, el individuo que me relató la anécdota de los repartidores de octavillas y los fascistas vapuleados por Ballesta, me hizo la misma pregunta. Esta vez no respondí, claro. Mi silencio no pareció importarle mucho al periodista Y, que con su mirada violenta observaba ahora cómo Ballesta recogía el sobre de la mesa, al mismo tiempo que supervisaba el servicio de la bebida por un lento camarero octogenario. Luego, sin articular palabra, sacó del bolsillo lo que enseguida reconocí como tarjetas de visita. Eran dos. Se las extendió al periodista Y. El periodista Y las leyó. Al periodista Y se le atragantó la bebida. Una vez prevenida la asfixia, soltó una carcajada y preguntó:
—¿Liberal?
—Liberal Ciudadano —matizó Ballesta con toda seriedad.
La frecuencia de las afirmaciones de cabeza del periodista Y aumentaron. Los incisivos amarillentos asomaron un minuto, mientras su dueño realizaba el reiterado movimiento craneal. El periodista Y, contra todo pronóstico, suspiró:
—Cuando era chico —empezó a explayarse el periodista Y—, leí Luces de Bohemia. ¿La has leído?
Ballesta afirmó con la cabeza. También sonreía.
—Pues en Luces de Bohemia hay una escena en la que Max Estrella, el protagonista, el pobre y borracho Max Estrella, visita en su vía crucis nocturno a un ministro. Y resulta que Max Estrella y el ministro son amigos de juventud. El transcurrir de la vida, según la obra, había hecho de uno un bohemio en las últimas y al otro ministro. ¿Sabes qué pensé cuando leí eso?
Mientras su mano izquierda, lejos de la mirada evocadora de Y, viajaba a un bolsillo de su americana donde un momento antes había guardado el sobre, la cabeza de Ballesta negaba muy despacio. Su boca sonreía. El gesto general era de curiosidad.
—Al leer eso pensé: «Imposible. Nadie que viva como vive ése puede conocer a un ministro». ¿Te das cuenta? Nosotros, con Franco, hemos crecido en unas condiciones en que todo era inmutable. El que era ministro, ya desde pequeño iba para ministro. No teníamos nada más que esa organización fosilizada, cada uno en su casilla. Bueno, vale, luego te enterabas de que por ahí fuera las cosas funcionaban de otra manera. Pero que aquí, aquí —y el periodista Y señaló las arrugas de la moqueta roja, quemada por cien colillas—, un ministro hubiera tenido un pasado bohemio parecía imposible. Es una cosa que se lleva dentro, forma parte de tu esencia, por mucho que te hagas el enterado después. Y ahora, que veo muchas cosas, veo también —el periodista Y pronunció con énfasis—: «Guillermo Ballesta. Partido Liberal Ciudadano. Secretario de Coordinación». Y veo a quien coordinas, y veo liberal, y veo a los aviones fascistas aterrizando enmascarados en alguno de los portaaviones de los partidos democráticos y veo a la guardia mora escoltando la cabalgata electoral y veo a los Nadales-Altafulla de este mundo siendo demócratas de toda la vida, sin llevar al paredón a nadie, sin hacerse ricos con el hambre de los demás y jodiendo al que intente explicarlo, y ya lo veo todo.
—¡Eres un visionario, Y! ¡Cuánto brillo! Estoy leyendo tu próximo artículo. No se puede ser más lúcido.
—Estos quince días que nos van a dejar son como aquéllos, y volverán a ser como los otros si empieza el baile de máscaras.
—El baile ya ha empezado hace tiempo, Y. No vengas tú ahora a descubrir la pólvora.
Se hizo un silencio. El periodista Y miraba a Ballesta, que encendía un cigarro con toda tranquilidad. El periodista Y se estaba preguntando lo mismo que yo: ¿qué pretendía Ballesta? Con el humo entre los dos, Ballesta y el periodista Y se miraron, sonrieron, estallaron en una carcajada. Yo también reí un poco. Volvió el silencio y yo seguía teniendo la impresión de quien entra en la sala oscura de un cine con la película ya empezada y no entiende nada de lo que está pasando ante sus ojos.
—¿No me vas a preguntar por qué estamos aquí?
El periodista Y se retrepó en el asiento mientras un gruñido prolongado salía de aquella caverna peluda que tenía por boca. Luego habló:
—Si piensas que hay una posibilidad remota de que escriba algo sobre las presuntas bondades de ese paralítico… —volvió a leer la tarjeta con gesto de repugnancia—. Del Escudo, el abogado pollo pera, el banquero más inepto de los años sesenta, por no hablar de tus muchas faltas, Boris, es que estás tan loco que ni te das cuenta de que, mientras se pueda, no sólo se va a decir la verdad, sino que nadie se va a someter al chantaje y al soborno por quedar bien con cuatro mequetrefes. En eso estás muy equivocado.
—¿No vas a escribir nada? —preguntó entonces Ballesta.
—Nada.
Ballesta sacó el sobre del bolsillo y logró que con un movimiento decidido, pero no violento, llegara, a través de la mesa, a muy pocos centímetros del pecho del periodista Y. Antes de que el periodista Y pudiese reaccionar, Ballesta se levantó y me hizo un gesto veloz con la mano para que también me pusiera en movimiento. Como no llevaba tanto equipaje como el periodista Y, sólo tuvo que sonreír, colocarse a su lado y hablar con suavidad:
—Eso es exactamente lo que me gustaría, Y. Que no escribieras nada. Que nadie en tu revista publique nada. Que en los mentideros no se sepa nada. Nada de nada. Como puedes ver, Y, te tengo valorado en un concepto alto, muy alto. Sé que cuando abres la boca todo el mundo deja lo que está haciendo y se pone a escuchar y lo que dices va a misa. Me ha encantado el discurso de los aviones y la guardia mora. Ahora sólo falta que te puedas pagar un buen abogado y no te jodan la vida. De ese Nadal-Altafulla sí tendrías que escribir mucho más. Cuando volvamos a coincidir, puedo contarte alguna que otra cosa.
Dejamos al periodista Y en el reservado, rodeado de su instrumental periodístico, contemplando el sobre.
—¡Vaya empleo! —exclamó Ballesta, cerrando el Mercedes de un portazo.
Como no sabía a qué empleo se refería, si al suyo, o al de periodista, esperé en silencio a que me ordenara la siguiente dirección.
—La cosa es de lo más extraño. Éstos se lo están creyendo y van a hacer más daño del que parece. —Ballesta volvió la cabeza en mi dirección—: ¿Tú qué piensas?
—¿Yo? Nada.
—No, en serio. ¿Se merecen nuestros jefes que demos la cara por ellos? Ese tío de ahí arriba igual es un mamón presuntuoso, pero se lo cree. Se cree lo que está haciendo. Si no tuviera lo del juicio, nos hubiera mandado a paseo. Y uno no se puede estar gastando una millonada tapando bocas. La vida ha dejado de ser cómoda y hay que pensar más que antes. Y nuestros jefes viven de la inercia desde hace demasiado tiempo. En fin, arranca…
—¿Dónde vamos?
—Quieren ser escritores, quieren ser periodistas, quieren ser moralistas y quieren controlar el cotarro. ¡A la mierda con ellos! —El ralentí del coche justificaba la espera ante el monólogo de mi jefe. Había cambiado de tema, por si el Lector no se ha dado cuenta—: Somos una generación ambiciosa. No hemos follado bastante. Bueno, ellos… Y hemos rezado mal, porque hemos rezado mucho. Estampas del Che, estampas de la Virgen. ¿Qué diferencia hay? Y hemos leído peor. ¿Has visto qué cara ponía cuando nos contaba lo de Luces de Bohemia? ¿Y a mí qué me importa? ¡Cuando un cabrón te quiere sobornar tú no te pones a contarle Luces de Bohemia, tío primo! ¡Te vas y punto! «Hay muchas cosas que no quiero saber. La sabiduría pone límites al conocimiento». ¿Por qué digo eso? ¿Dónde vamos?
—Donde me digas…
—Mira, llévame al aeropuerto. Si estoy esta noche en Madrid, mañana a primera hora puede tomarme medidas un sastre al que dicen que va el rey. He notado que la elegancia no es un bien muy cotizado en la capital. Hay que ir disfrazado de elegante, que no es lo mismo. ¿Que todos van vestidos igual? Pues a vestirse igual. ¿Por qué? No quieras saber, Fernando, no quieras saber.
Pues yo quería saber.
Boris.
¿Boris Ballesta? ¿El camarada Boris?
El periodista Y, al que felicito desde estas páginas que nunca leerá por su magnífica posición en el mundo televisivo, nunca acabó la colosal novela en la que, imagino, iban a estar compendiados toda la sabiduría y sentimiento humanos. Una lástima. Ese volumen inacabado, si no ha sido destruido por el fuego en el que arden las ingenuidades y ambiciones juveniles, nos habría contado más sobre Ballesta. ¿Alguien pagó también al periodista Y para que no siguiera escribiendo páginas inmortales con visiones que abrieran los ojos a este ciego mundo? No lo creo. Un viento de soberbia también hinchó las velas de la nave periodística; y el tuteo con sus contemporáneos, cuando no antiguos compañeros y camaradas, que habrían de erigirse como cocheros de esa cabalgata a la que no escoltó ninguna guardia mora, sino el constante oro, estimuló a la crema periodística a osar poder, en vista de que se podía. El antiguo compadreo con los que luego serían gobernantes alcanzó a estratos de más solera en el ejercicio del mando. Alguno de aquellos valientes periodistas dejó de beber; alguno de los que proyectaron una inmortalidad basada en el brillo de sus palabras, en el interés de sus historias y en la trascendencia de sus fabulaciones, se conformó con las inmediatas y múltiples posibilidades de gozo y venganza que otorga el reino de este mundo. El alejamiento de los políticos, el miedo y la chulería recíprocos, hizo que todos ellos aprendieran a manejar secretos. Y en secreto quedó, pues, la vida inmortal de Boris, a quien yo conocía como Guillermo Ballesta. Aún tengo que enterarme de muchas cosas esos días del setenta y siete, pero es de lamentar que «La versión de Y» no pueda ser contrastada con la que exponen estas páginas. Con esa falta de pruebas, y aunque no sea éste el caso, parece que esté pecando de ingenuo desde el punto de vista periodístico. También de tedioso y desaliñado desde la óptica narrativa: de nuevo estás viendo, Lector, cómo los acontecimientos se adelantan y suspendo en suspense. Pero ¿a quién puede importarle una descripción tan minuciosa de lo sucedido más que a mí mismo? Insisto: no es éste, aunque lo parezca, el relato de mi vida. Pero mi vida y los comentarios sobre sus estupefacciones son importantes. El asunto general es muy complicado. Ahora confieso pecar de orgullo patético y vuelvo a aquella tarde y a ese periodista Y con una cuenta pendiente con la justicia de la que nunca más se supo. Por lo menos, yo nunca supe nada más de todo ello y, por lo tanto, discúlpeme, Lector, no es importante en esta historia. Acompaño a Ballesta al aeropuerto. Ballesta me informa de que a su regreso almorzaremos con los tiburones. Me previene de que la comida puede ser de aúpa, digna de funambulistas y discretos. Me sugiere que no vuelva a presentarme con el aire de cansancio desquiciado que he lucido durante la jornada. Que deje el Mercedes en el aparcamiento junto a nuestra sede y no me vaya de juerga con él aprovechando su ausencia (en ese momento fija su vista en el cuentakilómetros). Que me tome un valium. Que descanse. Ballesta estará unos días en Madrid, y no sólo renovando el vestuario. Volverá cuando hayan salido las primeras noticias de los periodistas X e Y, y se entere de una vez por dónde van los tiros. Luego presentaremos a nuestra formación en sociedad y nos aliaremos con gente seria que no tome la acción política por una representación de fin de curso. Me sugiere que termine mis clases de circulación con la putilla. Es una pena, me dice, que no se la haya tirado, porque así podría dibujarme un mapa. Enseguida añade que habla en broma, como ya debo haber supuesto. Ballesta no aclara si la broma se refiere al dibujo del mapa, o al hecho de que no se la haya tirado. Ballesta se apea del coche y saluda a unos policías que en la época en que fui afectado por la fiebre de las W formaban parte de la jauría que iba en pos de mi persona. Ballesta, con las manos en los bolsillos, silbando, se dirige a la terminal como quien entra en un burdel, con la conciencia tranquila o sin echarla de menos.