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Ahora debo referirme a las causas que, como en los peores sueños, propiciaron la salida de un sótano para ingresar en otro mayor: el ruido constante de los fluorescentes acechando en el aire, astutas sombras de escaqueadores, de locos y de amantes, crepitación de carpetas al roer de pequeños mamíferos; y debo contar la extraña paradoja que me libró de esa mazmorra para alejarme del adolescente que había sido, del mundo de anhelo pequeño-burgués presidido por Flora, y me acercó cada vez más y con mayor intensidad al día del Watusi. Bebí agua con sabores distintos de la misma fuente, mientras me convertía en lacayo de los justos y los poderosos, adulteraba mi esencia sin voluntad y hasta el fondo, y promovía un aplazado aturdimiento convencido de estar realizando mis ilusiones, que mi vida desquiciada empezaba a moverse al paso desquiciado de los tiempos.
Mi ingreso en la población activa tuvo lugar sólo iniciarse el otoño de 1975. Después de los fastos nupciales y los atrevimientos viajeros, de los obsequios, de los cambios de vivienda, pareció llegar el desmayo y la inquietud, ocultos tras un proyecto quizá demasiado ambicioso o alocado, del exceso de ciega felicidad, del súbito embarazo y sus consecuencias emocionales, la inseguridad económica general y algunos aspectos financieros, préstamos, plazos, letras, que infligían en mi madre, persona hecha en la práctica de los rudimentos más instintivos del trueque, cierto pavor al futuro. Más que un miedo real, ese temor era un arma utilizada por Flora, no para que Carmelo la consolara y explicase hasta la saciedad los mecanismos de la usura, sino para que declarase una y otra vez como idea propia lo que de él se esperaba: ser pilar familiar y bastón conyugal. El caso era que ante esa situación, y dado que el impaciente sujeto, yo, no hacía más que proclamar su voluntad laboral y las ventajas sociales y personales que la situación conlleva, Carmelo indagó entre sus amistades y se enteró de que el Banco Comercial Ciudadano, una pequeña, pero sólida institución, famosa por su largueza para con los empleados, necesitaba tres botones, muchachos listos, decididos y formales. La cúpula familiar decidió, no sin vanidad, que cumplía el perfil, se movieron los hilos con eficacia, se humilló Carmelo un tiempo en las salas de espera, y una mañana de octubre me personé en los lujosos servicios centrales del banco que prometía al público «Modernidad en las operaciones, tradición en el trato, un sello europeo», no sin pasar por la prueba de ser inmortalizado por mi madre desde el balcón con la nueva cámara y gran vergüenza por mi parte, que ya venía de antes, porque en el vestíbulo, con el primer bocadillo bajo el brazo, no había tenido más remedio que jurarle a una Flora genuflexa que una vez asegurada la categoría de auxiliar administrativo, reiniciaría mis estudios.
En el vestíbulo, mármol, maderas nobles y un sosiego funerario, coincidí con los otros dos botones. Mi primera impresión fue que ellos sí correspondían a la demanda de un muchacho con ganas, iniciativa y desparpajo: eran guapos, no iban vestidos de humorista australiano y parecían haber sido educados para moverse en ese ambiente; por fin había llegado la hora que tanto esperaban. Saludaban a todos los empleados, estrechaban con dos manos la mano que les tendían. Yo me quedé sentado en el centro del vestíbulo, junto a un anciano dormido sobre su periódico abierto. Por fin, un empleado se vio en la necesidad de levantar la voz y romper el litúrgico sosiego del dinero con la frase: «¿Dónde puñeta está el tercer botones?».
Subimos a la sección de personal, entramos, y el repique de las máquinas de escribir se detuvo para dar paso a una velada ironía en las miradas y el comentario: «Mira, ahora van a hacer de esto una guardería». En un despacho, el jefe y el subjefe de la sección nos recibieron con un entusiasmo que hacía pensar que la buena marcha del banco dependía en exclusiva de nosotros. Mis dos compañeros, que seguían sin dirigirme la palabra, transmitieron saludos de diversas autoridades y obtuvieron del jefe una réplica muy cordial. El jefe y su inferior inmediato, asintiendo en cada punto del discurso como un autómata, nos explicaron que debíamos sentirnos orgullosos de pertenecer a esa institución, el Banco Comercial Ciudadano, un empleo tan seguro que una vez que se entraba, ya no se salía de la gran familia feliz, bancaria, comercial y ciudadana. ¡Qué satisfacción espontánea, manifestaban los otros dos botones, cuánto júbilo! ¡Cómo les imitaba yo!, aunque quizá con un poco de retraso. Finalizada la pequeña ceremonia, el subjefe de personal dio a los otros la orden de presentarse ante un apellido, y a mí me dijeron que esperase fuera, donde fui acribillado por las miradas compasivas de todos los empleados de la sección. Cuando vi que uno de ellos, calva brillante, traje y corbata, me aconsejaba abrir la cuenta de ingreso de nómina en otra entidad porque el barco se iba a pique, y aprovechaba la pausa de mi estupefacción para lanzar una goma elástica a un vejete con gafas de concha y abundante pelo blanco, di por finalizada mi primera adolescencia e iniciado el caos, por mucho que el empleado calvo añadiera enseguida que todo era broma.
La broma se transfiguró en el archivo general, una larga bóveda donde hileras de estanterías de madera aniquilada por la carcoma formaban calles solitarias, alguna sin salida, de indudable peligro. Junto a la entrada, una serie de máquinas empaquetadoras y una guillotina eléctrica daban una solitaria idea de la asunción de la técnica. Por los rincones, tapando puertas y muros ciegos, se amontonaban expedientes en cartapacios pulverizados, columnas de boletines y memorandos. En la esquina más remota, una aristocrática mesa venida a menos, con una de las patas sustituida por un ladrillo, iba a ser mi puesto de operaciones: un auténtico potro de tortura en el silencio continuo, en la desolación de la dura luz artificial, de las horas inacabables, una de esas mesas que ha matado más hombres que las bombas. En algún punto se oían gemidos de tristeza. Salían de la boca del empleado al que iba a sustituir.
El muchacho no se creía la noticia. Me aseguró tener veinte años, pero aparentaba cincuenta: poco pelo, la espalda vencida, el pecho hundido, las manos blandas a punto de caer de las muñecas, la voz inaudible, sin color; ante cualquier movimiento ajeno, se cubría el rostro, y negaba de un modo nervioso sólo intuir que alguien había empezado a formular una pregunta. Era un espectro y lo sabía. Con mucha dificultad, me explicó las tareas básicas, que no resultaron ser muy complicadas, y cuando le aseguré por enésima vez que la sustitución no era una broma, me cogió la cabeza, depositó unos viscosos labios en mi frente y abandonó el recinto con los brazos levantados entonando la melodía de la canción del verano que estaba de moda cuando le abandonaron allí.
En cuanto se hubo apagado su cántico, reconocí que mi debut no había sido muy brillante. No era ése el puesto ideal para conocer gente y ser lanzado en sociedad; pero como los grandes viajeros solitarios, me impuse un ideal por encima, no sólo del deber y de la disciplina, sino de lo que se pudiera esperar de mi grado de rendimiento, que según el compañero saliente podía ser nulo sin temor a represalia. No me iba a dejar vencer por la molicie: con el trabajo continuado de los días, convertiría aquel ámbito en un ejemplo de archivos bancarios.
Al día siguiente, hundido en la rutina monocorde y avisado por un empleado que había bajado a buscar un documento de que si me atrevía a cambiar un solo expediente de sitio, me iba a estrangular y nadie se daría cuenta, desistí de mis impulsos renovadores y durante las horas laborables me dediqué al cultivo de la parsimonia, a hacer listas sobre mi ascenso en el escalafón (en dos años, auxiliar, en ocho, oficial segunda, en catorce, oficial primera) y al conocimiento del género humano, cuya conducta modelaban los empleados que por diversos motivos visitaban el archivo.
Durante el año que estuve como gobernador de mi ínsula, conocí matices de eso que alguno denomina irrelevantes sociales. La libertad fingida a que el archivo invitaba y mi actitud impasible fueron el motor de dos situaciones: el visitante, rotas las cadenas, hacía en aquel sótano lo que le hubiera gustado hacer en cualquier otro lugar; el visitante parecía muy dispuesto a contarme su biografía, su concepción del mundo y el vínculo degenerativo entre ambos, los cotilleos de la empresa y su punto de vista sobre la jerarquía y las relaciones entre sus elementos destacados. La muerte del general Franco y el hecho de que la conciencia política del país conociera pronto su faceta más extrovertida, sin caer en la cuenta de su total ignorancia en la materia, añadieron un tono más desquiciado a la sucesión de extraños comportamientos.
Por ejemplo, dos empleados que bajaban cada mañana a jugar una partidita de ajedrez, a la que se entregaban durante no poco tiempo con la máxima concentración, discutieron agriamente en cuanto se dedicaron a comentar la tarea del generalísimo recién fallecido en lugar del movimiento de caballo en la defensa Philidor, y se dieron cuenta de que su perspectiva histórica no sólo era enfrentada, sino hostil. Nunca más volvieron al archivo, y al poco tiempo me enteré de que uno de ellos se murió de pena y el otro pidió la jubilación anticipada; aun así, este último seguía viniendo de visita con mucha frecuencia, bajaba al archivo y fingía jugar una partida para luego despedirse de mí educadamente. La política hizo mucho daño desde el primer momento. Otro empleado, de enorme bigote, mejillas tintas de salud, y un polo que no llegaba a taparle el ombligo de su abultado y feliz estómago, y el embrollo indumentario que aquellos años consentían, empezó durante los primeros meses del año setenta y seis a decorar esa prenda con insignias de las diversas agrupaciones políticas que iban surgiendo. Supongo que ese toque decorativo obedecía más a un impulso estético que ideológico, pero uno deducía que la decisión había causado cierta controversia en la superficie por el empeño de aquel hombre en defender las ideas del partido que lucía en la solapa por diferentes que fueran uno y otro. Esa contingencia hizo que el compañero prolongase sus acaloradas disputas en el archivo, ya sin la presencia física de un contendiente, y esos monólogos voceados, y los actos que acentuaban los giros de la controversia y las tomas de posición, cajas lanzadas contra el suelo y la pared, estanterías pateadas, recambios de fluorescentes estallando en el tenso silencio, desembocaron, no en apacible o malhumorado desencanto, sino en el nihilismo más feroz, inmoral y detonante. Varias fueron las víctimas de esa transformación. Una de ellas, el Primer Sindicalista No Vertical Del Banco Ciudadano, como solía anunciarse, que después de presentarse ante don Tomás del Yelmo, director general, con mucha osadía y la propuesta de que a partir de ese momento, y dado el cariz que estaban tomando los acontecimientos en el Estado, iban a tener que negociar mucho los dos, ya que era privilegio del sector bancario destacar en el combate sindical dentro del ámbito pequeño-burgués, y en ese banco durante mucho tiempo no había combatido nadie, fue expulsado a patadas de la dirección por don Tomás sin que se hubiera iniciado el mínimo conato de conversación. «¡Y deje de vestirse como un jardinero, yipi!», dicen que añadió don Tomás. Como si no le bastara haber besado la moqueta de uno de los recintos más altos de la empresa, ese gran luchador insistió en una reivindicación, aún sin contenido, pero llena de significado, y fue recibiendo un trato parecido de otros mandos superiores e intermedios al de su encuentro iniciático con la patronal, hasta que decidió formar un comité de empresa fuerte. El éxito no le acompañó. Todos los empleados parecían estar encantados con sus horarios, su nómina, los descuentos y el trato general; y si no lo estaban, preferían fingirlo, dada la precariedad de la situación económica. Ya nadie en el banco le hablaba y el Primer Sindicalista No Vertical hubo de exiliarse en el archivo, donde recibía las intermitentes persecuciones del hombre de la insignia cambiante, que le tildaba de pelele, y de un reconocido fascista que bajaba de tanto en tanto al archivo a disfrazarse de guardia civil, o en busca de un buen hombre, cabizbajo y de paso silencioso y acelerado, para gritarle: «¡El Fuster, morirá, en la cámara de gas!», atento al posible antecedente judaico del hombrecillo. Cuando esos dos fenómenos humanos unían sus fuerzas y acorralaban al Primer Sindicalista No Vertical, nadie le salvaba de un vapuleo y de cantar diferentes himnos con lágrimas en los ojos y entre hipidos.
Había más: encendidas disputas futbolísticas; un pelirrojo que al poner en marcha los mecanismos de embalaje fingía con absoluta seriedad controlar los mandos de una nave espacial y me tranquilizaba respecto al futuro de la galaxia si éste seguía en sus manos; un chico y una chica venían cada día a última hora con un casete en la mano para ensayar entre estanterías su número de baile para un concurso discotequero en el que se iban a presentar en la modalidad «rock por parejas», el ritmo en torno al reloj se repetía y el silbido de las suelas, el restallar de una falda acampanada, daba paso a aislados jadeos eróticos que poco a poco se iban sincronizando al rock, rock, rock; un sesentón lento y de presencia esquiva, que no hacía más que lamentarse en voz alta como Segismundo en su torre, exhalaba sus ayes, mísero de él, infelice de él, a la hora más arbitraria y con gran susto por mi parte. Ese hombre, del que sólo veía una sombra gigantesca, se merecía mucho más que yo el título de Fantasma del Archivo.
Pues así todos los días. En un orden de locura descendente, algunos empleados venían a desayunar y, sin interrumpir la frenética masticación cuyo sonido la bóveda agigantaba y esparcía, comentaban el precio de los alimentos, de la gasolina, del palmo cuadrado de suelo, para luego preguntarme si me parecía bien el modo en que el vértigo mundial nos estaba llevando al vórtice del inexorable fin, y sentenciar, sin que yo hubiera abierto la boca, que no iba a entender nada hasta que no tuviera hijos. Esas visitas me hablaban de los superiores del banco como si yo o ellos les conociéramos de algo, y daban rienda suelta a una excentricidad reprimida que me hizo pensar en que también debería exhibir mi rareza. Por eso agitaba mucho las pestañas y fingía que me temblaba el pulso cuando se excedían en sus monólogos. Esos desayunadores fueron los que me transmitieron un interés por la jerarquía de mi lugar de trabajo, de la historia reciente de aquel banco y de su irrefutable solidez.