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Ya he dicho que entre los años 77 y 79 leí ochocientos sesenta y dos libros. Literatura, Arte, Filosofía, Autoayuda, Historia, Ufología, Ciencias, Aviación. Nada de lo humano me era ajeno salvo la humanidad misma. Muchas novelas: desde la gorra de Charles al hígado de Yossarian, la cosa empezó así, nunca había dicho nada, nada, y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita. Una cita curiosa en este último libro: «Una gran W hecha con piedras blancas sobre un talud empinado, en la alejada perspectiva de una calle diagonal, le pareció la inicial de Woe». Woe, Lector, significa aflicción. Una aflicción tan unida a la alegría, el placer y el delirio que no se iba a parecer a ninguna otra.
En enero de 1979, era poseedor de la llave de una caseta del Guarda-Todo de la calle Lérida donde frascos con el producto que diversos médicos imaginarios habían recetado al menos imaginario enfermo se escondían api lados tras los libros que formaban mi digna biblioteca Los ahorros se terminaban y se hacía necesario buscar un modo de vida. Vago conocedor de los hábitos juveniles, en cafés pintados de lila, oculto tras el humo como si fuera un chivato más, había ido anotando los sonoros nombres de pubs, que entonces se decía, frecuentados por depósitos de gestos y energía nerviosa que trazaban grandes planes en sus monólogos, o manifestaban en un murmullo asmático, no su abulia emocional, sino la del mundo, detestaban el plano de una ciudad menor. Luego, en las revistas golfas que me proporcionaba mi librero, buscaba la situación de los pubs que había ido registrando. Mi plan era vender pastillas a esos chicos para que dibujaran mejores castillos en el aire antes de su desmoralización; o se animasen niños que no querían saber nada, salvo esperar eternamente cosas vacías. Lo había visto hacer y no sería difícil imitarlo.
Regresé con mucha precaución a la zona alta. Cada tarde me esperaba una ronda de ida y vuelta por los cuatro bares con cierto pedigrí underground donde se juntaban todos los chicos y chicas. Así empezó la cadena de rostros que emanaban falso afecto, una imprudencia que era necesario dominar y, a menudo, un interés desmesurado por mi origen. En esos establecimientos, revestidos de falso peligro y una dudosa emoción, chicas y chicos con todas las cualidades, pero sin causa ni impulso, se juntaban con chicas y chicos que tampoco sabían de la causa o el impulso y, además, carecían de cualidades; sin embargo, todos se entendían bajo ese manto de música y vago desasosiego, y pasaban tardes y noches frente a una diana, un cubilete y varias cervezas aplazando la manifestación de una avidez inagotable, el momento oblicuo en que se lanzarían a ser cobayas de sí mismos con una jeringa en la mano y un susurro en la boca. Sus maneras, los saludos, la reacción correcta ante algunas canciones, obedecían a un ritual desconocido; no era sólo el misterio con que se camuflan los adolescentes ante un cuerpo extraño: uno se daba cuenta enseguida de que la música moderna y el vestuario envolvían típicas relaciones de poder disfrazado de amistades eternas y amores lacerados. O de sectarismo; en los años siguientes, muchos se hicieron yonquis o maricas por idéntico motivo que sus abuelos ingresaron en la masonería, para hacer señas y apartes. Eran los primeros vástagos de separaciones matrimoniales en masa, testigos de una segunda vida del padre o de la madre, o del hundimiento de uno de ellos, o de ambos, tan alocados y sin vigilancia como sus hijos. Luego estaba el vértigo provinciano: todos los chicos y chicas de los bares de la zona alta eran en su mayoría una cosa, lechuguinos; fingían ser otra, príncipes y princesas en un vago país de sexo, drogas y rocanrol; y el resultado era la apariencia de una tercera, erigirse en los modernos del pueblo, señoritos que esperan su herencia, mientras la empeñan con pasatiempos intrincados y banales. ¿La idea que ellos tenían de mí? Podían ser crueles, pero como no necesitaban ser demasiado sagaces no lo eran; y aunque yo sabía que ellos sabían que el traje me venía estrecho, y percibía que percibían que mis maneras eran indignas en su mundo, no podían catalogarme en ninguna de las casillas donde se ubica con mueca desdeñosa a los individuos lamentables. Además, ya lo verá el Lector, dije alguna mentirijilla preventiva sin saber que mi traje corto y ceñido, la agónica moda Ballesta, coincidía con la última y más rabiosa tendencia de Londres y bastaba para que me pudiese asomar a su círculo al menos un minuto. Así, cuando saludaba con el impropio ademán de alzar la copa, las chicas me miraban raro y, después de valorar que ese bobo no hacía peligrar la identidad y el destino del grupo, se sonreían unas a otras con una ironía que me empeñaba en interpretar del modo más optimista. Ellos, tras un murmullo, se acercaban hasta el rincón de la barra donde les estaba esperando Cuando tenía a los saltarines muchachos junto a mí, trababa una disimulada conversación: siempre me sentía recién impresionado por los discos de Elvis Costello, Talking Heads o B-52’s que acababa de escuchar, conjuntos musicales que, al parecer, combinaban con mi traje, enseguida empavesado en las solapas con insignias que celebraban esos nombres extraños cuya música no distinguía de una marcha militar. Y les decía: «Mi historia es triste, siendo como soy nieto del famoso pintor Picasso». Un par de datos sobre Notre Dame de Vie, último domicilio del artista, me prestigiaba ante las cejas enarcadas. Cuando la impaciencia de mis nuevos amigos se hacía patente, les comunicaba la buena nueva: sabía dónde conseguir anfetaminas y otras chispas farmacéuticas a buen precio. Hecho el contacto, repetía la maniobra en el resto de locales. Terminada la última negociación, volvía al primer bar, relataba mi epopeya para conseguir los estimulantes, los sacaba del bolsillo donde siempre habían estado y cobraba. Por supuesto, el público era el mismo en todos los lugares, y enseguida unas voces se dijeron a otras que mi modesta contribución a la euforia general poseía un interés económico y la supuesta búsqueda era una farsa. También más de uno descubrió algo sospechoso: para ser nieto del famoso pintor no conocía ninguno de los idiomas por los que se distingue a los muchachos criados en los mejores centros educativos del extranjero. No había más que oírme nombrar Elvis Costello o Talking Heads para percibir mi escaso dominio del inglés. No resultaba sencillo hacerse el loco delante de aquella gente; aunque todos pareciesen creerme, o al menos sonrieran, cuando relataba un par de veces con léxico majareta la historia del delincuente francés, Le Watusi (ninguna relación, por descontado, con su necio homónimo del anuncio de Lavaman), en cuya captura parisina tuve algo que ver. La necesidad de refugiarme en un punto indeterminado de la región andaluza, el trauma del que fui víctima, me imposibilitó para el aprendizaje de idiomas y me indujo a olvidar el francés de mi añorada infancia y el inglés de mi institutriz. ¡Y qué más da! Fuera cual fuese mi desorden mental, era el tío de las anfetas, el Doctor Feelgood, y a todos aquellos no les fue difícil aceptar las sombras de mi recóndito pasado. En adecuado paralelismo con el sentido práctico de sus ancestros, ellos me iban a seguir sonriendo y pagando, mientras midiera la confianza y les trajese la mercancía. Un problema muy distinto era que no me delatasen llegado el caso; o que lo hicieran los tipos con cara de piedra y mirada fija que aparecían a veces en esos establecimientos para instalarse en el fondo de la barra: la libre comparecencia de indiscutibles ex presidiarios sólo podía responder a que alguien les había otorgado el grado de agente doble a cambio de una ínfima cuota del mercado clandestino de estupefacientes. Para evitar problemas, a las doce desaparecía con mi calabaza a cuestas.
En el 79 abandoné la pensión para tristeza de mi patrona. En el patio gótico donde me dedicaba a leer por las mañanas, la seguridad se había vuelto muy azarosa. El atraco en pandilla estaba pasando a la historia y lo sustituían desgarradas peleas y la operación individual o en dúo sin reparar en el daño físico. Supuse que la desazón de los tiempos había alcanzado también a la clase criminal y me refugié en un café muy vetusto donde el afán por cultivarse de un chico como yo era bien recibido. Siento no detenerme en aquellas fugaces muestras de cariño, lo único en verdad importante. Una de esas mañanas, oí que un anciano deseaba alquilar a alguien fiable lo que él llamaba sin cariño «la porqueriza». «La porqueriza» resultó ser una caseta levantada ilegalmente en una de las azoteas de la plaza Real. El pomposo nombre del enclave sólo esconde un patio neoclásico de galerías porticadas con fama de canalleo internacional.
La despedida en privado con la patrona, vestida de lujo para tan alta ocasión, un broche de oro prendido junto a un escote de instinto asesino, tuvo un rebosar íntimo que aún me avergüenza tanto como sus palabras: «Granuja, falsario, ¿de dónde habrás salido?». Y se mor día el labio inferior para mancharse los dientes de carmín. También me despedí del Exacto, supuesto vendedor a domicilio y verdadero falsificador, que me invitó a una copa en su habitación la última noche. Una vez dentro, alzó su vaso con unas manos de dedos largos y finos y su voz ronca brindó. Mientras chocaban nuestras copas, me dijo:
—Chaval, no sé lo que habrás hecho, pero espero que no te pillen.
Aún se abría su sonrisa de viejo zorro cuando metí una mano en el bolsillo para extenderle unas fotografías de tamaño carnet. Y dije:
—Y no me pillarán si me ayuda. Me gustaría que uno de los dos apellidos fuera extranjero. Voy por ahí diciendo que soy nieto de Picasso.
El Exacto ni siquiera se preocupó en borrar la sonrisa de su cara. Al ajustarse las gafas con mil dioptrías, aumentaron sus ojos perspicaces. Estudió las fotos y afirmó con la cabeza.
—Si dices que eres nieto de Picasso, lo suyo es que te llames Ruiz. Y por experiencia te digo que lo mejor es que conserves tu nombre de pila. ¿Es el mismo? Vale. ¿Profesión «Estudiante»? Muy bien. ¿Vas a querer pasaporte? Da igual. De todas maneras te va a costar un pico. Y como te pillen y hables, no hace falta que te diga lo que te puede pasar… Los nombres los cogemos del acta de defunción de niños muertos. Eso quiere decir que hay gente seria que tiene que ver en el asunto. Y la gente seria es la más mangui, no sé si te das cuenta.
Me daba cuenta. Al cabo de una semana ya era Fernando Ruiz McDonald y había nacido tres años antes en la misma ciudad. Dado lo oneroso del encargo, aquel buen profesional añadió como obsequio una libreta de ahorro con mi nuevo nombre. Cuando volviese a tener dinero ya podría ir haciendo un rinconcito.
El nuevo piso era un auténtico nicho en la azotea que reproducía con exactitud mi antigua habitación, sin su limpieza y, tuve que reconocerlo, el calor que a veces proporciona hasta la compañía más estrafalaria; sólo una ventana con vistas a la plaza aliviaba la sordidez de unos vecinos golpeadores y vocingleros y unas vecinas convulsionarias que se entregaban al fornicio de pago con sorprendente frecuencia. Así, el nuevo domicilio sólo fue utilizado, de momento, para guardar mi exiguo vestuario y los efectos indispensables para que cierto aseo personal impidiera ser detenido sólo pisar la calle. Lo ajustado de mi programa, ese orden dentro del libertinaje, me hizo salir por las noches, convertirme en un personaje familiar para los habituales que se congregaban en las terrazas y junto a paredes seculares llenas de pasquines, brazos colgando de los barrotes de cancelas cerradas, cuerpos tumbados en los parterres, negociaciones y risas bajo las arcadas, sobre la tierra batida y entre humo de hachís. En ese año del 79, se hablaba de que salía menos gente y había menos entusiasmo que durante los dos años anteriores, cuando Barcelona pareció vivir, sin que yo me enterase, una nueva aurora anarquista en versión dicharachera. Sólo pude entender que todos se desnudaron mucho, o corrieron desnudos por la calle, o formaron torres humanas y desnudas, o bailaron desnudos la sardana. Y aquellos jóvenes de mucha melena se concentraban en sentir nostalgia del año pasado, cuando les salían cohetes por los ojos y confeti de la boca, y de sus oídos chorreaban consignas libertarias. Pude comprobar que de nada valían los viajes a Ibiza, a Nepal, a Amsterdam o a Londres para sentir, en el momento de un momento, nostalgia por un lugar donde no se ha estado, ni toda la experiencia de que carecían para empaparse de un tiempo no vivido.
Yo, a esas nostalgias, unía las del peligro y del placer; un peligro y un placer distintos. Cada jornada tendría un sabor diferente y, en la noche rigurosa, junto a una de aquellas chicas extremas a las que no tardaré en referirme, celebraría que uno ha sido a su manera un buen guerrero estético, ha salvado las trampas gigantes y los obstáculos mínimos con elegancia, con elevación, con entusiasmo. Ése era mi afán cada mañana. Si se habían terminado mis reservas de anfetamina, me acercaba hasta el Guarda-Todo, iba a lo mío y desaparecía. Almorzaba luego con vino abundante en una antigua casa de comidas, mientras seguía las peripecias de Fabrizio del Dongo, de Thomas de Quincey, de Frédéric Moreau, de los registros y cacheos en algunos bares cercanos, de la seguridad que tenía un bocazas de haber visto en el pasado con uniforme gris a uno de los agitadores más activos de la sede de la CNT. Después, para completar mi formación autodidacta, iba a la filmoteca y a cines de repertorio para ver sin creer una W en la pared de un bloque de viviendas baratas, mientras Marcello Mastroianni y Anouk Aimée caminan hipnotizados hacia su deportivo, y otra cuando la Gestapo acosa a unos partisanos entre callejuelas del Trastevere. Pensé que Dios me seguía tomando el pelo hasta que, mucho tiempo después, un italiano zumbón me contó que la W es el signo con el que en su país se abrevia la admiración «¡Viva!». O sea que el Watusi, o Pepito, o las voces del antiguo barrio o yo mismo no habíamos inventado nada. Pasado el respingo inicial, no importó demasiado ver las W entre la oscuridad, pintadas en las paredes de la misma sala, y ya me asusté menos ante M, el vampiro de Düsseldorf. Después de la sesión cinematográfica, visitaba a mi librero, que durante unos meses anduvo sorprendido por mi interés en las biografías de Picasso. A medio camino de la zona alta, hacía una llamada muda a mi madre y, después de mi patrulla comercial, volvía al centro entre el encanto y la soledad de una noche que ya empezaba a ver de modo distinto sin que en realidad hubiera ocurrido nada nuevo. Cruzaba calles vacías con farolas amarillentas que abandonaba con la pequeña desazón del que se deja encendida una luz al salir de casa, y ya estaba enfermo de intensidad sólo cruzar la plaza Real con mis colegas en la venta de estupefacientes adheridos a mis pasos y susurrándome nombres de drogas a las que nada se parecía el fiasco que pasaban. Esa turbulencia hacía que me sentase en una mesa cualquiera junto a gente que conocía de vista y no había hecho ademán alguno para que me instalara en mitad de su conversación y la dinamitase. A muchos les disgustaba mi talante. A otros, muy pocos, les hacía gracia.
Yo éramos tres. El que hacía de payaso molesto y desesperado, uno; el que desde la distancia observaba, se reía, calculaba y corregía la actuación, dos; y, cómo no, tres, el que frenético miraba en todas direcciones, anotaba, rastreaba, sospechaba. No puedo decir, Lector, que dejaran de importarme la cautela, la mucha policía, lo largas que serían las explicaciones con las que mi actitud debería justificarse ante mi nuevo ideario y las traiciones morales y efectivas que sólo yo presentía, porque Ballesta me las había anticipado en semblanzas de pioneros moldeados con engañosa materia. Si mis irrupciones tenían éxito, me daba por la narración y, como en realidad no tenía nada que contar, bajo los arcos y el rumor y las fa rolas de Gaudí, frente a las cervezas y las miradas de reojo, volvía a mi 15 de agosto de 1971. Mientras caía la lluvia que iba disolviendo al Watusi en un fango de fantasía, me daba cuenta de cómo la belleza de aquella jornada no se podía adulterar, ni modificar, ni, por su puesto, eliminar, porque había nacido en la memoria de modo simultáneo al mero registro de los hechos. Lo puro, lo hermoso, no era único, no era correcto, no estaba normalizado por leyes burguesas, o hippies, o delincuentes como las de aquéllos. Era variado y continuo, y sólo quien tuviera la Idea y la Distancia podía burlar las trampas gigantes, los pequeños obstáculos, al enfrentarse al peligro de la luz:
—Escuchadme, buena gente, porque sólo voy a repetir mi historia una vez. Tengo la boca seca y no hay manera de que me invitéis al dichoso cubalibre. Es una historia loca, muy loca, tan loca que no veo a nadie en toda la plaza con ánimo de inventarse nada igual. ¿Molesto? Porque si molesto me voy. Pues, bueno, me quedo como me he quedado siempre. Aquí, en esta ciudad, ha sido donde yo me he quedado. Para escuchar historias que luego debo transmitir. Elegiré una. No va de paz, no va de violencia, no va de gasolina en botellas de Coca-Cola tapadas por trapos empapados, esos cócteles molotov sin bouquet ninguno que tanto dañan el aroma a perro muerto de nuestros callejones. Coca-Cola, la chispa de la vida, indispensable para el perfecto cubalibre. No quiero violencia en mi historia, no quiero tiros. Pero tampoco quiero amor. Demasiado hippy es lo que hay; luego se rebotan y se vuelven pesadillas de hippy. O sea, monstruos. Ya he visto a unos cuantos. Empiezo con mi historia. Ahí abajo, más allá de los negros edificios apelotonados que forman el perro muerto, del puerto que forma el pescado podrido, está, si no se la han llevado esta tarde, el agua infecta. Y la sucia playa. Os voy a hablar de los años sesenta. Ahora, según dicen, vuelven los sesenta. Ya veremos… Desde luego, la historia que os cuento sucedió entonces. El Lío Grande de la Playa…
—Qué fuerte vas, tío… —una voz sobresalía de entre la perplejidad de mi público.
—Sí, peludo, ya sé que la historia suena a torneo medieval. Muy hippy, la Edad Media. En cambio, en esos sesenta a los que me refiero ya se había inventado la Coca-Cola, refrescante gaseosa nada hippy. Y, cómo no, el cubalibre. En la playa, en esa playa de ahí abajo, se dirimían los tiras y aflojas entre las bandas, o pandillas callejeras. Peleas, puñetazos, navajazos, cadenazos y lo que podríamos denominar gilletazos, pues alguno de entre ellos disponía cuchillas de afeitar en la punta de sus botas para, digamos, joder vivo al que recibiese una de sus patadas. Lo de siempre, vamos. Más que violencia, folclore. Cuando se hallaban concentradas en la arena las dos pandillas frente a frente, a punto de romperse la cara unos a otros, siempre según la mejor tradición gamberra del curro legal, uno de ellos, que era de la montaña que está junto al mar y se llamaba Watusi, el tipo, no la montaña, y ahora no me preguntéis si tiene algo que ver ese Watusi con el del anuncio de Lavaman, porque os contestaré «No, definitivamente no, y dejadme en paz», este Watusi, digo, dio un paso adelante, mientras los dos grupos se gruñían. Lo de que tengo sed va en serio. «Bien —dijo el Watusi—, parece que aquí estamos a punto de rompernos la cara sin objeto. Es hora de que actuemos, no como los indios, que enfrentaban a sus jefes, no como los jerarcas, que rehúyen el combate para que uno de sus servidores aseste una puñalada al enemigo en cuanto muestre su espalda, sino como seres que sin saber apenas de dónde venimos, ni quiénes somos, ni qué va a ser de nuestra vida, tenemos ideas y somos radiantes». Así mismo dijo: «Radiantes». De pronto, sobre la arena, todos se miraban, todos murmuraban, todos dudaban. Como en el mismo borde o límite de la playa había unas viejas espiando como esa que está en ese banco sentada, que por la tarde da de comer a las palomas y por la noche las engulle tras descabezarlas, porque decidme sino dónde llevan al sobrante urbano de palomas, las viejas, digo, oyeron que el Watusi las llamaba y les ordenaba que trajesen hasta ese borde o límite, un tocadiscos portátil Cosmos, que funciona también a pilas, y programasen una y otra vez el disco «Black is black». Luego habló a los contendientes de uno y otro bando y dijo: «Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos. No seré un chivo expiatorio, aunque suene bien. Nadie podrá tasarme jamás en el mercado de carne de cañón. Las viejas programarán el indiscutible éxito de Los Bravos “Black is black” una y otra vez y nosotros bailaremos. Cuando se acaben las pilas y ya no se pueda seguir escuchando música, las viejas votarán y quien gane será… el vencedor. Porque nosotros hemos venido aquí a pelear por nada. Entonces ¿por qué no bailar por nada? Se permiten todas las variantes del jerk o baile suelto: el madison, el patín de Filadelfia, el autostopista, la mosca, el perro, el mono, el pájaro, la rana, el poni, el conejo, el popeye, el swim o nadador, el interesante mash-potatoe, el ridículo hully-gully, el block, el waddle, el sanctification, el beulah wig, y quien se sepa menear que ensaye el inspirado funky Broadway. Pero nunca el Watusi, que es cosa mía. ¿Estamos? Pues cuando queráis». Entonces, amigos míos, todos en la playa, auténticas fieras de la lucha hasta el momento, sanguinarios gladiadores, gritaron al unísono «¡Party!» y empezó la música y el meneo.
—Qué fuerte… —decía la misma voz y pasaba el porro.
—Fortísimo, como tu variedad léxica. Pero lo que el Watusi no había dispuesto era el error humano. Las ancianas, en lugar de poner pilas al tocadiscos Cosmos, lo conectaron a la red eléctrica mediante sucesivos empalmes. Programaron el hit-single «Black is black» y todos se pusieron a bailar. Y bailaron toda la tarde, y toda la noche, y toda la mañana del día siguiente esperando quizá que las pilas se acabasen de una vez, y con ellas la música. Pero, claro, aquello era una melodía sin fin, y los muchachos el perpetuum mobile. Eran tantos y tanto bailaron, que con el continuo movimiento de los pies empezaron a desplazar arena, ya sabéis, como los perros cuando escarban y escarban para buscar eso que deben estar siempre buscando y no encuentran, solos ante su hocico la estupefacción y el agujero. Así que ante el pasmo de las viejas, primero, y después de todo aquel que iba a la playa, bien a pasear, bien a broncearse, porque a bañarse no iba nadie de la mierda verde que había, hay y habrá en el agua, lodos los mirones, digo, contemplaron en un estupor de fiebre cómo se iban abriendo dos enormes agujeros, uno por cada bando, y que por los agujeros salía un murmullo que parecía venir directamente del infierno, que decía algo así como:
»—Blacisblac-auanmabeibisbá…
»Que eran los pandilleros cantando con entusiasmo, sí, pero sin una dicción precisa, el tema “Black is black”. La adaptaban al charnego o quinqui, digamos. Los agujeros se hicieron tan profundos y tan profundas las murmuraciones en ese idioma imposible, que las viejas desconectaron el tocadiscos, porque ya era muy difícil que los bailarines escuchasen nada. Pero seguían ahí, porque como un eco volcánico se oía:
»—Isgreinisgrein-aunajirtustei…
»Llegaron reporteros de las emisoras radiofónicas, pero no emitieron nada de lo boquiabiertos que estaban, y llegaron los de “Misión rescate”, que nada rescataron, tan peligrosa era la aventura de adentrarse en aquellos abismos simétricos. Y llegó el gobernador civil y se asomó a uno de los grandes pozos y comentó: “Se vislumbra que los muy goliardos chapotean en el Leteo y vuelcan la nave de Caronte. ¡Eso, sin abandonar la danza! Y oíd, oíd…”. Y los pelotas de siempre se acercaron a oír cómo un rumor infernal llegaba hasta la superficie:
»—Blacisblac-auanmabeibisbá…
»Era demasiado tarde. Nadie podía hacer nada, o ése fue el pretexto. Decidieron llamar a las excavadoras y tapar los hoyos. Los diarios no comentaron la noticia. Algunos no creyeron lo que otros narraban con asombro, paroxismo y terror. La historia se fue olvidando o alcanzó ribetes de leyenda para que se confundiera con una ficción, la brisa marina que alguna tarde de verano trae desde el mar un sonido de idioma imposible. Lo importante ahora, amigos, es bailar y bailar sin que nadie nos tape nunca los hoyos. O bailar yo solo. Para ser sincero, lo que hagáis vosotros me importa más bien poco. Fin.
—Pero ¡qué fuerte, tío! ¡Es realismo mágico, tío!
—Y tú eres un puto hippy que cuelga de un capazo y me va a invitar a un cubalibre a la voz de ya mismo.
Sí, lo estaba empezando a entender, mientras aquellos landrús disfrazados de buhoneros se impacientaban o me seguían la corriente, y yo, alzando la voz más de lo debido, mentía sobre el por qué de mi traje cuyos pantalones apenas me llegaban a los tobillos, sobre mi corbata estrecha, mi rostro desencajado, sobre el abuso de esas pastillas que, si me esperaban una media hora, podía conseguirles a bajo precio, ya que tenía un conocido que vivía no muy lejos… Se reavivaba el punto muerto de mi retina mental para ver que no se trataba de adorar mi propia invención, ese día del pasado remoto, sino compartir la actitud y hacer algo con ella. El burro, de momento. De momento.
No se me olvida mencionar los tratos sexuales. Tienen su importancia. Con las chicas, hay que reconocerlo, no guardaba el rigor sobre situaciones y conceptos que me volvían tan gamberro con sus amigos, con sus novios. Me beneficié de una época liberal, pero debería puntualizar. La forma, «estoy follando en este momento con alguien que me gusta que me guste», primaba sobre el fondo, «¡AAARRGG!». En alguna de ellas, tras la promiscuidad, el «¿te apetece follar?» emitido a la ligera, se encerraba una especie de regla que era necesario cumplir, devota y entregada, como unos años antes había guardado otras normas en la mesa que papá presidía, o en la capilla del colegio de pago, o tras esos visillos que con gusto hubiese quemado en el mismo fuego donde se cocía la verdura. No se contesta al teléfono mientras se cena, no somos gitanos; nunca niego un revolcón con la persona adecuada, no soy una antigua. Muchas veces, sólo era una precoz manía por las listas: «Ayer me lo hice con fulanito y sólo me falta menganito para haberme acostado con toda la redacción de la revista Ajotopo». Yo, al tanto de mi sólida reputación de imbécil, que consolidaba la diaria presencia por las terrazas, el poderoso recuerdo que esa presencia dejaba en los habituales, me sorprendía de mi éxito. Tanto alarde sembrará en el Lector la duda sobre si me creí alguna vez «el capricho de las nenas». No, sólo tenía todo el tiempo del mundo, paciencia y ganas y, en esos primeros años, me fue amparando una modestísima fama de amante solícito en cuanto acumulé algo de experiencia; aunque en honor a la verdad, confieso que también adquirí fama de lo contrario dado mi temple irregular en alguna noche de más vino que rosas. Y no olvidemos la consigna secreta que esconde todo recuento de libertino: «Dos al mes son veinticuatro al año». O el epitafio del libertino sincero: «Siempre me acosté con guapas; muchas veces desperté con feas». Y la ley inalterable: cuando echabas un polvo de esos que te hacen ponerte de rodillas y agradecer al del Sobreático los dones recibidos, las virguerías, y lo has hecho con una chica que, además, da gusto verla, siempre tiene novio y sólo se ha ido contigo para darle celos o vengar unos cuernos. Y ya la has visto bastante.
Conocía a mis fugaces compañeras ensayando la paciencia en los lugares de la noche donde pudiera saludar a unos y a otros sin parecer un novato o el temible pelmazo que muchos deducían de mi faceta más extrovertida. Ponía cara de buen hombre, sin embargo interesante, cuando ellas, si no las había embrujado con su charla algún esotérico bocazas, se aproximaban entusiasmadas por su propio frenesí hasta el campo de actuación de mi buen tipo, que fingía entonces desenvoltura que no veas en dudosa sintonía con la música. Les daba conversación y una pastilla, les comunicaba en tono relajado que vivía muy cerca y, antes de que pudieran darse cuenta, un roce, una caricia, y me precipitaba sobre ellas como si fuesen una colchoneta. Y ellas, o salían corriendo a vacunarse, o, ya en mi casa, durante unas horas (o cinco minutos, o casi nada), comprobaban qué fácil era ajustarse al compás que marcaban mis vecinas putas al liquidar de cuatro culadas a los clientes rezagados. Pechos y espaldas y melenas en continuo vaivén, mientras pensaba en Tina, la única excepción que no refrendaba el sexo como mero ejercicio de autoestima.
No fue una mala temporada, ni mucho menos. Gemidos y gemidos, Lector. O letanías, o suspiros, o reproches, o silencios exánimes, o delatores fingimientos, o gritos que instaban a saltar del lecho y precipitarse ventana abajo para salvarse con la muerte del contagio maligno de la posesa. El grupo más nutrido de mis partners lo componían, generosas y curiosas, muchachitas a las que visitar aquel entorno barriobajero les parecía poco menos que un safari en busca de tensión frecuente combinada con los más delicados placeres; locas cabecitas que deseaban conocer gente o echar el ancla en mi privilegiado aunque exiguo habitáculo. Por eso empezaron a olvidar efectos personales; o a abandonarlos con disimulo. Un bote que había contenido cien cigarrillos Ducados empezó a llenarse de collares hippies con cuentas de piedras de río, cristal de playa, huesos de frutas del bosque, maderas exóticas. Y de pulseras de cuero trenzado. Y de gafas de sol. Y de diminutos broches-máscara a favor de la libertad de expresión. Y de broches amarillos contra la energía nuclear. Y de pendientes con forma de fresa, de ciruela, de cono u otras figuras geométricas. O que representaban una calavera, un globo terráqueo, aros de gitana op-art. No ver en aquel bote rebosante una conmoción en el mundo de la bisutería era ser ciego.
A la hora del desayuno, ojos soñadores, párpados pesados, llega el momento de establecer una barrera cuando una mano viaja al lóbulo de la oreja y la vista se entretiene en torno a la silla. Entonces me sumerjo en el monólogo más aburrido por negarme a formular ese «¿Buscas algo?» en el que mi vanidad hipertrofiada ve una invitación a prolongar el idilio. A lo largo del día era varias personas y, aunque los tiempos se mostraban tolerantes con los individuos misteriosos, no podía dejar que nadie penetrara en mis secretos y aún menos una de aquellas chicas con gran facilidad para saltar de casa en casa con el propósito de buscar enseguida un rincón en la pared donde clavar un póster de su amado David Bowie y acto seguido a su anfitrión, yo mismo. Locas de la vida, tendían a hacerte la vida complicada. Pero sin duda aquella forma de escape era, de las muchas que había ensayado, la que aliviaba mi soledad de modo más agradable. Era la primera vez que a cambio de casi nada recibía amor, ganas de agradar o, al menos, una leve demostración gimnástica. Una entrega torpe, una conciencia terrible de la situación, una temerosa mirada de niña, un rastro de perfume tras la oreja, unos pies o unas manos demasiado pequeños podían enternecerme hasta las lágrimas. Y eso, para el tonto, era enternecerse demasiado.
Ahora, débil, siento a veces un cariño por mis semejantes que no hace excepciones, y cuando paseo por la calle, aún reconozco un perfil, un movimiento de caderas, unas piernas y unos brazos cruzándose con vaga familiaridad. Enseguida dirijo la vista a unos ojos que no es la primera vez que me miran y descubro a una madre amnésica. No importa: sé que en el fondo no teníamos nada en común, pero compartimos una noche o dos nuestros espejismos del mundo y del placer en la época en que la gente reía y lloraba en exceso y le echaba la culpa de todo a algo que se llamaba vida y mundo y familia y circunstancia, y no tiempo, no el Tiempo, a la certeza de querer vivir en cualquier país menos aquél. Buscábamos los unos en los otros alguien con quien compartir algo más que un momento de ese destino que suponíamos variado.
Y ahora, Lector, te abandono un instante. O quizá dejemos entrar a alguien más en el otro lado del Informe. No hace falta que saludes. Sin cortesía, sin compromiso. Voy a relatar extrañas escenas.