15
«Me parece que ya no me quedan ganas de buscar al Watusi» fue la idea segura al escapar de los Baños y rehacer el camino de vuelta a casa. Un regreso legal, sin robo de automóviles ni conmociones. Atrás quedaban las calamitosas fantasías de Pepito y los estallidos de violencia. Esa violencia que explota de repente sin que uno entienda nada es como las olas; viene y va, súbita, idéntica en esencia…
La posibilidad de una mañana de playa se desvanecía a la hora de comer en el movimiento de ciudadanos bajo la lluvia, en una media carrera hacia soportales y toldos. Playeros resignados esperaban el autobús cubriéndose con toallas dobladas. Camareros miraban tristes la avenida a la puerta de bares con alfombrado de serrín, cáscaras de gamba y copas vacías abandonadas en el mostrador. El amplio paseo, sin apenas tránsito, se abría a una ciudad yerta, enmascarada en la calígine como un bosque. ¿Por quién nos había tomado el Superman? Había hecho algo malo, estaba completamente loco y nos había confundido con mensajeros de alguien. ¿Qué eran esas W? ¿Qué era el Lío Grande en la playa? ¿Qué eran esas historias de horror en el Congo? ¿Por qué en cuanto había reconocido a Pepito había dicho no sé qué de la Cupé y le había tirado a la piscina? ¿Por qué no me dejaban ver las piernas, las tetas, las espaldas de las extranjeras? Eso era lo que yo quería. Con eso no hacía daño a nadie.
—Cuando te pasa esto, lo mejor es no separarse nunca más.
¿Quién había dicho eso? Era una voz de hombre. Y un anciano con sombrero y traje blancos me miraba desde el interior de un café, mientras daba la vuelta a una hoja de periódico. Un tipo con una camisa negra, arrodillado frente a él, le lustraba los zapatos. Y ya no estaban; porque seguía caminando por el paseo dando vueltas sobre mí mismo, girando, buscando a la persona que me había hablado.
—No hubo nada. La tormenta no dejó…
Ahora era una voz de mujer, y yo sentía algo parecido a la fiebre. Fiebre evocada.
Buscaba en los tinglados, entre figuras semiocultas en la oscuridad de lona y brea. Muchachas se asomaban a los balcones, se abrían el escote y miraban al cielo para refrescarse del sofoco tropical, llamaban a alguien en el interior de la vivienda. Un optimista entraba y salía de restaurantes vacíos tocando el acordeón para nadie. El sonido aletargado se confundía con el de la gramola para desvanecerse en cuanto los dejaba atrás. Entonces supe…
El paseo desnudo, largo, el asfalto brillante, el mar de acero. Los yates se mecían y sus mástiles entrechocaban. La ciudad borrosa, apenas monumental, un misterio. Yo caminaba, me calaba hasta los huesos y supe.
Era la ciudad que se convertía en bosque. Era la fiebre. La historia de mi madre.
Ya he mencionado que nuestra situación económica y su compañera, la angustia, limitaban las expresiones de cariño de mi madre. Juana, la vecina, me abrazaba mucho más, y me daba besos, y se apretaba y olía… Tengo cierta tendencia a dejarme llevar por «el tema Juana» en esta primera parte del Informe. Y no interesa. Sólo añadiré que un beso no era idéntico a otro, y el afecto físico de mi madre, su falta pese a tan prolongada lactancia, fue evitado al intentar reanudarse; el abrazo femenino ya iba asociado a otros estímulos. He dicho también que si fui niño, sería más tarde, no entonces. Pero eso tampoco importa. Lo que de veras importa es que mi madre, aunque pudiera hablar mucho, apenas contaba nada. Nunca una referencia a su familia o a la familia de mi padre, jamás una evocación nostálgica o de resentimiento… «Los abuelos están muertos». Punto.
Salvo una vez.
Me recuerdo en la cama, enfermo. Mi padre ya estaba muerto. Mi madre me metió en su cama, más amplia, como si el traslado fuese un privilegio de la enfermedad. Quizá me viera asustado por la conciencia de la fiebre, del malestar. O ella misma, en sus temores, estuviera inquieta no fuera a quedarse definitivamente sola en este mundo. El caso es que para tranquilizarme y tranquilizarse me contó de una vez en que ella también tuvo fiebre. Me habló de un pueblo rodeado de una extensa llanura. Trigales. Carreteras sin asfaltar. En el corral de la casa había un pozo que era como nuestro depósito de agua. «Eso era mucho». El sonido de un cubo lleno chocando en las paredes del pozo, y el agua derramándose de vuelta al agua negra, mientras la soga gime en la garrucha, podía ser, según estuvieras alegre o apenado, el sonido más bonito o más feo del mundo. En junio empezaban las fiestas de los pueblos. Las chicas fingían estrenar un vestido rehecho durante todo el año. Subías al campanario de la iglesia para ver cómo el viento dibujaba matices del pardo en el trigo maduro. Por la carretera, entre una nube de polvo, pasaba la camioneta de los músicos. Se intuía verbena y Flora, mi madre, fiel a su destino, caía enferma. «Sabía que en el pueblo de al lado estaban en fiestas y aunque no me tenía en pie, no había quien me tuviera quieta en cama. Me levantaba y le rezaba al san Pedro que iba de casa en casa, y esa semana estaba en la nuestra. Y de noche, cuando todos dormían, me volvía a levantar medio mareada y me probaba el vestido. No podía verme en el espejo porque todo estaba oscuro. Pero yo me ponía igual allí enfrente, sin ver nada. Imaginárselo era mejor».
Así que eran las fiestas del pueblo de al lado y mi madre estaba enferma y oía cómo en la calle los jóvenes que se daban voces unos a otros se preparaban para el acontecimiento. «Unas amigas vinieron a despedirse y yo, muerta de rabia, les dije que nada, que se lo pasaran bien. Pero tenía una idea. Y cuando todo el mundo estuvo dormido, me puse mi vestido, cogí mi rebeca y salí de casa por el corral. Por la carretera se tardaba mucho en llegar al otro pueblo, pero por el atajo de una cañada, podía estar en un par de horas y, por lo menos, ver el baile, aunque fuera de lejos. Y yo con toda la fiebre. Y con el agotamiento y el dolor de huesos».
Evitó a la gente que tomaba el fresco en la puerta de las casas. Empezó a caminar y «esas cosas sólo me pasan a mí» (y a su hijo andando el tiempo) cuando llevaba una hora andando y casi se desmayaba empezó a llover. «Para que en esos pueblos de Dios lloviera en junio tenía que pasar un milagro, o es que estoy maldita de nacimiento, pero llovía y yo con la fiebre, hijo, con el agotamiento».
Dentro de la desgracia aún tuvo suerte. Podía encontrar refugio. «Aunque lo único era una cueva de pastores, un refugio, o los Pinos del Duque, el único arbolado en toda la comarca. Cuatro pinos, no te vayas a creer, no es como esto». En los refugios de pastores se podía encontrar, en buena lógica, con un pastor refugiado, así que decidió caminar un poco más y llegar hasta los pinos.
«Cuando llegué a los pinos estaba medio muerta. Pero los pinos estaban muy juntos uno de otro, y la lluvia era tan fina que sólo notaba el ruido en los árboles, algún alfilerazo y el suelo mojado. Y desde allí se oía la orquesta. Yo no podía más. No vería las luces, ni las parejas, pero oiría la música. Así que allí que me estuve todo el tiempo mientras oía la música y seguía lloviendo. Te juro que me acuerdo de todas las canciones, una a una, de todo el repertorio. Y del cantante saludando y haciendo dedicatorias entre canción y canción. Cuando parecía que se iba a acabar la música, me levanté y volví al pueblo. Seguía lloviendo. Llovía y llovía, te lo puedo jurar, Fernandito, como te juro que el mismo que me ha dado tantas desgracias también me ha dado aguante para soportarlas. Porque llegué a casa, escondí el vestido mojado y me metí en la cama. A la mañana siguiente estaba malísima. Estuve unos días… Vino el médico y vinieron mis amigas de visita. A mí me parecía que, como ya estaba enferma, preferían no contarme nada de la fiesta. Eso pensaba yo. Pero cuando al cabo de los días estaba mejor y a solas con mi amiga más amiga, le conté lo que había pasado. Y conforme se lo contaba, ella me iba mirando como si ya estuviera muerta. Así que le pregunté que qué pasaba que me miraba así. Y ella me contesta: “Tú has estado muy mal, Florita, hija. No hubo fiesta ninguna. La suspendieron por la lluvia. No hubo nada. La tormenta no dejó…”. Era tan rara la cara con la que me miraba mi amiga y yo estaba tan asustada que preferí no decir nada más. “No sigas por ahí, tontucia, que te van a tomar por loca”. Así que cuando ya estaba buena acabé por creerme de verdad que lo había soñado todo. Entonces llegaron las fiestas del pueblo. Vino la misma orquesta que iba a todos los pueblos. Y empezó el baile. Te juro, Fernando, que eran las mismas canciones que yo había escuchado en los Pinos del Duque, una detrás de otra, en el mismo orden. En ésas que un chico muy guapo, así de guapo como tú, me saca a bailar. Mientras bailábamos, le iba diciendo la canción que la orquesta tocaría después y siempre acertaba. El chico estaba asustado, de verdad te lo digo. Bueno, asustado… Me dijo que de alguien tan bruja como yo era mejor no separarse. Cuando te pasa esto, lo mejor es no separarse nunca más».
—¿Era papá? —pregunté embozado en la cama. La historia me había conmovido. Y las historias, ya he dicho, no abundaban. Pero la respuesta a mi pregunta fue contundente.
—¡Como alguna vez, holgazán, me hagas tú una de éstas te estrangulo con estas manos! —y me enseña las manos—. Porque la culpa de todo la tiene la noche aquella y la puta lluvia y la puta fiebre. Hala, duerme, que tienes que levantarte pronto y estudiar como una fiera.
Ahora, dígame el Lector: ¿le contaría esta historia a un niño? ¿Es cabal esta pedagogía? Y después del cuento, ¿qué aprendí? Que debía curarme. Que ella sufría por eso. Y que no tenía que dejarme impresionar por su dolor. Así que hice un esfuerzo por olvidar la historia de la fiebre. Pero la historia volvió, como vuelven siempre, para enseñarme rebeldía y argucias fabuladoras allí en el paseo, junto al puerto, aquella mañana del Watusi. Por eso supe.
Supe que había dejado solo a Pepito. Él tenía una misión. La había compartido conmigo. Yo me dejaba llevar bajo la lluvia. Él se adentraba en un mundo destructivo. Yo no quería. Él se atrevía. Yo nunca me he atrevido.
Nunca me he atrevido, Lector.
Siempre me he dejado dominar por una sensación de desapego que a un tiempo me salva y me aleja de los demás. Es lo que siempre ha sucedido. Pese a muescas intempestivas de placer y dolor, que se han ido grabando en alguna parte de mi biografía, la indiferencia verdadera me ha acompañado toda la vida. No he querido. No me he preocupado. No he sido. O he sido todos y ninguno. Conmovido al cabo del tiempo, sí, pero indiferente a los otros cuando era necesario, cuando les hacía falta. Ahora, mientras escribo esto, desfilan todos ante mí, dan vueltas a mi alrededor diciendo: «No nos quisiste lo suficiente». «No nos odiaste con verdadera rabia». «Nos dejaste morir». «Has sido y no has sido». Lector, esto es en verdad un cuento en tercera persona, contado por nadie, por ninguno. He sido ninguno y aquel mediodía buscaba a mi otro ninguno. El que mataba y bailaba. El que arrancaba la vida de jovencitas y les mordía el pecho y las descalabraba. El que vio montañas de cabezas. El que no dejaba de bailar y de follar y de comer hasta que se volvía loco. El que asustaba. El que sacaba a la gente fuera de sí. Todos los que pasaban por mi lado se encargaban de decírmelo. «¿Dónde estará? ¿Qué hará? Te salvará». Me decían que pensara en él, que fuera él, que me atreviera.
Quería tumbarme en el bosque, bajo la lluvia. Y recordar luego las canciones una por una. Y no tener miedo… Dejemos el miedo. Ya habrá tiempo de hablar del miedo.
Al seguir el curso de mi pensamiento, el paisaje se transformó como si hubiera salido el sol, y el brillo del agua en lo metálico, en lo negro, me confundió aún más. Y todos salieron a la calle, me seguían hablando, me impulsaban, me arrebataban. A mi espalda, la gente aprendía a reír. Me volvieron a hablar:
—¡Cobarde!
Esta vez reconocí la voz. Me volví para enfrentarme con una especie de boya cubierta de algas, las greñas del Yeyé. Estaba empapado y del interior de su bota ortopédica salía a cada paso un chorro de agua. Las risas eran de transeúntes que volvían a poblar la calle y le miraban y encontraban en el gitano cojo un gnomo de lo más divertido. El sol volvía a salir tímidamente.
—Escucha, cobarde. Por fin he podido hablar con el Superman de hombre a hombre. Se ve que le cortaba que estuvieras tú. A mí me conocía y como el tío se ve que está vigilado y muy tenso ha montado todo ese número. Está acostumbrado a montar números, de cuando rapta. ¿Ves cómo raptaba? Y no es el único. El Rasputín de Pueblo Seco también pilla en eso. Y la banda del Sopla-gaitas, que son de por aquí y muy maricones. Cuando yo te diga algo, tú créetelo… ¿De qué te ríes?
—Es que estás empapado…
—A ver… Si llueve, uno se moja.
Tenía razón. La lluvia que caía sobre él era de mayor intensidad que la mía. No se daba cuenta de que lo había podido ver en el agua a través de la claraboya. Estaba seguro de que si le preguntaba, su contestación sería que en ese momento le apetecía bucear. Tenía ganas de seguir hablando. Le dejé:
—El Superman me ha contado que el Watusi ronda por este barrio. Come en cualquier parte y luego se pasa la tarde en los bares.
—Yo tengo hambre…
—Calla un poco… Nos quedamos por aquí, comemos algo y luego le vamos a buscar. Miramos en los bares cerca de la playa. Sin preguntar. No vaya a ser que me vuelvas a meter en un problema. Yo al Superman lo conocía, pero a otros… Ya ver… Ahora, atento…
El Lector ya conoce ese ganar tiempo entre murmullos del que inventa una mentira. Así Pepito, que miraba al cielo, me comunicaba que había dejado de llover y decía:
—El pasaje de la Galera…
—¿Qué es eso?
Pepito me susurró al oído:
—Donde vive el Watusi…
Estaba harto.
—Déjame un duro que me vuelvo a casa.
—No lo tengo. He invitado al Superman a algo, ya sabes…
—Es que no quiero encontrarme con el Watusi. Es que no quiero que me metas en más líos. Estoy harto. Tengo que estar en mi casa. Tú lo ves todo como un juego… Esta mañana han hablado contigo, te han sollado y ya está…
—¿Que ya está? Van a hacer una injusticia. Una cabronada.
—¿Y a mí qué me importa?
—Tú mucho jefe indio, pero nada…
—¿Y tú qué? A ver, ¿qué son las W?
—Luego te lo cuento.
—Mentira. ¿Quién es la Cupé? ¿Una puta?
Recibí un puñetazo sin más fuerza que sus verdades. Y en mi caso, saber de pronto que existía alguien a quien podía superar, hacía aflorar una taimada crueldad.
—No le pegues al cojito —decía algún viandante.
—Es el que ha empezado. Es un gitano —se oía.
—¿Quién es la Cupé? ¿Por qué estás buscando al Watusi? —preguntaba yo, enloquecido.
Se ovilló en el suelo sin hacer el menor movimiento, sin emitir una queja. Le di por imposible y eché a andar de vuelta al barrio. El paseo se había llenado de gente que me miraba. ¿Qué veían en el rostro de un niño de trece años? La cara de Julia muerta y su cabeza ensangrentada, el rostro como dormido. No había ningún derecho a que yo la hubiera visto y ahora ellos la vieran en mí. Empecé a borrar el escenario, las voces, que el tonto del Yeyé había dibujado, coloreado, llenado de gestos, acciones y mentiras en mi falta de imaginación, que había pasado a ser un trasunto de la suya. Pero también sentí, hasta la náusea, el hedor del vertedero y del tedio en lo más hondo de la nariz. Y oí un apresurado taconeo. Y escuché otra voz:
—Hombre, ¡tú por aquí! —exclamó Pepito.
Era invencible.
—Tengo hambre. Y a las siete me vuelvo a casa —sentencié.
—Qué sabrás tú del hambre, pringaete…
Levanté una mano.
—Me vuelves a llamar «pringaete» y te enteras. Y no te metas con mi medalla.
—Miedo me das, Barrabás. ¿Quieres comer? Pues comeremos. De eso me encargo yo. ¿Te he dicho yo alguna vez una mentira? Ya verás que por aquí…
Pepito señalaba una calle repoblada de viandantes. Al fondo, una plaza. Los vecinos salían a los balcones, extendían la palma de la mano. Un camarero limpiaba sillas metálicas en una gran terraza. Sospeché. Pregunté:
—¿Habrá que robar?
—Pues sí. Pero poco. Mucho más fácil que los coches. O sea, que para ti, tirado.
Instruido en la teoría estratégica, me sentí atemorizado por la práctica. Primero dimos un paseo por el campo de operaciones. Una calle repleta de restaurantes de toda categoría. En la puerta de muchos establecimientos, histriones con camisa y mandil blancos, animaban a los transeúntes a entrar en su local. Pollos asándose, acuarios donde malvivían crustáceos, caras satisfechas y rubicundas de comilones madrugadores saludando y felicitando al portero-camarero-animador. El aroma de los hervores salía a la calle por las bocas de ventilación junto a las voces rituales de los cocineros. En un lugar, próximo a la esquina que daba al paseo marítimo, un bigotudo bien alimentado ensalzaba las virtudes de la paella; a su lado, sobre una mesita, preferible una imagen a un torrente de elogios, la paella recién cocinada y una botella de vino que haría su consumición más gustosa y digestiva. Pues bueno. Por el flanco izquierdo del animador gastronómico, y a la velocidad del ciclón, aparecí con zancada irresistible, me llevé el vino que acompañaba a la paella y desaparecí en un laberinto de callejuelas. El orondo voceador, superándose a sí mismo en su volumen oral, me siguió durante más trecho y con velocidad mayor de los que nunca hubiese imaginado. Encima tuve que esquivar a varios paseantes ansiosos de mostrar cultura cívica o de interceptar a un pobre chaval con una botella de vino; los cabrones ya se deleitaban en la escena de un bestia acabando conmigo. Cuando se fueron apagando los insultos, los «¡al ladrón!» y otras llamadas de escándalo, me acerqué hasta la prevista escollera. Pepito, con la paella cubierta por una hoja de periódico, cojeaba entre los bloques de piedra y repartía su esfuerzo entre mantener el equilibrio y evitar que el aire no se llevase la hoja con que protegía nuestro almuerzo. Enseguida le di alcance:
—Joder, sí que has tardado… Y lo mío ha sido mucho más difícil, no sé si lo sabes… Tuve que cogerla entre que el tío salió zumbando detrás de ti y que salieran los camarutas de adentro. Que el que iba a por ti era gordo, pero los míos corrían que no veas. Mira si he corrido, que me he secado con la carrera… —Era verdad—. Suerte que yo, tío, cuando quiero puedo hacerme invisible. Soy de los que pueden. Cuando quiero soy invisible y rápido como el viento. No como ese media hostia del Superman que se jiña en cuanto le tocas la espalda.
Junto a nosotros, las olas, una igual a otra.