10

Ahí, encima del escenario, gira el cantante que no canta, y ahoga un grito, se pasma y finge trances en un ensayo lascivo de perforar las tablas: pantalón alto gris y suéter gris más oscuro anegados en la luz de colores que un sabio proyecta desde el fondo del recinto: azules de cielo americano, verdes y rojos de carrocerías apiladas en leja nos cementerios de automóviles. El cantante que no canta farfulla de este modo:

Je suis la chanson française! Je suis un connaisseur! Je suis la gauche divine! Je suis un cascacouilles! À present, c’est l’heure des cuirasseurs! Colló de mico. Über alles, Romerales. Weltanschauung, chauung, chauung. Honk, honk, saratoga, whroom, whroom, de menta. ¡Demente! Mucha adicción, todo el contagio krash, krash, se ha roto, braka, braka. Perdido. ¡Es un virus! ¡Es un virus!

A ese pobre muchacho le escoltan un individuo que pulsa y programa el sintetizador, otro que rasga la guitarra, un animoso tercero que golpea una cazuela electrónica (o synare) y la típica gorda del saxo. Sobre sus compañeros se desliza también el fulgor que ahora compone una ampliación de Norman Rockwell, una familia alegre hasta lo inquietante, alabeada por los relieves humanos rojo Coca-Cola y azul y blanco Pan-Am. Torsos y cabezas se asoman a la baranda del piso superior como carroñeros en espera de un tránsito inminente. Frente al grupo, y un metro por debajo, cabezas atentas y menos atentas, bocas que lanzan columnas de humo y emanaciones de indiferencia entre la neblina y el matizado aroma de hachís y cuerpos almacenados. Un sitio de ambiente industrial: bidones, vigas desnudas, obra vista, inexplicable afición de la época por el sector secundario; dura nostalgia de la fábrica y del trabajador: millones de botas avanzan al paso, martillos pilones, maquinaria. El cantante que no canta, según va pensando si todo eso habrá de reportarle beneficio un día, improvisa sobre un ritmo machacón al que el grupo ha llegado entre gargantas cortadas a pico por la incapacidad tras unos devaneos con el estrépito:

—¡Talleres Bermúdez! Skrak-bump-krak. ¡Talleres Bermúdez! Escuela industrial, tum-tum. ¡Viva la basura! ¡Viva el paludismo! Kachung-kachung. Braka-braka-braka. ¡Talleres Bermúdez! ¿Y usted quién es? ¡Yo soy Bermúdez!

Y suena el saxofón como la agonía de una rata, mientras descubro que ese hombre sobre el escenario miente. Él no es Bermúdez, sino Atienza. Yo soy el cantante que no canta del grupo AvantPop.

KGB 14 de abril de 1987

WAvantPop presenta:

Dadaesmipapa

Dadaesmipapa. Brillante. Incluir la W, cómo no, ha sido idea mía. Y mi sutil trabajo me costó seducir a nuestro ideólogo, Martí Oliver, para que incluyese la inicial en el lote estético durante los preparativos de este magno concierto, animado por la presencia de las cámaras del canal autonómico, fotografiado para los periódicos locales, y registrado en ácidas crónicas por individuos que se achispan en la barra. En esos mismos preparativos, a lo largo de una serie de actuaciones en bares minúsculos, me empeñé en que Martí Oliver recordara la antigua profusión de W en los muros de nuestra ciudad pese a su total ausencia de significado.

—Como aquello de «Kilroy was here» de los americanos en la guerra —me dijo con su acostumbrado tono frío y medido, vehículo de una famosa inteligencia—: Ya había pensado en algo así. Pero la W significa algo, por supuesto. ¿Tú sabes qué significa la W? —Y antes de que pudiera mentirle dijo—: Es nuestro aleph, nuestro punto de fuga. O a lo mejor la pizarra en blanco donde escribimos nuestro deseo. Nuestro deseo es una inexplicable W, por eso resulta un deseo insatisfecho. Un equilibrio entre el cielo y el infierno. El anhelo de simetría, de no estar solos, de repetir el placer, expresado con una letra doble.

—No se te escapa una, Martí.

Martí Oliver afirmaba conocerme desde mis días más antiguos de la plaza Real; alguna vez vio con un punto socarrón en los ojos cómo me sentaba entre desconocidos para pronunciar un discurso no solicitado. Cuando me abordó a finales del 86 en una de las discotecas de moda, al tiempo que daba por sentado mi alegría por unirme a él en un diálogo cualquiera, se empeñó en actualizar su dudoso expediente sobre mi vida preguntándome de forma nada original a qué me dedicaba.

No era una pregunta tan mala. ¿A qué me dediqué yo durante los dos años y medio que sucedieron a la muerte de Elsa?

Primero fue rastrear huellas de memoria en un piso vacío: carteles desprendidos de la pared, inclinados los vértices superiores en una reverencia humillante, ya sin misión en este mundo; una pulsera o una camiseta que criaba polvo bajo la cama desde hacía años; la funda de un disco con su firma. También detallé en los bares cercanos fugas y desapariciones de los otros por muerte o cambio de costumbres; y esos nuevos hábitos, según pude entender, eran una demolición frívola, por dinero y apariencia, de una bagatela más antigua, indiferentes todos por la Nada que asumían, sin ese compromiso furioso de Elsa con la Nada. Y así Elsa se fue volviendo símbolo, vaguedad, duda, destino, culpa… Ella me susurraba desde algún lugar que fue la intuición viviente (y mortal) de un estado de cosas. Por ello era necesario que me relajase: al trivializar la existencia, se nivelaba el horror. Me habló una vez en la playa, me enseñó dónde acaba por fin la noche, en aquel amanecer de los cubos de basura que fueron naves intergalácticas, y me susurró, cantándome sin sentido, que no había que llamarle oscuro, que no era más que una esfera en el aguamarina. ¿Siguió un sosiego razonable a esa epifanía no muy lúcida? Hubo que esperar. Y esperé tardes y noches absorto en el atónito estudio de mi degradada ingeniería anatómica; una corrupción nada sublime de las vísceras que preguntan a chillidos sobre la ausencia de abuso, y lo reclaman, y son satisfechas cuando hay algo de dinero. Vuelves a casa, duermes, despiertas, tanteas la cama en busca de tu compañera nocturna, aunque sabes que desde hace mucho no existe ni un fingimiento de sexo que no sea contigo mismo en ridículo monólogo. «Sé tu propio héroe», decían. Pues ya estaba… Te asomas a la ventana temblando y descubres en el duro gradiente de sol y sombra de la primera mañana a las viejas con las que Elsa solía hablar. Las viejas están robando unos zapatos de charol a un travestí yonqui que balbucea «Háblame del mar, marinero», mientras severos urbanistas en chaqueta burdeos estudian el ámbito con planos bajo el brazo y lentos camareros montan las terrazas. Una de esas tardes, bajo las palmeras de la plaza en obras, volví a ver a Toni Tortosa, el alocado individuo que se presentaba unas veces como agente y, otras, más tarde ya en la noche, como artista de artistas. Gran desparpajo, mucha moto, invitaciones mil, que no falte de nada… Tortosa había visto alguno de los guiones de tebeos que yo había escrito para los dibujantes del antiguo underground y deseaba que ahora escribiera historias eróticas para él. Ya le había dicho una vez que no, pero ahora insistía, mientras visitábamos los estudios de dibujantes que aplazaban la entrega de sus páginas hasta última hora, divagaban sobre el parecido entre Las joyas de la Castafiore y La regla del juego y aceptaban educadamente cualquier aperitivo narcótico que apareciera bajo sus narices. Entretanto, Tortosa me decía que podía ganar algo de dinero; él se encargaría de que me llegase de forma periódica. Los mismos dibujantes que ahora inhalaban su cocaína podían avalar la solidez de sus relaciones. Éstas iban más allá del mundo editorial español, se abrían en redes de agencias internacionales, reptaban bajo leyes arancelarias y fiscales, regateaban códigos secretos de prestigio y fama, saltaban cuando convenía a otros ámbitos culturales: no en vano Tortosa había producido en los setenta cortos pornográficos (cuando ésa era una actividad artística, al parecer), libros de fotografía algo pornográficos también (y también artísticos), obras en facetas del arte contemporáneo, quizá no muy valoradas, pero sin duda rentables. Toni Tortosa era un tipo legal, con biografía, y su sola palabra servía para cerrar un trato.

Ése fue el modo en que fui tentado para escribir la historia de la aparente violación y asesinato de la hija de un jerarca de barrio por un asesino a sueldo que es, además, un gran bailarín y un místico peculiar, y todo acaba resultando una farsa para eliminar al bailaor-matarife Luego relaté el delirante ascenso social, a través de la excelencia erótica, de una pueblerina que utiliza de modo endiablado el fuego de su cuerpo. La tercera historia contaba la desesperación, enmascarada de alegría, de otra chica que se entrega a cualquiera en busca de quimeras que levanta una imaginación demasiado desbocada, un alma herida y un espíritu vigoroso, pero volátil, y de la mano de los opiáceos va más allá de los hombres y el semen, hacia las esferas marinas, a la nostalgia de las branquias. Tortosa me dijo al poco que había vendido mis torpes renovaciones biográficas a extrañas editoriales de Canadá, Brasil y Hong-Kong. Que no esperase verlas impresas nunca, porque esas editoriales podían revenderlas a su vez en el inmenso mercado de ficción pulp. Pero así, del modo más raro, imprevisto (y en metálico) llegó algo de seguridad económica y otra oferta: ocupar el antiguo apartamento de soltero de mi nuevo jefe en la zona alta, una calle lateral a la sombra de los suntuosos bloques amarillos de Balmes, dominada por clubes de alterne, pequeños comercios en decadencia y nuevas y prósperas oficinas. De noche, la intermitencia azul y escarlata de los neones, el paso de un vestido brillante, seguido por un tipo acosado, la llegada de un lento vehículo, le daban al enclave tintes de ensueño. Toni Tortosa me advirtió que, si su extravagante y siempre oculta gestión empresarial daba resultado, muy pronto iba a ligar un contacto con el grupo editorial japonés Yamamoto Inc. para escribir una larga serie cuya acción culminaría en Barcelona. En Japón, los tebeos eran una industria muy poderosa, y sus editores se interesaban además en otros campos empresariales. Si se concedían las olimpiadas a nuestra ciudad, Yamamoto Inc. deseaba que desde unos años antes, y gracias a los tebeos, la ciudad adquiriera un halo de leyenda para los hijos del Sol Naciente, grandes consumidores de ese medio de expresión y también grandes turistas. Allá en Japón, los guionistas de «manga», como le oí decir, necesitaban historias originales sobre las que elaborar sus argumentos y la colaboración de alguien imaginativo. Si Tortosa firmaba el contrato, nos aseguraríamos una vida regalada hasta la cita olímpica del 92.

Por fin abandonaba la tristeza de unos nuevos años fracasados; aunque estaba convencido de haber perdido mucho más esta vez que en las lejanas piruetas financieras y políticas de los que, o erraba mucho, o ya no eran poderosos, aunque no hubiesen dejado de ser idénticos a sí mismos, y alguno, y me refiero a Ballesta, fuese influyente y peligroso. Todos menos sagaces en su mutación que el antiguo falangista cuya voz iba a elevarse muy pronto una octava sobre sus habituales tonos gélidos para anunciar «¡Barsalona!» a un auditorio entusiasta donde el borbón se abrazaba al antiguo marxista radical, cumplidos los sueños de la nueva plutocracia, y de la antigua, y de su eterna simbiosis proyectada hacia el futuro.

Pero me engaño. En esa época evitaba los balances. Aún joven, carecía de ese impulso molesto que lleva a situar en perspectiva los hechos de una vida para llegar a la inefable conclusión de que uno ha sido siempre el mayor de los idiotas. Durante un tiempo se me ofrecía la ocasión de mirar el mundo sin cuidado y el mundo iba a ser como yo lo viera. Sobre todo, así, descuidado.

En mis nuevos treinta metros cuadrados (y diez de terraza) pensaba a veces en los fantasmas de mi vida, y no podía distinguir con claridad su condición de vivos o muertos. Cada cierto tiempo, realizaba una llamada muda a mi madre. La señal de supervivencia se había convertido en una de esas rarezas que da un cariz singular a las familias desgraciadas. Aunque mi madre, que en su afán por la mejora no llegaba a distinguir la malicia que es explicarle a un interlocutor mudo cómo va vestida, o que la gimnasia después de trabajar la mata, pero ayuda a mantener un aspecto juvenil, publicaba de los suyos la felicidad absoluta, su concepto granítico de bienestar: la segura celebración de unas olimpiadas en Barcelona potenciaba el grado de jerarquía en su empresa cosmética; mis hermanos crecían de modo admirable; Carmelo estaba a punto de jubilarse; habían vendido el chalet de «el terreno» y esa venta, y unos ahorros, habían propiciado la compra de la casa que ahora habitaban (cerca de la mía, por cierto). Suculencias gastronómicas, audacias viajeras, benigna alteración de las costumbres. Sí, habían combatido contra las murallas burocráticas de la compañía telefónica para mantener el mismo número y que yo pudiera seguir en contacto con ellos, aunque fuese de ese modo tan extraño. Sí, iban a adoptar a una niña colombiana. Sí, estaban a punto de viajar a ese país. Sí, yo hacía mucho que había salido «excedente de cupo» en el sorteo para el servicio militar, pero ella no me había contado nada, porque se imaginaba que ya lo sabía, y si no lo sabía, ése era el modo de hacerme volver a casa de no ser del todo el imbécil odioso que, efectivamente, parecía ser. Sí, me echaban de menos, aunque no lo creyera. Que dónde estaba. Que qué me había hecho ella, que me había entregado la vida entera y…

Antes de que estallase el drama, uno de los dos colgaba y yo seguía ofreciendo mis divagaciones a lo inmaterial. Por eso coleccionaba en un álbum de tapas azules fotografías y recortes que encontraba en antiguas revistas para fans del cantante Scott Walker. Y me atrevía a hablar sólo en la terraza y a decir, mientras me desprendía pegamento seco de las yemas de los dedos, y en el aire flotaban esporas de polución y de recuerdos cada vez más inútiles:

—Mira, Elsa, tenías razón. Scott Walker se llama en realidad Noel Scott Engel y nació en Hamilton, Ohio, el nueve de enero de 1944. Antes de formar los Walker Brothers, tocó el bajo en dos hits americanos, «Let’s go», de los Routers, y «Wipe Out», de los Surfaris. Mira este recorte del año 66: «¡Atención, fans! ¡Scott Engel entra en un convento!». Pero no te preocupes, Elsa. Después, uno sigue leyendo y se entera de que Scott sólo va al convento para alejarse un tiempo del mundanal ruido. Y mira lo que dicen de él aquí: «Es odioso y caprichoso, sigue siendo guapo y tiene muchísima imagen. Sólo por eso puedo perdonarle cualquier cosa». ¿Qué te parece? Y en 1983, sin que nosotros nos enteráramos, salió un nuevo álbum del ídolo, Climate of Hunter. No me digas qué significa el título, porque eso sería saber demasiado. Porque recuerdo que alguien me dijo una vez: «Hay muchas cosas que no quiero saber: la sabiduría pone límites al conocimiento», y a veces me pregunto si el conocimiento no serán las historias que urde nuestra ignorancia para salvarla, que la luz, lo radiante, está en los recodos de las ficciones sin un final calculado, las viñetas sin sentido que vienen a la mente cuando bailo contigo, o imagino una de nuestras aventuras en escenarios formidables. O en pistas vacías, Elsa.

Y una addenda muy sabrosa en la colección sobre Scott, aunque todavía no deseaba contarle nada a Elsa, y por eso la hacía desaparecer cuando llegaba el momento de revisarla, eran los breves en las páginas de sucesos, donde un personaje extranjero se volvió sospechoso de una cadena de crímenes infligidos a drogadictas y prostitutas. Según la declaración de algunos testigos, las víctimas conocían al asesino en las barras americanas del final de las Ramblas, le acompañaban de buena fe, y él las mataba, ahogándolas al final del Rompeolas. Todos coincidían en que el asesino, que se hacía llamar Scott, era un perturbado muy peligroso, y que ya había actuado en otras ciudades, Vigo, Marsella, Génova… Los bares de alterne de las Ramblas, del Barrio Chino y los alrededores de la plaza Real quedaron desiertos ante la amenaza de Scott. Afortunadamente, unos meses después, cuando ya no quedaba ni sombra de prostitución ni de tráfico de estupefacientes en aquella zona, las fuerzas del orden lograron acorralar a Scott en el Rompeolas, cuando estaba a punto de cometer un nuevo crimen. Scott, desesperado, se lanzó al mar y desapareció en las aguas. Por lo visto, el tipo se llamaba Waldemar Wajda y era un marino mercante polaco con antecedentes en su país. Desde luego, Lector, en ese momento hubiera podido imaginarlo todo; sin embargo, la insensatez no me procuró otro sentimiento que un vago orgullo. Tenía la convicción de que ese personaje lo había creado Elsa a través de sus soñadoras admiraciones y, quizá, el apoyo de mi relato del día del Watusi. ¿Era posible que un personaje así se convirtiera en una leyenda urbana entre los yonquis, y que la policía hubiese utilizado esa fama para crear una psicosis, porque putas muertas siempre iba a haber, y más en tiempos de sobredosis fulminantes? Ése era el modo en que se despejaba el casco antiguo de elementos indeseables para dotarlo de un aspecto digno en el caso de que la organización de las olimpiadas del 92 recayera en la ciudad.

Porque todo el mundo vivía pendiente de ese día mágico, el de la proclamación olímpica. Ni Toni Tortosa, ni mi madre, ni el comercio, ni los arquitectos, ni los constructores, ni los antiguos rebeldes, ni los nuevos sátrapas, ni los miserables, nadie iba a quedar al margen de la nueva prosperidad. Y ese día llegó en el otoño del 86, el antiguo falangista gritó «¡Barsalona!» y los periódicos salieron a la calle en edición especial con una euforia informativa inédita desde la guerra de Cuba. Entre bocinazos y cohetes, una sinfonía concreta de júbilo civil, me acerqué con Toni Tortosa y dos amigas suyas a la montaña de mi infancia para ver si nos colábamos en una fiesta donde mi jefe podría demostrar por fin la influencia de la que había alardeado al anunciarse como pionero de la publicidad moderna, del diseño moderno, de la fotografía moderna, del cine moderno, de la música moderna y, cómo no, de la moda moderna. Sin embargo, una vez allí, ese prestigio se desvaneció en miradas de superioridad y vaga tolerancia dirigidas a su persona, cuando no en muecas que traían sedimento de resaca y antigua flaqueza. No nos dejaron entrar en la dichosa fiesta, claro. Sin embargo, estupefacto ante la parranda pública, las voces y los saltos de la misma multitud que hacía nada eran retórica de motín ante el referéndum de la OTAN, y ahora, y quizá siempre, sólo lealtad a la muchedumbre, a no ser nadie, aquel viernes de octubre, bajo bóvedas de pirotecnia, frente a los aros olímpicos encendidos, todos mis años irrumpieron como oleadas de calor entre aquellos benditos y recordé que hubo un tiempo en que me poseía la sensación de que la Historia caminaba conmigo, de que la ciudad, o el país, o el Estado, tenían mi edad. Ahora ese sentimiento me abandonaba, y la separación se hizo molesta cuando entendí que esa quiebra se había llevado a cabo en la plaza Real. Había vuelto por fin del otro lado del espejo, pero todo me seguía pareciendo absurdo. Y áspero, además. A partir de esa jarana quise recomponer mi espíritu para la defensa o el ataque, instruirme sobre lo que de verdad había pasado con el mundo mientras me dedicaba a cantar con muertos en el idioma imposible. La gente, ante el dilema que ofrecía la propaganda de contar votos manipulados, o de cortar cabezas o, como mínimo, libretas de ahorro, elegía sin duda lo primero; que lo posible se hiciera probable y acabase en lo inevitable. Era nítida la preferencia de ser ciudadano ciego en un país imbécil en lugar de posible mártir o mendigo en un país dramático. De ahí deducía que la defensa y el ataque, los márgenes de la supervivencia, pasaban por olvidarme con sencillez de la existencia de un espíritu.

Estaba preparado para hacer lo mismo que los demás. Por lo tanto, no hay superioridad moral cuando uno ve en una pantalla gigante bajo fuentes monumentales un vídeo filisteo de una ciudad ideal entre la suelta de globos y palomas, y ejecutivos de medio pelo y pelo en tero agitan catálogos y presupuestos como si fueran también la bandera estrellada de la patria invisible, y otros negociantes se agachan a coger los tickets de consumición de un frankfurt para engrosar las futuras cuentas de gastos abiertas ya como agujeros de carcoma en las empresas asociadas a la Empresa Superior, las olimpiadas, un destino colectivo entre saltos nada gimnásticos de la masa para una ciudad que ni siquiera acaba de redondear sobre su pasado una mentira coherente.

Y en otras fiestas, para las que no hacía falta invitación rigurosa, descubro a antiguos pobladores de la plaza Real con el pelo más corto, con traje, camisas y corbatas de marca que muy pronto van a formar parte de mi vocabulario sin el ingenuo aire de leyenda, ni ese aislamiento de la Idea, de lo Bello, de lo Inefable, con que Elsa las pronunciaba. Aquellos progres, de haberme visto sólo un año antes, hubieran negado cualquier conocimiento de mi persona; pero ahora, después de alzar una ceja inmediata al descubrirme, la otra no duda en acompañarle hasta la calva incipiente con un ascenso más lento de reconocimiento. ¿Picassín está vivo? Y no sólo eso. ¿Picassín ya no pasa anfetas? ¿Picassín se lo ha montado? ¡Hola, Picassín! Toma mi mano saludadora. Pero no te acerques mucho si tienes aún la manía de la verborrea y de la falta de sobriedad con que acompañabas el elogio de lo que no habías hecho del modo más absurdo que pueda imaginar mi decente y racional educación. Alardes de tu Nada. Si esa Nada es aún tu industria y estás aquí, entre los escogidos, por mera casualidad o un descuido del portero, aléjate.

Y oigo cómo Toni Tortosa, contraviniendo sus propios consejos, que proclaman ser discreto ante el negocio que muy pronto firmará con los japoneses, se elogia a sí mismo y su óptima gestión ante un individuo alto y rubio que no le hace ni caso. Y cuando por fin el rubio se libra de la fanfarronería impotente de mi mecenas, y pasa por mi lado, caigo en la cuenta de que su rostro no me es desconocido:

—¿Quién es ése? —le pregunto a Tortosa.

—Campanero.

—¿Campanero a tus campanas? —yo hablo así en esa época.

Y Tortosa me explica que trabajó con Campanero durante los setenta en el campo de la publicidad. Que es uno de los muchachos más trabajadores que ha conocido, un talento lleno de ideas. Por lo menos, era así hasta que se le echó encima la arpía que hoy es su señora. Desde entonces, trasladado a la capital de España, sólo se ocupa en medrar.

—La nena sólo tenía una idea, pero ¡vaya idea! Tina Alarcón se llama. Era modelo, y ahora es jefa de una agencia de publicidad, mientras él es socio de una empresa de relaciones públicas. Ya sabes, nen, campañas globales de comunicación, imagen corporativa, actuaciones de lobby, publicidad electoral… El nivelazo máximo. Se dedica a eso y a hacerle el salto a su mujer. Por lo visto, cuando está en Madrid, no le deja ni respirar.

Y el marido de Tina, en la promiscuidad festiva de poderosos, aspirantes y lampantes, habla con una rubia en el mismo recodo de la barra del piso superior de la discoteca de moda donde un mes después yo le voy a contar a Martí Oliver que con la ayuda del efervescente Tortosa me dedico a facilitar historias a los guionistas de tebeos japoneses.

Antes de que me pusiera manos a la obra en mi nueva y curiosa tarea, Tortosa me explicó las preferencias niponas en materia de tebeos. En su particular jerga, Tortosa habló de rollo duro, de que los japoneses gustan de una realidad exagerada. Que les iba mucho la telepatía, dijo también. Y los mundos paralelos. Y Gaudí. Y, sobretodo, insistió en lo que él, con dientes apretados, llamaba «las nenas». Las falditas cortas, las braguitas asomando y el chupachups lamido con toda la lengua. Me sugirió que introdujese elementos de la cultura popular de los Estados Unidos, «puñeta americana, nen», ya que éste era el segundo mercado más importante del manga. Mi obligación era escribir la sinopsis de ochenta futuras entregas, y que a partir de ella los japoneses me dieran un adelanto para sentarme a escribir. Tortosa recibiría sólo un pequeño porcentaje. Para él aquello era una misión altruista, un conocer gente amena.

Con esos materiales de partida, tan bien definidos por el que, sin sarcasmo, yo llamaba por entonces mi jefe, me puse manos a la obra:

El Guardián del Límite.

Así fue como titulé el proyecto, que contra lo que el Lector haya podido oír, es de mi única y absoluta creación. En su argumento original, El Guardián del Límite empieza relatando las peripecias de Elsita, una chica de Arizona que pierde a su familia tras el ataque de unos Ángeles del Infierno. Es entonces cuando empieza a vagar por el mundo y descubre que éste es distinto a como lo había imaginado y, por supuesto, hostil, de pesadilla, postnuclear. Todo aquel que se cruza en su camino utiliza una extraña jerga deportiva o política o ambas. En su deambular a través de los cinco continentes de burdel en burdel, lugares a los que la indefensa chiquilla va siempre a parar sin otro fin de que los tortosas japoneses aprieten la dentadura, Elsita descubre que existe la posibilidad de cruzar a un mundo paralelo y mejor, y que el paso hacia esa nueva vida se encuentra en la ciudad de Barcelona, localidad mediterránea diseñada completamente por el arquitecto Gaudí. Es allí, en efecto, donde se halla el Límite para cruzar al otro mundo. Ese mundo paralelo es suave, en todos los parajes susurra una brisa musical, es el lugar donde TODOS tienen la edad del Tiempo, caminan a su Ritmo. Pero ese TODOS, de momento, es NINGUNO, porque el paso hacia el nuevo mundo está bloqueado por MATWAN, el Guardián del Límite. Contra el poder de MATWAN combate la Tropa Shingalín, compuesta por adolescentes como Elsita que han llegado hasta la ciudad de Barcelona en busca de una nueva vida, del Tiempo y del Ritmo. Todos los shingalines comparten una peculiaridad: hablan un extraño idioma que no es lógico-referencial, sino simbólico e imaginativo, un lenguaje que va más allá de la psicología, liberado de la razón, adherido al mito y a un ritual libre. Un idioma en el que la palabra de una canción que todos conocen significa de modo inmediato, mágico, un paisaje idílico o sólo un esbozo de emoción. La segunda palabra de esa canción llena el paisaje con un relato. Pero la tercera palabra estropea el conjunto. Si, por ejemplo, un shingalín dice «Jamin’», el resto entiende: «Sólo en el silencio del baile se puede construir la lluvia». Si añade «Whithyou» (que aquí funciona como una sola palabra) todos comprenden que deben ayudar al segundo Guardián del Límite que combate a MATWAN. Ese otro guardián es WATMAN.

En ese momento se desplaza el protagonismo de la historia y WATMAN focaliza la acción. WATMAN ni siquiera habla el idioma shingalín. Ni siquiera habla, en realidad, porque se comunica en un dialecto shingalín perfecto. Ha mejorado tanto su expresión que todo lo dice bailando: «Allí donde es lógica es ritmo», expresa con el movimiento de su cuerpo: «Allí donde es metafísica es melodía. Allí donde es conocimiento es actitud». WATMAN, por supuesto, busca la alegría, pero está atormentado por MATWAN, su doble del otro lado. WATMAN advierte la presencia de MATWAN, quien proyecta su tiniebla allí donde el otro quiere ser radiante. MATWAN, el que domina todos los lenguajes de dominio y sumisión, de vacío. MATWAN, el que construye paranoias y conjuras con palabras vanas.

WATMAN, junto con los shingalines, deberá hacer incursiones en el otro lado del Límite, un lugar que también habla su propio idioma, que casi siempre es el idioma del Doble. WATMAN, junto con los shingalines, deberá ganar el territorio del Nuevo País canción a canción, entablando enfrentamientos coreográfico-filosófico-violentos con sus dobles.

Al final, el bien, lo radiante, triunfa. Se ocupa el nuevo territorio. Suena la música y un mundo renovado sigue su ritmo.

—Ésta es una historia de mucho flipar, nen. Demasiado profundo, nen. No les va a gustar nada, nen —me dijo Tortosa después de leer, moviendo mucho los labios, la sinopsis que le presenté.

Y al cabo de un mes, cuando llegó el visto bueno de Yamamoto Inc.:

—Es genial, nen. Les ha gustado, nen —me dijo Tortosa.

Así fue como recibí el primero de los talones que me iban a permitir llevar una vida más o menos decente hasta el año 92.

—¿Y qué haces ahora?

Ésa fue la sencilla pregunta de Martí Oliver que desató el recuerdo. A él sólo le dije lo de los tebeos japoneses. Contra todo pronóstico, consideró el empleo sofisticado y gracioso. Fue entonces cuando me recordó lo mal que disimulaba vendiendo anfetas en su bar preferido, y cómo, por la noche, ya en la plaza Real, no le extrañaba nada verme haciendo de nervioso payaso fluorescente. Me dijo que mis peroratas, aquellas historias sin sentido, tenían algo magnético. Aunque también me dijo:

—Una tontería delicada, sí, señor —y no supe muy bien a qué se refería.

Por su manera de saltar de recuerdo en recuerdo con prudencia, deduje que Martí callaba algo poco honorable sobre mí. Ninguna importancia: yo sólo pensaba en que gracias a esa sucesión de fáciles encuentros en barras de diseño podía acabar capitalizando los años perdidos en la plaza Real. Cierta euforia propiciaba planes que en otro tiempo se antojaban delirantes: muchos compartían la misma sensación de pérdida y ensayaban ganarse la vida con excentricidades que hasta ahora eran patrimonio de tronados que acaban sus días como pasto visual de risueños imbéciles en un garito con eco de bohemia. Y los viajes a Nueva York para tocar las piedras negras del imperio y volver y contarlo. Y la mención en satinada revista extranjera con o sin prestigio que aquí, en la colonia, confirma un talento a los que no tienen otro juicio, y ése les basta, que la fugaz mención foránea.

Martí Oliver, cuando no se daba al concepto, presentaba el habla sosegada y elíptica de quien ha visto mucho mundo, aunque ningún indicio respaldase esa actitud: ni sus estudiadas líneas de diálogo, ni su apariencia, algo demacrada, pero indiferente a una evidencia física de esfuerzo por la redención. Se presentó como músico. Los Persuasores. No había que añadir ni una palabra más. ¿Quién no conocía a Los Persuasores? Pues Fernando Atienza, el mentiroso, sin ir más lejos. Aquellos nombres de grupos que habían surgido en tromba al derrumbarse los diques del aburrimiento eran ahora charcos petrificados por el abandono, la enfermedad o el éxito.

Para explayarse un poco más sobre su importante biografía y la necesidad de que me uniera a la nueva formación (y no en calidad de bajista, circunstancia que me sorprendió), quedamos al cabo de unos días en su local de ensayo, una mazmorra turca guardada por candados en el pasillo de una antigua fábrica donde, en otros cubículos, toda clase de jóvenes se esforzaban en domar las armonías que lanzaban amplificadas a los irritados tímpanos del destino. Martí me dijo que me sentara tras los altavoces y las fundas de instrumentos, y después de conectar la guitarra empezó a cantar:

Niños bien educados

Saquean puestos de helados

Y no lo veo

Hace tiempo que no veo

Caras manchadas disparan

Flechas a las manzanas

No lo veo

Hace tiempo que no veo

A gordos tras autobuses

vagabundos en los cruces

Sigo sin verlo

Por la mañana sale el sol

Y músicos de rocanrol

Caen al fin de la noche

Se estrellan ciegos en coche

No lo veo

Amanece y tirito

La tierra huele a grafito

Pero no la veo

Me auparon

Y me soltaron

Chaval, el dinero

Estoy sin monedero

Porque no veo

Me dedicó una sonrisa al terminar la canción para confesarme, mientras yo pensaba en lo difícil que es reconocer el talento en un individuo de esa arrogancia: «Hasta los veinte años, no hablaba. Le decía las cosas a la gente así, cantando. Y eso se tiene que notar ¿no? Seguro que ésos de ahí al lado hablaban por los codos». La canción, un medio tempo que parecía burlarse del contenido dramático de la letra, me recordaba algo próximo que sin embargo era incapaz de reconocer más allá de lo obvio. Una buena melodía, la facilidad para tocar y acompañarse como si la guitarra y la voz y la persona formaran parte de una esencia oculta que se asomase al aire con cierta timidez sólo en el momento de ser interpretada.

En un bar próximo a los locales de ensayo, Martí me estuvo contando que unos años antes, si uno iba en serio, era imposible sacar adelante a un grupo en Barcelona. Por eso no había tenido más remedio que irse a Madrid en el 82 para reorganizar a «Los Persuasores». Allí, su ex novia y él habían hecho de todo menos lo que habían ido a hacer. La locura caliente y fría, el placer y luego el horror… En fin, qué me iba a contar a mí, dijo, y en verdad, como casi siempre, no adiviné el sentido de su insinuación. Martí Oliver se separó de aquella loca, se retiró a una casa de su familia en la Costa Brava, y durante un tiempo se entretuvo en leer y componer. Tenía pensado grabar un disco en el futuro, la obra definitiva que iba a cambiar la historia del rocanrol; pero de momento, como todos los grandes logros, ese disco se fraguaba en una lenta maduración. A la espera de ese hito, y vuelto ya de su retiro playero, a Martí se le había ocurrido fundar un grupo arty para revolver algo el cotarro, un espectáculo que combinase performance y música con el espíritu de las vanguardias históricas. Algo así como Peter Gordon y su Love of Life Orchestra, o The Theoretical Girls, o The Gynecologist. Más rollo neoyorquino que europeo, pues era allá, en ultramar, donde se estaba recuperando el sentido del Cabaret Voltaire. Ajá. Que si yo, Fernando Atienza, quería ser el cantante que no canta. El concepto era sacudir un poco la adormecida conciencia de los burgueses en esos años de euforia y movida y, esto no era menos importante, pillar de paso una subvención de diversas instituciones dado el carácter serio y profesional, artístico, de nuestro proyecto. Como yo recitaría en el inmortal idioma de Hugo Ball, los textos y manifiestos del grupo se redactarían en español, catalán, inglés y alemán. Así la burocracia y la suspicacia de sus agentes darían el visto bueno a lo que no era sino burla, y se ampliaría el habitual cupo de actuaciones de un grupo pop a galerías de arte, centros culturales y demás, sin menospreciar una posibilidad de éxito en la estructura del show-business. El grupo lo iban a formar cuatro músicos «que de músicos tienen más bien poco, pero le echan entusiasmo», un futuro director de cine que proyectaría diapositivas y vídeos, y Martí Oliver, el compositor e ideólogo:

—De momento, no quiero actuar en público. Aunque, no te creas, mi trabajo será muy importante. Durante las actuaciones iré hablando con gente influyente, peces gordos y también cantaré —y así se rió—… Les iré cantando las cuarenta.

Un honesto plan, muy acorde con el espíritu rebelde del medio en que trabajábamos: manifiestos, becas, impresos y subvenciones, firma, sello y acuses de recibo. Me daba igual; a lo mejor esa piadosa estafa tenía éxito y la podía combinar sin dificultad con las historias que escribía para Tortosa y sus amigos japoneses. Mi tarea en AvantPop era recrear con mis ademanes, al parecer peculiares, la demencia de los tiempos modernos. En el primer manifiesto del grupo, al menos en su versión castellana, se entendía a la perfección y de modo definitivo lo que se esperaba de mí, y también por qué Martí Oliver no intervenía en el espectáculo pese a su lógico papel de líder y reputado cantante: «La voz del bufón, del antiguo tonto doméstico, no puede articular un discurso coherente ante la quiebra. Las palabras ya no valen nada. El bobo es el cochino que trisca entre la onomatopeya, la demencia y las manifestaciones más sórdidas de la cultura popular».

—Gárgolas, cornisas, astas de bandera. Ping-ring-scrach-scrach. ¿Quiere usted tener su piso al contado? En Sasi descubrirá algo nuevo. Whud-whud. Sasi se lo da fácil y con seguridad en Barcelona. Clum-clump.

Las palabras ya no valían nada, en efecto. Pero aquello no era mi idioma imposible. Era una cuestión de impulso. Y una cosa era la explotación racional de la Nada irracional como habíamos hecho Elsa y yo, y algo muy distinto la explotación irracional de la Nada racional como el cantante de AvantPop hacía en ese momento y el resto de sus conciudadanos casi siempre.

Así discurría yo entre la música exagerada en su monotonía, agarrado con la punta de los dedos a las cornisas y a las gárgolas y a las astas de bandera como un suicida arrepentido. Los demás hacían lo que estaba en su torpe mano con dos acordes y los arreglos que Martí nos intentaba enseñar en el local, un tema igual a otro en su desvarío. Y a eso le llamaban improvisación. El conjunto era, y no exagero, vomitivo.

El día del Watusi
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml