12

—Yo me vuelvo a casa —afirmé.

—Sí, corre, para que te cuelguen de los pies y se te suba la sangre a la cabeza —fue la contundente respuesta a mi decisión—: El Tomate no ha ido a La Parra para jugar a la máquina. O iba a por nosotros, o a por la poli para que fuera a por nosotros.

—Pero ¿qué hemos hecho?

—¿Y eso qué? Nosotros a lo nuestro. Con sigilo…

¿Qué sigilo? ¿Qué era lo nuestro, sino esperar la caída del hacha?

Ya sonaban a lo lejos las sirenas de las atracciones. La mañana crecía y el sol nos iluminaba a caprichosos e indecisos intervalos, al tiempo que el cielo amenazaba con más lluvia. Pepito se rebelaba furioso contra cualquiera de las versiones sobre el asunto de la jornada, y los chismes acerca del supuesto agresor y también supuesto amigo. Yo, sentado sobre el respaldo de uno de los bancos de los jardines, observaba con toda la inquietud del mundo su dinámica insurrección. Nos ocultábamos de la furia de Celso, de la pareja de policías y del olor a basura. El Yeyé fumaba nervioso un celtas tras otro y, cuando recordaba que su interminable monólogo tenía una audiencia, yo, me pasaba la colilla con la punta mojada. Los escasos paseantes que deambulaban por los senderos arenosos en aquella mañana inestable se detenían un momento al llegar a nuestra altura para contemplar al pequeño energúmeno. El Lector de este informe sabrá ahora por qué:

—La basca dale que te dale con la mui. Bla, bla, bla… y más bla, bla, bla —imitación de arrogante seguridad—: Vale, que hay uno que dice que el Watusi se llevó por delante al Augusto de la Barceloneta. Pues vale. Y también dicen que al Trampas de Torre Baró y al Fantomas de Badalona y al Huelva y al Córdoba, que también eran de Badalona. Y a tres del Campo de la Bota una tarde de esas que le rinden a uno. Vale. Vale, pero mentira… El Watusi no se ha cargado nunca a nadie. No puede ser. El tío está por la alegría. ¿Y sabes por qué? Porque el tío sabe mucho de muertos. Mucho. Más que nadie. El tío ha estado en el Congo y en América. Un lejía, un mercenario, tío, un perro de la guerra. ¿Sabes qué me dijo un día? «Mira, José», porque a mí me tiene corrección y me llama José, como debe ser, aunque si me llama Pepito, o Yeyé, le dejo igual, porque el tío impone un mazo. Pues me dice, serio que te cagas: «Cuando un muerto te mira a los ojos, te miran todos los muertos del mundo». El tío habla que te acojonas escuchándole… —Pepito imitaba una voz ronca—: «Y cuando te han mirado todos los muertos del mundo, cambias, cambias de arriba abajo. Mejor que pienses en la fiesta, José, en la fiesta salvaje que sea igual a lo salvaje de esos muertos. Te tienes que empatar con tanta sangre, porque un ansia te pilla como el imán pilla al hierro. Borracho y caliente de uno y de todo. Salvaje. Y salvaje no es ser un animal. Es como una especie de animal. El animal que ve la muerte».

Pepito se estaba adentrando en la baja fantasía como era su costumbre a la que le dejaban hablar más de un minuto. Yo había visto una muerta esa mañana (y él también) y mi último impulso (y el suyo) era las ganas de diversión. Suponía que muy pronto Pepito me iba a contar que el Watusi se deslizaba de un punto a otro de la ciudad por garajes que se conectaban entre sí, o volaba por los aires con ayuda de una capa, porque había metido los dedos en un enchufe en Australia, o cualquier otra boba invención, porque con esas tonterías disparadas sin pausa mantenía alejado el miedo. Yo empezaba a no creerme nada, y la mentira pertinaz, el mero vuelo fantasioso, me oscurecía la mente y fatigaba como una mala digestión. Tenía muchas ganas de decirle a Pepito: «A mí no me líes, que en el fondo no te conozco de nada». Él seguía:

—… Pero eso del asesino y el hombre de los recados y el martillo de no sé quién, no es más cuento chino que lo de la Julia. Tío, que la pestaña y los mamones de Celso y Emiliano funcionan igual. La pasma y esos golfos te enredan siempre y mienten más que hablan. El Watusi está por la juerga. La juerga, juerga. La juerga de todas, todas. ¿Tú sabes por qué le llaman Watusi?

Estaba yo para etimologías…

—El Watusi es un baile. Una manera de bailar, digo. Un baile de América que si lo bailas mal pareces un pringado. Y el Watusi de pringado no tiene nada. Y a bailar, macho, a bailar no le ha ganado nunca nadie. El Watusi ya camina como si bailase. Y, cuando respira, o cuando fuma, te lo juro, respira y fuma como si siguiera un ritmo, como si estuviera escuchando una canción de puta madre en algún sitio. Y cuando se pone a bailar es como si se levantara un cristal que lo separa de los demás. El tío baila suave, pero con ritmo. Pisa como un tigre. Y puede hacerlo todo. La vuelta para atrás como Carmen Amaya o un taconeo como el Moira, pero en macho. Porque el tío es muy macho. Te lo puedes imaginar, un perro de la guerra, nada menos… Pero bailar, baila suave, corto, sin ocupar sitio, para que me entiendas. A mí me ha explicado que el ritmo viene de cómo eres. Así eres tú, así es el ritmo. Algo que viene antes que el compás. Porque hay gente que confunde el ritmo con el compás, pero no es lo mismo. A ver… yo conozco un puñado de basca que tiene compás para dar y vender. Pero no es lo mismo… El Watusi tiene ritmo, ritmo. ¿Te he contado que el Watusi es un baile?

—Oye —interrumpí, antes de que Pepito se asfixiase—: ¿Y cómo se llama el Watusi de verdad?

Pepito vaciló un instante. «Está inventando —pensé—. Este cabrón me tiene aquí con el ritmo y el compás porque se caga de miedo y punto. Ahora me dirá cualquier nombre y seguirá con su mentira».

—Pues no lo sé… —respondió el Yeyé para mi sorpresa—: A él le gusta que le llamen Watusi. Por lo menos, a mí me deja. Lo que no le gusta es que le llamen «perro de la guerra». Eso no. O «perro», a secas. Bueno, eso no le gusta a nadie. Deja que te cuente. El Watusi es un baile de Nueva York, tío. Un baile de cuando el Watusi estuvo allí. En el Harlem español, compañero. El Watusi me ha contado que allí los bailes, los sitios, digo, son enormes y, buah, gente a manta. Y también me ha contado que los músicos hacen que la canción dure toda la noche y todo el día y otra vez toda la noche… Hay una regla: cuando te pones, no puedes parar. Aunque la gente come, folla y bebe sin parar de bailar. Así que al principio no te atreves a empezar a bailar, porque, claro, hay que tener aguante. Pero que de repente, zas, apagas un cigarro, o pum, te pega una sonrisilla una pava, y das un paso y ya no puedes parar. «Vas hasta el límite —como dice él—. El límite, tío». Y bebes y comes y follas y bailas y de todo… Pero cuando pasa el tiempo parece que estés dentro de un globo de gusto y empiezas a gritar de gusto, aunque ya no eres tú. Giras y giras. Ya no tienes sangre, sólo tienes ritmo. Y estás loco…

Y yo, quizá buscado en ese mismo momento por fuerzas muy superiores a mí con propósitos fieros, ya tenía enfrente a un absurdo cojo bailando como si no tuviese nada más que hacer. Batía palmas, y un sonido constante fluía de su lengua en choque rítmico (o acompasado) con su paladar. El Yeyé, empapado de su historia, en medio de una pista del Harlem hispano, levantaba la pierna mala y alzaba los brazos con idéntica, atávica excelencia y sincronía con la que los de su raza vendían, tasaban chatarra o competían, hasta alcanzar estatura de ídolos, con algunas luminarias de la música ligera. Pepito sonreía, giraba sobre sí mismo una y otra vez, magnetizado por una vaga idea de felicidad, pensando en el minuto y sólo en el minuto como me había dicho mi madre el día en que bailando ella y Juana «Torero» la fiesta devino melodrama.

—Es el mejor baile suelto… —acotó Pepito, y de nuevo batía palmas para que todo el barrio se enterase dónde estábamos, nos vinieran a buscar y nos arrancasen la piel—: En cuanto me lo enseñó, le pillé el truco. Tiene una grabadora que se la trajo de Nueva York y se la llevó a un bar de la Barceloneta. Yo estaba por allí paseando… —Pepito acopló con facilidad la imitación de un paseo desenvuelto al ritmo que había creado—… y entré. Hasta los más duros de allí seguían la canción. Y no te hablo de cuatro pamplinas. Gente ruda, no te vayas tú a pensar. Sigilo con ellos, nene, que esa peña, además, sabe de música. Mucho oído tiene esa tropa. Cuando están en lo que están, ya no son lo que eran, están —ágil de la metafísica a la mística, Pepito soltó un alarido que levantó el vuelo de los pájaros y por primera vez añadió un canturreo a su exhibición rítmica.

No había oído esa canción en mi vida, y el idioma que Pepito empleaba en su canto, era, desde luego, un idioma imposible. El mismo idioma que los del barrio veían en los campamentos hechos con toldos de bares o placas de latón. El idioma que me ha acompañado toda la vida. Que se manifestó aquel día, mientras el otro inventaba:

—Les dejé con la boca abierta de lo rápido que aprendí y de lo bien que me enrollaba con mis cosas y con los adornos y las figuras que le ponía al baile. Todos dijeron: «Este chaval promete». Y luego el Watusi me explicó una variante, una mejora, como si dijésemos, me explicó: «Ten cuidado con las manos. Que expliquen que bailas hacia dentro. Porque es mejor estar bailando hacia dentro que hacia fuera. Bailando hacia dentro uno encuentra lo que busca mucho más fácil». Y luego me llevó de putas. Pagando él, que conste.

Pepito se detuvo. Tomó aliento. Se agachó doblando la espalda y apoyó las manos en las rodillas. Luego levantó la cabeza jadeando y me sonrió:

—Ahora ya sabes por qué le llaman Watusi.

Se sentó a mi lado y se mantuvo en silencio. Volvía a lloviznar. Pepito repetía frases ininteligibles de la misteriosa canción que había dado nombre al personaje del día. No había duda de que utilizaba el silencio para perfeccionar sus mentiras. El Yeyé enseñándole bailes de Nueva York a unos macarras, irse de putas con el Watusi… Podía comprender que era un gesto muy parecido a bajar al muelle para intentar pescar; echarle aliento al mundo para que el vaho lo cubra. O intentar olvidar que ese simpático delincuente al servicio de un clan marsellés, buscado por la Interpol, había matado y violado a una chica que los dos conocíamos. O quizá era otra cosa. Una hora antes, una poderosa maquinaria le había tratado como un monigote hasta hacerle decir que había visto lo que no había visto; y ahora, el monigote bailaba, fabulaba y les decía que no podían con él. Una cuarta posibilidad era que, como decía la gente, y mi madre más alto y claro que nadie, no se trataba más que de un tarado.

—Te lo has inventado todo —concluí.

—Te juro por mis muertos…

—Venga jura. Sin cruzar dedos. Enséñame las manos.

—Ni hablar —era supersticioso, el Yeyé.

—Es mentira.

—Vale, en lo último, en lo de las putas, me he pasado un pelo. Pero lo otro es verdad. Eso sí que te lo juro… —levantó las manos para reafirmar la solemnidad del acto—: Te lo juro como que tú y yo vamos a pillar un auto ahora mismo, vamos a buscar al Watusi donde yo me sé y le vamos a decir lo que hay y lo que no hay. Es la manera de salvarnos. Que el tío hable. Habla, tranquiliza a la gente, porque el tío es muy calmado cuando quiere, y les dice, sobre todo, que ni nosotros, ni tu madre, nadie de tu familia, ni nadie de tus vecinos, tiene nada que ver. Además, ¿tu madre no llega de noche? Nos sobra tiempo.

Me levanté con una decisión tomada, empecé a caminar. Con dificultad, Pepito se puso a mi altura:

—¿Dónde vas?

—A casa…

—Para, para un momento… —Me detuve. Pepito volvía a estar sin aliento—: Tú para y ponte a pensar en una rata de esas que aplastan los camiones en la curva del puerto. Venga, piensa, que yo espero. Una rata, así, como una estera…

No me gustó la imagen. Pepito lanzó su ataque definitivo:

—A ti lo que te pasa es que mucha cadena de jefe indio ahí colgando y mucho de que sabes pillar coches y no eres más que un pringado. Mírate. Bueno, ahora te vas a mirar y vas a pensar en una rata espachurrada… ¿Te acuerdas del camión aquel que estuvo a punto de volcar y cayeron jaulas con pollos y los pollos empezaron a saltar y a correr por la carretera, y algunos coches los chafaban y los parachoques de otro descabezaban a alguno y seguían corriendo de un lado a otro de la carretera con la cabeza colgando, así, caída? ¿Te acuerdas?

El día del Watusi
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml