15

Victoria tardó en preguntarme si había encontrado alguna pista sobre el paradero de su hermana en aquel manuscrito que, sin mucho que hacer, me había acabado sabiendo de memoria. Ella sólo se preocupaba por el daño que pudieran causarle a Octavi Llinàs, más bien a su definitiva inmersión en la irrealidad, la guardia constante frente a su casa de aquellos dos matones. Ella seguía con la tesis que iba a leer muy pronto. Dos de los alumnos de Octavi la ayudaban en la recopilación de fichas y, cada tarde, los tres se sometían en casa a intensas sesiones de relación entre la vida y la obra del poeta chileno Vicente Huidobro y los pintores con los que trató. Victoria se quejaba de que sus puntos de vista no eran nada originales y que su única función en ese caso era salvar el expediente. Hubiera hecho falta una lectura política de esas relaciones, describir la tensión que se producía en París en el período de entreguerras, pero para ello era necesario leer muchos más libros de los que ella estaba dispuesta a hojear, confrontar ideas nuevas que ella no podía tener. Una mañana, Octavi llamó por teléfono. David Trabal estaba en la ciudad dispuesto a solucionar el problema de los húngaros y con posibles noticias del paradero de Elena. Que fuera y, a ser posible, y este ruego era cosa de Trabal, no suya, por supuesto, que se trajera al hijo del fascista.

Así que estamos otra vez en el jardín que años antes cruzaban hombres grises con la insensata misión de ver retribuido el fruto de su trabajo, y ahora vigilaban mafiosos por motivos a buen seguro graves. No estaba mal para una familia que se había deshecho de sus bienes materiales y sólo aspiraba a la perfección espiritual y cultural.

Trabal juguetea con las gomas de su carpeta. Octavi ordena a Victoria que vaya a buscar sillas, y a mí me canta: «Cara al mañana que nos promete patria, justicia y pan». Cuando Giulia y Victoria se unen al grupo, Trabal toma la palabra con esa decisión que le hizo famoso en los 80, cuando se reunía con otros intelectuales y artistas en los altos de un bar de diseño por delegación de la Conselleria de Cultura de la Generalitat con el extraño fin de que se explicaran unos a otros, y luego a algún secuaz de Jordi Pujol, qué cosa era eso de la modernidad. Trabal, que se acababa de comprar su primera americana de tres botones, lo supo explicar como nadie. Porque se explicaba como nadie:

—Si antes me hubierais llamado, antes habríamos resuelto todo. En cuanto lo supe, llamé al alcalde y le pedí como un favor personal que tomase cartas en el asunto. Le expuse la situación con toda la delicadeza que pude: ni conocemos a Sandor Szavost de nada, ni sabemos el porqué de la constante vigilancia de esos hombres. Sólo que estamos asustados… —me encantaba ese plural—: El alcalde me ha comprendido muy bien. Sabe que hay algo, pero se imagina que no hay más que lo que hay. Es un hombre que, en estos tiempos de simulacros, de valores sin forma, recupera las formas para, de ese modo, determinar mejor los valores. Todas las familias tienen su oveja negra, como ya sabéis, así que la discreción total está asegurada. Pues bien, ya tendría que estar aquí el jefe de la guardia urbana. Quien, por cierto, mide dos metros y parece verdaderamente el jefe, lo cual no le hace un simulacro de jefe, porque tiene la forma de jefe. Vendrá con unos cuantos guardias. Si no puede intervenir, dejará al menos a una pareja de retén en los dos lados de la calle el tiempo que haga falta. Cuando le he expuesto la situación se ha portado de forma exquisita. A ese respecto, no os preocupéis de nada más. Concéntrate en el homenaje, Octavi. Somos muchos los que te tenemos que agradecer todo lo que has hecho por nosotros y de lo que desde tu retiro puedes seguir haciendo. Como un francotirador… ¿Os he dicho lo del museo? No es estrictamente tu campo, pero podemos hacer cosas. De entrada, habrá que limpiar ese patronato de partidismos y politiqueo…

Vi babear a Octavi Llinàs. No creo que lo hiciera por su hija desaparecida.

—En cuanto a Elena… Y, ahora, perdóname, Victoria… No es lo mismo que llames tú a Martí Oliver para pedirle un favor, que le llame yo con una zanahoria atada a un palo. ¡Ay, los roqueros…! Un simulacro de vida peligrosa en la uniformidad sin forma de la degradación occidental. De esto, Octavi, Giulia, sé que quieres mucho a Elena, no os debéis preocupar más de lo normal. A mí me parece… —Trabal buscó con mucho cuidado sus palabras—… que lo único que puede haber empujado a Elena a molestar a ese individuo Szavost es algo altruista. Me han dicho, no os puedo decir más, que está en Barcelona. Es lo de siempre… Ahora me gustaría que Victoria y Fernando…

—… el espíritu imperial… —canturreó Octavi. Giulia y Victoria lanzaron un codazo simultáneo en cada uno de sus flancos…

Cuando Trabal dejó de fingir lo gracioso que le pare cía Octavi Llinàs, y que sólo él podía esbozar la exacta nota de humor, una comicidad irónica y resignada, en medio de una situación dolorosa, continuó hablando:

—Victoria, Fernando… Cuando lleguen los guardias ¿me acompañaréis al Raval? —Así le llamaban ellos ahora al Barrio Chino para borrar la oscura leyenda de pecado y delincuencia que se cernía sobre la zona y revalorizar los bienes raíces que más de uno había adquirido con la debida prudencia unos años antes. Una simulación del lenguaje y las situaciones urbanísticas que Trabal pasaba por alto de forma muy conveniente.

Así que llegaron los guardias, un gigante y dos cabezudos. Saludaron a los rebeldes de antaño, y los rebeldes de antaño se deshicieron en elogios por lo puntual del Gran Guardia, por su gallardía. A mí me asombraba cómo Trabal, que ya no parecía tener influencia alguna en el poder ciudadano, exhibía un verdadero talento para medir su capacidad de dominio. Y señalaba a los matones del coche y se quejaba de los tiempos, y de las formas posmodernas que adquiría la inseguridad, y de los peligros que con las nuevas modalidades del crimen corrían los ciudadanos honrados, los esforzados, los héroes que habían sacrificado todo para consolidar la democracia, para traer el olimpismo, para convertir la ciudad en una metrópolis fluorescente, electromagnética.

El jefe de los guardias preguntó si los matones habían dicho o hecho algo, si habían profanado la propiedad privada, si molestaban con algo más que su presencia. La respuesta a todas las preguntas era no. Así que el jefe salió a la calle y preguntó a los matones qué hacían allí. Los húngaros contestaron que su misión saltaba a la vista: alinear, ordenar, ladear, las piezas que formaban aquel cubo de Rubik hasta que cada cara fuera de un color uniforme. Una labor larga y difícil. Los dos guardias cabezudos se situaron entonces a ambos lados de la calle sin añadir una palabra a los del coche. Y los del coche se inmutaron mucho menos por la novedad del paisaje que si hubiéramos decidido distraerles con el espectáculo de unas animadoras que vociferasen entre saltos de oculta picardía: ¡Eme! ¡A! ¡Efe! ¡I! ¡A! ¡M-A-F-I-A! Recordé cómo, en otros tiempos, allá por el 76, 77, bastaba una indicación de Ballesta para que apareciese la policía y se llevara por delante a quien fuese. Y en el nervioso tráfago de aquel jardín en declive, mientras Trabal desgranaba las citas adecuadas, los apellidos exactos y se bromeaba encima, y mi suegro me cantaba el «Horst Wessel Lied», llegué a creer en la posibilidad de que los resortes de la ley, cierto respeto por las fórmulas democráticas, impidieran que los guardias, o cualquier otro tipo de policía, encerrasen a esos matones sólo por molestar en la más dura de las celdas. Pero ¿qué tontería estaba pensando? Recordé de nuevo a Ballesta, su veneración por lo napoleónico y uno de los famosos dichos del emperador: «El arte de la policía consiste en no ver lo que de nada sirve ver». La única aproximación a la verdad era que había mucho más en el asunto de Elena de lo que mostraban los ojos. Y ahora yo pensaba en Elena como en una amiga, una igual. Hasta me resultaba amena la inaccesible belleza de mi cuñada, me era indiferente su fama de mujer fatal. Aunque esa indiferencia era de menor calidad que la de la mirada que Victoria me ofrecía mientras me señalaba el camino de la puerta, la primera casilla de nuestro descenso al Barrio Chino, una mirada neutra, pero decidida, como un tirón de correa al perro grandote y ya viejo.

Y como si fuera un perro todavía, fui colocado en el asiento de atrás del coche, mientras Victoria y David se daban novedades sobre los muchos asuntos que compartían. Ellos hablaban y hablaban, sí. Y, antes de hablar del motivo de nuestro viaje a los bajos fondos, lo hicieron del poder de Rafael Llinàs, el medio hermano de Victoria y Elena:

—Nada más llegar a Madrid, le llamo y quedamos a almorzar. Ni un problema de fechas, acceso inmediato, Victoria. Tu hermano Rafael es el Hombre, con mayúscula. En la comida me estuvo haciendo unas confidencias bastante espeluznantes sobre alguna gente, tiras y aflojas del partido: que si el otro día recibió como toda respuesta de un alto cargo a una pregunta suya que la corrupción es el lubricante del sistema. Que si algunos andan borrando como pueden las meteduras de pata que hicieron sólo alcanzar el poder. Que si están preocupados por los presupuestos de los eventos del 92. Que no sólo les puede caer la oposición encima, no sé si me entendéis. Pero, sobre todo, me habló de vosotras, preguntó mucho. Es un sentimental, Rafa… Al cabo de un par de días, me pasé por su casa para dejarle una nota de agradecimiento y llevarles unas chucherías a los niños. Majísimos, los niños, Victoria, y tú aún sin conocerles. No acabo de volver a casa cuando Rafael ya me está llamando para darme las gracias. Me invita a ir con él a una cena en el palacete del conde de Bará, «que se alegra de ver a sus paisanos catalanes». Y otro día me cita en su despacho y me propone lo del museo. Me llena de elogios, vuelve a invitarme a almorzar y, claro, me pregunta por vosotras, pero esta vez en serio, para que le diese respuestas claras y sinceras. De Elena, no tengo más remedio que contarle media verdad. Y yo, sobre todo, le hablo de su potencial artístico, aunque ya no sea ninguna niña para ir hablando de promesas. De ti, claro, había mucho más que decir. El cierre de la galería en estos tiempos de borregos que nada distinguen, lo bien que te va en la universidad y también lo de Willard. ¡Y lo que le dije! Me contó que ya estaba enterado del escándalo del premio, que aquí en Barcelona no se podía hacer nada con esos berzotas nacionalistas envenenando el ambiente. Me contó las juergas que se había corrido con Willard cuando el americano vivía en Madrid, la vida increíble que Willard ha llevado, su temperamento, y que lo suyo de Harvard al final ha quedado en nada. Un pequeño acto de penitencia pública y el poder de Willard ha salido reforzado. Me refiero a su poder hacer cosas, Victoria… Tú, Fernando, le conociste también, ¿verdad?

—Verdad —a través de un amago de giro de su nuca, pude comprobar que una mirada vacía como la de Trabal puede también ser burlona. Si no había entendido mal, Willard, de regreso a su amada universidad, se había desdicho en algún público mea culpa de todas y cada una de las fanfarronadas de las que se jactaba en su paseo por la Ciudad Condal. Y añadí—: ¿Para qué vamos al Chino?

—Ahora os lo cuento, porque tengo mucho que contar… Como te decía, Victoria, fue decirle Willard a tu hermano para que el Hombre, con mayúscula, insisto, se pusiera en marcha. Pero yo no lo sabía. Yo, al principio, la verdad, conociendo a los de Madrid, ni me creía lo del museo, ni el entusiasmo por lo de Willard…

—Pero ¿qué te dijo? —Victoria, casi desentendida del tráfico, empezó a lanzar miradas de ansiedad a la misteriosa carpeta que Trabal abría en ese momento.

—Ahora, ahora te lo digo… Deja primero que te hable un poco de mí. Escucha. Rafa me vuelve a citar. Esta vez me habla de vuestro padre. Por fin se atreve. Le digo lo que sé, que está maravillosamente, pero un poco desocupado… Se queda pensativo, un poco triste, y casi sin transición me dice entonces que lo mío, lo del museo, será cuestión de tres meses. Tres meses que estoy empleando para escribir una novela. Una especie de memorias morales con un toque posmarxista coincidiendo con el fin de la Historia.

—¡Qué bien…! —Era cierto que Victoria solía interesarse por los demás. Se alegraba de forma sincera cuando alguien tenía éxito, o al menos se sentía cómodo con sus actividades. Eso debo reconocerlo al cabo del tiempo, como tantas otras cosas. Pero el fatuo suspense que Trabal imponía, la empujaba a no indagar en los pinitos narrativos de aquel bocazas que reclamaba la atención sobre su persona, ahora lo veo, desesperada mente. Sólo quería que le quisieran y le perdonaran. Que le quisiera y le perdonara Victoria por lo que estaba haciendo, o lo que estaba a punto de hacer. Lo que no era óbice para que, mientras Victoria se confundía una y otra vez de calle en su errático conducir por el centro de la ciudad, Trabal insistiera en su nada talentoso suspense.

—Y me vuelve a llamar, Victoria…

—Vaya por Dios… —a mí nadie me hacía caso.

—… esta vez para cenar con el ministro. Y llámame simulador, si quieres, pero desde la convocatoria me dediqué a leer todos los libros del ministro, me convertí en un experto en campos de concentración como en el que le habían encerrado, Buchenwald… —y farfulló lo que podría ser un perfecto alemán, o quizá no, para reírse enseguida de un modo que se estaba extendiendo entre todos aquellos peleles de calaña similar a la de Trabal que acababan de redescubrir el cinismo, pero no se atrevían aún a llamarlo por su nombre, sino que lo convertían en el nuevo y lógico paso en el conocimiento de un mundo de laberíntica inteligencia, manteles de hilo, vinos gran reserva y cena con ministro—: De la lucha clandestina no necesitaba instruirme mucho. La mía y la suya fueron diferentes, pero no tan distintas en un plano metafísico, sino… En fin, que fue un doctorado rápido… —hasta Trabal se daba cuenta de cierta desilusión por parte de Victoria, y seguramente percibió también que no era necesario extenderse más en describir tácticas de servilismo elemental como si fueran las maniobras envolventes de un nuevo Fouché—: Así que cenamos con artistas en Lardhy, un toque camp. Rafa, un caballero, Victoria, me fue pasando durante toda la cena pelotas fáciles para que me luciera. Los pintores encantados, y el ministro, que tiene fama de mal genio, encantado también, hablando de la necesidad de personajes clave que mantengan el dinamismo necesario entre el centro y la periferia y a la vez sean muy europeos. Que faltan revulsivos para la creación, pero que tampoco hay que ir a buscarlos a nuevas atlántidas, y mientras tanto, como mal menor, hay que mantener un diálogo que pueda llegar a ser fructífero. Ya en la calle, Rafa me toma del brazo con mucho señorío, me aparta del grupo como por casualidad y me dice: «Hablé con Willard anoche y lo tengo en el bote». Luego me da este fax, y a la mañana siguiente, como de milagro, me llamas para decirme lo de tu hermana. Como estoy cargado de energía, hago las llamadas pertinentes, sin resentimiento. Ahora verás, Victoria. Estoy esperando a la comida, porque os invito a comer, para enseñarte esto…

Y volvió a señalar la carpeta. Medio amnésicos sobre el destino de Elena, nos fuimos a almorzar a un restaurante vasco cuya puerta flanqueaban no hacía mucho las putas en un alto de su mundano trotar, y donde ahora no era infrecuente oír el amplio bostezo de los chóferes, de los escoltas. El contenido de la carpeta misteriosa era un fax por el que Steve Willard comunicaba la aprobación de la primera fase para la organización en el Fogg Art Museum de la Harvard University de la muestra «El espacio de la predesocultación: los orígenes ibérico-mediterráneos de la posmodernidad» (título de gran precisión que de forma misteriosa había mudado su nombre por: «Spain is different and Barcelona very sexy»; pero ese detalle, al parecer, no importaba demasiado). La euforia se desataba, corría el champán, la carcajada estallaba, en el mismo restaurante donde solían ir a comer los que hasta hace poco eran compañeros del nuevo protégé del Hombre, con mayúscula, y también subordinados, superiores, rivales y antiguos compañeros de un abanico de partidos en declive de radicalidad. Y, sin rencor ninguno, Trabal saludó de lejos a todos aquellos con una sonrisa de oreja a oreja, mientras el tapón saltaba de la botella, y ante la curiosidad que había creado, no tardó en ser clemente y sacar a los funcionarios de su ansiedad para comunicarles su nombramiento como director de un importante museo. Nada era oficial aún, por lo que Trabal, con apaciguador movimiento de manos, reclamaba una discreción que no era sino acuerdo tácito de inmediata divulgación. Y sentado de nuevo a nuestra mesa, eufórico ya, cumplida su pequeña venganza, volvió a dirigirse a Victoria para comentar lo del patronato del otro museo, local este último, donde su padre tendría mucho que decir después de ese homenaje que, debidamente promocionado, le iba a situar de nuevo en el candelero de la política cultural. En el café, su conversación regresó a Elena.

—En cuanto me llamaste, Victoria, cogí el teléfono y me puse a exprimir a Martí. El otro rebelde… Le hablé muy en serio y le dije de vuestra preocupación y que sabía positivamente, porque lo sé, que aunque él lo niegue, se sigue viendo con Elena.

La información pilló algo por sorpresa a Victoria. Yo, desde luego, no creí en un principio nada de lo que Trabal decía, por sistema, por puro odio a ese imbécil. Pero después recordé a Martí, la tensión que se hacía evidente las pocas veces que mencionaba a su ex novia. Y recordé el poema de Elena al que Martí había puesto música y me había cantado. Aún me intrigaba más el hecho de que Trabal conociese toda esa información:

—Se ve, Victoria… —el tono de Trabal se volvió apesadumbrado, algo solemne, siempre dentro de la prudencia—… que Elena ha vuelto a…

—Eso ya me lo imaginaba —dijo Victoria con fastidio y, a mí me parecía, pensando más en el campus de Harvard que en su hermana, o cualquiera que pudiese estar relacionado con ella y su estilo de vida de una forma u otra. Y eso me incluía.

—Martí al principio se hacía el desentendido, el duro casi, pobrecito. Pero fue decirle que estaba en Madrid y tenía buenos contactos en el mundillo musical para que empezase a lanzar pistas. Como siempre, cuando el confidente no quiere verse implicado, te dice algo que básicamente es mentira, pero que si sigues el rastro de esa simulación te lleva a una verdad. No sé si me explico… Y lo que me dijo es que si Elena había vuelto a las andadas, seguiría su ley de siempre, la ley, según palabras de Martí, de los «síperono». Gente que cada día va a comprar droga, porque psicológicamente está convencida de que comprar para varios días, almacenar, es una manera de comprometerse con su adicción. En cambio, si compra cada día lo justo, puede dejarlo mañana mismo. Aunque luego pasa lo que pasa… Así que si Elena, como quizá, y siempre según Martí, no ha tenido tiempo de ligarse a un camello importante, estará en los puntos de venta habituales. Ella, siempre según Martí, iba mucho a la encrucijada de San Pablo y San Jerónimo, en el Raval. Martí da por hecho lo del camello importante… Lo que no sabe y nosotros sí, es que Elena ha irritado al que posiblemente sea un traficante de altura y, perdona, Victoria, pero eso es a lo que se dedica tu húngaro de nombre impronunciable. Entre otras cosas… Y si Elena está reñida con un camello importante, no se arriesgará a irse con otro. Por lo menos, de momento. Así que todo apunta a que se la pueda encontrar en el Raval. ¿Me he explicado?

—Demasiado bien… —dijo Victoria—. Sólo pensar que pueda estar involucrada con toda esa gentuza. Que busque protección en un gángster para que la libre de otro, todas esas cosas de las que no tenemos ni idea…

Miré a Victoria, y vi cómo se despejaba el flequillo de la frente, cómo pinzaba una servilleta, los mismos gestos que antes manifestaban su hermosura y cierto desamparo inteligente, y que, ahora, desde luego, ocultaban otros pensamientos. Aunque quizá no. Yo no debía juzgar: no era ésa mi familia, ni tenía esa vida, ni siquiera la parte de la que podría reclamar derecho. Pero, sin embargo, sí podía intervenir en aquel silencio embarazoso:

—No hay que olvidar a Sigismundo Malatesta. El que sodomizó a un chaval de quince años que era un enviado del Papa y ahora está en el infierno con Judas Iscariote, Sigismundo, no el enviado. Fue el mecenas de Piero della Francesca y de no sé quién más…

David Trabal y Victoria Llinàs levantaron la vista en mi dirección. Se podía haber oficiado allí mismo el sepelio de sus miradas muertas.

—Me lo contó tu padre. Lo que digo es que no hay que tener mala conciencia porque el húngaro sea un mecenas. Piero della Francesca tampoco hacía preguntas… Y ahí lo tienes…

Entonces, David Trabal se dirigió a una Victoria ausente sin valorar ni por un instante mis palabras:

—Yo he pensado en Fernando… —Fernando era yo y estaba ahí, hablando, en la misma mesa donde ese comemierda manifestaba haber hecho uso de su pensamiento.

Los dos volvían a mirarme ahora con algo más de chispa en sus pupilas. Hasta que entendí:

—¿Qué queréis? ¿Que la busque?

—Tú eres un hombre que ha vivido mucho, Fernando. Estoy seguro de que conoces esas calles como la palma de tu mano. Los yonquis se amontonan en las aceras, famélicos de droga, irrumpen en la calzada y se echan encima de los coches o se lanzan bajo sus ruedas y, aún desde allí, desde el adoquín que ha partido sus dientes como ellos han partido los dientes del tiempo, miran en todas direcciones por si ven a alguien a quien puedan sacarle dinero. Se mueven en manada, como zombis… Destrozan todo a su paso, defecan en los portales, gimen bajo escaleras mugrientas… Yo iría, yo buscaría, yo hablaría con Elena personalmente, pero…

—Pero aún queda mucho por lamer en…

—David tiene razón, Fernando. Aún no os conocéis, pero ella te tiene aprecio.

Sólo la curiosidad que la cadena de los últimos hallazgos había despertado impidió que vomitase allí mismo la lubina con bogavante. Trabal, para ascender en Madrid, utilizaba la desgracia de Elena, su torpe evolución, las amenazas, para cumplir, estaba seguro, con su nuevo protector. Victoria se desentendía de su hermana como se estaba desentendiendo de mí, porque el futuro estaba en otro lado y con otra disposición. Ella lo había dado todo y no podía más. Tenía razón.

Me despedí de ellos en las Ramblas y, tras verles descender a los abismos de un aparcamiento envueltos en la armadura de su importante cháchara, penetré en las callejas del Barrio Chino.

Era una tarde soleada, sin rastro de manadas de yonquis defecando en los portales o cualquier otra alucinación simuladora del formidable David Trabal. El «sistema Scott», una nutrida presencia policial, el desalojo, las demoliciones y los arrestos habían despejado la zona de la algarabía febril de los últimos años y volvía a reinar la dinámica de siempre: la falta de una misión activa de los residentes, su indiferencia motriz, contra el caminar apresurado de los transeúntes. Descendí por Robadors entre el pasillo formado por las putas a las puertas de los bares frente a mirones y futuros clientes que las valoraban desde la acera de enfrente, a poco más de un metro de distancia. En las calles principales, los comerciantes orientales hacían guardia en la puerta de sus tiendas y los niños, al pasar, se reían de sus turbantes hasta que un adolescente paquistaní les ponía en fuga maldiciendo en perfecto castellano. Las pintorescas, inofensivas, fantasmales ruinas humanas de siempre entraban en esos bares que parecen vacíos aun estando llenos y rezuman orujo y grasa. Esos humanoides, con cien años a sus espaldas, se iniciaban en la cultura de los laberintos con su fugaz presencia, con su aura. Personajillos que se desintegran al llegar a una gran avenida y se vuelven polvo, y el viento arrastra la ceniza chillona de sus camisas de saldo de vuelta al centro de las callejas, a ese descampado con un mural de dolor, o quizá de esperanza, que Keith Haring había pintado poco antes de morir. «Todos juntos podemos parar el SIDA». No el tuyo, amigo, ni el de casi nadie. Siluetas de tiza que rodean a los cadáveres en el escenario del crimen convertidas en monigotes bailando en la plaza, desierta hasta un nuevo derribo. Los monigotes se dan la mano y bailan los últimos bailes del mundo. A su lado, en la tercera dimensión, las palomas se vuelcan sobre las cenizas indefensas de los vagabundos a los que fulminara la luz del sol, y se amontonan y picotean y disputan entre ellas hasta que en una sacudida emprenden el vuelo porque han llegado las gaviotas. Y las gaviotas dominan el ámbito, aunque sólo por un momento, ya que deben salir también de naja si no quieren acabar como ingrediente fundamental de la sopa de ese nuevo vagabundo, entero aún, que ahora las persigue, las piernas enredándose una y otra vez en la ajada bata de boatiné. El vagabundo desiste y regresa a su carro de la compra oxidado lleno de objetos de calidad simbólica en torno a una locura que niega cualquier fatalidad. Y se aglomeran ante el mural algunas criaturas de pesadilla, algún desastre genético, lo normal en un barrio pobre sin la tensión de una zona dominada por el ir y venir de los yonquis, una tragedia sin urgencia, sin heroína. Allí no quedaba nada del peligro constante de los años anteriores. Sólo la desolación sobre la que muy pronto trabajarán excavadoras y se hundirán pilares en masas de cemento fresco. Entré en un bar, pedí una cerveza y pregunté si tenían teléfono. En ese momento, junto al billar, era fotografiado un escritor con cara de bobo que acababa de publicar una novela sobre el fin del Barrio Chino, escrita en un argot que sólo él conocía. Ni el escritor ni el fotógrafo se daban cuenta de que los ancianos que jugaban al dominó en la mesa del fondo del local habían vivido tiempos mejores y más alocados, pues se ocultaban la cara del modo más barroco en cada fogonazo del flash. Cuando el hedor del lavabo próximo ya me fulminaba contestaron por fin en el otro lado de la línea. Martí Oliver, sorprendido de oírme, inició un relato sobre la inminencia de su éxito, los esfuerzos durante las sesiones de grabación del disco que iba a salir dentro de unos meses cuando terminase las mezclas de sonido en Londres, lo perfectos que eran los temas, aunque en un par de ellos hubiese tenido que abrir la mano a ciertos ritmos en boga. Iba ya a colgarme sin esperar ninguna noticia sobre el motivo de la llamada, mi biografía última, eso desde luego, o sobre ningún otro dato que no concerniese a su carrera, cuando le pedí un favor. Que me dijera si David Trabal, el cultureta, se había puesto en contacto con él.

—Pues sí… —me contestó—: Ese hijo de puta no hizo nada de lo que podría hacer cuando me echaron de AvantPop, de mi propio grupo, del grupo que yo había formado, y la semana pasada me llama para decirme que si alguien me telefoneaba dijera que efectivamente había hablado con él, pero que dijera también que no podía decir nada más. Eso fue todo lo que me dijo, además de prometerme el oro y el moro. Como si ese imbécil me fuera a servir de algo a estas alturas…

Me senté en la barra de cara a la plaza desierta y especulé con la situación. De momento, dejé de lado la flagrante mentira de Trabal y sus porqués y me concentré en Victoria. Necesitaba dar un giro a mi vida si no quería que ella empezara a tratarme como a una especie de criado o de hermanito pequeño y un poco tonto con el que no se sabe qué hacer, otro lastre familiar, el peso muerto del que le iba a resultar más fácil deshacerse. Me sorprendí imaginando a mi persona en la misma situación que los harapientos que se arrastraban ante el mural de Keith Haring y tomaban el sol, intercambiaban hallazgos de los basureros. Si de pronto se acababan las historias japonesas, si me faltaba el amparo de toda esa gente, volvería a la nada. Pero esta vez a una nada absolutamente vacía. Mi deber era concentrarme de una vez en el Día de Mañana, hacer que Victoria me respetase.

A continuación, mi agenda reformista:

No pensar nunca más en que esa plaza desierta que Trabal había llenado de yonquis de cartón piedra era su manifestación posmoderna del simulacro en la que sólo quedaban monigotes pintados por un mártir del sida de quien Trabal explicaría todas las excelencias artísticas si así debía ser, o encontraría todos los defectos e ineptitudes si eso le fuera a servir de algo. Dejar de proponer a Rebeca, la antigua socia, pero aún amiga y confidente de Victoria, la necesidad de acudir juntos a un local de intercambio de parejas y mitigar con desconocidos (ella) y desconocidas (yo) nuestra inanidad vital. Salir corriendo si Rebeca las volvía a aceptar, como así había hecho en anteriores ocasiones. Dejar de buscar esa absurda trascendencia que sólo yo me obstinaba en ver a través de las confesiones, quizá los juegos, de los demás: los insectos ilusionistas del padre de Victoria, o los poemas que Elena, al parecer, me destinaba personalmente. Abandonar las relaciones dementes que sólo llevan a la inquietud y a pronunciar, Lector, nombres vacíos.

Estaba sumergido en esas reflexiones cuando, al otro lado del cristal donde se revolvía un pulpo pintado en albayalde, otra artesanía perdida, los vagabundos amontonados junto al mural de Keith Haring se pusieron en pie al ver a una mujer algo obesa con un recatado vestido de violetas y unas sandalias, el pelo recogido en un moño, gafas de concha. La mujer saludó a los vagabundos y ellos, puestos en fila, la siguieron hasta que el grupo, convertido en una dócil compañía de boy-scouts, se internó en la exigua y oscura calle Robadors.

El manto de discreción de la mujer, casi un disfraz para alguien que la hubiese tratado antes, no me impidió reconocerla. Era Dora. La de mi antiguo barrio. La hija del perista. La principal sospechosa para Pepito el Yeyé durante el día del Watusi. La única que lloró de rabia por aquellos hechos. La que años después había visto ejercer de puta en un cuadro erótico que representaba una estampa de Julio Romero de Torres, el pintor de la mujer morena que en un año o dos colgaría del Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard.

La primera letra del Nombre había sido articulada.

El día del Watusi
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