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El Lector convendrá en que no es tarea muy dura volverse «el descanso de la guerrera» a través de mi deriva como hijo de juez a la sombra de una mujer moderna que no se deja avasallar por las chifladuras de su padre. Así que yo era el tipo inexpresivo que deambula por los salones ataviado según el gusto ajeno y sólo está obligado a asegurar refrescantes orgasmos; el simpático acompañante que repite hasta el agotamiento gracias en el fondo ineficaces, pero seguras como ese mismo orgasmo. Sí, yo también pronuncié en todas sus ingeniosas variantes aquello de «Es el conocimiento, no el dolor, el que corre por mil calles oscuras y salvajes». (Y a menudo revolotea también como un insecto, sí). Ahora percibo con nostalgia la ligera facilidad de ese estado; pero cuando hacía de comparsa en los salones, guiado por mi sonrisa leve, mi media taja perpetua y un gusano atormentado hurgando en el cerebro, cuando ignoraba comentarios del tipo «De semental no tiene pinta…», o «Picassín ha encontrado galerista», o «Si espera que Victoria tenga un duro algún día, lo lleva claro…», o «No es la primera vez que hace de macarra ¿te acuerdas de…?», el papel de casi mantenido, pero con un potencial a descubrir, me iba pareciendo ridículo según transcurrían los meses, y nada adecuado a mis muchas aptitudes, de valorar éstas según el engañado punto de vista que la fungible generosidad de Victoria proyectaba sobre mí. Durante los años siguientes, Victoria me animó a afianzar mis actividades laborales más allá de esos misteriosos relatos japoneses que tanto le había divertido que escribiera y ahora (quizá porque conoció a Toni Tortosa) le parecían «pan para hoy, hambre para mañana». Le había dicho, un poco en plan enfant terrible, que había iniciado cuatro carreras universitarias para abandonarlas enseguida porque en las cuatro facultades las aulas rebosaban de gente demasiado fea. En consecuencia, y en un tono menos relajado pese a las apariencias, me aconsejó que volviera a clase con unas gafas de plomo. Quiso interesarme en las actividades de la galería. Me presentó a editores. Intentó, en suma, que definiese una actividad de mi agrado. Al principio me conmovía su esfuerzo por hacerme presentable, aunque empecé a sospechar: el deseo de que cambiase era la amenaza de un cambio suyo. Y tanto si accedía a sus propuestas como si no, antes o después iba a encontrarme con otra Victoria, que ya relajada sexualmente, ya cumplida, ya medidas las distancias con un padre al que deseaba contrariar, pero al que era adicta, ya con imperiosas obligaciones profesionales, ya con éxito, con reconocimiento, nunca se hubiera acercado, de conocerlo ahora, a un tipo como Fernando Atienza. Además, ¿cómo podía ampliar mi campo de acción sin delatarme, sin descubrir, en mayor o menor medida, mi verdadera identidad? La adicción de una vida oculta o semioculta… Mi poesía era el reino de las emociones convulsas. El delirio, por muy ordinario que fuese, era lo que me distinguía. ¡Evohé!, por aquí. ¡Evohé!, por allá. Escondido siempre. Siempre siendo otro. En secreto susurrando: «No es esto aún».

Pasar horas enteras fingiendo que te gusta lo que en realidad te gusta, pero no así, uniformado para lo erótico-bufonesco por una mujer que, establecidas las pautas de la relación, se empeña en dejar de ser la alegre y disparatada y franca (y frágil) saltarina que había conocido en la sala KGB tras la actuación de AvantPop. O la mujer de excelsa madurez sin ninguna tendencia a lo melodramático que sabía agradecer el consuelo al despertar llorando de una pesadilla, y luego murmuraba incoherencias, mientras sus ojos se volvían cada vez más profundos, asustados por volver a la oscuridad y al roce de sus algas. O la compañera de viajes por el sur de Francia, didáctica y cariñosa. O la que se hubiera rendido a mi caprichosa voluntad, cuando el atardecer se hacía noche en la cama y de nuevo amanecer, y hubiera matado por unos celos anómalos, casi divertidos por su fugacidad, ya que su pensamiento volvía enseguida a asuntos más importantes. Llegué a pensar que en Victoria, la paranoia, esa banalidad de burgueses desconfiados, era un elegante toque de perfume tras la oreja.

De contar mi vida a alguien a quien me impresionara impresionarle, mi relato hubiera dejado patente el orgullo que sentía de Victoria, de sus actividades en la galería, de sus recién iniciadas lecciones de profesora universitaria en plena redacción de una tesis, o de las intensas visitas a periódicos eventos artísticos. Pero no tener ningún interlocutor posible me deslizaba por la pendiente de la desgana. Al principio Victoria contaba sus peripecias entusiasmada, o preocupada, o neurótica o astuta, como si la misión fuese común. Luego, fue dejando de contar ante lo pasivo de mis reacciones, o quizá como defensa a ciertas señales mías. Esas señales que por lo visto yo emitía como una bengala, también hicieron que con el tiempo, y alguna sugerencia por parte de terceras personas, Victoria llegase, no a temerme, porque durante la vigilia no conocía el miedo, sino a despreciar mi debilidad, mientras la anhelaba para obrar en consecuencia. Y las señales habían sido tan mal interpretadas como ignoradas las evidencias.

Porque no me preocupaban mucho las excursiones con otros esnobs, que parecían formar una sociedad secreta avivada por anécdotas y bromas privadas, a ciudades como Kassel, Venecia o Lyon. Nombres vagos (salvo uno: David Trabal) y hechos para mí irrelevantes, y tanto más estúpidos cuanto más importancia tuviesen para ellos, sobre quién impulsó la carrera artística de quién y en qué circunstancias, cómo se produjo la vertiginosa ascensión de éste en perjuicio del otro, mucho más capaz, si reconocemos el valor de los tuertos en países de ciegos, pero mucho menos dotado que el de más allá para las relaciones públicas; o lo tierno que resulta quien (con un fideicomiso de aquí a Lima esperándole en el banco cada primero de mes) no acaba de despegar y el éxito le resulta indiferente y nos invita a merendar a su mansión y, en cambio, lo arisco que se ha vuelto Fulanito, ahora que expone en todo el mundo y gana millones. Se sorprendían del talento, luchaban contra su existencia, porque les confundía aún más que el azar. En ocasiones, siempre en mi papel, iba a esperar a Victoria al aeropuerto, y ella aparecía tras unas puertas automáticas empujando ojeras y maletas por el pavimento acharolado, sin los otros conjurados en la sagrada misión del arte, porque Zutano había aprovechado para ir a Londres y Mengana, en cambio, había decidido prolongar un idilio. Sí, esa cara enfermiza era debida al trasnoche, horas y horas comentando la jugada en el bar del hotel, la curiosa, supermundana, fiesta que Merengano Merenganetti celebró en el mismo palazzo donde se había rodado la Eva de Joseph Losey. Pero había que ir olvidando las deliciosas jornadas en Venecia, porque Perico de los Palotes y su «Neo-Neo, Geo-Geo, Ja-Ja» inauguraban la semana que viene y Rebeca, la socia en la galería, era famosa por su incapacidad para rematar una lista de invitados adecuada, al carácter de la exposición, en el mismo grado que no le preocupaba demasiado la falta de un mercado sólido para e l tipo de arte en que se habían especializado.

Lo que yo entonces callaba era que la envidiosa Rebeca, sobre los negocios artísticos, tenía mejor disposición para intuir otro estado de cosas; y ésta era que yo leía en sus ojos las ganas de vengarse en lo más oscuro, donde más daño hace, de la humillación a la que era sometida por la habilidad de su socia para una vida coherente. Sí, ése era su pensamiento, el nuestro, aunque nada estuviese más lejos de la voluntad de Victoria que lastimar la fragilidad de la hija de unos amigos de sus padres; una amistad que arrancaba de cuando los mayores iban al monasterio de Montserrat a pasar los fines de semana, menos para rezar que para reforzar su catalanidad y proyectar futuros de continuo soltar palomas en democracia, tan vagos como los que las niñas imaginaban al mismo tiempo celdas afuera, en los jardines invadidos por frailes peripatéticos. De mayores, Victoria y Rebeca serían veterinarias, mujeres astronauta, artistas de talla internacional… Rebeca había tomado a Victoria como modelo en todo, había estudiado y viajado con ella, la había acompañado en sus breves pero intensas temporadas de noctámbula. Esa Rebeca, enamorada de un muchacho distinto cada semana, cada semana con una nueva vocación, pero sometida a copiar la imagen de Victoria, sus proyecciones, más extremada en el vestir, en el maquillaje, más rotunda en la emisión de las opiniones que su socia acababa de transmitirle, una profunda estupidez emocional. Cada uno de sus gestos, la resentida expresión de ficciones pueriles: los ojos buscando con absoluta desesperación a alguien con quien hablar en las inauguraciones, y qué encantada estoy de verte y qué cuadros más simpáticos. La Rebeca que se había convertido en un lastre y a quien, por no querer lastimar, se lastimaba continuamente con la mera proximidad de una vida lúcida creciendo a su lado, mientras ella gira como una peonza en la misma baldosa de confusión y de enfermedades del alma no comprendidas pese a la ayuda de muchos psiquiatras, y todos amigos.

Nada más lejos de mi auténtico deseo, pues, que hacer lo que hice cuando paseaba por las tardes preolímpicas del centro y quemaba esperas sintiendo todo el tedio de la felicidad… ¿Dónde estaba la vida de la emoción? ¿Dónde las puertas entreabiertas? ¿Dónde lo posible? Y uno recuerda la exaltación y no la pena y ya está liada. Decidí pasarme por la galería para averiguar qué pensaba Rebeca del asunto y nos hiciésemos compañía un rato. Galería vacía, Rebeca aburrida. Fui a buscar café, luego unos gin-tonics, me reí un rato con ella, coqueteamos hasta que el coqueteo dio paso al súbito y ardiente compromiso y cerramos la persiana entre los pálidos reflejos de bidonvilles africanos que el mismo artista, Rosendo Mobutu, había colgado de las paredes la semana anterior. En la trastienda celebramos una pequeña fiesta furtiva, menos rutilante, pero más explosiva, que el simultáneo party en el palazzo veneciano, con sus aros de humo deshaciéndose en bandejas que reverberan champán, perlas y cool jazz. El mismo sofá de cuero negro donde Victoria había demostrado su nerviosismo tres años antes, cuando iniciamos lo nuestro, fue donde Rebeca y yo reconocimos el papel de secundarios en la vida de la patrona Llinàs, figurantes que protestan entre gemidos del modo más inmundo. De la sumisión al gozo por la vía perversa, y en los ángulos extremos de la mirada, los cuadros en las paredes, las estanterías, la ilusión aniquilada en el movimiento agotado del aire. Y, si lo es alguna, la sexualidad de Rebeca era rastrera. Y lo eran sus sollozos, mientras se vestía dándome la espalda, y de cuando en cuando lanzaba un ojo duro y demente sobre el sillón vacío como si temiera la acusación de una invisible Victoria, y el otro ojo, experto, estudiaba un nuevo cardenal en su brazo: «Ha sido un desahogo, Fernando. De todo esto ni una palabra. Un momento de locura, se me ha ido la cabeza… Ella es muy sensible». Recordé a Tina, y lo que tenían de espontáneo esos momentos de locura: nada. Al menos, a Tina no la dominaba la mera ruindad sin ganancia; disfrutaba con el medio de su manipulación continua, el sexo le gustaba tanto como las ventajas que sacaba de él. La sexualidad ilusoria de unos años antes, fácil para la gente dispuesta, ya caducaba. Y uno percibía entonces lo que quizá fue siempre igual y ahora le arrastraba con dinamismo de regreso. La tragicomedia volvía a ser repugnante; reconocer que ni los más inquietos soportan el exceso de libertad, pero todos requerimos el milagro, el misterio y la autoridad que nos libren del vacío y el pánico, y de la ira de Dios en forma de plagas oportunas, hacía que se remansasen las costumbres y las familias cruzaran de nuevo trivialidades durante la cena sobre lo que decía o no decía la televisión, que las acusaciones de mojigatos, pescateras y conserjes sobre adúlteros y dipsómanos volvieran a la boca de los honestos como sólido punto de vista moral. Uno era de nuevo su precio, no su valor, y el adulterio una canallada cuando se podía recurrir a la conveniente hipocresía o al medicinal cinismo. Los teléfonos de las putas echaban humo otra vez. Yo he sido un imbécil toda la vida.

El día de la sucesión de alborotos, otra jornada propicia al desastre jocoso, y que tuvo un leve eco en las páginas de cultura de los periódicos locales como el «Escándalo del Premio Ciudad Condal», coincidió con el regreso de Victoria de la Bienal de Venecia. Desde el aeropuerto a la ciudad, Victoria y yo nos deslizamos entre vallas publicitarias que ocultan al visitante preolímpico la miseria que rodea las afueras: barrios de bloques idénticos, con grietas como un relámpago en las fachadas, portales encharcados, las puertas con candados de los traficantes, una mula asoma la cabeza por la ventana de un sexto piso… Victoria me cuenta el frío que hace en Venecia. Alguna vez tendríamos que ir los dos solos. Ahora no me pide que la acompañe, porque, contra lo que da a entender el relato de las risas y las fiestas, todo aquello tiene mucho de profesional y genera estados de angustia como el que pasa a referir: Caries Guardiola, otro antiguo alumno de su padre, le ha sugerido que lea pronto su tesis doctoral, porque se esperan cambios importantes en el departamento de Historia del Arte; y todos en el ámbito universitario esperan recibir pronto a una Llinàs de los Llinàs, Llinàs. Una Llinàs de los Llinàs, Llinàs, que, sobre su capacidad intelectual, está labrando con sus relaciones una inmejorable trayectoria que puede llevarla muy lejos. Y, mientras Victoria Llinàs me cuenta eso, yo me consuelo y me corrompo, porque imagino que Victoria funciona con impulsos nada emotivos en un campo donde sólo vale la emoción y una inteligencia fértil y generosa; además, imagino un encontronazo paralelo de sofá o de cama entre Victoria y el tal Guardiola sin querer repetirme lo que sé: el estar conmigo es la mejor demostración de que Victoria no necesita de esos avales eróticos para avanzar en su carrera. Pero no me lo repito, y recelo, porque soy así. Y llegamos a la galería sin dejar el equipaje en casa. Victoria interroga a Rebeca sobre las ventas de la exposición («Multiculturalismo en Barcelona: Rosendo Mobutu. Paisajes de mi tierra») cuando ya sabe que la respuesta es: «Habría que ir llamando a Corleone». Eso significa que no ha vendido nada. Y a mí cada día me intriga más ese Corleone, porque cuando termina el plazo de las exposiciones, llega una furgoneta, y un tatuado de la moribunda Europa socialista se lleva todos los cuadros. Victoria ha sido muy vaga al explicarme sus relaciones con Sandor Szavost, el mirlo blanco que compra en lotes piezas de fulgurante posmodernidad y al que Victoria orienta de vez en cuando en inversiones pictóricas de distinta índole y mayor vuelo.

Tras la revisión de las nulas ventas, Victoria se pone a trabajar, y Rebeca y yo nos tratamos de modo natural como si verdaderamente viviésemos para la total admiración del personaje del que dependemos.

Esa tarde aviso a las chicas de que no molesto más, que tengo cena con Toni Tortosa. Victoria oye el nombre de mi jefe y emite un bramido de completo desdén. Victoria ha tenido más que suficiente con ver aparecer a Toni T. una vez por casa, oírle contar entre inspiraciones cocainómanas lo importante que era, el poco caso que le hacían y lo nada que se quejaba, aguantarle cuatro groserías, simpáticas, eso sí, sobre su culo (de ella). Y ahora Victoria, al evocar a Toni Tortosa, redobla su bramido y me avisa por enésima vez en tres años de la prioridad de librarse de ese chulo putas. Rebeca se ríe y me mira, mientras yo pienso que Toni Tortosa, su conversación idiota y su cocaína son lo único que me alivia de mi vida estupenda y me recuerda quién soy. Los ojos de Rebeca no manifiestan nada, justo lo que yo rogaba que manifestasen, y ahora me molesta que no emitan señales eróticas. Victoria me pide que haga un recado antes de sumergirme en la estupidez del «Universo Tortosa». He de llevar un catálogo al hotel Rívoli y entregárselo a Steve Willard, uno de esos profesores, comisarios o críticos extranjeros que aparecen por la ciudad para saborear la cocina mediterránea, el vino mediterráneo y las mujeres mediterráneas que se dejan, expertos en hablar con admiración de Gaudí y fingir impresionarse por todo, mientras explotan con audacia diversa el complejo de inferioridad de los nativos y su auténtica inferioridad. Luego, sin prometer nada, viajan hacia el sur y repiten elogios entre procesiones de Semana Santa y pasmo ante la saeta. Ese Willard, de la Harvard University, es alguien decisivo en la trayectoria cultural de la ciudad y, sobre todo (y lo sería mucho) en la de Victoria Llinàs. A Willard le van a dar un premio, concedido, en teoría, por un estudio de la obra del arquitecto Josep Lluís Sert; y, en la práctica, por las futuras labores de difusión que promete realizar de artistas descollantes en el panorama local y, lo más importante, de sus inteligentes y dinámicos promotores. Victoria cenará esa noche con él y con David Trabal, su ex novio (de ella). Mi misión recadera es rogarle al tal Willard que hojee el catálogo que Victoria me entrega acompañado de una carta para que después, en la cena a orillas del mar, porque ahora les da por hacer el pobre en los chiringuitos de la Barceloneta, el profesor, crítico y organizador de exposiciones, hechice a los nativos con su opinión. Que no me preocupe: Willard habla español perfectamente y me entenderá muy bien si no me dedico a hacer el quinqui, la diversión favorita del hijo del juez con una excéntrica nostalgia del fango. Que no sabe, me dice, por qué no me pongo a aprender inglés con la de tiempo libre que tengo.

En el taxi hacia el hotel Rívoli, hojeo el catálogo: «Julio Romero de Torres. La reinvención española». Distraído, sin ningún placer, repaso las ilustraciones que evocan calendarios de cuando el chabolismo, el fango que no es nostalgia de vida no vivida, sino temor auténtico. Descubro que Julio Romero pintó las largas pantorrillas del arroyo y de la clase alta, los ojos profundos, el pómulo felino, el moño acaracolado. Pintó alegorías de un kitsch que pone la piel de gallina, pintó mórbidos retratos y pintó a la mujer morena, enajenada por la trementina, mientras la persiguen con intención manifiesta por un estudio que da a un patio con naranjos. Evoqué sin rencor a Tomás del Yelmo en aquel cabaret que había cerrado una mañana a fuerza de oro malversado. Me contaba historias de Córdoba, mientras le gratificaban oralmente; y las putas, según la dirección del capitoste, y para su deleite, organizaban en la pista una especie de cuadro flamenco-porno en imitación de una obra… ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo. Y distinguí a Dora, la del barrio, la falsa sospechosa del día del Watusi, la que lloraba sin consuelo. Los temores confluyen en un simple catálogo y eso no es posible. Le doy, pues, propiedades de revista erótica para exaltarme con la belleza cordobesa y, entretanto, no soy puro ni siquiera en la impureza, reprocho al pintor señorito su rijo inagotable. Y todos los cuadros me parecen al fin un regreso a esa mañana del 77 con Tomás del Yelmo, poco antes de que entre todos me empujasen a ser lo que soy. Y relaciono esa verdad con otras. La tarde en que asistí a mi primer vernissage en la galería de Victoria, convertido ya en novio oficial de la anfitriona, un poco tímido, un poco asqueado con hastío de diseño muy bien encajado en la época, me escondí en su despacho y me puse a hojear una revista de arte. Antes de que Victoria entrase con su elegante y moderno vestido de Sybilla y el murmullo y las risas de los invitados para comunicarme a través de una sonrisa: «Quieren conocerte…», como si alguno de aquéllos no supiese ya quién era y careciese de un concepto definitivo sobre mi persona, había descubierto El Baño de Diana del Parmigianino, el mismo que estaba pintado en Fontanellato, Italia, y, sin la habilidad ni la intención del artista, en la pared del piso superior del Boston’s, el burdel al que llegué el día del Watusi. Los frescos representaban la metamorfosis de Acteón en ciervo (y en merendola para sus propios perros) castigado por profanar la belleza y la virtud de la diosa Diana; lo mismo que yo le venía haciendo a Victoria con verdadera saña. ¿Por qué me llevó Pepito hasta allí? ¿Para que me encontrase con mi futuro en las paredes pintadas? Cierro los ojos y llego a sospechar que cuando los vuelva a abrir me hallaré de nuevo en ese 15 de agosto de 1971, ante esas pinturas, en esa casa de putas, que el tiempo no ha sido más que una ilusión. ¿Quiero que lo sea?

—¿Qué haces con los ojos cerrados?

La tarde de aquella inauguración (Lluís Salat-Dolç: «To war or not to war Mochilas») abrí los ojos y vi a Victoria y a toda su hermosura acercándose a la mesa. Le echó un vistazo a la revista, se sentó en mis rodillas y dijo:

—¿Sabes que mi bisabuelo, el rico, rico, tenía una habitación secreta con pinturas así? Las descubrieron cuando reformaron la casa para hacer pisos y tiraron unos tabiques y levantaron otros. Mi padre estaba visitando la obra con mi abuelo y lo vio todo. Me lo ha contado más de una vez. Las pinturas aparecían como por arte de magia. Los colores muy vivos, preservados de la humedad por el vacío que se había hecho al sellar el cuarto. Y ahí estaban las pinturas. Bueno, y un sofá enorme y otras cosas que mi padre se habrá callado… ¿Qué te parece, mi bisabuelo?

¿Qué tenía que parecerme?

Mientras Victoria me abrazaba para calmar sus nervios, detuve la vista en las hojas blancas del cuaderno Bergamo y luego en el brillo plateado del lápiz Faber-Castell (durante su noviazgo, Victoria y David Trabal siempre se estaban haciendo ese tipo de regalos por si el hábito hacía al monje). Estuve a punto de escribir: «¿Cuál es el sello de la libertad realizada?». Pero no tenía ganas y me fui de la mano de mi dueña a ignorar las indirectas de lampantes, pelotas y pensadores pijos, mientras me preguntaba quién había dejado esa revista ahí para que YO la viera.

¿Y por qué en uno de sus viajes Victoria me trajo de Londres un catálogo de la National Gallery donde brillaba satinado el Paisaje en Hampstead Heath de John Constable, una copia del cual, con el retrato incorporado de Carlos del Escudo y su perro Winston, había estado contemplando en meses de curiosa y fraudulenta actividad política?

¿Y lo de Scott? El sucio truco para limpiar un barrio o algo más que eso. ¿Y el susto que me dieron la buena noche en que fui con Victoria al cine y, en la publicidad previa al inicio de la película, unos automóviles, una infinidad de utilitarios, filmados a vista de pájaro evolucionan por una explanada enorme hasta formar una tremenda W? No, Lector, no esperé a que se me anunciara el aniversario de la marca Volkswagen para soltar un alarido que se volvió carcajada en todo el cine, y vergüenza y enigma en el rostro de Victoria. ¿Y el logotipo del Partido Popular? ¿Era ésa la gaviota en vuelo que tan pequeña les parece a los que no saben volar? ¿Quién la había ideado?

Había tenido tiempo y ocasiones para acostumbrarme a esas contingencias. Sólo sentía ansiedad porque esas transformaciones nunca cesaban, esas falsas inminencias. Y para paliar el hormigueo jugueteaba con la idea de que Victoria disfrutase con ir dejando pistas, como su padre, como más tarde haría su hermana Elena, como el mundo hacía conmigo y con gente como el chiflado Gaspar Pérez, el autor de La sociedad impalpable, ese libro impagable. Lo que ya no me hizo tanta gracia es que, más adelante, yo mismo me tuviese que preguntar muy en serio si en realidad estaba jugueteando con esa idea, o era cierto que me estaba creyendo maniobras imposibles y alimentaba mi desazón mental.

Ahora estoy en el bar del hotel Rívoli con un sobre vacío en la mano que sustituirá al que acabo de rasgar. El acto de espionaje tiene como único fin enterarme de la naturaleza de la nota que Victoria envía a Willard, no de su contenido. No es que sea celoso, pero me siento incómodo al imaginarme diciendo «Mi mujer se fue con Willard y yo sin saber nada». La nota está redactada en inglés, castellano y catalán. Es un proyecto de macroexposición sobre un siglo de arte español que parte de una teoría singular: la posmodernidad es un invento «peninsular» (de la Península Ibérica):

EL ESPACIO DE LA PREDESOCULTACIÓN:

LOS ORÍGENES IBÉRICO-MEDITERRÁNEOS

DE LA POSMODERNIDAD

El objeto de este proyecto es mostrar/demostrar que la explosión tardía de la posmodernidad supone una quiebra/simulacro del momento moderno/crítico suscitado por la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. El límite histórico en que se suele fijar el fin del modernismo como construcción cultural es erróneo. Su origen tuvo lugar en el ámbito mediterráneo de la Península Ibérica (y su zona de influencia) en los años 30. La fuerte inclinación en ese espacio/geografía a descreer de los mitos modernos del progreso y la superioridad facilitan ese paso irónico, ese significado desublimado de una forma desestructurada y no emancipada, que los organizadores de esta muestra llamamos predesocultación. La intervención/simulacro sobre el término heideggeriano quiere establecer un umbral activo al momento previo a la desconstrucción del modernismo, un desdecir la desocultación de lo existente. Lo que fue cosa y se criticó como cosa resurge como obra. Pero ¿son la obra que fueron? ¿Qué era aquel posmodernismo? ¿Resistencia o reacción?

Un texto:

En 1930, Eugeni D’Ors, uno de los más importantes críticos de arte de entreguerras en el ámbito europeo, llega al siguiente planteamiento:

«Antes, la mayor fuerza y la mayor austeridad aconsejaban la práctica de la abstracción; hoy, al contrario, hemos llegado a un punto en que lo que ayer era tenido por audacia se ha vuelto una automática y vulgar rutina, a unos tiempos en que se necesita un gran valor para no ser revolucionario…».

Y una evidencia:

En 1934, Federico de Onís, amigo de Unamuno y Ortega, exiliado después a EE. UU., donde en 1955 funda (Puerto Rico) el Departamento de Estudios Hispánicos, emplea ya el término «posmodernismo» para describir un reflujo conservador dentro del propio modernismo, que ante el formidable desafío lírico de éste se refugiaba en un discreto perfeccionismo del detalle y del humor irónico. Que ese modernismo no sea el POSTERIOR modernism y ese posmodernismo quiera significar un puente con un POSTERIOR ultramodernismo, no oculta, ni desoculta, sino que predesoculta, la exacta equivalencia del posmodernismo de Onís y el actual postmodernism.

Y un ejemplo:

Estos versos de Antonio Palomero (Cancionero de Gil Parrondo) explican/despliegan la uniformidad significativa de las intenciones de la muestra y conforman un vector lúdico artístico:

¡Oh tempora! ¡Oh mores!

(De los clásicos)

Estos Fabio ¡oh dolor!, que ves ahora

olvidados rincones,

nido (sin Casavella) de ratones

do solamente la tristeza mora,

en ya pasado día

fueron centro del vicio,

altar de la alegría,

templo de la jarana y el bullicio.

Aquí el Café Imparcial tuvo su asiento,

con su acompañamiento

de bravos y palmadas,

con su corte de chulos… expresivos,

y sus medias tostadas,

y sus viejos lascivos,

y sus aves nocturnas arregladas.

¡Ay! Sobre este tablado,

que hoy yace polvoriento y olvidado,

se bailaron las clásicas rondeñas,

las dulces malagueñas,

el antiguo y gentil zapateado,

el polo, las barbianas

graciosas sevillanas

y las diznas y nobles seguidillas

que le sacan a Dios de sus casillas.

La exposición:

Los organizadores hemos concluido que siguiendo un sentido histórico/simulado, debemos integrar en el desarrollo del espacio de la predesocultación tres artistas significativos de la derivada pre/des/desocultación. En consecuencia, la muestra se dividiría en tres espacios más un espacio/muestra envolvente:

Muestra de la obra de Julio Homero de Torres: «El primer posmodernismo».

Muestra de la obra postsurrealista de Salvador Dalí: «Continuidad del primer posmodernismo».

Muestra del grupo Costus: «Evidencia de la predesocultación. El posmodernismo hoy».

Una cuarta muestra de envolvente/simulación sería la del noucentisme, verdadero árbitro teórico/práctico de esta hipótesis/muestra.

Victoria Llinàs i Gil-Kaiser

David Trabal i Pérez

Y en un tarjetón:

Amigo Willard:

Te esperamos a las nueve en Boadas. Y luego, las delicias del Mediterráneo, donde podremos hablar en términos menos disciplinados de esta magnífica idea de mi amiga y colaboradora Victoria Llinàs.

David Trabal. Director…

P. D.: Espero anunciarte el interés y el apoyo de la Junta de Andalucía (Julio Romero), Fundación Gala Dalí y Conselleria de Cultura (Dalí y Noucentisme) y Comunidad de Madrid y Ayuntamiento de Cádiz (Costus). Será una lucha para campeones. Esos burócratas son especialistas en no dejarme hacer nada.

Obviaré mencionar de lo que era director en esa época David Trabal porque sé que el Lector está al tanto. Mi obligación en este Informe es sólo apuntar que, además de asesorar en cuestiones culturales al alcalde y otros altos cargos, David regentaba en la ciudad, como Bogart su Rick’s en Casablanca, una de esas instituciones con diversa voluntad de perduración en las que nuestro hombre ocupaba cargos de importancia creciente. La conclusión que yo extraía de alguno de los relatos de Victoria sobre el valor estratégico del humano Trabal en las muchas instituciones que se anuncian por siglas era que su permanencia en ellas se dividía en dos fases temporales: a) «Aún estoy aterrizando» y b) «No me dejan hacer nada»; momentos/simulacro (por utilizar su jerga) en los que David Trabal arengaba en almuerzos y cenas de trabajo a diversos burócratas aspirantes y artistas, su volátil materia prima, a quienes luego, por este orden de inefable eficiencia, prometía, seducía, amagaba, esquivaba, eludía y olvidaba. Luego, tras provocar una pelea con un rival de idéntica situación jerárquica por una cuestión de competencias, salía despedido del conflicto hacia arriba o hacia los lados. Aún faltaba un tiempo, no mucho, para que en uno de esos duelos en la cúspide de ese poder tan gracioso, el cultural, el cálculo de Trabal fuese erróneo y cayera como el mismo ángel caído y se empezase a comportar como arcángel sabelotodo de flamígera espada en tertulias de radio y televisión. Una conducta retadora, nada natural en los elementos de su especie, lo cual sea quizá motivo de que hoy hablemos del malogrado David Trabal y sospechemos que el punto final de su vida fue escrito en el episodio conocido como «Caso Amparito», que durante una semana y pico fue el escándalo del todo Madrid y el casi todo Barcelona. Pero esa caída aún tardaría en llegar, como bien sabe el Lector. Lo que yo, en la barra del hotel Rívoli, esa tarde, tras la lectura amarga del tarjetón, sabía de David Trabal era mucho menos de lo que luego supe (No te alteres, Lector, yo mismo me he abofeteado por esa retórica subnormal). Durante cuatro años, el cuarentón David Trabal había sido novio de la veinteañera Victoria Llinàs. La amistad maestro/discípulo con Octavi, la afinidad de gustos, la querencia, la simpatía de siempre, les había dado por confundir (según le explicaría Trabal a Victoria cuatro años más tarde) la hermandad con el amor, y (según Victoria me explicaría a mí un poco más adelante) «no tengo motivo para decir que no es un tipo estupendo, pero en las distancias cortas da como cosa. No te rías, Fernando, que lo digo muy en serio».

Lo que Victoria no me había dicho ni muy en serio ni de ningún otro modo eran sus aspiraciones americanas; pero ésa ya venía siendo la norma en los últimos tiempos: las historias de su frenético quehacer me resultaban indiferentes cuando me las contaba, y llenas de intrigas y secretos cuando decidía evitarme el relato.

Pero basta de quejas, porque enseguida voy a conocer al látigo de la cultura de la queja.

Cansado ya de contarle a Eddy, el paciente barman, que él no es de los que van por ahí excusándose y diciendo que no tiene nada contra los negros, ni se arrodilla implorando que jamás ha pensado que los negros se conozcan todos, y todos, como un solo negro, se dediquen al mundo del espectáculo, el deporte, o la hostelería, porque es verdad, o al menos es su verdad de heterosexual, blanco, protestante y medio muerto en vida, y porque en definitiva los negros que causan su admiración, o bien deleitan sus expertos oídos con gran música, o bien baten récords que es un contento, o bien le dan de beber, el que ametralla con esas afirmaciones y puede por su aspecto ser calificado con facilidad como Rey del Rodeo (y tampoco voy yo a pedir aquí excusas por abusar del tópico), abandona su perorata y, tras valorarme de un vistazo, pide hojear el catálogo de Julio Romero de Torres. Entretanto, me encamino a recepción y pregunto por el tal Steve Willard.

—Está en el bar —me dicen.

Y al final de mi búsqueda entre turistas que abrevan en los mullidos sillones en torno a un piano que, por fortuna, nadie toca, no me queda más remedio que deducir que Steve Willard y el locuaz Rey del Rodeo son la misma persona. Me aproximo. Willard me devuelve el catálogo.

—Es una puta mierda este pintor de mierda —opina.

—Valga la redundancia, caballero. Lo cual no es óbice para que alabe su dominio del idioma español —distiendo, mientras recuerdo que Victoria me ha sugerido no hacer el quinqui. Y acto seguido, alcanzo a Willard el sobre del cual soy mensajero y digo con aire de que quizá mis palabras le hagan ilusión—: El catálogo es un regalo y complemento a esta carta que me han ordenado traerle.

Mientras rasga el sobre que acabo de cerrar a su lado unos minutos antes, Willard se ve en la obligación de relatarme su vida. Mente privilegiada, lo puede hacer de modo simultáneo a la lectura del proyecto «El espacio de la predesocultación: los orígenes ibérico-mediterráneos de la posmodernidad». Algo en el tono y en el contenido de sus palabras me anuncia que la conducta de Steve Willard conoce momentos de mayor serenidad, porque no está acostumbrado a regular la respiración al modo en que lo hacen los frenéticos habituales y, en consecuencia, jadea mucho, mientras explica:

—Yo he vivido en España cinco años. En su capital, Madrid. Una puta mierda. Pero alternaba mi estancia con visitas continuas a esta bella ciudad, la suya, supongo, la ciudad ideal, la ciudad. Llegué a España porque me vi envuelto en los asesinatos del Clan Manson. No se sorprenda. Tras terminar mis estudios en Harvard, quise bañarme de contracultura en la dorada California y me hice amigo de un músico que a su vez hospedaba al Clan Manson a cambio de sexo. Me interesó Manson como falsa figura diabólica. Donde todos veían a una especie de gurú, yo sólo veía a un gilipollas, como dicen en Madrid, con mucho rollo patatero, como ya se dice en España entera. Así que me dispuse a escribir un libro acerca de él, de su afán de gloria, de esa retirada como a Rasputín que tenía. Manson era mi tema. La mentira de la espiritualidad en la generación de la televisión, los suburbios acomodados y los centros comerciales. Niños sin defensas engañados por un delincuente común con un exceso de malicia y todo el resentimiento. Yo tenía una formación clásica y, por más que follase como un chino, todo aquello… De algún modo, fui un precursor… —Willard se interrumpe un instante para exclamar al modo de quien acaba de recibir un anónimo vejatorio—: ¿«No oculta, ni desoculta, sino que predesoculta»? ¡Vaya puta mierda!

Sus ojos parecen haber llegado al final de la lectura, pero, quizá por el deseo de seguir comunicándome su biografía en ese modo oblicuo, vuelve a empezar desde el inicio con expresión enojada:

—Cuando los de Manson asesinaron a Sharon Tate y a todos aquéllos en Cielo Drive, no tuve más remedio que poner un océano de por medio porque Manson había puesto precio a mi cabeza. Encontraron una extraña W sobre uno de los cadáveres, y todos parecieron interpretar que se referían a mí, a Willard. Llegué a Madrid y entré en una academia de idiomas a ejercer la enseñanza de mi idioma. Pero como mis conocimientos de arte, literatura, historia y otras humanidades son muy vastos y variados, entré enseguida en contacto con la élite cultural antifranquista. Bonitos chalets con piscina en la sierra, bonitos barcos en la costa… Me volví a Estados Unidos un par de años después de la muerte de Franco. Hubo quien pensó que fui yo quien le había desconectado los cables, quien, como decían ustedes, había propiciado el hecho decisorio, quien movía los hilos de lo que ustedes llaman Transición, ya que encontraron extrañas W pintadas por las paredes que al parecer me delataban… Yo temí que fuera Manson o alguno de sus secuaces, que venían a por mí, y no tuve más remedio que volver a América. Desde el año 79 doy clases en la Universidad de Harvard, organizo exposiciones en uno de sus museos y soy un mandarín de la cultura. Por eso observo que la contracultura que tanto odié, se ha convertido en neopuritanismo o en paranoia, que las dos cosas vienen a ser lo mismo. Querido desconocido, hágame caso. Son los libertinos quienes preparan las revoluciones, pero las hacen los puritanos. Y el único deseo de los puritanos es volver al statu quo de la represión, de la denuncia, se recrean en la vida invivible. Y, ahora, todos son puritanos. La derecha, la izquierda… Puritanos. Queja o resentimiento o prejuicio. Algunas veces echo de menos a Charles Manson. Hasta he pensado en hacerme de su Club de Fans.

Willard deja por fin los folios sobre la barra:

—Es una puta mierda la mierda esta que me ha dado.

—A mí, como si te operan.

—¿De qué me tienen que operar?

—Sólo soy el chico de los recados.

—El chico de los recados, sí. Pero de una puta mierda. Porque esto es una puta mierda. Y es una puta mierda el premio que me dan mañana. Si he venido a recogerlo es para huir de mis problemas, muchos, muy graves, complicados… Antes, en España daban otros premios ¿no te hacían conde o duque de Alba?

—Los tiempos cambian. La Transición en la que sospechaban de usted por el asunto de las W…

Willard mira los folios sin afecto e interrumpe:

—Me va a costar decirle que no a ese David Trabal. Por lo que sé, él ha sido quien ha hecho que me dieran el premio. No ha tardado mucho, el muy judío, en pedirme un favor a cambio. Con intereses del tres mil por ciento. Se piensa que una estatuita y una cena es lo mismo que una exposición en… Que me chupo el dedo, como dicen en Madrid.

—Aquí también se utiliza la expresión.

—Pues le diré a Trabal que no me chupo el dedo, que muchas gracias por el premio, pero que se va a enfrentar al muro de mi honestidad. La chica, que tampoco parece tener mucho talento, es hermana de un amigo de mis tiempos de Madrid. Era socialista y tenía una casa para él solo donde podían vivir unos seis mil socialistas de Moscú. ¿Conoce a la chica? Dígame ¿está buena?

—Es mi mujer.

—Vaya, vaya… Bien. El chico de los recados se casa con la intelectual. Aquí sí viven en una democracia auténtica. Es cierto que los tiempos cambian. Tome una copa conmigo —eso es lo que me dice Willard, imperturbable, en vez de salir corriendo presa del tremendo respeto que le imponen mis músculos y la mirada que anuncia su potencia. Y añade—: Ameníceme la velada. O deje que le cuente mis penas, ya que el barman parece cansado.

Aún no me he sentado en mi taburete ni solicitado una consumición, cuando Willard me agarra de las solapas para decirme:

—¡No dejen que les ocurra como a ese imperio putrefacto, amigo! Sean ustedes como han sido siempre. Místicos, despiadados, locos… ¡La rosa de fuego! Anarquistas chiflados bombardeando a industriales más chiflados aún y quemando iglesias con alucinados curas dentro. Desde luego, aquí nadie es víctima de la corrección política. ¿Sabe lo que me ha ocurrido, chico de los recados? ¿Conoce mi drama?

—Si me suelta, dejo que me lo cuente.

—Hará unos quince días estaba en mi cátedra explicando a Velázquez. Y no explicaba lo que tenía que explicar, pero es que me dejo llevar por la cultura… ¡Ay, Velázquez! ¡Qué grandes tiempos aquéllos! ¡La contrarreforma, la Inquisición, el duque de Alba! —Y tras un jadeo y una pausa voluntaria—: ¡El fuego! Mi explicación de la pintura de Velázquez y su relación con la narratología publicitaria era, como siempre, clara y brillante, inteligente, apasionada, elegante, certera, con un algo de encanto que moja sin remisión las braguitas de las muchachas. Y como hablo de Velázquez y la relación de sus retratos con los anuncios de Benetton, me dejo llevar y hablo también de reyes degenerados, de infantes enfermos, de idiotas, de inválidos…

—¿No hablaría de insectos ilusionistas?

—¿Qué es eso? Eso es una puta mierda… Yo les hablaba de bufones que se vestían de príncipes para que los príncipes de verdad rieran y olvidasen por un momento el protocolo, la conjura, el engaño. ¿Cómo no iba a hablar de enanos? Dígame… ¿Es posible hablar de Velázquez y no mencionar los enanos?

—Imposible del todo.

—Pues hablé. Era mi deber docente. Fui valiente y hablé. Llamé enano a uno de los enanos de Velázquez. Y quizá ni siquiera eso. Llamé a don Sebastián de Morra, «cortesano verticalmente desajustado», o «señor bajito», o «persona menguada que está más lejos de lo que nuestro engañado punto de vista nos da a entender» o como cojones haya que decirlo. ¿Y sabe lo que pasó? Ese día, uno de mis alumnos se sentía especialmente sensible porque le habían rechazado una beca que era consecuencia de un rechazo previo en el equipo de básquet de la universidad. Seguro que no daba la talla… —Willard se dio cuenta de su nueva incursión en lo políticamente nefasto y rugió un poco—: Me refiero a la calidad de su juego… La Universidad de Harvard cuenta con un gran equipo y allí no juega cualquiera. Pues bien, ese idiota creía que era por una cuestión de altura. Por enano, sí. Y me ha denunciado. Piensa que yo conocía el dato de su expulsión del equipo que, por lo visto, era la comidilla del campus, y me estaba riendo de él ante toda la clase. El claustro de profesores ha pedido que me retracte y me he negado. Ahora mismo estoy esperando una llamada con la resolución de la comisión encargada del caso. Y yo, aquí, recogiendo un premio de mierda. ¡La corrección política! Aquí no pasan estas cosas…

Sin ninguna compasión de las realidades de Steve Willard, ni de sus ensueños, me dedico por una vez a ser didáctico y realista, porque no tengo nada que hacer hasta la hora de cenar y porque bichos como Willard no se ven todos los días:

—¿Conoce la mascota olímpica de los Juegos de Barcelona? ¿La tiene presente? ¿Un perro así, como aplastado en la autopista?

—Es original y novedosa. Muy imaginativa. Fruto de una tierra de artistas, de genios, de amantes, de amigos del perro como depredador… No como la de Atlanta 96, que representa el puritanismo y…

—Calle un momento… ¿Estamos de acuerdo en que Cobi, la mascota, no es una puta mierda?

—Nada de lo que se haga en esta tierra de soñadores es una puta mierda, a menos que imiten a ese país de puta mierda del que provengo. O a Baudrillard…

—Hace un par de años, el artista que la ha creado estaba cenando con unos amigos en Valencia, su ciudad natal.

—Una puta mierda… Entierran viva a la gente en Valencia. Se pasan el año haciendo esculturas kitsch y luego las queman en Valencia.

—Son tópicos… Bien, pues estaba en una cena con unos amigos y dijo que esta ciudad sería maravillosa si los catalanes se esfumasen todos. Se refería a cierto talante que reina en los círculos oficiales y también en los rurales. Y también dijo, fíjese bien, amigo ultramarino, que Pujol, el hombre que nos gobierna en continuo chanchullo y cambalache con el gobierno central, era un enano. Un enano, dijo. Y quizá el tal Pujol no sea un enano en el sentido estricto, y ni siquiera sea, como le llamaba su antecesor en el cargo de Presidente de la Generalitat de Cataluña, «ese pequeño ser». ¿Me sigue hasta aquí? Bien, pues uno de los amigos de aquella animada cena en la que se dijo esa tontería como se pudieron haber dicho otras muchas, porque al fin y al cabo era una reunión íntima, pues no resultó ser tan amigo y publicó en un periódico los comentarios como si fuesen unas declaraciones en exclusiva. ¿Alguien tuvo en cuenta este dato cuando excitados por los nuevos grupos parafascistas que ha creado el nacionalismo catalán empezaron a proferir amenazas al artista porque había insultado a los pobladores iniciales de una tierra que a buen seguro no es la tierra de los libres, y, sobre todo, al hombre que les gobierna, al tipo que cuando se le insulta o denuncia abandona su condición humana de «pequeño ser» y pasa a asumir una abstracción cognoscible por la fe como si fuera el Espíritu Santo, y así cuando se le insulta o denuncia se insulta o denuncia a Cataluña, sólo porque el «pequeño ser» posee el récord mundial de pronunciar mayor número de veces la palabra Cataluña? ¿Hicieron algo sus amigos socialistas, esos mismos que le han dado el premio, para defender la dignidad del artista amparándose al menos en el modo en que se habían recogido las declaraciones? Se lavaron las manos. Los amigos que le han dado el premio, señor Willard, son expertos en tener las manos limpias. El poder por el poder basa su buena salud en la necesidad de no saber, no sentir la necesidad de darse por enterado. ¿Eso no es puritanismo? ¿O es simple fascismo de toda la vida, ese invento europeo?

—¿Y qué ocurrió?

—Pues que lapidaron al artista en la plaza mayor.

—Es usted un bromista.

—Sí, lo soy. Pero el artista no tuvo que retractarse ante un claustro de profesores para mantener su carrera en auge, ni siquiera escribir una nota en un periódico. Tuvo que hacerlo en la televisión. En un programa de variedades, para mayor desconsuelo, ante un presentador que no pronuncia las erres y todo lo que dice parece una guasa. Y el otro pidiendo disculpas para que su mascota siguiera siendo su mascota, su carrera siguiera siendo su carrera, y todos siguiéramos comiendo perdices políticamente correctas… El perrito chafado, la alegría de los niños…

—Eso que me cuenta es una puta mierda. Cataluña merece ser independiente. Tremendos anarquistas, tremendos industriales, sangre bohemia… Me han dicho que el nieto de Picasso recorre las calles del Barrio Chino como un vagabundo y todos le dan comida y le tratan con deferencia por ser su abuelo quien fue. Dejan que siga siendo feliz…

—El nieto de Picasso se murió de tristeza hace seis años. Me consta.

En ese punto absurdo de la conversación, llega el botones y extiende a Willard un teléfono inalámbrico. Y tiembla primero su mano, tiembla luego su voz inglesa, tiembla enseguida su barbilla. Las frases que no entiendo se vuelven gelatina. Las expresiones del rostro rubicundo anuncian el terror, la boca abunda en gemidos. El colapso mental provoca que las manos declaren su independencia y bailoteen de aquí para allá en búsqueda vana de la tecla que interrumpe la línea. Las manos me tienden al fin el aparato para que haga algo con él, y mientras pulso donde pone «Off» escucho el prolongado llanto. Willard se abalanza sobre mí:

—¡Que me retracte mucho o me echan todo!

—Pues retráctate, tío. Mira el de la mascota…

—Yo no soy un cobarde. A mí me ha perseguido Charles Manson… —la expresión de Willard se vuelve soñadora, hamletiana, en duro contraste con su aspecto de cowboy—: ¿Qué he de hacer ahora? ¿Luchar? ¿Acabar de una vez en un hotel de las Ramblas pintorescas? ¿Acaso son políticamente correctos los golpes y asechanzas de los enanos, el desmán de la lesbiana, la afrenta del pantera negra, los insultos que sufre mi privilegiada inteligencia pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal?

Formuladas las teatrales cuestiones, Willard cruza los brazos sobre la barra y a continuación hunde la cabeza en el hueco acogedor que de modo tan sencillo, diría que genial, ha formado. Prosigue el llanto. Eddy, el barman, se acerca hasta nosotros y me dice:

Deus, qui humane substantiae dignitatem mirabiliter condisti, et mirabilius reformasti

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

—Que tu amigo sólo ha bebido zumo de naranja y mira cómo está.

—Viene así de fábrica, me parece.

Pienso en Victoria, en su educación exquisita, en su talento para que los desconocidos se sientan a gusto en las más penosas circunstancias. Al fin y al cabo, aunque hundido en la depresión y quizá en la miseria, es posible que ese Willard siga siendo importante aún. Y es posible una retractación futura. O que luche y venza. Y agradezca.

Y lo que Willard agradece de momento es el espeso aire de las Ramblas, los puestos de flores nimbados por el azufre de la muchedumbre rodante.

—Quieren destruirme. Pero no a mí como persona. Quieren destruir lo que represento.

—Ahora me recuerda usted a Pujol.

—Yo represento la libertad. La libertad de la alta cultura. La libertad de las élites. Emplearé todos los métodos de rebeldía para que todos aquellos que piensan como yo digan que no de una vez a las zarandajas esas del multiculturalismo de los ofendidos. El genio es proteico. El genio no es políticamente correcto. Mire usted Florencia, las ciudades italianas. La obra de…

—¿Príncipes envenenadores?

—Eso mismo.

—Por no hablar de los insectos ilusionistas…

El velo de confusión cubre de nuevo el rostro ido de Willard, quien corre sobre sí otro de arrogancia para que el conjunto parezca de nuevo el de un loco a punto de culminar la obra de su vida con una colosal catástrofe.

—Mire San Petersburgo. Un estuario cenagoso, insalubre, cerca del Círculo Polar Ártico, convertido en una ciudad maravillosa. Para que luego los puritanos tomen el Palacio de Invierno… Para que nuevos locos, pero nihilistas y puritanos, destruyan lo que han construido locos libres. Pedro I, el Grande. Por eso la Historia le llama el Grande. Por eso los versos de Pushkin cabalgan con él sobre las nevadas rocas de mármol para burla de suecos y fineses. Pedro decidió que todos sus súbditos se volvieran europeos y todos se volvieron europeos. Mire Nueva York. Mire los cadáveres en los cimientos…

—Por no hablar de aquel que sodomizó a un enviado del Papa de quince años.

—¿Quién?

—Sigismundo Malatesta. El mentor de Alberti, de Di Duccio y de Piero della Francesca. El único inquilino oficial del infierno, Judas aparte.

—Eso que me cuenta es una puta mierda.

En definitiva: no hay quien aguante a Steve Willard. Me limito a guiarlo por plazas y paseos sin escuchar sus palabras, cuando jura que va a crear una nueva conciencia nacional, que se va a producir una ruptura en los medios universitarios a raíz de su expulsión, lo que él ya nombra como «Antecedente Willard», un faro en el mar proceloso por la libertad de expresión, el freno de una inminente caza de brujas, la vuelta de la República en menoscabo del Imperio. Tampoco intervengo cuando se planta ante los objetivos de los turistas japoneses que fotografían la Pedrera. Ni cuando les dice que mientras existan mierdecitas de jardincillos zen, no tienen derecho a robar el espíritu gaudiniano con su técnica robada también, y previamente, mediante espionaje industrial. No le escucho tampoco, por supuesto, cuando me explica las bondades de aquel delirio arquitectónico, los porqués, los cuándos, todo. Mi atención regresa, al principio adormecida y muy pronto alarmada, cuando pisando ya la calle donde estaba NoFun NoArt, Willard me dice señalando la puerta de la galería:

—Parece que hasta en ese lugar de horrible nombre han llegado los ecos del «Antecedente Willard».

Y en la puerta, Rebeca solloza y se muestra dubitativa. El llanto de Rebeca no es novedad. Tampoco que desconozca en qué emplearse o qué decisión tomar. Lo raro es que lo haga en público y sin disimulo. Imagino sin gozo una discusión con Victoria hasta que Rebeca se abalanza en mis brazos y temo: una confesión dramática a Victoria sobre nuestras actividades eróticas durante su ausencia. Después, el infierno, donde haré compañía a Judas y a Sigismundo Malatesta.

—Ten mucho cuidado, Fernando…

Los ojos llorosos de Rebeca emanan desastre posible. El mío, esta vez, no el suyo. Hasta que en un tono distinto dice «Pero ¿quién es ése?» al ver que Willard entra en la galería con la misma decisión que va a hacerlo muy pronto en la Casa Blanca. Y deduzco que la neurastenia de Rebeca desciende por el tobogán de la locura definitiva que, como todo el mundo sabe, provoca que las palabras adquieran musicalidades distintas a la delirante letra que alimentan.

No tengo más remedio que seguir a Willard y detenerle para que no sea testigo de mi abyección adúltera, ni de la vergüenza de Victoria por traerle hasta allí, cuando al entrar en el espacio de exposición, me quedo estupefacto al ver a un negro tirado en el suelo con los labios partidos chorreando sangre y lienzos rasgados y descompuestos en torno a su cuerpo gemebundo. Willard le habla mucho:

¿Happening? ¿Body Art? ¿Performance? ¡Tonterías! El hombre negro atacado por el heterosexual, blanco, protestante y medio muerto, que no se conforma con desarraigarlo, esclavizarlo, sino destrozar su cuerpo y su espíritu, representados por estos óleos de putrefacta factura… —Willard levanta un cuadro con ambas manos, se echa hacia atrás para medir la distancia, arruga la nariz, emite un veredicto—: ¡Vaya puta mierda! El impresionista francés de última fila, el hijo tonto del charcutero de Lille que pinta domingo sí, domingo no, y eso si se acuerda dónde ha dejado los pinceles, tiene más habilidad que usted. ¿Y los motivos? ¿Por qué no pinta directamente caballos abrevando al claro de luna? Perdón, perdón… —Y Willard se pone sarcástico—: Quise decir cebras. Me retracto. Cebras abrevando al claro de la diosa Luna a los pies del dios Kilimanjaro. Y el dios Búho mirando y haciendo «Uhu» como un corista de los Four Tops. Háblame ahora de ablaciones, háblame de danzas tribales, háblame de folclore, háblame, oh, amigo africano, que tengo toda la tarde.

—Imbécil… —acertó a musitar desde el suelo Rosendo Mobutu, el hoy olvidado autor de aquellos «Paisajes de mi tierra».

Y deduzco un atraco ya concluido. Es decir, que siento un alivio profundo e indescriptible. Rebeca llora por la tensión del momento y está en la calle porque espera a la policía. Pero Rebeca está ahora a mi lado, señala la puerta de la trastienda y me ordena: «Ten cuidado». Y vaya si lo tengo, porque voy a decir que Toni Tortosa me está esperando y que ya me contará, cuando veo como Willard maniobra el picaporte y entra. No sin fastidio, le sigo.

Dentro de la trastienda, sin llanto ninguno y muy enojada, Victoria, tras su mesa, debate de modo imprudente con un tipo vestido de Armani que la mira como diciendo: «¡Qué cachondo me pones cuando te enfadas, gatita…!». A su lado, lo que en principio he creído la caja fuerte central de una poderosa entidad financiera, resulta un ser humano en pie y posición de descanso que mira a los recién llegados (Willard, yo mismo) con una de esas expresiones que parecen vacías, pero están inyectadas en un solo y contundente objetivo.

—Tu inversión no te da derecho a hacer lo que haces. Venir a mi casa y tratarme de ese modo. Tú estás demasiado bien acostumbrado y conmigo te equivocas. —Todo eso lo está diciendo Victoria, no John Wayne, y yo estoy a punto de desmayarme. Willard, no. Willard ha debido pensar que es él quien va vestido de John Wayne y es a él a quien corresponde interpretar el papel y salvar a una dama en apuros. O quizá su deducción sea que allí celebran otro happening, perpetrado esta vez por artistas de Europa del Este.

Sólo me es dado oír el primero de los golpes que el matón de Sandor Szavost, alias Corleone, o el mismo Sandor, propinan a Willard en aquella caliente recreación de la Guerra Fría.

El hecho de que Victoria no me dirija la palabra en los días siguientes no guarda relación con lo cobarde de mi fuga. Ella piensa que, al fin y al cabo, lo que ha ocurrido con Sandor Szavost es asunto suyo, y yo ya era un inútil antes de la situación. No, Victoria me ha odiado, porque aquella noche no hubo cena junto al mar con Willard y David Trabal para hablar de logros en el mundo del arte, no se discutió la posibilidad de organizar una exposición en la Universidad de Harvard que luego habría de volverse itinerante por todos los Estados Unidos. Hasta una semana después, cuando recibe un fax de Willard en el que pide excusas por su comportamiento, no comprende que la tarde anterior al «Escándalo del Premio Ciudad Condal» no me he llevado a Steve Willard de vinos y drogas, según las costumbres con las que ya ha marcado mi supuesto carácter, que no soy yo el culpable de la explosión emocional contra lo políticamente correcto del amigo americano. Ni tampoco soy el culpable de que la entrega del Premio Ciudad Condal al mérito de la promoción cultural haya sido entregado en un marco inaudito mediante ceremonia más austera si cabe a lo habitual: el departamento de traumatología del Hospital Clínico. Que no soy yo el que ha aprovechado ciertos rumores sobre el derroche del erario público para acusar de la entrega de premios banales a dudosas autoridades internacionales en no se sabe muy bien qué materia, y cuya competencia (que así se lo ha dicho a papá el hijo de un nacionalista catalán con una de esas becas Fulbright que se entregan de antemano) está bajo vigilancia en su país de origen. Ni soy tampoco el causante de que representantes de fuerzas políticas de distinto credo (es un decir) olviden durante dos días su buena vecindad en el mismo bloque de lujo de su zona residencial para pedirse explicaciones y réplicas sobre la conducta errática y poco correcta políticamente de ese individuo genialoide, irresponsable: David Trabal. Ni que David Trabal amenace muy dignamente con dimitir de sus cargos y que todos unánimemente, y con más fervor que nadie sus valedores, le tomen la palabra. Ni tampoco soy yo el culpable de que su hermana Elena llevase una semana desaparecida cuando Sandor Szavost irrumpió en la galería, porque ese hecho, de modo inexplicable, le había puesto muy nervioso. Ni que al irrumpir en la galería aquella tarde ante la eternamente atónita Rebeca, una Victoria fatigada por el viaje veneciano y un Rosendo Mobutu que recogía su obra no vendida (la totalidad), y al dar Mobutu idénticas muestras de gallardía a las que Willard exhibiera un poco después, el matón de Sandor Szavost hiciese el trabajo por el que le pagan.

No fui yo el culpable, Lector, de que una de las ilusiones de Victoria Llinàs, la que con mayor velocidad se vio cumplida, gobernar su propia galería de arte, se viese truncada, quizá para siempre, en un par de semanas.

Y, sin embargo, Lector, ahora que acabo de rememorar los hechos y adivino tu sonrisa, porque la misma situación y sus consecuencias te habrán sido relatadas de muy distinto modo, déjame que te diga que uno no puede sino echar de menos los días finales de la juventud, su arrobo.

El día del Watusi
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