Epílogo

Savannah, Georgia

Judson Esterhazy estaba recostado en la biblioteca de su casa de Whitfield Square. Sorprendía tanto frío en un atardecer de abril. Las últimas llamas de la chimenea perfumaban la sala con aromas de abedul.

Bebió un sorbo del excelente malta de las Highlands que había subido de la bodega. Antes de degustar el líquido con sabor a turba, lo paseó un poco por la boca. Sin embargo, le supo amargo, tanto como sus emociones.

Pendergast había matado a Slade; un suicidio, decían, pero él sabía que era mentira. Al final, Pendergast se las había arreglado de alguna manera. Por muy malos que hubieran sido los últimos diez años, los momentos finales del anciano debían de haber supuesto una agonía mental atroz e inimaginable. Judson, que había visto cómo Pendergast manipulaba a los demás, no tema la menor duda de que se había aprovechado de la demencia de Slade. Era un asesinato. No, peor que un asesinato.

El vaso tembló en su mano, salpicando la mesa de gotas. Lo dejó con fuerza sobre ella. Al menos tenía la absoluta certeza de que Slade no le había traicionado. El viejo le quería como a un hijo, e incluso loco, incluso en su agonía, seguro que había guardado el secreto hasta el final. Había cosas que trascendían hasta la enajenación.

El también le había querido, hasta hacía doce años; hasta haber sorprendido otra faceta de Slade que le tocaba demasiado de cerca para no incomodarle; una faceta que le recordaba demasiado a otro hombre brutal, su padre. Quizá fuera el sino de todos los padres y figuras paternas: decepcionar, traicionar, perder estatura cuando uno se hacía mayor y sabía más de la vida.

Sacudió la cabeza. Qué gran error, desde el principio; qué horrible y trágico error. Y qué irónico, en retrospectiva: al principio, al conocer la idea por boca de Helen, una idea con la que ella literalmente se había topado, gracias a su interés por Audubon, ambos la habían encontrado casi milagrosa. «Podría ser un medicamento milagro —había dicho ella—. Consulta con algunas compañías farmacéuticas, Judson; seguro que sabes adonde acudir». Y lo sabía, sí; sabía la compañía perfecta: Longitude, cuyo director, en esos momentos, era su antiguo director de tesina, Charles Slade, que se había pasado al sector privado. El carisma fascinante de su ex profesor había hecho que él y Judson siguieran en contacto. Slade era la persona ideal para desarrollar un fármaco así: un científico creativo e independiente, sin miedo al riesgo, de una consumada discreción…

Y ahora estaba muerto, gracias a Pendergast; Pendergast, que había removido el pasado, reabierto viejas heridas, y —directa o indirectamente— ocasionado varias muertes.

Cogió con fuerza el vaso y lo apuró de un trago, sin apenas saborear el whisky. En la misma mesita donde estaban la botella y el vaso había un folleto. Lo cogió y lo hojeó. Su rabia dejó paso a una lóbrega satisfacción. El folleto, con un bonito diseño, publicitaba los placeres refinados de un establecimiento de las Highlands escocesas, llamado Kilchurn Shooting Lodge. Era una gran casa señorial de piedra, sobre un risco azotado por el viento desde el que se dominaba el Loch Duin y los montes Grampian. El hotel de cazadores, uno de los más pintorescos y aislados de Escocia, brindaba excelentes condiciones para la caza del urogallo y la perdiz, la pesca del salmón y el acecho del venado. Aceptaba pocos y selectos huéspedes, y se jactaba de su intimidad y discreción; la caza podía ser con o sin guía, según las preferencias de cada uno.

Él, naturalmente, preferiría la modalidad sin guía.

Esterhazy ya había pasado una semana en Kilchurn, muchos años atrás. El hotel estaba en medio de una finca enorme y sin cultivar de quince mil hectáreas, que había sido el coto de caza privado de los señores de Atholl. Se había quedado muy impresionado por aquellos parajes solitarios y abruptos, por los profundos lagos ocultos en los pliegues del terreno, los rápidos arroyos rebosantes de truchas y salmones, los páramos ventosos, los campos de brezo y los frondosos valles. En una tierra así un hombre podía desaparecer, y sus huesos se pudrirían sin que los viera nadie, bajo el viento y la lluvia, hasta que no quedase nada.

Con el siguiente y perezoso trago de malta, que su palma ya había calentado, se sintió más tranquilo. No estaba todo perdido, en absoluto. En realidad, las cosas habían dado un vuelco positivo por primera vez en mucho tiempo. Dejó el folleto y cogió una nota corta, escrita con letra anticuada en papel verjurado de alto gramaje y color crema.

Edificio Dakota

Nueva York, 24 de abril

Querido Judson:

Agradezco muy sinceramente tu amable invitación. Lo he estado pensando y creo que aceptaré tu propuesta con muchísimo gusto. Quizá tengas razón en que lo sucedido durante este último mes me ha afectado un poco. Sería delicioso volver a ver después de tantos años Kilchurn Lodge. Dos semanas de vacaciones serían un grato respiro. Por otra parte, tu compañía siempre es un placer.

En respuesta a tu pregunta, tengo pensado llevarme mi Purdey calibre 16, una H&H Royal superpuesta calibre 410 y una H&H 300 de cerrojo para cazar ciervos.

Saludos afectuosos,

A. PENDERGAST

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