32

La pista de tierra atravesaba sinuosamente el bosque de pinos, hasta salir a un gran prado, al borde de un manglar. El tirador aparcó el Range Rover y sacó del maletero una funda de escopeta, una cartera y una mochila. Lo llevó todo a una loma en el centro del prado y lo dejó sobre la hierba aplastada. Después sacó de la cartera una diana de papel y caminó hacia la ciénaga, contando los pasos. El sol de mediodía se filtraba por el bosque de cipreses, proyectando manchas de luz de un verde amarronado en el agua.

Tras elegir un tronco liso y ancho, clavó la diana en la madera, fijándola con un martillo de tapicero. Hacía calor para ser invierno: más de quince grados; ráfagas que olían a agua y a madera podrida llegaban de la ciénaga, y los graznidos y silbidos de una bandada de cuervos armaba ruido entre las ramas. La casa más próxima estaba a quince kilómetros. No soplaba nada de viento.

Volvió donde había dejado el equipo; al contar sus pasos por segunda vez comprobó que la diana estuviera a unos cien metros.

Abrió el estuche duro Pelican y sacó la escopeta: una Remington 40-XS táctica. Pesaba mucho, la muy jodida: siete kilos, pero a cambio ofrecía una precisión superior a 75 MOA. El tirador llevaba cierto tiempo sin disparar con ella. Sin embargo, ya estaba limpia, engrasada y lista.

Se apoyó en una rodilla, puso el arma encima de la otra y bajó el bípode, que ajustó y fijó. A continuación se tendió sobre la hierba amazacotada, colocó la escopeta delante de él y la movió hasta que quedase bien firme y encajada. Cerró un ojo y miró por el visor Leupold la diana clavada en el árbol. De momento todo iba bien. Metió la mano en el bolsillo de atrás, sacó una caja de munición 308 Winchester y la dejó a su derecha, encima de la hierba. Después sacó un cartucho y lo metió en la recámara, operación que repitió hasta llenar el cargador interno de cuatro balas. Por último, echó el cerrojo y volvió a mirar por el visor.

Apuntó a la diana, respirando despacio y dejando que su frecuencia cardiaca aminorase. El leve temblor del arma, que se ponía de manifiesto en el movimiento de la diana en el punto de mira, se redujo a medida que relajaba todo el cuerpo. Apoyó el dedo en el gatillo y tensó los músculos, vaciando los pulmones mientras contaba los latidos de su corazón. Finalmente, disparó entre dos de ellos. Un chasquido y un leve culatazo. Sacó el casquillo y volvió a respirar. Se relajó otra vez y aplicó de nuevo una lenta presión al gatillo. Otro chasquido, y otro culatazo, mientras los ecos se apagaban con rapidez por el llano pantanoso. Con dos disparos más vació el cargador. Se levantó, recogió los cuatro cartuchos, los guardó en el bolsillo y fue a inspeccionar la diana.

Los agujeros estaban bastante juntos, hasta el punto de formar un solo orificio irregular un poco a la izquierda y por debajo del centro del blanco. Con una regla de plástico midió la desviación. Después se giró y desanduvo el camino por el prado, despacio, para no cansarse más de lo necesario. Tendido en el suelo, cogió la escopeta con las dos manos y ajustó la elevación y el visor teniendo en cuenta las medidas que acababa de tomar.

Una vez más, con mucha flema, disparó cuatro veces al blanco. Esta vez la agrupación coincidía con el centro exacto, y las cuatro balas se situaban prácticamente en el mismo orificio. Satisfecho, arrancó la diana del tronco, la arrugó y se la metió en el bolsillo.

Volvió al centro del prado y se puso otra vez en posición de tiro. Había llegado el momento de divertirse un poco. Con los primeros disparos, la bandada de cuervos había emprendido ruidosamente el vuelo hasta posarse a unos trescientos metros, al fondo del prado. Los vio en el suelo, debajo de un pino carolino alto, contoneándose sobre la pinaza y buscando semillas de las pinas dispersas.

Eligió un cuervo por el visor y lo siguió con el punto de mira, mientras picoteaba y estiraba una pina, zarandeándola con el pico. Su dedo índice se tensó en la curva de acero. Sonó el disparo. El pájaro desapareció entre una nube de plumas negras, salpicando un tronco cercano con trocitos de carne roja. El resto de la bandada levantó el vuelo despavorida, se desparramó en el cielo azul y desapareció sobre las copas de los árboles.

Buscó otro blanco. Esta vez dirigió el visor hacia el manglar. Lo deslizó lentamente por el borde de la ciénaga, hasta encontrarlo: una rana toro enorme, a unos ciento cincuenta metros de distancia, que descansaba sobre un nenúfar, en medio de una mancha de sol. Volvió a apuntar, se relajó y disparó. Brotó una nube rosada, mezclada con agua verde y trocitos de nenúfar, que dibujó un arco bajo la luz del sol y cayó elegantemente al agua. La tercera bala seccionó la cabeza de una mocasín de agua, que se agitó asustada por el agua, intentando escapar.

Quedaba una bala. Necesitaba un verdadero desafío. Buscó con los ojos por la ciénaga, pero los disparos habían ahuyentado a toda la fauna y no se veía nada. Tendría que esperar.

Volvió al Range Rover, sacó del maletero una funda de escopeta de tela, abrió la cremallera y sacó una Bobwhite CZ yuxtapuesta de calibre 12, con una culata personalizada. Era la escopeta más barata que tenía, pero no dejaba de ser un arma excelente. No le gustaba nada lo que estaba a punto de hacer, pero hurgó en el coche hasta sacar un torno portátil y una sierra de arco con una hoja nueva.

Se puso la escopeta sobre las rodillas. Acarició los cañones, los frotó con un poco de aceite de escopeta y los cubrió con una cinta métrica de papel. Después de marcar el punto exacto con un clavo, cogió la sierra de arco y se puso manos a la obra.

Era un trabajo largo, tedioso y agotador. Cuando acabó, limó las barbas con una lima de cola de ratón, pulió las puntas al bies, les pasó un estropajo de aluminio y volvió a engrasarlas. Abrió la escopeta y con cuidado la limpió de virutas sueltas, antes de meter dos cartuchos. Se acercó tranquilamente al manglar, con la escopeta y los trozos recortados de cañón. Los lanzó al agua lo más lejos que pudo, se apoyó la escopeta en la cintura y apretó el gatillo delantero.

La detonación fue ensordecedora y el culatazo como el de una muía: tosco, zafio… pero de una eficacia arrasadora. El segundó cañón también funcionó de maravilla. Volvió a abrir el cerrojo. Se metió en el bolsillo los cartuchos vacíos, limpió el arma y la cargó otra vez. La segunda vez dio el mismo buen resultado. Estaba dolido, pero satisfecho.

Al volver al coche, metió la escopeta en su funda, la guardó y sacó de la mochila un bocadillo y un termo. Comió despacio, saboreando el sandwich de foie trufado; se sirvió una taza de té caliente con leche y azúcar del termo. Hizo el esfuerzo de disfrutar del aire puro y del sol, sin pensar en el problema. Cuando ya estaba acabando de comer, una hembra de ratonero de cola roja se levantó de la ciénaga, con toda probabilidad de un nido, y echó a volar perezosamente en círculos sobre las copas de los árboles. El tirador calculó que la distancia era de unos doscientos cincuenta metros.

Por fin un desafío digno de él.

Volvió a ponerse en posición de tiro con la escopeta de francotirador apuntando al pájaro, pero el campo del visor era demasiado pequeño para mantener al ave dentro. Tendría que usar la mira de hierro. Volvió a seguir al ratonero, esta vez con la mira fija, intentando seguirlo en movimiento. Tampoco. La escopeta pesaba demasiado, y el ave era muy rápida. El ratonero volaba formando elipses. Llegó a la conclusión de que la única manera de acertar sería apuntar de antemano a un punto de la elipse, esperar a que llegase el pájaro y sincronizar el disparo.

Al cabo de un momento el ratonero cayó del cielo, acompañado de unas pocas plumas que flotaban, llevadas por el viento.

El tirador dobló el bípode, recogió y contó los casquillos y volvió a meter la escopeta en su estuche. Después guardó la comida y el termo y levantó la mochila. Echó un último vistazo a la zona, pero el único rastro de su presencia era un poco de hierba aplastada.

Se giró hacia el Land Rover con satisfacción. Ya podía dar rienda suelta, al menos por un tiempo, a sus sentimientos; dejarlos fluir por su cuerpo, subir la adrenalina y prepararlo para la caza.

Pantano de sangre
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