68

Malfourche, Mississippi

Desde el interior de su Escalade, con el aire acondicionado al máximo, Mike Ventura vio que las barcas se iban repartiendo por los amarres de detrás del bar de Tiny. Acababa de ponerse el sol detrás del agua y el color del cielo era de un naranja sucio. Empezó a inquietarse. No parecía un grupo de guerreros volviendo de una incursión victoriosa. Presentaba más bien la imagen taciturna, abatida y astrosa de una desbandada. Cuando vio que en una de las últimas embarcaciones iba Tiny, que bajó al embarcadero tambaleándose, con un pañuelo ensangrentado al cuello y una mancha de sangre seca en un lado de la camiseta, tuvo la seguridad de que algo había fallado.

Con un hombre a cada lado, sujetando sus brazos carnosos, Tiny entró en su establecimiento arrastrando los pies, y desapareció. Mientras, otros del grupo, que habían visto a Ventura, hablaban y gesticulaban. Empezaron a acercarse. No parecían contentos.

Ventura acercó la mano al botón del seguro de las puertas. Lo apretó, haciendo que se cerrasen con un clic. Ellos rodearon el coche en silencio, con las caras congestionadas, estriadas de sudor.

Ventura abrió la ventanilla un par de centímetros.

—¿Qué ha pasado?

Nadie contestó. Tras un momento tenso, uno de ellos levantó el puño y lo estampó ruidosamente en el capó.

—Pero ¿qué pasa? —exclamó Ventura.

—¿Que qué pasa? —gritó el hombre—. ¿Que qué pasa?

Otro puño en el coche. De repente, todos empezaron a aporrearlo y a darle puntapiés en los lados, diciendo palabrotas y escupiendo. Perplejo y horrorizado, Ventura cerró la ventanilla y dio marcha atrás, tan deprisa que los que estaban detrás tuvieron que echarse a un lado para que no les atropellase.

—¡Hijo de perra! —chilló el grupo, con una sola voz—. ¡Mentiroso!

—¡Eran del FBI, gilipollas!

—¡Mentiroso de mierda!

Girando frenéticamente el volante, Ventura pisó el acelerador, levantando una nube de polvo y grava en un arco de ciento ochenta grados. Cuando ya se iba, el impacto de una piedra hizo un ruido sordo en la luna trasera, que se resquebrajó como una telaraña.

Mientras aceleraba por la estrecha carretera, empezó a sonar su móvil. Lo cogió: Judson. Mierda.

—Estoy a punto de llegar —dijo la voz de Judson—. ¿Cómo ha ido?

—Algo se ha jodido, y además de verdad.

Cuando Ventura llegó a su pulcra finca del borde del pantano, la camioneta de Esterhazy ya estaba allí. El se encontraba al lado de la plataforma, alto, vestido de caqui, descargando armas. Ventura aparcó al lado y bajó. Esterhazy se volvió para mirarle, muy serio.

—¿Qué le ha pasado a tu coche? —preguntó.

—Lo han atacado los tipos del pantano, en Malfourche.

—¿No lo han resuelto?

—No. Tiny ha vuelto con una herida en el cuello, y estaban todos desarmados. Han querido lincharme. Estoy metido en un buen lío.

Esterhazy le miró fijamente.

—¿Así que esos dos están yendo a Spanish Island?

—Parece que sí.

Mirando al otro lado de la gran casa encalada de Ventura y del extenso césped, digno de una mesa de billar, contempló el embarcadero privado, donde estaban amarradas las tres embarcaciones de Ventura: una barca Lafitte, una lancha de pesca deportiva recién estrenada, con soportes hidráulicos para el motor y una consola Hummingbird, y un hidrodeslizador de gran potencia. Apretó la mandíbula. Después subió a la plataforma de la camioneta y bajó la última funda de escopeta.

—Parece —dijo lentamente— que tendremos que ocuparnos nosotros mismos del problema.

—Y cuanto antes, porque como lleguen a Spanish Island, se acabó.

—No les dejaremos ir tan lejos. —Esterhazy entornó los ojos para mirar el crepúsculo—. En función de lo rápido que vayan, tal vez ya estén acercándose.

—Se mueven despacio. No conocen el pantano.

Esterhazy miró la lancha de pesca.

—Con aquella Yamaha 250 es posible que aún tengamos tiempo de interceptarles cuando crucen el antiguo canal de leñadores que hay cerca de Ronquille Island. ¿Sabes a cuál me refiero?

—Sí, claro —dijo Ventura, molesto porque Esterhazy pudiera poner en duda su conocimiento del pantano.

—Entonces, mete estas armas en la lancha y vámonos —ordenó Judson—. Tengo una idea.

Pantano de sangre
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