12

Savannah, Georgia

Whitfield Square dormitaba plácidamente bajo la última luz de una tarde de lunes. Se encendieron las farolas, dando un relieve velado a las palmeras y a la barba de viejo que colgaba de las ramas nudosas de los robles. Después del calor del África Central, más propio de una caldera, para D'Agosta casi era un alivio el aire húmedo de Georgia.

Siguió a Pendergast por un césped muy cuidado. En el centro de la plaza había una gran cúpula rodeada de flores. Bajo la bóveda de pechinas, unos novios y sus invitados seguían obedientemente las instrucciones de un fotógrafo. En el resto de la plaza, la gente paseaba, conversaba o leía en bancos pintados de negro. Todo aquello parecía un poco irreal. D'Agosta sacudió la cabeza. Ir a toda prisa de Nueva York a Zambia, y de Zambia a aquel centro de las buenas maneras sureñas, le había dejado aturdido.

Pendergast dejó de caminar y apuntó al otro lado de la calle Habersham, señalando una casa victoriana grande, recargada, blanca, inmaculada y muy similar a las que la rodeaban. Mientras se acercaban dijo:

—No lo olvide, Vincent. El aún no lo sabe.

—De acuerdo.

Cruzaron la calle y subieron la escalera de madera. Pendergast llamó al timbre. Al cabo de unos diez segundos, se encendió la luz del techo y un hombre que rondaba la cincuentena abrió la puerta. D'Agosta le miró con curiosidad. Era alto, excepcionalmente bien parecido, con pómulos marcados, ojos oscuros y un pelo castaño muy poblado. Era tan moreno como pálido Pendergast. Llevaba doblada una revista en una mano. D'Agosta echó un vistazo a la página por la que estaba abierta: en el pie ponía Journal of American Neurosurgery.

El sol, que se estaba poniendo detrás de las casas del otro lado de la plaza, daba justo en los ojos penetrantes del hombre y le cegaba.

—¿Sí? —preguntó—. ¿En qué puedo servirles?

—Judson Esterhazy —dijo Pendergast, con la mano tendida.

Esterhazy dio un respingo y sus facciones reflejaron sorpresa y alegría.

—¿Aloysius? —dijo—. ¡Dios mío! Adelante.

Les llevó por un recibidor y un pasillo estrecho y lleno de libros, hasta un estudio muy acogedor. Aunque no usaba a menudo la palabra «acogedor», D'Agosta no encontró otra manera de describir aquel espacio. Una luz cálida y amarilla creaba un suave brillo en los antiguos muebles de caoba: un cbiffonnier, un escritorio de tapa deslizante, una vitrina de armas y más estanterías con libros. El suelo estaba cubierto de alfombras persas de la mejor calidad. En una pared había dos diplomas grandes: uno de medicina y otro de un doctorado. Los sofás y sillones, muy mullidos, parecían sumamente cómodos. Todas las superficies horizontales estaban decoradas con antigüedades de diversos países: esculturas africanas, jades de Asia… Había dos ventanas que daban a la plaza, tapadas con visillos delicados. Era una habitación llena de objetos, pero que conseguía no parecer saturada; el estudio de un hombre de buen gusto, culto y viajado.

Pendergast entonces hizo las presentaciones entre D'Agosta y Esterhazy, que no logró ocultar su sorpresa al enterarse de que era policía; aun así, sonrió y le dio un caluroso apretón de manos.

—Es un placer inesperado —dijo—. ¿Os apetece algo? ¿Té, cerveza, bourbon…?

—Para mí un bourbon, Judson, por favor —dijo Pendergast.

—¿Cómo lo quieres?

—Solo.

Esterhazy se volvió hacia D'Agosta.

—¿Y usted, teniente?

—Me encantaría una cerveza, gracias.

—Por supuesto.

Esterhazy se acercó al mueble bar del rincón y, sin dejar de sonreír, sirvió un bourbon con destreza. Después se disculpó y fue a buscar la cerveza a la cocina.

—¡Dios mío, Aloysius! —exclamó al volver—. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Nueve años?

—Diez.

Mientras los dos amigos charlaban, D'Agosta bebió a sorbos su cerveza y miró a su alrededor detenidamente. Pendergast ya le había puesto en antecedentes: Esterhazy era un neurocirujano e investigador en medicina que, tras llegar a lo más alto en su profesión, dedicaba gran parte de su tiempo a obras de beneficencia, tanto en hospitales de la zona cuanto para Médicos con Alas, la organización benéfica que llevaba a médicos en avión a las zonas del Tercer Mundo castigadas por alguna catástrofe, y en las que su hermana había trabajado. Era un deportista consumado y, a decir de Pendergast, todavía mejor tirador que su hermana. Mirando los múltiples trofeos de caza expuestos en las paredes, D'Agosta llegó a la conclusión de que no exageraba. Un médico que a su vez era un cazador empedernido: interesante combinación.

—Bien —dijo Esterhazy con su voz grave y sonora—, ¿qué te trae a la costa de Carolina? ¿Estás trabajando en algún caso?

Por favor, no escatimes ningún detalle sórdido.

Se rió.

Pendergast bebió un sorbo de bourbon y tuvo un breve momento de vacilación.

—Lo siento, Judson, pero creo que no hay una manera fácil de decirlo. He venido por Helen.

La risa de Esterhazy se apagó en su garganta. Sus facciones patricias expresaron confusión.

—¿Helen? ¿Qué pasa con Helen?

Pendergast bebió un trago más largo.

—Me he enterado de que su muerte no fue accidental.

Durante un minuto, Esterhazy le miró sin moverse ni pestañear.

—¿Qué pretendes decir?

—Te estoy diciendo que a tu hermana la asesinaron.

Esterhazy se levantó despacio, con cara de estupefacción, y dándoles la espalda —con la lentitud de un sueño— se acercó a una estantería de la pared del fondo. Tras coger un objeto, aparentemente al azar, lo giró en las manos y lo dejó otra vez en su sitio. Después de un buen rato, fue al mueble bar, cogió un vaso y se sirvió con gestos torpes un trago de alta graduación. A continuación se sentó enfrente de ellos.

—Conociéndote, Aloysius, supongo que no es necesario que te pregunte si estás seguro —dijo en voz muy baja.

—No, no hace falta.

La actitud de Esterhazy cambió radicalmente. Palideció; abría y cerraba las manos.

—¿Qué vas… qué vamos a hacer?

—Lo que haré, con ayuda de Vincent, será encontrar al responsable o responsables últimos. Y nos encargaremos de que se haga justicia.

Esterhazy miró a Pendergast a los ojos.

—Quiero estar allí. Quiero estar allí cuando quienquiera que sea quien mató a mi hermana pequeña pague por ello.

Pendergast no contestó.

La rabia de Esterhazy, la fuerza de sus emociones, casi asustaron a D'Agosta.

—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó recostándose en el sillón, con los ojos inquietos y brillantes.

Pendergast hizo una sucinta exposición de lo ocurrido en los últimos días. Esterhazy le escuchó atentamente, a pesar de la conmoción. Al final se levantó y se sirvió otra copa.

—Yo creía… —Pendergast hizo una pausa—. Yo creía que conocía a fondo a Helen, pero está claro que para que alguien la asesinase, y se tomase tantas molestias y corriera con tantos gastos para hacer pasar su muerte por un accidente, debe de haber alguna parte de su vida de la que yo no tenía conocimiento. Habida cuenta de que sus últimos dos años de vida los pasamos prácticamente siempre juntos, llego a la conclusión de que, sea lo que fuere, tiene que pertenecer a un pasado más lejano. Y ahí es donde necesito que me ayudes.

Esterhazy se pasó una mano por su ancha frente y asintió.

—¿Tienes alguna idea, por pequeña que sea, de quién podía tener motivos para asesinarla? ¿Enemigos? ¿Rivales profesionales? ¿Ex amantes?

Se quedó callado, moviendo la mandíbula.

—Helen era… maravillosa. Amable, encantadora. No tenía enemigos, en absoluto. En el MIT caía bien a todo el mundo, y cuando preparaba el doctorado fue siempre muy escrupulosa en no otorgarse méritos ajenos.

Pendergast asintió con la cabeza.

—¿Y después de doctorarse? ¿Algún rival en Médicos con Alas? ¿Alguien a quien relegasen para ascenderla?

—MCA no funcionaba así. Trabajaban todos juntos; dejan su ego a un lado. Valoraban mucho a Helen. —Esterhazy tragó saliva con dificultad—. Mejor dicho, la querían.

Pendergast se apoyó en el respaldo.

—Durante los meses anteriores a su muerte, hizo varios viajes cortos. Me dijo que eran viajes de investigación, pero no entró en detalles. Ahora que lo pienso, parece un poco raro. Médicos con Alas se dedica más a educar y curar que a la investigación. Me arrepiento de no haberle sonsacado más información. Tú, que eres médico, ¿sabes qué podía estar haciendo, si es que estaba haciendo algo?

Esterhazy se quedó pensativo. Después sacudió la cabeza.

—Lo siento, Aloysius, pero no me contó nada. Ya sabes que le encantaba ir a sitios lejanos. Y le fascinaba la investigación médica. De hecho eran las dos pasiones que la llevaron a ingresar en MCA.

—¿Y en el pasado de la familia? —preguntó D'Agosta—. ¿Algún conflicto, trauma infantil o algo así?

—Todo el mundo quería a Helen —afirmó Esterhazy—. Yo estaba un poco celoso de su popularidad. En cuanto a problemas familiares, no recuerdo ninguno. Hace más de quince años que murieron nuestros padres. El único Esterhazy que queda soy yo.

Vaciló.

—¿Qué ocurre?

Pendergast se inclinó hacia delante.

—Pues… seguro que no es nada, pero mucho antes de conocerte tuvo… una mala experiencia amorosa. Con un verdadero canalla.

—Sigue.

—Me parece que fue el primer año de doctorado. Iban juntos al MIT. Lo trajo a casa un fin de semana. Rubio, pulcro, ojos azules, alto, deportista, siempre con pantalones blancos y jersey de cuello redondo, de una adinerada familia WASP de toda la vida, crecido en Manhattan con casa de verano en Fisher's Island, decía que pensaba dedicarse a la banca de inversiones… Ya puedes imaginar cómo era.

—¿Por qué fue una mala experiencia?

—Resultó que tenía algún tipo de problema sexual. Helen no fue muy explícita. Su comportamiento era extraño, perverso.

—¿Y?

—Le dejó. Al principio la persiguió, por teléfono, por carta… Aunque no creo que llegase al acoso. —Hizo un gesto con la mano—. Fue seis años antes de que os conocierais, y nueve antes de la muerte de Helen. No creo que tenga importancia.

—¿Recuerdas el nombre?

Esterhazy se apretó la frente con las manos.

—Adam… Se llamaba Adam. Pero el apellido no me viene a la memoria. Ni siquiera recuerdo si lo sabía…

Un largo silencio.

—¿Algo más?

Esterhazy sacudió la cabeza.

—Me parece inconcebible que alguien quisiera hacerle daño a Helen.

Tras un breve silencio, Pendergast señaló con la cabeza un grabado enmarcado en una de las paredes. Era una imagen descolorida de un búho nival sobre una rama, de noche.

—Es una obra de Audubon, ¿verdad?

—Sí; aunque solo es una reproducción. —Esterhazy le echó un vistazo—. Es curioso que lo comentes.

—¿Por qué?

—De niña, Helen lo tenía en su habitación. Me contó que cuando estaba enferma se pasaba horas mirándolo. Le fascinaba Audubon. Pero, evidentemente, tú ya lo sabes —concluyó con brusquedad—. Lo he guardado porque me recuerda a ella.

D'Agosta observó algo muy semejante a la sorpresa en el rostro del agente del FBI, que se apresuró a disimularlo.

Pendergast tardó un poco en volver a hablar.

—¿Puedes añadir algo más sobre la vida de Helen durante los años anteriores a que nos conociéramos?

—Estaba muy enfrascada en su trabajo. Durante una época también le dio por la escalada. Se iba a los Gunks casi todos los fines de semana.

—¿Los Gunks?

—Las montañas Shawangunk. En aquel entonces vivía en Nueva York. Viajaba mucho. En parte para Médicos con Alas, lógicamente: Burundi, India, Etiopía… Pero también por aventura. Aún recuerdo que me la encontré una tarde, hará… quince o dieciséis años. Estaba haciendo el equipaje a toda prisa para ir nada menos que a New Madrid.

—¿New Madrid? —repitió Pendergast.

—New Madrid, Missouri. No quiso contarme para qué. Dijo que me reiría. A su manera, podía llegar a ser muy reservada. Tú lo sabrás mejor que nadie, Aloysius.

D'Agosta volvió a mirar de soslayo a Pendergast. «Tal para cual», se dijo. No conocía a nadie más reservado ni más reacio a airear sus pensamientos que Pendergast.

—Ojalá pudiera ayudarte más. Si me acuerdo del apellido del antiguo novio, te lo diré.

Pendergast se levantó.

—Gracias, Judson. Has sido muy amable en recibirnos. Siento mucho que hayas tenido que enterarte de la verdad de este modo. Me temo que… que no había tiempo para comunicártelo más suavemente.

—Lo comprendo.

El médico les acompañó por el pasillo, hasta la entrada.

—Espera —dijo vacilante, con la puerta medio abierta. Durante un momento se le cayó la máscara de rabia estoica, y D'Agosta vio cómo su rostro bien parecido se desfiguraba por una mezcla de emociones. ¿Cuáles? ¿Furia incontrolable? ¿Angustia? ¿Desolación?—. Como ya te he dicho… Quiero… Tengo que…

—Judson —le interrumpió Pendergast, cogiéndole la mano—, debes dejar que yo lo solucione. Comprendo el dolor y la rabia que sientes, pero debes dejar que sea yo quien lo solucione.

Judson frunció el ceño y sacudió la cabeza con un movimiento corto y brusco.

—Te conozco —añadió Pendergast, con dulzura pero con firmeza—. Debo hacerte una advertencia: no te tomes la justicia por tu mano. Por favor.

Esterhazy respiró profundamente, una, dos veces, sin contestar. Pendergast hizo un leve movimiento de cabeza y salió.

Después de cerrar la puerta, Esterhazy se quedó en la oscuridad del vestíbulo unos cinco minutos, respirando con dificultad. Cuando logró dominar la rabia y la conmoción, dio media vuelta, volvió rápidamente al estudio y fue directo a la vitrina de armas. Estaba tan agitado que al abrirla se le cayó dos veces la llave. Pasó las manos por encima del perfecto bruñido de las escopetas, hasta que eligió una: una Holland & Holland Royal Deluxe 470 NE, con visor personalizado Leupold VX-III. La sacó de la vitrina, la giró con un ligero temblor en las manos, la devolvió a su sitio y cerró con cuidado la vitrina.

Pendergast podía sermonearle tanto como quisiera sobre el imperio de la ley, pero había llegado el momento de tomar la iniciativa. Judson Esterhazy había aprendido que la única manera de hacer bien las cosas era hacerlas uno mismo.

Pantano de sangre
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