67
De repente Pendergast habló.
—Esa no es forma de tratar a las mujeres.
Tiny se volvió hacia él.
—¿Que no es forma de tratar a las mujeres? ¡Joder, pues a mí me parece una manera genial!
Un coro de asentimiento. Hayward miró todas aquellas caras rojas, sudorosas e impacientes.
—¿Le interesaría saber qué opino? —dijo Pendergast—. Opino que es usted un gorrino orondo.
Tiny parpadeó.
—¿Eh?
—Un cerdo seboso —le aclaró Pendergast.
Tiny echó hacia atrás un puño carnoso y lo estampó en el plexo solar de Pendergast. El agente se dobló sobre sí mismo, reprimiendo un grito. Tiny le dio otro puñetazo en el mismo sitio, haciéndole caer de rodillas, sin resuello.
Tiny le miró desde arriba y le escupió con desprecio.
—Esto está tardando demasiado —dijo.
Agarró la blusa de Hayward y de un fuerte tirón arrancó el resto de los botones.
En los barcos que les rodeaban brotó un rugido de aprobación. Tiny sacó de un bolsillo del mono un enorme cuchillo para desollar, lo abrió y lo usó para apartar la blusa destrozada de Hayward, dejando el sujetador a la vista.
—¡Me cago en la puta! —exclamó alguien.
Tiny miró con avidez los generosos senos de Hayward, que tragó saliva y quiso taparse con la blusa sin botones, pero Tiny sacudió la cabeza, le apartó las manos y se recreó deslizando la punta del cuchillo por el borde del sostén. Después, muy despacio, introdujo la hoja debajo de la tela, entre las copas. Al tirar bruscamente, el cuchillo cortó en dos el sujetador. Los pechos de la capitana quedaron sueltos, despertando gritos de enorme entusiasmo.
Hayward vio que Pendergast se levantaba, tambaleándose. Tiny estaba demasiado absorto para darse cuenta.
Pendergast se afianzó en el suelo, muy inclinado hacia un lado. Después, con un movimiento repentino y casi imperceptible, hizo bascular su peso al otro lado. La embarcación se balanceó, haciendo perder el equilibrio a Tiny y Larry.
—Eh, cuidado…
Hayward vio algo borroso, y luego un destello metálico; Larry se dobló con un gemido, disparando a ciegas hacia abajo con la mano aferrada a la pistola. De repente, la sangre salpicó la cubierta de la embarcación.
Tiny se volvió para protegerse y disparó una ráfaga con la TEC-9, pero el agente se movía tan rápido que no le alcanzó ninguna bala. Un brazo se enroscó sinuosamente alrededor del grueso cuello de Tiny; luego le echó la cabeza hacia atrás y le puso un puñal en la garganta. Al mismo tiempo, Hayward le dio un golpe en el antebrazo y le hizo soltar la TEC-9.
—No se mueva —dijo Pendergast, clavando un poco la hoja en su cuello, mientras le sacaba del cinto su Les Baer con un movimiento preciso.
Tiny rugió y retorció su enorme masa, buscando a Pendergast con las zarpas. El cuchillo se hundió un poco más, y brilló al retorcerse. Un hilo de sangre cayó por su cuello. Después ya no se movió.
—Como se mueva, le mato —dijo Pendergast.
Hayward lo miraba fijamente, horrorizada, olvidando por unos momentos su desnudez. Pendergast se las había arreglado para introducir el estilete en el cuello de Tiny, dejando la yugular a la vista. La hoja ya se había deslizado por debajo, apartándola de la herida.
—Si me dispara alguien, se cortará —dijo Pendergast—. Si me caigo, se cortará. Si él se mueve, se cortará. Si alguien vuelve a tocarla… se cortará.
—¡Me cago en la leche! —gritó Tiny, aterrado, con los ojos en blanco—. ¿Qué me ha hecho? ¿Me estoy desangrando?
Un silencio sepulcral. Todas las armas seguían apuntándoles.
—¡Pegadle un tiro! —exclamó Tiny—. ¡Disparad a la tía!
¿Qué hacéis?
Nadie se movió. Hayward, hipnotizada de espanto, contempló la abultada y palpitante vena, resbaladiza sobre el brillo de la hoja ensangrentada.
Pendergast señaló con la cabeza uno de los grandes espejos laterales colocados en la borda de la embarcación.
—Capitana, por favor, tráigame eso.
Hayward tuvo que hacer un esfuerzo para moverse, taparse lo mejor que pudo y desmontar el espejo.
—Levántelo para Tiny.
Obedeció. Al mirar fijamente el espejo, y verse en él, Tiny abrió mucho los ojos de miedo.
—Qué está haciendo… No, por favor, Dios mío…
Su voz, balbuciente, se apagó. Tema los ojos inyectados en sangre, desorbitados, y su enorme cuerpo paralizado por el miedo.
—Todas las armas aquí, en la barca del señor Tiny —dijo Pendergast sin alterarse, señalando con la cabeza la embarcación vacía que tenían al lado—. Todo. Ahora mismo.
Nadie se movió.
Pendergast apartó la vena de la herida ensangrentada con la parte plana de la hoja.
—O hacen lo que les digo, o corto.
—¡Ya le habéis oído! —dijo Tiny, con una especie de susurro aterrorizado y estridente—. ¡Las armas en la barca! ¡Haced lo que os dice!
Hayward siguió aguantando el espejo. Los hombres, murmurando, empezaron a pasarse las armas para arrojarlas a la barca, cuyo fondo plano tardó poco en llenarse de todo un arsenal.
—Cuchillos, sprays… todo. Más cosas arrojadas.
Pendergast se volvió hacia el flaco, Larry, que estaba tirado en el suelo de la embarcación. Sangraba, a causa de una herida de arma blanca en el brazo y un disparo que se había hecho él mismo en el pie.
—Quítese la camisa, por favor.
Tras un breve titubeo, Larry obedeció.
—Désela a la capitana Hayward.
Hayward recogió la prenda, húmeda y maloliente, y dando la espalda a los barcos que les rodeaban, se quitó la blusa hecha jirones y el sujetador roto y se puso la camisa manchada de sangre.
Pendergast se volvió hacia ella.
—Capitana, ¿desea usted alguna arma?
—Esta TEC-9 parece adecuada —dijo Hayward cogiendo la pistola del montón de armas. La miró por todos los lados. Sacó el cargador, lo examinó y lo metió otra vez—. Reconvertida en automática. Y con cargador de cincuenta balas. Suficientes para cargarse a todos aquí mismo.
—Una elección poco elegante, pero eficaz —dijo Pendergast.
Hayward apuntó al grupo con la TEC-9.
—¿Alguien quiere seguir viendo el espectáculo?
Silencio. Solo se oían los sollozos ahogados de Tiny, quieto como una estatua, aunque las lágrimas caían por sus mejillas.
—Me temo —dijo Pendergast— que han cometido ustedes un grave error. Esta señora es efectivamente capitana de homicidios de la policía de Nueva York, y yo, a todos los efectos, agente especial del FBI. Hemos venido a investigar un asesinato que no tiene nada que ver con ustedes, ni con su localidad. La persona que les dijo que éramos ecologistas, les mintió. Ahora, voy a hacerles una pregunta; la haré una sola vez, y si recibo una respuesta que no me satisface, cortaré la yugular de Tiny, y mi colega, la capitana Hayward, les disparará como a perros. Defensa propia, por supuesto. ¿Quién lo pondría en duda, si somos agentes del orden?
Silencio.
—La pregunta es la siguiente: señor Tiny, ¿quién le llamó para avisarle de que veníamos?
Tiny contestó inmediatamente.
—Fue Ventura, Mike Ventura, Mike Ventura —dijo con un farfulleo y entre sollozos ahogados.
—¿Y quién es Mike Ventura?
—Un tipo que vive en Itta Bena, pero que viene mucho por aquí; muy deportista, con mucho dinero. Pasa mucho tiempo en el pantano. Fue él. Vino a mi bar y nos dijo que ustedes eran ecologistas, que querían convertir en reserva el resto de Black Brake y dejar sin trabajo a la gente del pantano…
—Gracias —dijo Pendergast—, ya es suficiente. Ahora les explicaré qué va a pasar. Mi colega y yo reanudaremos nuestro viaje en la lancha de pesca del señor Tiny, magníficamente equipada. Con todas las armas. Y ustedes se irán a sus casas. ¿Entendido?
Nada.
Tensó el cuchillo debajo de la vena.
—¿Tendrían la amabilidad de contestar?
Murmullos y gestos de aquiescencia.
—Perfecto. Como pueden ver, ahora estamos bien armados. Y les aseguro que ambos sabemos usar estas armas. ¿Le importaría hacer una demostración, capitana?
Hayward apuntó con la TEC-9 a un grupo de arbolillos, y abrió fuego. Tres cortas ráfagas. Los árboles se cayeron lentamente al agua.
Pendergast retiró el cuchillo de debajo de la vena.
—Necesitará usted unos puntos, señor Tiny.
El obeso individuo se limitó a gimotear.
—Yo les aconsejaría que lo hablasen entre ustedes, hasta que se les ocurra una manera creíble de explicar que el señor Tiny se haya cortado el cuello y que el bueno de Larry se haya disparado en el pie. La capitana y yo tenemos cosas más importantes que hacer y no queremos más estorbos. Mientras no vuelvan a molestarnos, y siempre que no le hagan nada a mi coche, que vale bastante dinero, no consideramos necesario presentar denuncia ni arrestar a nadie, ¿verdad, capitana?
Hayward sacudió la cabeza. Curiosamente, el estilo de Pendergast empezaba a tener sentido; al menos en aquel lugar dejado de la mano de Dios, sin refuerzos, ante aquellos animales que lo único que querían era violarla, asesinarles a los dos y hundir sus cadáveres en el pantano.
Pendergast subió a la lancha de pesca, seguido por Hayward. Tras abrirse camino entre aquel arsenal, Pendergast puso el motor en marcha e hizo avanzar la embarcación, mientras las otras, a su alrededor, se apartaban a regañadientes para dejarle paso.
Después aceleró y la lancha de pesca se metió por la ensenada más ancha del fondo del brazo de río, rumbo sur por la tupida malla vegetal bajo las últimas luces del día.