25

No fue la camarera quien les llevó la cuenta, sino el director del hotel, que la dejó encima de la mesa y les informó sin la menor disculpa de que finalmente no podrían pasar allí la noche.

—¿Por qué? —preguntó D'Agosta—. Ya hemos reservado la habitación. Y ha apuntado nuestros números de tarjeta de crédito.

—Es que viene un grupo muy grande —contestó el director—. Ya tenían hecha la reserva, pero hemos tenido un despiste en recepción. Ya ven que es un hotel pequeño.

—Peor para ellos —dijo D'Agosta—. Nosotros ya estamos aquí.

—Aún no han deshecho las maletas —contestó el director—. De hecho, me han informado de que ni siquiera se las habían subido a las habitaciones. Ya he roto el recibo de la tarjeta. Lo siento.

Pero no lo dijo como si lo sintiera. D'Agosta estaba a punto de darle un buen rapapolvo, cuando Pendergast le puso una mano en el brazo.

—De acuerdo —dijo Pendergast, mientras abría la cartera y pagaba en efectivo la cuenta de la cena—. Buenas noches.

El director se alejó. D'Agosta se volvió hacia Pendergast.

—¿Piensa dejar que ese desgraciado se ría de nosotros? Está claro que nos echa por las preguntas que usted ha estado haciendo, y por la vieja historia que hemos desenterrado.

La respuesta de Pendergast fue señalar la ventana. Al mirar por ella, D'Agosta vio cómo el director del hotel cruzaba la calle. Le vio pasar al lado de varias tiendas cerradas hasta el día siguiente y meterse en la oficina del sheriff.

—Pero ¿qué jodido pueblo es este? —renegó—. Solo falta que salgan todos con horcas.

—A nosotros no nos interesa el pueblo —dijo Pendergast—. No tiene sentido complicar las cosas. Propongo que nos vayamos enseguida, antes de que el sheriff encuentre alguna excusa para echarnos.

Salieron del restaurante y fueron al aparcamiento de detrás del hotel. La tormenta que se había estado fraguando se acercaba deprisa. El viento sacudía las copas de los árboles, y se oía un rumor lejano de truenos. Pendergast levantó la capota del Porsche, mientras D'Agosta subía. Después también subió, puso el motor en marcha, se metió por un callejón y cruzó el pueblo por calles secundarias, evitando las vías principales.

La casa de los Doane quedaba a unos tres kilómetros del pueblo. Se llegaba por una carretera sin asfaltar, que en otros tiempos había estado bien cuidada, pero que ahora se reducía a una pista llena de baches. Pendergast condujo con cuidado, para no rascar el Spyder con la tierra compactada. A ambos lados, frondosas arboledas elevaban sus ramas desnudas hacia el cielo nocturno, como un encaje de huesos. D'Agosta, zarandeándose en su asiento hasta que le castañetearon los dientes, llegó a la conclusión de que en aquellas condiciones incluso habría sido preferible el Land Rover de Zambia.

A la vuelta de la última curva apareció la casa a la luz de los faros, bajo un cielo de nubes arremolinadas. D'Agosta se la quedó mirando, sorprendido. Esperaba encontrarse con un edificio grande y elegante, tan vistoso como sencillo era el resto del pueblo. Sin embargo, lo que veía era grande, en efecto, pero sin ninguna elegancia. De hecho, tenía el aspecto de un fuerte de la época de la compra de Luisiana. Construido con vigas enormes y bastas, presentaba una torre alta en cada lado, y una fachada central larga y baja, con un sinfín de pequeñas ventanas. Sobre la fachada había un anacrónico y extraño mirador rodeado por una reja de púas de hierro. La casa se erguía solitaria en un pequeño promontorio. Al este había bosques muy tupidos y oscuros, que llevaban al pantano de Black Brake. Mientras D'Agosta contemplaba el edificio, un relámpago que cayó en los bosques de detrás lo recortó por un momento en una luz amarilla y espectral.

—Es como si hubieran querido hacer un cruce entre un castillo y una cabaña de madera —dijo.

—Por algo el primer propietario era un magnate de la madera. —Pendergast señaló con la cabeza el mirador—. No me cabe duda de que vigilaba sus dominios desde allá arriba. He leído que era dueño de veinticinco mil hectáreas de terreno, incluida gran parte de los bosques de cipreses de Black Brake, hasta que el gobierno se las apropió para que formaran parte del bosque nacional y de una reserva de fauna.

El agente frenó al llegar a la casa y echó un vistazo rápido por el retrovisor antes de llevar el coche al otro lado y apagar el motor.

—¿Espera a alguien? —preguntó D'Agosta.

—Es mejor no llamar la atención.

Empezó a llover; gruesas gotas se estrellaban contra el parabrisas y la capota de tela. Pendergast bajó. D'Agosta tardó muy poco en seguirle. Apretaron el paso para refugiarse en un porche trasero. D'Agosta miró con cierta inquietud la laberíntica edificación. Respondía exactamente al tipo de residencia excéntrica que debía de atraer a un novelista. Todas las ventanas tenían los postigos cerrados. Y la puerta tenía una cadena y un candado. El entorno de la casa estaba invadido por la maleza, que suavizaba las líneas de los cimientos. Algunas vigas estaban recubiertas de musgo y líquenes.

Tras echar un último vistazo a su alrededor, Pendergast centró su atención en el candado. Lo levantó por el pasador, lo giró unas cuantas veces y pasó la otra mano, en la que sostenía una pequeña herramienta, por encima de la carcasa del cilindro. Tras una rápida maniobra, el candado se abrió ruidosamente. Pendergast quitó la cadena y la dejó caer al suelo. La puerta también estaba cerrada con llave. Se inclinó y utilizó la misma herramienta para forzar el mecanismo en un santiamén. Por último se irguió y, girando el pomo, abrió la puerta, arrancando un chirrido de protesta a las bisagras. Sacó una linterna del bolsillo y entró. D'Agosta ya hacía tiempo que sabía que cuando colaboraba con Pendergast siempre había que llevar dos cosas encima: una pistola y una linterna. Sacó el segundo objeto del bolsillo y siguió a Pendergast al interior de la casa.

Estaban en una cocina grande y anticuada. En el centro había una mesa de madera para desayunar, y en la pared del fondo, un horno, una nevera y una lavadora alineadas contra las baldosas. Cualquier parecido con la cocina de una familia normal acababa ahí. Los armarios, abiertos de par en par, dejaban ver la vajilla y la cristalería, casi toda rota y desperdigada por los mármoles y el suelo. Este último estaba sembrado de restos de comida —grano, arroz, legumbres—, resecos, esparcidos por las ratas y bordeados de moho viejo. Las sillas estaban volcadas y astilladas, y las paredes, salpicadas de agujeros hechos con una maza, o tal vez con el puño. Grandes trozos de escayola habían caído del techo, provocando pequeñas explosiones de polvo blanco en varios puntos del suelo, en las que se veían claramente huellas y excrementos de alimañas. D'Agosta movió la linterna por la estancia, observando aquella demencial destrucción. Detuvo la luz en un rincón, donde había un cúmulo grande y reseco de algo que parecía sangre en el suelo. Más arriba, en la pared, a la altura del pecho, había una serie de orificios irregulares, ocasionados por las ráfagas de un arma de fuego, con salpicaduras de sangre y vísceras como las del suelo.

—Sospecho que ahí es donde acabó su vida el señor Doane —dijo D'Agosta—, por cortesía del sheriff del pueblo. Parece que el forcejeo fue de ordago.

—En efecto, se diría que fue el lugar del tiroteo —murmuró en respuesta Pendergast—. Sin embargo, no hubo forcejeo. Estos destrozos se produjeron antes del momento de la muerte.

—Pero ¿qué coño pasó?

Pendergast observó un poco más el desorden antes de responder.

—Un descenso a la locura. —Enfocó su linterna en una puerta de la pared del fondo—. Vamos, Vincent. Sigamos.

Recorrieron despacio la planta baja; registraron el comedor, la sala de estar, la despensa, el salón, los cuartos de baño y otras estancias de función indeterminada. En todas partes encontraron el mismo caos: muebles caídos, cristalería rota, libros desgarrados en docenas de pedazos y desperdigados por el suelo… Dentro de la chimenea del estudio había cientos de huesos diminutos. Tras examinarlos a fondo, Pendergast afirmó que eran restos de ardillas; a juzgar por su posición los habían embutido en el tubo de la chimenea, donde se habían quedado hasta que la putrefacción los había hecho caer de nuevo en los morillos. En otra sala encontraron un colchón ennegrecido y manchado de grasa, rodeado de restos de comida: latas vacías de carne de cerdo y sardinas, envoltorios de chocolatinas, latas de cerveza aplastadas… Parecía que habían usado un rincón de la sala como letrina, sin ni siquiera limpiarla o disimularla. En ninguna pared de la casa había cuadros, con o sin marco negro; de hecho, los únicos adornos que se veían en los muros eran garabatos interminables y demenciales hechos con un rotulador violeta: una explosión de desquiciadas líneas temblorosas y zigzagueantes cuya sola visión ponía nervioso.

—Madre mía —dijo D'Agosta—. ¿Se puede saber qué buscaba Helen aquí?

—Muy curioso —contestó Pendergast—, sobre todo teniendo en cuenta que en el momento de su visita la familia Doane era el orgullo de Sunflower. Este acceso de locura criminal se produjo mucho más tarde.

Fuera tronó ominosamente, a la vez que se filtraban chispazos blancos de relámpagos por los postigos cerrados. Bajaron al sótano, donde había algo menos de desorden, aunque también se apreciaban señales del mismo vendaval de destrucción enajenada que tan palmario era en la planta baja. Tras una búsqueda exhaustiva e infructuosa, subieron a la primera planta. El torbellino de devastación era algo más benigno en la parte de arriba, si bien no faltaban indicios inquietantes. Una de las paredes de lo que solo podía ser el dormitorio del hijo varón estaba cubierta casi íntegramente de premios al buen rendimiento escolar y galardones por servicios prestados a la comunidad, que a juzgar por las fechas le habían concedido durante uno o dos años, en torno a la visita de Helen Pendergast. En cambio, la pared de enfrente estaba abarrotada de cabezas disecadas de animales —cerdos, perros y ratas—, clavadas del modo más tosco posible, sin ningún esfuerzo por limpiarlas, ni por desangrarlas; y así, de cada trofeo momificado bajaban gruesos chorros de sangre seca hacia los que estaban clavados más abajo.

El dormitorio de la hija era aún más espeluznante por su falta absoluta de personalidad: lo único reseñable era una hilera de libros con encuadernación roja, en una estantería que, por lo demás, solo contenía una antología de poesía.

Fueron atravesando paulatinamente las habitaciones vacías, mientras D'Agosta intentaba encontrar alguna lógica a todo aquel sinsentido.

Al fondo del pasillo encontraron una puerta cerrada con llave.

Pendergast sacó sus ganzúas, forzó la cerradura e intentó abrir la puerta. No se movía.

—Lo nunca visto —se sorprendió D'Agosta.

—Si observa usted la parte superior de las jambas, querido amigo, verá que la puerta, además de estar cerrada con llave, está clavada con tornillos. —Soltó el pomo—. Volveremos más tarde. Antes, echemos una ojeada al desván.

Los desvanes de la vieja casa eran un laberinto de habitaciones diminutas, encajadas bajo los aleros y llenas de muebles mohosos y maletas viejas. Sometieron las cajas y baúles a una inspección exhaustiva, que levantó unas nubes enormes de polvo, irrespirables; pero lo más interesante que encontraron fue ropa vieja y enmohecida, y fajos de periódicos ordenados, apilados y atados con cuerda. Pendergast hurgó en una vieja caja de herramientas, y al encontrar un destornillador se lo deslizó en el bolsillo.

—Vamos a ver qué hay en las dos torres —dijo, limpiándose el polvo del traje negro con patente desagrado—. Después nos dedicaremos a la habitación cerrada.

En el interior de las torres había unas columnas de escaleras de caracol, por las que corría el aire, y huecos de almacenamiento llenos de arañas, excrementos de rata y montones de libros viejos y amarillentos. Cada hueco de escalera acababa en un pequeño mirador cerrado, con ventanas que eran como barbacanas de castillo, con vistas al bosque expuesto a los relámpagos. D'Agosta sintió que se le estaba acabando la paciencia. No parecía que la casa tuviera gran cosa que ofrecerles, salvo locura y enigmas. ¿Para qué habría ido allí Helen Pendergast, si es que había ido?

Como no encontraban nada de interés en las torres, volvieron al cuerpo principal de la casa, y a la puerta cerrada. D'Agosta sujetó la linterna mientras Pendergast extraía dos largos tornillos. El agente giró el pomo, empujó la puerta y entró. D'Agosta le siguió y estuvo a punto de caerse hacia atrás de la sorpresa.

Era como entrar en un huevo Fabergé. Aunque no era muy grande, la habitación se le antojó casi una joya, llena de tesoros que brillaban con luz propia. Las ventanas estaban cubiertas con tablones y tela claveteada, que conservaban casi herméticamente el interior, cada una de las superficies había sido pulida con tanto esmero que ni toda una década de abandono había logrado deslucir su lustre. Hasta el último centímetro de pared estaba cubierto de cuadros. Todo estaba repleto de espléndidos muebles y esculturas de artesanía, con alfombras deslumbrantes en el suelo y relucientes joyas sobre terciopelo negro.

En el centro había un diván tapizado de cuero curtido, y repujado con una asombrosa catarata de diseños florales abstractos. Las líneas, hechas a mano, fluían con tanta destreza, y eran de una belleza tan hipnótica, que a D'Agosta le costó un gran esfuerzo quitarles la vista de encima, cuando a decir verdad había otros objetos en la sala que reclamaban a gritos su atención.

En un extremo había varias esculturas fantásticas de cabezas alargadas, talladas en madera exótica, junto a un despliegue de joyas exquisitas, de oro, piedras preciosas y lustrosas perlas negras.

D'Agosta cruzó la habitación en un silencio estupefacto, incapaz de concentrarse en algo sin que le distrajese de inmediato algún nuevo prodigio. Sobre una mesa había una colección de libros pequeños hechos a mano, con una elegante encuadernación de cuero repujado en oro. Al coger uno y hojearlo, vio que estaba lleno de poemas escritos con una letra pulcra y firmados y fechados por Karen Doane. Las alfombras, tejidas, formaban varias capas en el suelo, y presentaban diseños geométricos tan llenos de color y de belleza que deslumbraban. Deslizó por las paredes la luz de la linterna, admirando los cuadros al óleo, estampas lustrosas de vida de las ciénagas y bosques de los alrededores de la casa, viejos cementerios, bodegones de gran realismo y paisajes, reales o soñados, que rivalizaban en fantasía. Se aproximó al que tenía más cerca, y al escrutarlo a la luz de la linterna observó que estaba firmado en el borde inferior por «M. Doane», Pendergast se colocó a su lado, como una presencia silenciosa.

—Melissa Doane —murmuró—. La mujer del novelista. Al parecer estos cuadros son suyos.

—¿Todos?

D'Agosta pasó la luz de la linterna por las otras paredes de la pequeña sala. No había ningún cuadro más con marco de color negro; de hecho, no había ninguno que no llevara la firma de «M. Doane».

—Lo siento, pero no está aquí.

Muy despacio, bajó la linterna hacia la pierna. Se dio cuenta de que respiraba deprisa y de que se le había acelerado el pulso. Todo aquello era muy raro, por decirlo suavemente.

—¿Qué coño es este sitio? ¿Y cómo es posible que se haya quedado así, que no haya entrado nadie a robar?

—El pueblo protege bien sus secretos.

Los ojos plateados de Pendergast rastrearon la habitación, fijándose en todos los detalles con una expresión muy concentrada en el rostro. Dio otro lento paseo, hasta pararse ante la mesa de libros hechos a mano. Los miró uno por uno, hojeándolos rápidamente antes de dejarlos de nuevo en su sitio. Después, salió al pasillo, seguido por D'Agosta, y entró en el dormitorio de la hija. Cuando el teniente le alcanzó, estaba examinando la estantería de tomos idénticos de tapas rojas. Su mano fina y alargada se acercó al último y lo sacó de su sitio. Lo hojeó: todas las páginas estaban en blanco. Lo devolvió a su lugar y sacó el penúltimo volumen. Solo contenía líneas horizontales, que parecían hechas con regla, tan prietas que casi ennegrecían las páginas.

Eligió el siguiente libro en sentido inverso y, al hojearlo, volvió a encontrar líneas apretadas, así como algunos dibujos infantiles y toscos al principio, hechos con palitos. El siguiente volumen contenía entradas inconexas, en una letra irregular que subía y bajaba por las páginas.

Empezó a leer en voz alta, al azar; la prosa estaba escrita en estrofas poéticas.

No puedo

Dormir no tengo que

Dormir. Vienen, susurran

Cosas. Me enseñan

Cosas. No puedo quitármelo

De la cabeza, no puedo quitármelo

De la cabeza. Si vuelvo a dormir, me

Moriré… Dormir = Muerte

Sueño = Muerte

Muerte = No puedo quitármelo

De la cabeza

Pendergast hojeó diversas páginas. Los desvaríos se prolongaban hasta disolverse en palabras deshilvanadas y garabatos ilegibles. Dejó el libro en su sitio todavía más pensativo. El siguiente que sacó estaba bastante más cerca del principio de la hilera. Lo abrió por el medio. D'Agosta vio renglones de letra firme y regular. Se notaba que era de chica. En los márgenes había dibujos de flores y caritas graciosas, y los puntos de algunas íes eran círculos sonrientes.

Pendergast leyó la fecha en voz alta.

D'Agosta hizo un cálculo mental rápido.

—Aproximadamente seis meses antes de la visita de Helen —dijo.

—Sí, cuando los Doane aún llevaban poco tiempo en Sunflower.

Pendergast hojeó las entradas, leyéndolas por encima. En un momento dado se paró y recitó:

—Mattie Lee ha vuelto a tomarme el pelo sobre Jimmy. Es mono, pero no soporto la ropa gótica, ni el thrash metal que le gusta tanto. Se peina hacia atrás y fuma, apurando el cigarrillo sin tirar la ceniza. Cree que queda guay. Yo creo que queda como un empollón haciéndose el guay. Peor aún: queda como un sabiondo que parece un empollón haciéndose el guay.

—La típica niña de instituto —dijo D'Agosta, frunciendo el ceño.

—Quizá algo más mordaz que la mayoría. El agente siguió hojeando el libro, hasta pararse de repente en una entrada de unos tres meses más adelante.

—¡Ah! —exclamó, con súbito interés, y empezó a leer.

Al volver del colegio he visto a mamá y papá en la cocina, inclinados sobre el mármol, como si hubiera algo encima. ¿A que no adivinas qué era? ¡Un loro! Era gris y gordo, con una cola roja corta y ridícula y una anilla muy gorda de metal en una pata, con número, pero sin nombre. Era dócil, y se te subía tranquilamente al brazo. Tenía todo el rato la cabeza ladeada, mirándome a los ojos como si me estudiara. Papá lo ha buscado en la enciclopedia, y ponía que era un loro gris africano. Ha dicho que debía de ser de alguien, porque era demasiado dócil para ser salvaje. Se había presentado a mediodía, en el melocotonero de al lado de la puerta trasera, haciendo ruido para anunciar su llegada. Yo le he suplicado a papá que nos deje conservarlo. Él ha dicho que de acuerdo, hasta que encontremos al verdadero dueño. Dice que tenemos que poner un anuncio. Yo le he dicho que lo ponga en el Times de Tombuctú, y a él le ha parecido muy gracioso. Espero que no encuentre nunca al verdadero dueño. Le hemos hecho un nidito en una caja vieja. Mañana, papá irá a la tienda de animales de Slidell para comprarle una jaula de verdad. Cuando saltaba por el mármol ha encontrado una de las magdalenas de mamá, ha graznado y se la ha empezado a zampar. Yo le he puesto Magdalena de nombre.

—Un loro —murmuró D'Agosta—. Qué casualidad.

Pendergast empezó a pasar las páginas, más despacio que antes, hasta llegar al final del libro. Bajó el siguiente y empezó a examinar metódicamente todas las fechas, hasta pararse en una. D'Agosta oyó que se le cortaba un poco su respiración.

—Vincent, aquí está la entrada que escribió el 9 de febrero, el día en que fue Helen a verles.

¡El peor día de toda mi vida!

Después de comer, una señora ha llamado a la puerta. Llevaba un coche deportivo rojo e iba toda ella muy elegante, con guantes de cuero de última moda. Ha dicho que se había enterado de que teníamos un loro, y ha preguntado si podía verlo. Papá le ha enseñado a Magdalena —sin sacarla de la jaula—, y ella le ha preguntado que de dónde había salido. Ha hecho muchas preguntas sobre el pájaro: desde cuándo lo teníamos, de dónde venía, si era manso, si nos dejaba tocarlo, quién jugaba más con él… Cosas así. Se ha pasado todo el rato mirándolo y haciendo preguntas. Quería ver la anilla de cerca, pero antes mi padre le ha preguntado si era la dueña del loro. Ella ha dicho que sí, y que quería que se lo devolviéramos. Papá no se fiaba. Le ha pedido que le dijera el número del brazalete del loro, pero ella no lo sabía. Tampoco ha podido enseñarnos ninguna prueba de que fuera la dueña. Nos ha contado que era científica y que el loro se había escapado de su laboratorio. Por la cara que ha puesto papá, no se la creía para nada. Ha dicho con firmeza que estaría encantado de devolverle el loro cuando le mostrase alguna prueba, pero que mientras tanto Magdalena se quedaba con nosotros. Ella no parecía muy sorprendida. Luego me ha mirado a mí con cara de tristeza. «¿Magdalena es tuya?» Yo le he dicho que sí. Me ha dado la impresión de que se ponía a pensar. Luego le ha preguntado a papá si podía aconsejarle un buen hotel en el pueblo. Él le ha dicho que solo hay uno, y que le daría el número. Se ha metido en la cocina para ir a buscar el listín. ¡Nada más quedarnos solas, la señora ha cogido la jaula de Magdalena, la ha metido en una bolsa negra de basura que ha sacado del bolso, ha salido corriendo por la puerta, ha tirado la bolsa dentro del coche y se ha ido por el camino de entrada! Magdalena no dejaba de graznar. Yo he salido corriendo, y dando gritos. Entonces ha salido papá y hemos cogido el coche para perseguirla, pero ya no estaba. Papá ha llamado al sheriff, pero no parecía que le interesara mucho encontrar un pájaro robado, sobre todo cuando podría ser la dueña. Nos hemos quedado sin Magdalena, de repente.

He subido a mi cuarto y no podía parar de llorar.

Pendergast cerró el diario y se lo metió en el bolsillo de la americana. En ese momento, un súbito relámpago iluminó los árboles del otro lado de la ventana y un trueno hizo temblar la casa.

—Increíble —dijo D'Agosta—. Helen robó el loro. De la misma manera que robó los loros disecados de Audubon. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza?

Pendergast no dijo nada.

—¿Usted vio el loro alguna vez? ¿Lo llevó a Penumbra?

Aloysius sacudió la cabeza en silencio.

—¿Y el laboratorio científico del que habló a los Doane?

—No tenía ningún laboratorio, Vincent. Trabajaba para Médicos con Alas.

—¿Tiene alguna idea de qué coño pretendía?

—Por primera vez en mi vida, estoy total y absolutamente perdido.

El siguiente relámpago iluminó una expresión de puro azoramiento e incomprensión en el rostro de Pendergast.

Pantano de sangre
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