36
Mientras D'Agosta levantaba el mazo, Pendergast se inclinó hacia el antiguo muro y golpeó con los nudillos dos piedras contiguas, escuchando con atención. Había tan poca luz que D'Agosta tuvo que forzar la vista para distinguir algo. Tras unos instantes, el agente del FBI profirió un tenue gruñido de satisfacción y se irguió.
—Aquí —dijo, señalando un ladrillo cerca del centro de la pared.
D'Agosta se acercó y ensayó un mazazo, como un bateador esperando su turno.
—He conseguido cinco minutos más —dijo Pendergast—. A lo sumo, diez. Para entonces, no cabe duda de que nuestro amigo el encargado ya habrá vuelto. Y esta vez es posible que lo haga acompañado.
D'Agosta estampó el mazo en la pared; aunque el golpe dio algunos ladrillos más allá de donde apuntaba, el impacto del hierro contra el muro reverberó en sus manos y sus brazos. El segundo golpe dio algo más cerca. También el tercero. Dejó el mazo en el suelo y se secó las manos en la parte trasera de los pantalones. Después afianzó las manos en el mango y siguió trabajando. Al cabo de diez o doce golpes, Pendergast le indicó que parase. D'Agosta retrocedió, jadeando.
Entre una nube de polvo de cemento, el agente se acercó a la pared, iluminada por su linterna, y volvió a dar unos golpecitos en los ladrillos, uno tras otro.
—Se están soltando. Siga, Vincent.
D'Agosta volvió a adelantarse, para someter la pared a otra serie de golpes contundentes, el último de los cuales fue acompañado por un ruido como de algo roto. Un ladrillo se había partido. Pendergast se acercó una vez más con prontitud, sujetando en una mano un escoplo y en la otra un martillo. Después de palpar la pared medio caída, levantó el martillo y descargó con acierto una serie de golpes en torno a aquel punto, en la matriz de mortero y cemento antiguo. Se desprendieron varios ladrillos. Con las manos soltó unos cuantos más. Después dejó en el suelo el escoplo y el martillo y movió la linterna por la pared. Ya se veía un agujero, aproximadamente del tamaño de una pelota de playa. Introdujo la cabeza y movió la linterna por el interior.
—¿Qué ve? —preguntó D'Agosta.
La respuesta de Pendergast fue apartarse.
—Unos cuantos más, si es tan amable —dijo, señalando el mazo.
Esta vez D'Agosta apuntó hacia los bordes irregulares del boquete, concentrándose en la parte superior. Llovieron ladrillos, enteros o a trozos, y yeso viejo. Pendergast volvió a indicarle que parase. D'Agosta lo hizo encantado, jadeando por el esfuerzo.
Desde el otro lado de la puerta cerrada con llave, al final de la escalera, les llegó un ruido. El encargado estaba volviendo al local.
Pendergast se acercó otra vez al agujero de la pared. D'Agosta casi se pegó a su espalda. Entre los remolinos de polvo, los haces de sus linternas revelaron un espacio poco profundo al otro lado de las piedras rotas. Era una cámara de unos tres metros de ancho y algo más de un metro de profundidad. D'Agosta notó que se le cortaba de golpe la respiración. Su luz amarilla se había posado en una caja plana de madera, apoyada en la pared del fondo, y reforzada en ambos lados con puntales de madera. Pensó que tenía las dimensiones apropiadas para un cuadro. Era lo único visible bajo el manto de polvo.
Alguien sacudió el pomo de la puerta.
—¡Eh! —dijo la voz del encargado, recuperando gran parte de su agresividad inicial—. ¿Se puede saber qué están haciendo ahí abajo?
Pendergast miró rápidamente a su alrededor.
—Vincent —dijo mientras se giraba y enfocaba la linterna en el montón de hules y plásticos del rincón del fondo—, dese prisa.
No hacía falta que dijera nada más. D'Agosta se acercó corriendo a los hules y buscó uno que fuera lo bastante grande, mientras Pendergast se metía por el agujero recién practicado en la pared.
—Voy a bajar —gritó el encargado, sacudiendo la puerta—. ¡Abran la puerta!
Pendergast sacó la caja a rastras de su escondrijo. D'Agosta le ayudó a pasarla por el agujero y la envolvieron con el hule de plástico.
—He llamado a la oficina de franquicias de Nueva Orleans. —Era la voz del encargado—. ¡No pueden venir aquí y cerrar la tienda porque sí! Es la primera vez que oyen hablar de estas supuestas inspecciones…
D'Agosta cogió un lado de la caja, y Pendergast el otro. Empezaron a subir por la escalera. D'Agosta oyó una llave dentro de la cerradura.
—¡Abran paso! —vociferó Pendergast, saliendo de la nube de polvo y emergiendo en la penumbra del sótano. Llevaba en sus brazos la caja de madera, envuelta con el hule—. ¡Abran paso ahora mismo!
La puerta se abrió de golpe. El encargado, con la cara congestionada, la obstruía.
—¡Eh! ¿Se puede saber qué llevan ahí? —preguntó imperiosamente.
—Pruebas para un posible juicio penal. —Llegaron al rellano—. Esto cada vez pinta peor para usted, señor… —Pendergast echó un vistazo a la etiqueta del encargado—. Señor Bona.
—¿Para mí? Pero si yo solo llevo seis meses de encargado. Me trasladaron de…
—Usted es parte implicada. Si aquí se ha producido alguna actividad delictiva, cosa de la que estoy cada vez más convencido, su nombre constará en la citación. Bueno, ¿piensa apartarse o tengo que añadir obstrucción a una investigación a la lista de posibles acusaciones?
Por breves instantes quedó todo en suspenso. Finalmente, Bona se apartó con reticencia. Pendergast pasó a su lado, con la caja envuelta en hule, seguido de cerca por D'Agosta.
—Hay que darse prisa —dijo entre dientes al salir por la puerta.
El encargado ya estaba bajando al sótano, mientras marcaba un número en un móvil.
Corrieron calle abajo hacia el Rolls. Pendergast abrió el maletero; metieron la caja con el envoltorio protector, los cascos y la bolsa de trabajo de D'Agosta. Luego cerraron de golpe el maletero y se apresuraron a subir al coche, sin que Pendergast se molestase en quitarse el cinturón de herramientas.
En el momento en el que Pendergast ponía el coche en marcha, D'Agosta vio que el encargado salía de la tienda de donuts. Seguía con el móvil aferrado en la mano.
—¡Eh! —le oyeron gritar a una manzana de distancia—. ¡Eh, paren!
Pendergast metió la marcha y pisó a fondo el acelerador. El Rolls giró en redondo, chirriando, y salió a toda velocidad hacia la calle Court y la autovía.
Pendergast lanzó una mirada a D'Agosta.
—Buen trabajo, mi querido Vincent.
Esta vez no era un simple esbozo, sino una sonrisa de verdad.