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Hayward miró una tras otra las figuras borrosas e intentó incorporarse. Aún le daba vueltas la cabeza.
—Con permiso. —Brodie se acercó y enderezó el respaldo de la cama de hospital—. Ha sufrido una ligera conmoción —dijo—, pero volverá pronto a la normalidad. O lo más parecido a la normalidad, dadas las circunstancias.
—Mi pierna…
—Nada que no se cure. Tiene usted una herida superficial y un terrible mordisco de aligátor. He insensibilizado la zona con anestesia local, pero cuando se le pase el efecto, le dolerá. También necesitará más inyecciones de antibiótico. En la boca de los aligátores viven muchas bacterias indeseables. ¿Cómo se encuentra?
—Atontada —dijo Hayward, al tiempo que trataba de incorporarse—. ¿Qué es este sitio? —Se fijó en Brodie—. June… ¿June Brodie?
Miró a su alrededor. ¿En qué tipo de campamento podía haber unas instalaciones como aquellas, una sala de urgencias con los últimos avances en tecnología médica? Sin embargo, no se parecía a ninguna sala de urgencias que hubiera visto.
La luz era demasiado tenue. Excepto por los aparatos y el instrumental médico, era un espacio totalmente desnudo, sin libros, cuadros ni pósters; ni siquiera sillas.
Tragó saliva y sacudió la cabeza para despejársela.
—¿Por qué fingió su suicidio?
Brodie retrocedió y la miró.
—Ahora lo comprendo. Supongo que ustedes son los policías que están investigando Longitude Pharmaceuticals: la capitana Hayward, de la policía de Nueva York, y el agente especial Pendergast, del FBI.
—En efecto —dijo Pendergast—. Le mostraría mi placa, pero se la ha tragado el pantano.
—No será necesario —dijo ella fríamente—. Quizá sea mejor que no conteste a nada hasta que haya llamado a un abogado.
Pendergast la miró un rato con firmeza.
—No estoy de humor para saltar obstáculos —dijo en voz baja y amenazadora—. Responderá a todo lo que le pregunte, y al cuerno con el abogado y con sus derechos. —Se volvió hacia el hombre bajo, de blanco—. Póngase al lado de ella.
El hombre se apresuró a obedecer.
—¿Es el paciente? —preguntó Pendergast a Brodie—. ¿Al que se ha referido antes?
Brodie sacudió la cabeza.
—¿Le parece que esta es forma de tratarnos, después de haber ayudado a su colega?
—No haga que me enfade. Se calló.
Pendergast la miró con expresión amenazadora. Seguía con la Les Baer en la mano.
—Responderá exhaustivamente a mis preguntas, desde ahora mismo. ¿Me explico?
Ella asintió.
—Veamos, ¿a qué vienen estas instalaciones médicas? ¿Quién es su «paciente»?
—El paciente soy yo —dijo una voz rota y sibilante, mientras se abría una puerta en la pared del fondo—. Toda esta parafernalia es para mí.
Había alguien en la oscuridad, frente a la puerta; alguien alto, inmóvil, demacrado, cuya silueta de espantapájaros apenas se discernía en la penumbra que reinaba detrás de la sala de urgencias. Se rió; una risa frágil, apenas un resuello. Al cabo de momento, la sombra pasó muy lentamente de la oscuridad a media luz y levantó la voz, pero muy poco.
—¡Aquí está Charles J. Slade!