51

Baton Rouge

La casa, de un cálido estuco amarillo con ribetes, estaba en un barrio burgués al borde de Spanish Town, y tenía un jardín delantero muy pequeño, abarrotado de tulipanes. Laura Hayward siguió a Pendergast por el camino de ladrillo que llevaba a la puerta. Echó un vistazo al letrero de grandes dimensiones que advertía:

ABSTÉNGANSE VENDEDORES.

No presagiaba nada bueno. Hayward estaba un poco molesta, porque Pendergast había rechazado su propuesta de que llamasen para concertar una entrevista.

Les abrió la puerta un hombre bajo, con poco pelo, que les escrutó a través de sus gafas redondas.

—¿Qué desean?

—¿Está Mary Ann Roblet en casa? —preguntó Pendergast con su acento sureño más melifluo, lo que irritó aún más a Hayward, que tuvo que volver a recordarse que no lo hacía por él, sino por Vinnie.

El hombre vaciló.

—¿De parte de quién?

—Aloysius Pendergast y Laura Hayward.

Otra vacilación.

—¿Son… de alguna iglesia?

—No —dijo Pendergast—. Tampoco vendemos nada. Esperó, con una sonrisa amable en la cara.

Tras vacilar unos instantes, el hombre dijo algo en voz alta por encima del hombro.

—Mary Ann… Han venido a verte dos personas.

Esperó en la puerta, sin invitarles a entrar.

Poco después se afanó en llegar a la puerta una mujer vivaracha, gruesa y pechugona, con el pelo blanco bien peinado y discretamente maquillada.

—¿Sí?

Pendergast volvió a hacer las presentaciones, a la vez que sacaba la placa del traje, la abría ante ella con un movimiento fluido, la cerraba otra vez y la guardaba en algún lugar debajo de la tela negra. Hayward se sobresaltó al ver que dentro de la placa había colocado la foto que había cogido en casa de Blackletter.

Mary Ann Roblet se ruborizó.

—¿Podemos hablar en privado, señora Roblet?

La mujer estaba demasiado nerviosa para responder, y cada vez más sonrojada.

El hombre, a todas luces su marido, se había quedado detrás, receloso.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién es esta gente?

—Del FBI.

—¿Del FBI? ¿Del FBI? Pero ¿qué pasa? —Se volvió hacia ellos—. ¿Qué quieren?

Habló Pendergast.

—Señor Roblet, es pura rutina. No hay por qué preocuparse. Pero es confidencial. Tenemos que hablar unos minutos con su mujer. Entonces, ¿podemos pasar, señora Roblet?

Ella, completamente sonrojada, se apartó de la puerta.

—¿Hay algún sitio de la casa donde podamos hablar en privado? —preguntó Pendergast—. Si no le importa.

La señora Roblet recuperó la voz.

—Podemos ir al estudio.

La siguieron a una sala pequeña en la que había dos sillones muy mullidos, un sofá, moqueta blanca en todo el suelo y un enorme televisor de plasma en un rincón. Pendergast cerró la puerta con firmeza, mientras el señor Roblet se quedaba ceñudo en el pasillo. La señora Roblet se sentó remilgadamente en el sofá, arreglándose el borde del vestido. En vez de sentarse en una de las sillas, Pendergast lo hizo al lado de ella, en el sofá.

—Perdone que la hayamos molestado —dijo en voz baja y agradable—. Esperamos no robarle más que unos pocos minutos.

Tras un silencio, la señora Roblet dijo:

—Supongo que están investigando… la muerte de Morris Blackletter.

—Correcto. ¿Cómo lo sabía?

—Lo he leído en el periódico.

Su rostro, hasta entonces cuidadosamente compuesto, empezó a alterarse.

—Lo siento mucho —dijo Pendergast, mientras sacaba del traje un paquete de pañuelos de papel y le ofrecería uno.

Ella lo cogió y se secó las lágrimas. Estaba haciendo un esfuerzo heroico por no venirse abajo.

—No pretendemos hurgar en su pasado, ni perturbar su vida conyugal —añadió Pendergast con afabilidad—. Me imagino que debe de ser difícil llevar luto en secreto por alguien a quien en otros tiempos quiso mucho. Nada de lo que digamos aquí dentro llegará a oídos de su marido.

Ella asintió con la cabeza, y volvió a usar el pañuelo.

—Sí. Morris era… era un hombre maravilloso —dijo en voz baja, una voz que a partir de entonces cambió, se endureció—. Acabemos cuanto antes.

Hayward cambió de postura, incómoda. «Malditos sean Pendergast y sus métodos», pensó. Aquel tipo de entrevista tenía que haberse hecho en un lugar más formal: una comisaría, con los debidos aparatos de grabación.

—Faltaría más. ¿Conoció al doctor Blackletter en África?

—Sí —contestó ella.

—¿En qué circunstancias?

—Yo era enfermera en la misión baptista de Libreville, en Gabón. Eso queda en África occidental.

—¿Y su marido?

—Era el principal pastor de la misión —dijo en voz baja.

—¿Cómo conoció al doctor Blackletter?

—¿Es realmente necesario? —susurró.

—Sí.

—Dirigía una clínica pequeña cerca de la misión, para Médicos con Alas. Cada vez que se declaraba alguna enfermedad en la parte oeste del país, iba en avión a vacunar en las aldeas. Era un trabajo muy, muy peligroso. A veces, si necesitaba que le ayudasen, yo le acompañaba.

Pendergast cubrió amablemente una de sus manos con la suya.

—¿Cuándo empezó su relación con él?

—Hacia mediados de nuestro primer año; es decir, hace veintidós años.

—¿Y cuándo terminó?

Un largo silencio.

—Nunca.

A la señora Roblet le falló la voz.

—Explíquenos a qué se dedicaba el señor Blackletter en Estados Unidos después de dejar Médicos con Alas.

—Morris era epidemiólogo, y muy bueno. Trabajaba de asesor para muchas compañías farmacéuticas; les ayudaba a diseñar y elaborar vacunas y otros medicamentos.

—¿Una de ellas era Longitude Pharmaceuticals?

—Sí.

—¿Hizo algún comentario sobre su colaboración con ella?

—Casi nunca hablaba de su trabajo de asesor. Era algo bastante confidencial: secreto industrial, y ese tipo de cosas. De todos modos, es curioso que haya mencionado ese nombre, porque de esa compañía sí que habló un par de veces, más que de las demás.

—Ahí trabajó más o menos un año.

—¿Cuándo fue?

—Hará unos once años. Se fue repentinamente. Sucedió algo que no le gustó. Estaba enfadado, asustado; y le aseguro que Morris no se asustaba con facilidad. Una noche, recuerdo que me habló del director general de la compañía. Se llamaba Slade, Charles J. Slade. Dijo que era mala persona, y que a las personas verdaderamente malas se las reconocía por su capacidad de atraer a buena gente a su vorágine. Fue la palabra que utilizó, «vorágine». Recuerdo que tuve que buscarla en el diccionario. Poco después de irse de Longitude, dejó bruscamente de hablar de ella, y ya nunca volvió a hacer ningún otro comentario.

—¿No volvió a trabajar para ellos?

—No, nunca. Quebraron muy poco después de que se fuera Morris. Por suerte ya le habían pagado. Hayward se inclinó hacia delante.

—Perdone que la interrumpa, pero ¿cómo sabe que le pagaron?

Mary Ann Roblet posó en ella sus ojos grises, húmedos y enrojecidos.

—Le encantaba la plata buena, las antigüedades. Un día se gastó una fortuna en una colección particular, y cuando le pregunté cómo había podido permitírselo, me contestó que había recibido una indemnización muy cuantiosa de Longitude.

—Una indemnización muy cuantiosa. Después de trabajar un año. —Pendergast reflexionó un momento—. ¿Qué más dijo sobre ese hombre, Slade?

La señora Roblet pensó unos instantes.

—Dijo que había dejado por los suelos una buena compañía; que la había destruido con su imprudencia y su arrogancia.

—¿Usted conoció a Slade?

—¡Oh, no! Morris y yo nunca nos mostramos en público. Siempre fue una relación… privada. Aunque sabía que todos temían a Slade; todos menos June.

—¿June?

—June Brodie, la secretaria ejecutiva de Slade.

Pendergast pensó un momento y se volvió hacia Hayward.

—¿Tiene usted alguna otra pregunta?

—¿El doctor Blackletter le explicó alguna vez qué hacía en Longitude o con quién colaboraba?

—Nunca hablaba de las investigaciones confidenciales, aunque de vez en cuando mencionaba a algunos de sus colaboradores. Le gustaba contar anécdotas graciosas sobre los demás. Veamos… Mi memoria ya no es lo que era. Estaba June, claro.

—¿Por qué «claro»? —preguntó Pendergast.

—Por lo importante que era June para Slade.

La señora Roblet se quedó callada. Luego abrió la boca para añadir algo y se ruborizó ligeramente.

—¿Hay algo más? —insistió Pendergast.

Ella sacudió la cabeza.

Tras un breve silencio, Hayward continuó.

—¿Con qué otras personas colaboraba el doctor Blackletter en Longitude?

—Déjeme pensar… El subdirector científico, el doctor Gordon Groebel, que era la persona ante quien respondía directamente Morris.

Hayward anotó enseguida el nombre.

—¿Algo en particular sobre ese doctor Groebel?

—Déjeme que piense… Morris dijo un par de veces que iba desencaminado; y que era un codicioso, si no recuerdo mal. —La señora Roblet hizo una pausa—. Había alguien más. Un tal Phillips, Denison Phillips, creo. Era el abogado de la empresa.

Se hizo el silencio en la sala de estar. Mary Ann Roblet se secó los ojos, sacó una polvera y se puso colorete. También se retocó el pelo y se pintó un poco los labios.

—La vida sigue, como dicen. ¿Desean algo más?

—No —dijo Pendergast, levantándose—. Gracias, señora Roblet.

Ella no contestó. La siguieron a través de la puerta y por el pasillo. Su marido estaba en la cocina, bebiendo café. Llegó rápidamente al vestíbulo, cuando ya se disponían a marcharse.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó, mirándola con preocupación.

—Muy bien. ¿Te acuerdas del doctor Blackletter, aquel hombre tan amable que trabajaba en la Misión?

—¿Blackletter, el médico volador? Pues claro que me acuerdo. Era muy buen hombre.

—Pues hace unos días le mataron en St. Francisville; por lo visto entraron a robar en su casa. Estos agentes del FBI lo están investigando.

—¡Santo cielo! —exclamó Roblet, con más cara de alivio que de otra cosa—. Qué horror. Ni siquiera sabía que viviese en Luisiana. Hacía años que no me acordaba de él.

—Yo también.

Al subir al Rolls, Hayward se volvió hacia Pendergast.

—Lo ha hecho estupendamente —dijo.

Él se giró, inclinando la cabeza.

—Viniendo de usted, lo acepto como un gran elogio, capitana Hayward.

Pantano de sangre
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