76
El espectro que hizo acto de presencia en la puerta dejó petrificada a Hayward. Medía al menos un metro noventa y cinco y estaba demacrado, con la cara huesuda, las mejillas chupadas y, bajo las pobladas cejas, unos ojos oscuros, grandes, acuosos. Placas de pelos a medio afeitar erizaban la barbilla y el cuello. Su pelo, largo y blanco, estaba peinado hacia atrás, hasta los hombros, recogido detrás de las orejas. Llevaba una americana gris marengo de Brooks Brothers, por encima de una bata de hospital, y un látigo corto en una mano. Con la otra empujaba el carrito del gotero, que también le servía de apoyo.
Se había acercado tan silenciosamente, con tanto sigilo, que Hayward tuvo la impresión de que había aparecido de la nada. Sus ojos, tan inyectados en sangre que casi parecían morados, no saltaban inquietos, como habría sido de esperar en un loco, sino que se posaban muy despacio en cada uno de ellos, mirándolos fijamente, casi como si los atravesara. Al enfocarlos en Hayward, se estremeció y cerró los ojos.
—No, no, no —murmuró Slade, con un susurro tenue como el viento.
June Brodie se volvió, cogió una bata de laboratorio y se la echó por encima de la camisa embarrada de Larry.
—Nada de colores intensos —susurró a Hayward—. Muévase despacio.
Slade volvió a abrir los ojos, muy lentamente, y la mueca de dolor se suavizó un poco. Después, soltó el carrito y levantó despacio una mano grande y cubierta de venas, con un gesto de solemnidad casi bíblica. La mano se abrió, con sus dedos largos, algo temblorosos, y el índice señaló a Pendergast. Los enormes ojos negros se posaron en el agente del FBI.
—Usted es el hombre que quiere averiguar quién mató a su mujer.
Aun siendo endeble como el papel de arroz, su voz lograba transmitir seguridad y arrogancia.
Pendergast no dijo nada. Parecía atónito, con el traje roto, del que aún caían gotas de fango, y el pelo blanquecino sucio y enredado.
Slade bajó despacio el brazo.
—A su mujer la maté yo.
Pendergast levantó su 45.
—Explíquese.
—No, un momento… —empezó a decir June.
—Silencio —dijo Pendergast, con velada amenaza.
—Exacto —musitó Slade—. Silencio. Yo mandé que la matasen. Helen Esterhazy Pendergast.
—Charles, tiene una pistola —dijo June, en voz baja pero suplicante—. Te matará.
—Tonterías. —Slade levantó un dedo, y lo movió de un lado a otro—. A todos se nos ha muerto alguien. A él su mujer, y a mí un hijo. La vida es así. —Lo repitió con el mismo hilo de voz, que adquirió una intensidad repentina—. A mí se me murió un hijo.
June Brodie se volvió hacia Pendergast para susurrarle.
—No haga que hable de su hijo. Sería un paso atrás, ¡y hemos adelantado tanto!
Se le escapó un sollozo, que ahogó inmediatamente.
—No tuve más remedio que mandar que la matasen. Pretendía denunciarnos. Era muy peligroso… para todos… —De pronto, Slade dejó la vista perdida en el vacío y, con los ojos muy abiertos, aterrorizados, contempló una pared en blanco—. ¿Para qué ha venido? —murmuró, sin dirigirse a nadie—. ¡Todavía no es la hora!
Levantó despacio el látigo sobre su cabeza e hizo un ruido espantoso al azotarse la espalda tres veces seguidas, tambaleándose con cada latigazo, mientras caían al suelo algunos jirones de su americana.
Fue como si el golpe le devolviese a la realidad. Se irguió y enfocó otra vez la vista. Se hizo un gran silencio.
—¿Lo ve? —dijo la mujer a Pendergast—. No le provoque, por el amor de Dios, o se hará daño.
—¿Provocarle? Mi intención es hacer mucho más.
El tono amenazador de Pendergast causó escalofríos a Hayward, que, tendida en la cama, con el suero, se sentía prisionera, impotente y vulnerable. Cogió los tubos, bajó el brazo y se los arrancó. Después se incorporó y bajó de la cama, con un ligero mareo.
—Ya me encargo yo de todo —le dijo Pendergast.
—Acuérdese de que prometió no matarle —contestó ella.
El siguió mirando al hombre, sin hacerle caso.
De repente los ojos de Slade volvieron a desenfocarse, como si vieran algo inexistente. Movió la boca de manera extraña, tensando los labios temblorosos, como si articulase sin hablar. Hayward reconoció una sucesión atropellada de susurros.
—Vete, vete, vete, vete…
Slade descargó en su espalda un nuevo latigazo, que al igual que antes pareció devolverle la lucidez. Tembloroso, moviéndose como si bucease, pero trasluciendo una gran ansia, cogió el gotero, encontró la perilla al final del tubo y la apretó con decisión.
«Droga —pensó Hayward—. Es drogadicto». Slade puso un momento los ojos en blanco, antes de rehacerse y abrirlos de nuevo.
—Es fácil contar la historia —añadió con su voz débil y ronca—. Helen… Muy inteligente. Y no estaba nada mal… Supongo que se darían unos buenos revolcones, ¿eh?
Hayward vio que la pistola temblaba un poco en la mano de Pendergast, que apretaba con gran fuerza.
—Hizo un descubrimiento…
Otro grito ahogado. Los ojos de Slade se enfocaron. Con la vista perdida en un rincón vacío y los labios temblorosos, profirió una serie de palabras ininteligibles, agita do inútilmente la mano del látigo.
Sin dudarlo, Pendergast dio un paso y le abofeteó con una fuerza estremecedora.
—Siga.
Slade volvió en sí.
—¿Qué dicen en las películas? «¡Gracias, lo necesitaba!» —Una risa muda sacudió fugazmente su cuerpo—. Sí, Helen… Hizo un descubrimiento muy notable. Aunque supongo que usted ya casi podría contarme toda la historia, ¿verdad, señor Pendergast?
Pendergast asintió con la cabeza.
Una tos brotó de su pecho ajado. Su cuerpo se sacudió con unos espasmos silenciosos. Slade resolló, perdió el equilibrio y volvió a apretar la perilla. Al cabo de un momento siguió hablando.
—Nos trajo el descubrimiento, el de la gripe aviar, por un intermediario. Así nació el Proyecto Aves. Ella tenía la esperanza de que se pudiera conseguir un medicamento milagroso, un tratamiento para la creatividad. A fin de cuentas, con Audubon funcionó… durante una época. Mejorar las capacidades mentales. El fármaco definitivo…
—¿Por qué no siguieron? —preguntó Pendergast.
Su tono neutro no engañó a Hayward. Aún le temblaba la pistola en la mano. Nunca le había visto tan cerca de perder el control.
—Era una investigación muy cara, espantosamente cara. Empezamos a quedarnos sin dinero, a pesar de que ya habíamos recortado costes.
Slade levantó la mano y la movió muy, muy lentamente, indicando la sala en general.
—Así que trabajaban aquí —dijo Pendergast—. Spanish Island era su laboratorio.
—Bingo. ¿Qué sentido tenía construir unas instalaciones con nivel 4 de seguridad biológica, presión negativa, biosuits y todo lo demás, si haciéndolo aquí, en el pantano, podíamos ahorrarnos un montón de dinero? Podíamos tener los cultivos vivos aquí y hacer lo realmente peligroso donde no nos viera nadie, donde ningún funcionario pesado metiera las narices.
«Por eso en Longitude había un muelle hacia el pantano», se dijo Hayward.
—¿Y las cotorras? —preguntó Pendergast.
—Se guardaban en Longitude, en el Complejo 6; pero ya le digo que se cometieron errores. Uno de nuestros pájaros escapó e infectó a una familia. ¿Un desastre? No. Como les dije a todos: «Es la manera de ahorrarnos varios millones en protocolos de experimentación. ¡Esperaremos, a ver qué pasa!».
Volvió a sacudirle otro ataque de risa muda, mientras su nuez sin afeitar subía y bajaba de modo grotesco. Por la nariz le salieron burbujas de mocos que mancharon su traje. Después acumuló un enorme esputo, se inclinó y lo dejó caer al suelo. Finalmente siguió hablando.
—Helen no aprobaba nuestra manera de hacer negocios. Era una idealista. Desde que se enteró de lo ocurrido a la familia Doane, que fue justo antes del safari, dicho sea de paso, pensaba denunciarnos y acudir a las autoridades, cayera quien cayese. Lo haría en cuanto volviera. —Abrió las manos—. ¿Qué podíamos hacer, sino matarla?
Pendergast habló en voz baja.
—¿«Podíamos»? ¿Usted y quién más?
—Algunos miembros del Grupo Aves. La buena de June, aquí presente, no tenía ni idea, al menos entonces. Se lo escondí hasta justo antes del incendio. Carlton tampoco, el pobre.
Dio una palmada al otro hombre, que no decía nada.
—Los nombres, por favor.
—Ya los tiene todos. Blackletter. Ventura. A propósito, ¿dónde está Mike?
Pendergast no contestó.
—Pudriéndose en el pantano, probablemente, gracias a usted. Váyase al infierno, Pendergast. Aparte de ser el mejor jefe de seguridad que pudiera pedir un director general, era nuestro único enlace con la civilización. De todos modos, aunque haya matado a Ventura, a él no habrá podido matarle. —El murmullo de Slade se volvió casi orgulloso—. Y ese nombre no lo tendrá. Me lo guardaré, para reservarle alguna sorpresa en el futuro; quién sabe si para vengar a Mike Ventura. —Soltó una risita—. Seguro que aparece cuando menos se lo espere.
Pendergast volvió a levantar la pistola.
—El nombre.
—¡No! —exclamó June.
Slade hizo otra mueca.
—Querida, tu voz… por favor…
Brodie se volvió hacia Pendergast con las manos unidas, en un gesto de súplica.
—No le haga daño —susurró con ardor—. Es una buena persona. ¡Muy buena! Piense que él también es una víctima, señor Pendergast.
Los ojos de Pendergast se fijaron en ella.
—Hubo otro accidente en el Proyecto Aves —se explicó Brodie—. Charles también contrajo la enfermedad.
Pendergast no dio señas de que le sorprendiera.
—La decisión de matar a mi mujer la tomó antes de enfermar —replicó, con la misma inexpresividad que hasta entonces.
—Eso es agua pasada —dijo ella—. Ya no hay manera de resucitarla. ¿No puede resignarse?
Pendergast se la quedó mirando, con un brillo en los ojos.
—Charles estuvo a punto de morir —siguió ella—. Luego… luego tuvo la idea de que viniéramos aquí. Mi marido… —Señaló con la cabeza al otro hombre, que seguía en silencio—. Vino después.
—Usted y Slade eran amantes —dijo Pendergast.
—Sí. —No hubo ni el menor asomo de rubor. Brodie se irguió—. Somos amantes.
—Y vinieron aquí… ¿para esconderse? —preguntó Pendergast—. ¿Por qué?
Ella no dijo nada.
Pendergast miró otra vez a Slade.
—No tiene sentido. Antes de retirarse al pantano, usted ya estaba recuperado de la enfermedad. El deterioro mental aún no había empezado. Era demasiado pronto. ¿Por qué se retiró al pantano?
—Carlton y yo le estamos cuidando —se apresuró a añadir Brodie—. Para que no muera. Es muy difícil limitar los estragos de la enfermedad… No le haga más preguntas, le está poniendo nervioso…
—La enfermedad —dijo Pendergast, interrumpiéndola con un giro de muñeca—. Explíquemela.
—Afecta a los circuitos inhibidor y excitador del cerebro —susurró ansiosamente Brodie, como si quisiera distraerle—. Sobrecarga de sensaciones físicas al cerebro: visión, olor y tacto. Es una forma mutante de flavivirus. Empieza manifestándose casi como una encefalitis aguda. El paciente, si sobrevive, parece que mejora.
—Como los Doane. —Slade soltó una risita—. ¡Oh, Dios, sí! Igualito que los Doane. Les vigilamos de cerca.
—Pero el virus tiene predilección por el tálamo —continuó Brodie—. Particularmente por el CGL.
—Cuerpo geniculado lateral —dijo Slade, con otro feroz latigazo.
—En eso se parece al herpes zóster —añadió rápidamente Brodie—, que se acantona en el ganglio dorsal de la raíz y después de varios años, o décadas, reaparece en forma de culebrilla. Pero tarde o temprano destruye las neuronas en las que se aloja.
—Resultado final, la locura —susurró Slade.
Sus ojos empezaban a desenfocar, y los labios se movían cada vez más deprisa, sin hacer ruido.
—Y todo esto… —Pendergast señaló con la pistola—. El gotero con morfina, la fusta… ¿son distracciones contra el alud de sensaciones constantes?
Brodie asintió con entusiasmo.
—Come ve, no es responsable de lo que dice. Aún queda alguna posibilidad de que podamos devolverle a su estado anterior. Nosotros lo intentamos. Desde hace años. Aún hay esperanza. Es una buena persona, un curador que ha hecho buenas obras.
Pendergast levantó aún más la pistola. Tenía una palidez marmórea, y los jirones de su traje roto le colgaban del cuerpo como harapos.
—A mí no me interesan las buenas obras de este hombre. Yo solo quiero una cosa: el nombre de la última persona del Proyecto Aves.
Slade volvía a estar en su mundo, farfullando con la vista en la pared y contrayendo los dedos. Cogió con fuerza el gotero y lo sacudió con el temblor que empezó a apoderarse de todo su cuerpo. Se controló otra vez mediante dos presiones de perilla.
—¡Le está torturando! —susurró Brodie.
Pendergast no le hizo caso y siguió mirando a Slade.
—La decisión de matarla… ¿Fue usted quien la tomó?
—Sí. Al principio los demás estaban en contra, pero al final se dieron cuenta de que no teníamos elección. Era imposible aplacarla, o sobornarla. Así que la matamos, ¡y de qué manera más ingeniosa! Se la comió un león amaestrado.
Sucumbió a otro espasmo de risa silenciosa, cuidadosamente contenida.
El temblor de la pistola se hizo más visible en las manos de Pendergast.
—¡Ñam, ñam! —susurró Slade, abriendo mucho los ojos con alegría—. Ah, Pendergast, no puede imaginar la caja de Pandora que ha abierto con su investigación. Ha levantado la liebre dándole una patada en el culo.
Pendergast apuntó.
—Me lo había prometido —dijo Hayward con voz grave, insistente.
—Debe morir —susurró Pendergast, como si hablara solo—. Este hombre debe morir.
—Debe morir —se burló Slade, levantando la voz, que no tardó en reducirse otra vez a un susurro—. Máteme, por favor. ¡Ahórreme esta agonía!
—Me lo había prometido —repitió Hayward.
Bruscamente, como si redujese a un adversario invisible en una lucha cuerpo a cuerpo, Pendergast bajó la pistola con una sacudida de la mano. Después dio un paso hacia Slade, giró el arma y le ofreció la culata.
Slade la cogió y se la arrancó de las manos.
—¡Dios mío! —exclamó Brodie—. ¿Qué está haciendo? ¡Le matará!
Con un movimiento experto, Slade echó hacia atrás la corredera, la soltó y levantó lentamente la pistola hacia Pendergast. Una sonrisa torcida desfiguró su rostro macilento.
—Voy a enviarle al mismo sitio que a la perra de su mujer.
Dobló el dedo alrededor del gatillo y empezó a tensarlo.