62

Malfourche, Mississippi

Mike Ventura se acercó al embarcadero podrido de delante del Tiny's Bait'n'Bar. Era un edificio de madera torcido y a punto de derrumbarse, apoyado en pilotes. Por encima del agua oyó un rumor de música country, gritos de entusiasmo y risas bulliciosas.

Tras deslizar su lancha baja de pesca hasta uno de los pocos amarres vacíos, apagó el motor, saltó a tierra y ató el cabo. Era medianoche. El bar de Tiny estaba abarrotado, y los embarcaderos a reventar, desde BassCats con todos los accesorios a simples botes de contrachapado. Pensó que aunque Malfourche fuera un pueblo de mala muerte, sabían correrse buenas juergas. Se humedeció los labios al pensar que, antes de dedicarse a lo que le había llevado allí, se tomaría una cerveza bien helada y un chupito de Jack Daniel's.

Los sonidos y olores del bar de Tiny le asaltaron nada más abrir la puerta: música a tope, cerveza, fluorescentes, serrín, humedad, y el olor del pantano que lamía los pilotes de debajo. La tienda de cebos, a la izquierda, y el bar, a la derecha, compartían el mismo espacio, una especie de granero. A aquella hora, la zona de venta de cebos tenía las luces apagadas. Era donde estaban las grandes neveras y cubas con los cebos vivos que tanta fama daban a Tiny's: lombrices, cangrejos de río, sanguijuelas, larvas de polilla y de mosca y huevas.

Ventura encontró un hueco en la barra. El mismísimo Tiny, una montaña humana, enorme y adiposa, que temblaba como un flan, plantó al instante en sus narices una lata de Coors con trocitos de hielo pegados, seguida de inmediato de un Jack Daniel's doble.

Ventura le dio las gracias con la cabeza, levantó el Jack Daniel's, se lo bebió de golpe y lo acompañó con un trago de Coors.

Le supo a gloria; ni que se lo hubiera recetado un médico. Llevaba demasiado tiempo en el pantano. Mientras se tomaba la cerveza, sintió un enorme cariño por aquel tugurio. Era de los últimos sitios donde no había negros, maricones ni yanquis; solo blancos, y no hacía falta decir nada; lo sabía todo el mundo. Era así desde siempre, y así seguiría siendo. Amén.

La pared de detrás de la barra estaba llena de postales, fotos de leñadores con hachas, otras más recientes de barcas con piezas de campeonato, peces disecados, billetes firmados y una vista aérea de Malfourche, de la época de la prosperidad, cuando allí se realizaba todo tipo de actividades, desde la tala de cipreses a la caza de aligátores. Era cuando todo el mundo tenía una barca decente, una camioneta y una casa que valía algo. Antes de que convirtieran medio pantano en reserva natural.

La jodida reserva natural.

Apuró la cerveza y le pusieron otra delante sin darle tiempo de pedirla, junto con un Jack Daniel's, que esta vez no era doble. Tiny le conocía bien. Sin embargo, en vez de tomárselo enseguida, pensó en que tenía un trabajo urgente que hacer. Aparte de disfrutar con ello, ganaría una buena pasta, y sin mancharse las manos. Su mirada se detuvo en las muchas consignas antiecologistas pegadas en la pared:

PRÓXIMA EXCURSIÓN DEL SIERRA CLUB, A LA MIERDA; PROTEGE LA FAUNA: DA DE COMER UN ECOLOGISTA A LOS ALIGÁTORES, y otros en la misma línea. Estaba claro que era un buen plan.

Se inclinó sobre la barra e hizo señas al dueño.

—Tiny, tengo que decir algo importante. ¿Te importaría parar la música?

—Pues claro, Mike.

Tiny se acercó al equipo de música y lo apagó. El local quedó casi enseguida en silencio; todos atentos a la barra.

Ventura bajó del taburete y se plantó tranquilamente en medio del bar, haciendo resonarías tablas gastadas con sus botas de vaquero.

—¡Eh, Mike! —gritó alguien, provocando algunos aplausos y silbidos de borrachos en los que Ventura no se fijó.

Era un personaje conocido, ex sheriff del condado; un hombre con dinero, pero sin pretensiones. Por otra parte, siempre había procurado no mezclarse demasiado con la chusma, y mantener cierta formalidad. Eso ellos lo respetaban.

Metió los pulgares en el cinturón y recorrió lentamente el local con la mirada. Todos estaban a la espera. Mike Ventura no hablaba muy a menudo en público. Se le hizo extraño que estuvieran tan callados. Le procuró cierta satisfacción, el sentimiento de haberse ganado el respeto de todos.

—Tenemos un problema —dijo. Dejó pasar unos segundos, para que lo asimilaran, y siguió—: Un problema formado por dos personas. Ecologistas. Van a venir de tapadillo para darse un garbeo por esta parte de Black Brake. Quieren ampliar la reserva natural al resto de Black Brake y a Lake End.

Les echó una mirada desafiante. Se oyeron murmullos, siseos y gritos inarticulados de reprobación.

—¿Lake End? —vociferó alguien—. ¡Y una mierda!

—Exacto: se acabaron las percas y la caza. Nada de nada. Solo una reserva natural, para que esos hijos de puta de la Wilderness Society puedan venir con sus kayaks a contemplar los pájaros.

Parecía que escupiera las palabras.

Un coro de silbidos y abucheos. Ventura levantó una mano para que se callasen.

—Primero prohibieron talar. Luego se quedaron la mitad de Black Brake, y ahora hablan de quedarse el resto, y además el lago. No quedará nada. ¿Os acordáis de la última vez, cuando les seguimos la corriente? ¿Cuando fuimos a reuniones, nos manifestamos y escribimos cartas? ¿Os acordáis? ¿Qué pasó?

Otro clamor de desaprobación.

—Exacto. ¡Tuvimos que agacharnos… ya sabéis el resto!

Un rugido. Todos se habían bajado de los taburetes. Ventura volvió a levantar las manos.

—Un momento, escuchadme. Llegarán mañana. No sé cuándo, pero probablemente temprano. Uno es alto y flaco, con traje negro; el otro es una mujer. Querrán hacer un reconocimiento del pantano.

—¿Un recono qué? —dijo alguien.

—Echarle un vistazo. Como científicos. Solo son dos, pero vendrán de incógnito, los muy hijos de puta. Son tan cobardes que no se atreven a presentarse aquí como lo que son.

Esta vez reinó un silencio muy tenso.

—Ya os he avisado. No sé vosotros, pero yo no pienso escribir más cartas. Nada de reuniones, ni de escuchar a esos yanquis de mierda diciéndome qué tengo que hacer con mis peces, mi leña y mi tierra.

Un nuevo y repentino estallido de gritos. Ya veían por dónde iba. Ventura metió la mano en el bolsillo trasero, sacó un fajo de billetes y lo sacudió.

—Yo nunca espero que la gente trabaje gratis. —Tiró el dinero encima de una mesa grasienta—. Esto es un adelanto. Luego habrá más. Ya sabéis lo que se dice: lo que se hunde en el pantano nunca sale a flote. Quiero que resolváis este problema. Hacedlo por vuestra cuenta; de lo contrario ya podéis despediros de lo que queda de Malfourche, vender las escopetas y la casa, llenar el maletero del Chevy e iros a vivir a Boston o a San Francisco, con los maricones. ¿Es lo que queréis?

Un rugido de desaprobación, y más gente perdiendo el equilibrio al levantarse. Una mesa cayó al suelo.

—Atentos a cuando lleguen los ecologistas, ¿de acuerdo?

Dadles su merecido, ni más ni menos. Lo que se hunde en el pantano nunca sale a flote. —Después de pasear una mirada asesina por la multitud, levantó una mano y bajó la cabeza—. Gracias, amigos. Buenas noches.

Tal como tenía previsto, se pusieron como locos. Él se dirigió hacia la puerta sin hacerles caso, la cruzó y salió a la noche húmeda del embarcadero. Desde fuera oía el barullo: voces iracundas, palabrotas y la música que volvía a sonar. Sabía que cuando llegaran aquellos dos, al menos alguno de los chicos estaría suficientemente sobrio para hacer lo necesario. Ya se encargaría Tiny de eso.

Abrió el móvil y marcó un número.

—¿Judson? Acabo de solucionar el problemilla.

Pantano de sangre
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