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El tirador cambió de posición entre las manchas de luz y bebió un trago de agua de su cantimplora de camuflaje. Se pasó la muñequera por las sienes: primero una y luego la otra. Sus movimientos eran lentos y metódicos, totalmente invisibles en aquel laberinto de maleza.
En realidad no era necesario ser tan cauto. Era imposible que el blanco llegara a verle. Sin embargo, tantos años cazando el otro tipo de presas —la variedad cuadrúpeda, a veces temerosa y a veces en un estado de alerta sobrenatural— le habían enseñado a extremar las precauciones.
La pantalla era perfecta: un gran montón de ramas y hojas secas de roble cubierto de barba de viejo, como espuma, en el que solo quedaban unas pocas rendijas; por una de ellas había deslizado el cañón de su escopeta Remington 40 XS táctica. Era perfecta porque era natural: uno de los efectos del Katrina, todavía omnipresentes en los bosques y pantanos de la zona. A fuerza de ver tantos, al final ya no te fijabas.
Con eso contaba él.
El cañón de su arma no sobresalía más de dos o tres centímetros de la pantalla. El estaba totalmente en la sombra, con el cañón envuelto en un polímero negro especial no reflectante, mientras que su blanco saldría al crudo resplandor del sol de la mañana. Nadie vería la escopeta, ni siquiera en el momento del disparo. De eso se encargaría el apaga llamas de la boca del cañón.
Había aparcado su coche, una camioneta Nissan 4 x 4 de alquiler con la plataforma cubierta, con la parte trasera contra la pantalla. El tirador la usaba como plataforma de tiro, con la compuerta bajada. El morro apuntaba a un viejo camino de leñadores, que iba hacia el este. Aunque alguien le viera y quisiera perseguirle, bastarían treinta segundos para pasar de la plataforma a la cabina, poner el motor en marcha e irse por el camino. Estaría a salvo al cabo de tres kilómetros, los que le separaban de la carretera principal.
No estaba seguro de cuánto tendría que esperar; podían ser diez minutos o diez horas, pero daba igual. Estaba motivado. Más que nunca en su vida. No, eso no era del todo cierto; había habido otra vez.
Era una mañana brumosa, con mucho rocío. En la oscuridad de la pantalla se palpaba un aire que parecía estancado, muerto. Tanto mejor. Volvió a secarse las sienes. Los insectos zumbaban aletargadamente. Se oían los chillidos nerviosos de los ratones de campo. Debía de haber un nido cerca. En los últimos tiempos parecía que infestasen los pantanos, famélicos como conejos de laboratorio, y casi igual de mansos.
Otro trago de agua y otra comprobación del 40-XS. El bípode estaba bien encajado. Levantó el cerrojo, verificó que estuviera en su sitio el Winchester 308 y volvió a bajarlo. Como la mayoría de los tiradores experimentados, prefería la estabilidad y precisión de las armas de cerrojo; tenía tres cartuchos de repuesto en el cargador interno, por si acaso, pero lo interesante de un Sniper Weapon System era que el primer disparo fuera decisivo, y él no tenía pensado usar más de una bala.
Lo más importante era el visor de largo alcance MI Leupold Mark 4. Miró por él, centrando la retícula en la puerta de la casa de la plantación. Después siguió el camino de grava, hasta el Rolls-Royce.
Seiscientos cincuenta o setecientos metros. Un disparo, un muerto.
Mientras miraba el gran vehículo, sintió que se le aceleraba el corazón. Volvió a revisar mentalmente su plan. Esperaría a que el blanco estuviera al volante, con el motor en marcha. El automóvil recorrería el acceso semicircular y se pararía un momento antes de salir al camino principal de la finca. En ese instante realizaría el disparo.
Se quedó muy quieto, para reducir otra vez las pulsaciones con su voluntad. No podía permitirse ninguna agitación, ni dejarse distraer por emoción alguna, ya fuera impaciencia, rabia o miedo. Calma absoluta: esa era la clave. Ya le había prestado un buen servicio, en la estepa y las hierbas altas, en circunstancias más peligrosas. Mantuvo el ojo en el visor y el dedo levemente apoyado en el guardamonte. Una vez más, se recordó que era un encargo. Era la mejor manera de enfocarlo. Con aquel último trabajo todo habría terminado; y esta vez, de verdad.
En ese momento se abrió la puerta de la casa de la plantación, como si quisiera recompensar su disciplina, y salió un hombre. El tirador aguantó la respiración. No era su blanco, sino el otro, el poli. Lentamente —tanto que parecía que no se moviese—, su dedo se deslizó del guardamonte al gatillo, apenas rozándolo. El hombre corpulento se paró en el porche y miró a su alrededor con cautela. El tirador no se inmutó. Sabía que su escondrijo era perfecto. Su blanco salió en ese momento de la oscuridad de la casa. Se fueron juntos por el amplio porche y bajaron por los escalones al camino de grava. El les siguió con el visor, centrando la retícula en el cráneo del blanco. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no disparar antes de tiempo: tenía un buen plan, y le convenía ceñirse a él. Los dos hombres se movían rápido, con prisa por llegar a alguna parte. «Cíñete al plan». Por la mira del visor, vio cómo se acercaban al coche, abrían las puertas y subían. El blanco se sentó al volante, tal como estaba previsto; arrancó, se giró para decir unas palabras a su acompañante y condujo el coche por el camino de entrada. El tirador observó con atención, dejando que se vaciaran sus pulmones y concentrándose en que su corazón latiera aún más despacio. Dispararía entre dos latidos.
El Rolls tomó la suave curva del camino de grava a unos veinticinco kilómetros por hora, y frenó un poco al acercarse al cruce con el camino principal. «Ahora», se dijo el tirador. Toda su preparación, disciplina y experiencia previa se fundían en un solo momento, el de la consumación. El blanco estaba en su sitio. Presionó con enorme suavidad el gatillo, sin apretarlo, sino acariciándolo: más, un poco más…
Fue entonces, con un chillido de sorpresa y un brusco correteo, cuando un ratón de campo de color marrón grisáceo le pasó por encima de los nudillos de la mano del gatillo. Al mismo tiempo, tuvo la impresión de que sobre la pantalla pasaba rápidamente una sombra grande e irregular, negra contra negro.
La Remington disparó, con un ligero retroceso entre las firmes manos del tirador, que apartó el ratón con un juramento y se apresuró a mirar por el visor a la vez que accionaba el cerrojo. Vio el orificio en el parabrisas, unos quince centímetros por encima y a la izquierda de donde había planeado. Ahora el Rolls iba a todo gas, cortando la curva en su huida, con un derrape de neumáticos y levantando una nube blanca de grava. El tirador tuvo cuidado de no ceder al pánico y siguió a su blanco con la mira, en espera del latido, tras el que volvió a aplicar presión al gatillo.
Sin embargo, en ese momento, vio una actividad frenética en el interior del coche; el hombre fornido se echaba hacia delante, sobre el volante, ocupando todo el parabrisas con su cuerpo. En ese instante el rifle disparó otra vez. El Rolls frenó de lado, en un ángulo extraño, atravesado en el camino principal. Una corona triangular de sangre cubría por dentro el parabrisas, obstruyendo la visión del otro lado.
¿A quién le había dado?
Al mirar fijamente, vio una pequeña columna de humo que surgía del coche, seguida del chasquido de un disparo. Una milésima de segundo después, una bala atravesó la maleza a menos de un metro de su escondite. La segunda hizo un ruido metálico al chocar contra el Nissan.
Se echó inmediatamente hacia atrás y rodó por la plataforma de la camioneta en dirección a la cabina. Justo cuando otra bala pasaba silbando, arrancó y tiró la escopeta al asiento del copiloto, donde aterrizó sobre otra arma: una escopeta con los dos cañones recortados muy cortos y una culata de madera negra muy decorada. Con el motor revolucionado y un chirrido de neumáticos, se fue por el viejo camino de leñadores, arrastrando líquenes y polvo.
Superó dos curvas y aceleró a más de cien por hora a pesar del mal estado de la pista. Las armas resbalaron hacia él. Las empujó y les echó una manta roja encima. Pasada otra curva con otro chirrido de neumáticos, vio la estatal delante; solo entonces, al ver clara la escapatoria, dio rienda suelta a su frustración y decepción.
—¡Maldita sea! —exclamó Judson Esterhazy, dando puñetazos en el salpicadero—. ¡Maldita sea mil veces!