7
El Rolls-Royce iba lanzado por Park Avenue, donde se cruzaba con las manchas amarillas de los taxis nocturnos. D'Agosta iba detrás, al lado de Pendergast, incómodo y reprimiendo una mirada de curiosidad al agente del FBI. Nunca le había visto así: impaciente, descuidado, pero lo más llamativo era que no escondía sus emociones.
—¿Desde cuándo lo sabe? —se atrevió a preguntar.
—Desde esta tarde.
—¿Y cómo lo ha averiguado?
Pendergast no contestó de inmediato. Miró por la ventana justo cuando el Rolls efectuaba un giro brusco por la calle Setenta y dos y la enfilaba rumbo al parque. Después volvió a dejar la copa de brandy vacía —que había sostenido en la mano durante todo el trayecto hacia la parte alta, sin prestarle atención— en su sitio del pequeño bar, y respiró profundamente.
—Hace doce años, en Zambia, nos pidieron a Helen y a mí que matásemos un león que devoraba a las personas, y que se distinguía por tener la melena roja. Cuarenta años atrás, otro león igual había sembrado el terror en la zona.
—¿Por qué se lo pidieron precisamente a ustedes?
—Es una de las condiciones para obtener un permiso de caza profesional. Si lo piden las autoridades, se tiene la obligación de matar a cualquier animal que ponga en peligro las aldeas o los campamentos. —Pendergast seguía mirando por la ventanilla—. El león había matado a un turista alemán en un campamento de safaris. Helen y yo hicimos el viaje desde nuestro campamento para abatirlo.
Cogió la botella de brandy, la miró y la dejó otra vez en su soporte. Para entonces, el gran coche ya cruzaba Central Park, bajo unas ramas esqueléticas que enmarcaban un cielo nocturno amenazador.
—El león, que estaba escondido, se nos echó encima y nos atacó a mí y al rastreador. Cuando el animal volvía a los arbustos, Helen le disparó, pero pareció que fallase. Después fue a ayudar al rastreador… —Le tembló la voz. Se calló y recuperó la compostura—. Fue a ayudar al rastreador y el león volvió a salir del matorral. Se la llevó a rastras. Fue la última vez que la vi, al menos viva.
—Dios mío…
D'Agosta sintió un escalofrío de horror.
—Esta misma tarde, en la antigua plantación de mi familia, he examinado por casualidad su escopeta y he descubierto que aquella mañana, hace doce años, alguien sacó las balas y las sustituyó por otras de fogueo. No falló el disparo… porque no hubo disparo.
—Joder… ¿Está seguro?
Pendergast apartó la mirada de la ventanilla para clavarla en D'Agosta.
—Vincent, ¿cree que le estaría contando todo esto, que estaría aquí si no estuviera completamente seguro?
—Perdone.
Hubo un breve silencio.
—¿Y lo ha descubierto esta tarde, en Nueva Orleans?
Pendergast asintió con un gesto seco.
—He venido en avión privado.
El Rolls frenó ante la entrada del edificio Dakota en la calle Setenta y dos. Pendergast se apeó antes de que el coche se parase. En cuatro zancadas dejó atrás la portería y la bóveda de piedra de la entrada de carruajes, haciendo caso omiso de los goterones de lluvia que habían empezado a estrellarse contra la acera. D'Agosta le siguió medio corriendo, mientras el agente cruzaba a paso rápido un espacioso patio interior, entre plantas cuidadas primorosamente y el murmullo de fuentes de bronce, y penetraba en un estrecho vestíbulo de la esquina sudoeste del bloque de apartamentos. Pulsó el botón del ascensor, que se abrió con un susurro. Subieron en silencio. Un minuto después, el ascensor les dejó en un pequeño espacio con una sola puerta al fondo. A simple vista no se apreciaba ningún mecanismo de cierre, pero cuando Pendergast pasó las yemas de los dedos por la superficie, haciendo un movimiento extraño, D'Agosta oyó el inconfundible clic de una cerradura al abrirse. Pendergast empujó la puerta y apareció el recibidor: luz tenue, tres paredes pintadas de rosa y otra de mármol negro, por cuya superficie caía una fina lámina de agua.
Pendergast señaló los sofás de cuero negro distribuidos por la habitación.
—Tome asiento. No tardaré.
Mientras D'Agosta se sentaba, el agente del FBI cruzó una puerta situada en una de las paredes. El teniente se apoyó en el respaldo y se relajó con el suave borboteo del agua, los bonsáis y el aroma de las flores de loto. Las paredes del edificio eran tan gruesas, que apenas oyó los truenos inaugurales en el exterior. La habitación parecía diseñada en todos sus detalles para aportar tranquilidad; y, sin embargo, no se sentía en absoluto tranquilo. Volvió a preguntarse cómo justificaría un permiso tan repentino: ante su jefe, pero sobre todo ante Laura Hayward.
Pendergast tardó unos diez minutos en regresar. Se había afeitado y se había puesto un traje limpio. También se le veía más compuesto, algo más parecido al Pendergast de siempre, aunque D'Agosta seguía percibiendo una gran tensión bajo la superficie.
—Gracias por esperar, Vincent —dijo, haciéndole una seña—. Sigamos.
D'Agosta lo acompañó por un largo pasillo, iluminado tan tenuemente como el recibidor. Miró a ambos lados con curiosidad: una biblioteca, una sala con todas las paredes cubiertas de cuadros al óleo y una bodega de vino. Pendergast se paró ante la única puerta cerrada del pasillo, que abrió haciendo el mismo gesto extraño con sus dedos sobre la madera. La habitación del otro lado era tan pequeña que a duras penas cabían una mesa y dos sillas. Una de las paredes laterales estaba casi totalmente ocupada por una gran caja fuerte de acero, parecida a las de los bancos, de más de un metro de anchura.
Pendergast volvió a indicar por señas a D'Agosta que tomara asiento, antes de desaparecer por el pasillo. Volvió al cabo de un rato, llevando en una mano un maletín de piel, como los que usan los médicos. Lo dejó encima de la mesa, lo abrió y sacó una gradilla de tubos de ensayo y varios frascos con tapones de cristal, que distribuyó con cuidado sobre la madera bruñida. Su mano tembló —una sola vez—, y los tubos de ensayo tintinearon suavemente en respuesta. Una vez desembalado todo el instrumental, se volvió hacia la caja fuerte y la abrió mediante cinco o seis giros del disco. Cuando hizo bascular la pesada puerta, D'Agosta vio en el interior una cuadrícula de cajones con la parte delantera de metal, que recordaban las cajas de depósito de las cámaras acorazadas. Pendergast eligió uno, lo sacó y lo dejó sobre la mesa. Después cerró la caja fuerte y se sentó frente a D'Agosta, en la otra silla.
Permaneció inmóvil unos instantes. Después, el redoble sordo y lejano de otro trueno pareció despertarle. Sacó un pañuelo de seda blanca del maletín y lo desdobló sobre la mesa. A continuación se acercó la caja de acero, levantó la tapa y sacó dos objetos de su interior: un recio mechón de pelo rojo y un anillo de oro con un hermoso zafiro estrella engastado. Para coger el mechón usó un fórceps, mientras que levantó el anillo con la mano desnuda, en un gesto tan lleno de inconsciente ternura que a D'Agosta se le partió el corazón.
—Estos son los objetos que cogí del cadáver de Helen. —La luz indirecta exageraba los huecos de su rostro demacrado—. No los había mirado en casi doce años. Su alianza… y el mechón que arrancó de la melena del león mientras la devoraba. Lo encontré aferrado en su mano izquierda, cortada.
D'Agosta hizo una mueca.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó.
—Seguir una corazonada.
Pendergast abrió los frascos con tapones de cristal y echó distintos polvos en los tubos de ensayo. Luego, usó el fórceps para arrancar algunos fragmentos de melena del mechón rojizo y dejó caer con cuidado unos cuantos pelos en cada probeta. Por último, sacó de la bolsa un frasquito marrón, cuyo tapón era un cuentagotas de caucho. Desenroscó el cuentagotas y dejó caer varias gotas de un líquido claro en cada tubo de ensayo. En los primeros cuatro tubos no se apreció ninguna reacción. En cambio, el líquido del quinto adquirió de inmediato un color verde pálido, como de té verde. Durante un momento, Pendergast miró atentamente ese tubo. Después utilizó una pipeta para extraer una pequeña muestra y depositarla sobre una pequeña tira de papel que había sacado de la bolsa.
—Un pH de 3,7 —dijo tras examinar la tira—. Precisamente el tipo de ácido suave necesario para desprender las moléculas de lawsone de la hoja.
—¿La hoja de qué? —preguntó D'Agosta—. ¿De qué habla?
Pendergast levantó la vista de la tira de papel para mirarle, y volvió a bajarla.
—Podría hacer más pruebas, pero no le veo mucho sentido. La melena del león que mató a mi esposa había sido tratada con moléculas procedentes de la planta Lawsonia inermis, vulgarmente conocida como henna.
—¿Henna? —repitió D'Agosta—. ¿Quiere decir que tiñeron la melena de rojo?
—Exactamente. —Pendergast volvió a levantar la vista—. Proctor le llevará a su casa. Puedo concederle tres horas para los preparativos necesarios. Ni un minuto más.
—¿Cómo dice?
—Vincent, nos vamos a África.