63
Hayward se asomó al balcón del motel, a pleno sol, para mirar a Pendergast, que estaba abajo, en el patio, cargando la maleta en el Rolls. Hacía un calor absolutamente impropio de principios de marzo; el sol ardía como una lámpara de infrarrojos en la nuca. Hayward se preguntó si tantos años en el Norte la habrían ablandado. Bajó los escalones de cemento con la bolsa para una noche y la dejó en el maletero, al lado del equipaje de Pendergast.
Dentro, el Rolls estaba fresco, y el cuero color crema, frío. Malfourche quedaba a quince kilómetros de allí, pero era un pueblo moribundo, donde ya no había moteles. El más cercano era ese.
—He estado investigando sobre el pantano de Black Brake —dijo Pendergast mientras salían a la estrecha carretera—. Es uno de los más grandes y silvestres de todo el Sur. Tiene una superficie de unas treinta mil hectáreas. Al este limita con un lago, que se conoce como Lake End, y al oeste con brazos de río y canales.
A Hayward le costaba prestar atención. Ya sabía más de lo que quería sobre el pantano, y los horrores de la noche anterior le nublaban el entendimiento.
—Nuestro destino, Malfourche, queda en el lado este de una pequeña península. «Malfourche», en francés, quiere decir «mala bifurcación», por el brazo de río sobre el que está: un lago subsidiario de aguas estancadas, sin salida, que a los primeros colonos franceses les pareció la boca de un río. Antiguamente, en el pantano, había uno de los bosques de cipreses más extensos del país. Se taló el sesenta por ciento hasta 1975, que fue cuando la mitad oeste del pantano fue declarada reserva de fauna, y más tarde reserva natural; está prohibido circular con embarcaciones a motor.
—¿De dónde ha sacado todo eso? —preguntó Hayward.
—Me parece increíble que hoy en día haya wi-fi incluso en los peores moteles.
—Ah.
¿Nunca dormía?
—Malfourche es un pueblo medio muerto —siguió explicando Pendergast—. Se resintió mucho cuando se quedó sin industria maderera, y la creación de la reserva natural afectó profundamente a la actividad de caza y pesca. Aguantan de puro milagro.
—Entonces quizá no sea una buena idea llegar en Rolls-Royce. Si queremos que la gente hable…
—Al contrario —murmuró Pendergast.
Dejaron atrás algunas casas de madera en pésimo estado, con los tejados caídos y los patios ocupados por coches viejos y chatarra. Una iglesia encalada pasó como una exhalación, seguida de más chozas, hasta que la carretera se ensanchó y dejó paso a una calle mayor de mala muerte, bañada por el sol, que terminaba en unos embarcaderos, al borde de un lago cubierto de vegetación. Prácticamente todos los establecimientos estaban cerrados, y los escaparates estaban tapados con papel o una con mano de pintura blanca sobre cristales llenos de moscas; en muchos de ellos había rótulos descoloridos de «Se alquila».
—Pendergast —dijo de pronto Hayward—, hay una cosa que no entiendo.
—¿Cuál?
—Todo esto es una locura. Me refiero a pegarle un tiro a Vinnie e intentar pegármelo a mí. Matar a Blackletter, a Blast, y vaya usted a saber a quién más… Hace mucho tiempo que soy policía, y sé positivamente que hay maneras más fáciles de hacerlo. Es demasiado radical. Han pasado unos doce años. Intentando matar policías, lo único que consiguen es llamar más la atención.
—Tiene razón —dijo Pendergast—. Es radical. Vincent hizo el mismo comentario acerca del león. Implica muchas cosas. Y yo lo encuentro bastante sugestivo. ¿Usted no?
Detuvo el coche en un pequeño aparcamiento, poco antes del embarcadero. Bajaron y echaron un vistazo, bajo un sol inclemente. Al lado de los amarres había un grupo de hombres mal vestidos que mataban el rato. Todos se habían girado, y les miraban fijamente. Hayward, muy consciente del Rolls-Royce, volvió a cuestionar la insistencia de Pendergast en usar aquel coche para sus investigaciones. De todos modos, como no tenía sentido ir en dos coches, había dejado el suyo de alquiler en el hospital.
Pendergast se abrochó el traje negro y miró a su alrededor con su habitual flema.
—¿Damos un paseo hasta los amarres y charlamos un poco con aquellos caballeros?
Hayward se encogió de hombros.
—No se les ve muy habladores, precisamente.
—Habladores, no; comunicativos, es posible que sí.
Pendergast bajó por la calle, moviendo con desenvoltura su alto cuerpo. Ellos miraron cómo se acercaban con los ojos entornados.
—Muy buenos días —dijo con su acento más meloso de clase alta de Nueva Orleans, haciendo una pequeña reverencia.
Silencio. El temor de Hayward aumentó. Parecía la peor manera posible de buscar información. La hostilidad era tal que podía cortarse con un cuchillo.
—Hemos venido a hacer un poco de turismo. Somos aficionados a los pájaros.
—Los pájaros —dijo un hombre. Se volvió y se lo repitió al grupo—. Los pájaros.
Todos se rieron.
Hayward se estremeció. Iba a ser un fracaso total. Se giró al ver un movimiento con el rabillo del ojo. Otro grupo estaba saliendo en silencio de una especie de granero, construido al lado del embarcadero sobre pilotes con creosota. Un letrero lo identificaba como «Tiny's Bait 'n5 Bar».
El último en salir fue un hombre descomunalmente gordo. Tenía la cabeza de pepino, rapada al cero, y una camiseta imperio forzada al límite por un enorme barrigón, de la que colgaban dos brazos como dos jamones en dulce —semejanza que, debido al sol, se extendía al color—. Se abrió camino entre los demás hombres y dio unas zancadas por el embarcadero hasta plantarse frente a Pendergast. Estaba claro que era el cabecilla del grupo.
—¿Con quién tengo el placer? —preguntó Pendergast.
—Me llamo Tiny —dijo el hombre, mirando a los dos de arriba abajo con sus ojillos.
No les tendió la mano. «Tiny —pensó Laura—. Muy adecuado». [5] —Encantado. Yo me llamo Pendergast, y mi compañera, Hayward. Estamos buscando una especie muy rara, el pescador de barriga roja de Botolph, para completar nuestra lista. Tenemos entendido que se puede encontrar en las profundidades del pantano.
—¿Ah, sí?
—Sí, y esperábamos poder hablar con alguien que conociera bien el pantano y pudiera aconsejarnos.
Tiny se acercó, se inclinó y dejó caer un hilo de saliva cargada de tabaco justo a los pies de Pendergast, tan cerca que le salpicó los zapatos de cordones.
—¡Vaya por Dios! Me parece que me ha manchado los zapatos.
Hayward quiso que se la tragara la tierra. Hasta el más tonto se habría dado cuenta de que tenían a aquella gente en contra, y que de ahí no sacarían nada útil. Encima ahora podía haber una pelea.
—Eso parece —dijo Tiny, arrastrando las palabras.
—¿Podría ayudarnos usted, señor Tiny?
—No —fue la respuesta.
Tiny se inclinó, frunció los labios carnosos y escupió otro chorro de tabaco, esta vez directamente en los zapatos de Pendergast.
—Creo que lo ha hecho a propósito —dijo Pendergast con voz aguda, protestando inútilmente.
—Cree bien.
—Vaya —dijo, volviéndose hacia Hayward—, tengo la sensación de que aquí no nos quieren. Tal vez haríamos bien yéndonos a otro sitio.
Ante la sorpresa de Hayward, se fue por la calle hacia el Rolls, tan deprisa que ella tuvo que correr para alcanzarle. Le siguió un eco de estentóreas carcajadas.
—¿Y va a irse así? —preguntó Hayward.
Pendergast se paró junto al coche. Habían rascado el capó con una llave, dejando un mensaje: «Jodidos ecologistas». Subió al coche con una sonrisa enigmática.
Hayward abrió la puerta del otro lado, pero no subió.
—¿Se puede saber qué hace? ¡Si ni siquiera hemos conseguido la información que necesitamos!
—Al contrario. Han estado de lo más elocuentes.
—¡Pero si le han destrozado el coche y le han escupido en los zapatos!
—Suba —dijo él con firmeza.
Hayward se deslizó en el asiento. Pendergast giró el coche y se dirigió a la salida del pueblo entre chirridos, levantando una nube de polvo.
—¿Ya está? ¿Vamos a irnos corriendo?
—Querida capitana, ¿le consta que yo haya corrido alguna vez?
Se calló. Poco después, el Rolls aminoró la velocidad y Hayward se sorprendió al ver que se metían por el camino de entrada de la iglesia junto a la que habían pasado antes. Pendergast aparcó delante de la casa que estaba al lado de la iglesia y bajó.
Tras limpiarse el zapato en la hierba, subió ágilmente al porche y llamó al timbre. No tardó en abrir la puerta un hombre. Era alto, flaco como un clavo, con facciones pronunciadas y barba blanca, sin bigote. A Hayward le recordó un poco a Abraham Lincoln.
—¿El pastor Gregg? —preguntó Pendergast, cogiéndole la mano—. Soy Al Pendergast, pastor de la Iglesia Baptista del Sur de la parroquia de Hemhoibshun. ¡Encantado de conocerlo! —Sacudió con entusiasmo la mano del perplejo sacerdote—. Le presento a mi hermana, Laura. ¿Podemos hablar con usted?
—Pues… claro, claro —dijo Gregg, recuperándose lentamente de su sorpresa—. Pasen.
Accedieron al interior fresco y pulcro de la casa.
—Siéntense, por favor.
Gregg aún parecía bastante desconcertado, mientras que Pendergast, por el contrario, se arrellanó en el sillón más cómodo y cruzó una pierna encima de la otra, como si estuviera en su casa.
—Laura y yo no hemos venido por asuntos de la iglesia —dijo, sacando del traje una libreta de taquígrafo y una pluma—. Pero había oído hablar tanto de su iglesia y de su fama de hospitalario, que aquí nos tiene.
—Entiendo —dijo Gregg, que obviamente no entendía nada.
—Pastor Gregg, tengo un hobby al que dedico el tiempo que me dejan mis deberes pastorales: soy historiador aficionado, coleccionista de mitos y leyendas, curioseador de los rincones polvorientos de la historia olvidada del Sur. De hecho, estoy escribiendo un libro: Mitos y leyendas de los pantanos del Sur. Por eso estoy aquí.
Pendergast acabó su intervención en tono triunfal, y se apoyó en el respaldo.
—Qué interesante —repuso Gregg.
—Siempre que viajo, lo primero que hago es pasar a ver al pastor de cada lugar. Nunca me fallan, nunca.
—Me alegro.
—Porque los pastores conocen a su gente; conocen las leyendas, pero como hombres de Dios no son supersticiosos. No les afectan esas cosas. ¿Me equivoco?
—Bueno, es verdad que se oyen historias, pero solo son eso, pastor Pendergast: historias. Yo no les hago mucho caso.
—Exacto. Este pantano, Black Brake, es uno de los más grandes y legendarios del estado. ¿Lo conoce un poco?
—Por supuesto.
—¿Ha oído hablar de un lugar en el pantano llamado Spanish Island?
—¡Desde luego! Aunque, en realidad, no es una isla; más bien una zona de barrizales y aguas poco profundas donde nunca se han cortado los cipreses. Está en medio del pantano, en pleno bosque virgen. Yo nunca lo he visto.
Pendergast empezó a tomar notas.
—Dicen que antes había un campamento de pesca y caza.
—Es verdad. Los dueños eran la familia Brodie, pero cerró hace treinta años. Creo que está todo podrido, y que ya no queda ni rastro. Es lo que suele pasarles a los edificios abandonados, ¿sabe?
—¿Hay historias sobre Spanish Island?
El pastor sonrió.
—Por supuesto. Las habituales historias de fantasmas, rumores de que hay okupas, de que lo usan para el tráfico de drogas… Ese tipo de cosas.
—¿Historias de fantasmas?
—Por aquí se cuentan mil cosas sobre el corazón del pantano, donde está Spanish Island: luces extrañas de noche, ruidos raros… Hace unos años desapareció en el pantano un buscador de ranas. Encontraron su hidrodeslizador de alquiler a la deriva en un brazo de río, no muy lejos de Spanish Island. Yo creo que se emborrachó y que se cayó al agua, pero aquí todos dicen que le asesinaron, o que sucumbió a la locura del pantano.
—¿La locura del pantano?
—Si pasas demasiado tiempo en el pantano, acabas enloqueciendo. Es lo que dicen. Aunque yo no me lo creo, debo decir que es… un sitio que impone. Es fácil perderse.
Pendergast lo apuntó todo, con manifiesto interés.
—¿Y qué me dice de las luces?
—Los buscadores de ranas salen de noche, y a veces cuentan que han visto luces extrañas moviéndose por el pantano. Pero, en mi opinión, simplemente se ven los unos a los otros, porque para buscar ranas hace falta llevar linterna. También podría ser un fenómeno natural, algún tipo de gas del pantano que brilla o algo así.
—Estupendo —dijo Pendergast, parándose un momento a escribir—. Justo el tipo de cosas que busco. ¿Algo más?
Gregg, animado, prosiguió.
—Siempre hablan de un aligátor gigante en el pantano. Hay historias parecidas en la mayoría de los pantanos del Sur. Seguro que ya lo sabe. Y a veces resulta cierto. Hace unos años, en el lago Conroe de Texas, cazaron un aligátor de más de siete metros de largo. Cuando lo mataron, se estaba comiendo un ciervo adulto.
—Increíble —se maravilló Pendergast—. Y si alguien quisiera ir a ver Spanish Island, ¿qué habría que hacer?
—Está indicado en los mapas más antiguos. El problema es llegar. Con tantos laberintos de canales, y de barreras de fango… Además, ahí dentro los cipreses están casi pegados. Cuando baja el agua, sale una maraña de helechos y zarzas casi impenetrable. No se puede llegar a Spanish Island en línea recta. Francamente, dudo que haya ido alguien en años. Está muy adentrado en la reserva; no se puede pescar ni cazar, y cuesta horrores entrar o salir. Yo no se lo aconsejaría en absoluto.
Pendergast cerró la libreta y se levantó.
—Muchas gracias, pastor. Me ha ayudado mucho. ¿Podría volver a ponerme en contacto con usted, si hiciera falta?
—Claro que sí.
—Muy bien. Le daría una tarjeta, pero se me han acabado hace poco. Tenga, mi teléfono, por si tiene que llamarme. Cuente con que le enviaré un ejemplar del libro cuando se publique.
Mientras subían otra vez al Rolls, Hayward preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Ahora, a ver otra vez a nuestros amigos de Malfourche. Hemos dejado asuntos pendientes.