77
—Un momento —dijo Pendergast—. Antes de que dispare, quiero hablar un minuto con usted. En privado.
Slade le miró. A pesar de su tamaño, la pistola casi parecía un juguete en su puño nudoso. Se apoyó en la percha del gotero para no caerse.
—¿Por qué?
—Porque hay algo que tiene usted que saber. Slade le miró un momento.
—¡Qué mal anfitrión he sido! Venga a mi despacho. June Brodie hizo ademán de protestar, pero Slade hizo señas a Pendergast con la pistola de que cruzara la puerta.
—Los invitados primero —dijo.
Tras una mirada de advertencia a Hayward, Pendergast desapareció por el rectángulo oscuro.
El pasillo estaba revestido con paneles de cedro pintados de gris. En el techo había ojos de buey que proyectaban círculos regulares de luz sobre una moqueta neutra, tupida y blanda. Slade iba despacio detrás de Pendergast, sin hacer ruido con las ruedas del gotero.
—La última puerta a la izquierda —dijo.
La habitación que utilizaba de despacho era la antigua sala de juegos de la cabaña. En la pared había una diana de dardos. También había un par de sillas arrimadas a los muros y dos mesas, con un tablero de backgammon y otro de ajedrez incrustados. La mesa de snooker del fondo parecía servir de escritorio. En toda la superficie de fieltro solo había algunos pañuelos de papel muy bien doblados, una revista de crucigramas, un libro sobre cálculo avanzado y varios látigos, con las puntas gastadas por el uso. Una de las troneras conservaba el triste residuo de unas cuantas bolas de snooker antiguas, cubiertas de fisuras. No había más muebles. Llamaba la atención la desnudez de aquella sala tan grande. Las ventanas tenían visillos, completamente corridos. Reinaba una quietud sepulcral.
Slade cerró la puerta con el máximo cuidado.
—Siéntese.
Pendergast cogió una silla de mimbre y la colocó sobre la gruesa alfombra, delante de la mesa. Slade empujó el gotero al otro lado, antes de tomar asiento con gran lentitud y precaución en el único sillón de la sala. Apretó la perilla del gotero y pestañeó al recibir la morfina en el flujo sanguíneo. Después de un suspiro, volvió a apuntar a Pendergast con la pistola.
—Aquí estamos —dijo, con el mismo y lento susurro que hasta entonces—. Diga lo que tenga que decir y luego le pegaré un tiro. —Sonrió sin fuerzas—. Quedará todo hecho una mierda, claro, pero ya lo limpiará June. Se le da muy bien limpiar mi mierda.
—En realidad —dijo Pendergast— no va a pegarme ningún tiro.
Slade tosió un poco, con cautela.
—¿No?
—De eso quería hablarle. Se lo va a pegar usted.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
En vez de contestar, Pendergast se levantó y se acercó al reloj de cuco que había en una pared. Tiró de los contrapesos, puso las agujas en las doce menos diez y dio un empujoncito al péndulo con una uña, para que se pusiera en marcha.
—¿Las once cincuenta? —se sorprendió Slade—. No es la hora correcta.
Pendergast volvió a sentarse. Slade esperó. Ahora que el reloj estaba en marcha, su tictac rompía el silencio. Pareció que Slade se tensara un poco. Empezó a mover los labios.
—Se suicidará porque lo exige la justicia —dijo Pendergast.
—Y le daría a usted una satisfacción, supongo.
—No, me decepcionaría.
—No pienso suicidarme —dijo Slade en voz alta.
Era lo primero que no decía con voz frágil.
—Eso espero —dijo Pendergast, sacando dos bolas de snooker de la tronera de la esquina—. Porque yo quiero que viva.
—No tiene sentido —dijo Slade—. Ni siquiera para un loco.
Pendergast empezó a girar las bolas con una sola mano, como el capitán Queeg, haciéndolas chocar.
—Pare —siseó Slade, con una mueca—. No me gusta.
Pendergast las hizo chocar un poco más fuerte.
—La verdad es que tenía pensado matarle, pero ahora que veo el estado en el que se encuentra, me doy cuenta de que lo más cruel sería dejarle vivir. No tiene cura. Su sufrimiento se agravará con la vejez y la postración, y su cerebro se hundirá cada vez más en la angustia y el deterioro. La muerte sería una liberación.
Slade meneó despacio la cabeza. De sus labios, que temblaban, brotó un vago tartamudeo. Tras un gruñido, provocado por algo que parecía un sufrimiento físico, apretó de nuevo el gotero de morfina.
Pendergast metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño tubo de ensayo, lleno a medias de gránulos negros, con los que formó una línea corta al borde de la mesa de billar.
Su acción pareció sacar a Slade de su ensimismamiento.
—¿Qué hace?
—Siempre llevo encima un poco de carbón activado. Es tan útil para hacer pruebas… Siendo científico, ya debe de saberlo. Pero también tiene propiedades estéticas. —Pendergast sacó un mechero de otro bolsillo y encendió por una punta la línea de gránulos—. Por ejemplo el humo que desprende, que al subir suele formar unos dibujos preciosos. Y el olor dista mucho de ser desagradable.
Slade se echó bruscamente hacia atrás y volvió a apuntar a Pendergast con la pistola, que había dejado caer hacia el suelo.
—Apáguelo.
Pendergast no le hizo caso. El humo subía por el aire inmóvil, formando volutas y espirales. Pendergast se apoyó en el respaldo de su silla, meciéndose suavemente con un crujido de mimbre viejo, mientras seguía jugando con las bolas de billar.
—Yo ya sabía en qué consistía su dolencia, o al menos lo imaginaba, pero nunca me había parado a pensar en lo horrible que debía de ser para quien la sufriese. Que a uno se le meta todo en el cerebro, hasta el último crujido, golpecito, susurro…
Los trinos de los pájaros, la luz del sol, el olor del humo… Ser torturado hasta por lo más insignificante que aportan al cerebro los cinco sentidos, y vivir al borde de la sobrecarga cada minuto de cada hora de cada día… Saber que no se puede hacer nada, nada en absoluto. Ni siquiera su relación tan… especial con June Brodie puede procurarle algo más que una distracción pasajera.
—Su marido perdió su «aparato» en la primera guerra de Irak —dijo Slade—. Se lo voló un IED. Podría decirse que me he limitado a llenar el hueco.
—Qué amable —dijo Pendergast.
—Métase su moralidad convencional donde le quepa, a mí no me hace falta. Además, ya ha oído a June. —El brillo de locura de los ojos de Slade pareció apagarse un poco. Se puso casi serio—. Estamos buscando la manera de curarlo.
—Ya vio qué les pasó a los Doane. Usted es biólogo. Sabe tan bien como yo que no hay cura posible. Las células cerebrales no se pueden sustituir ni regenerar. El daño es permanente.
Y usted lo sabe.
Slade volvía a parecer ido. Sus labios se movían cada vez más deprisa. El silbido de aire que salía de sus pulmones, como el de un neumático pinchado, repetía la misma palabra sin cesar:
—¡No! ¡No, no, no, no, no!
Pendergast se mecía y le observaba, acelerando el giro de las bolas, cuyos choques resonaban en el aire. El reloj hacía tictac.
El humo formaba volutas.
—No he podido evitar fijarme —dijo— en que aquí está todo preparado para que no haya ningún estímulo sensorial externo. Moqueta en el suelo, paredes insonorizadas, colores neutros, mobiliario sencillo y aire tibio, seco y sin olores, probablemente con filtros HEPA.
Slade gimoteó, articulando tan deprisa con los labios que casi se veían borrosos, aunque no se oyera prácticamente nada.
Levantó la fusta y se azotó.
—Y a pesar de todo ello, a pesar del contraestímulo de la fusta, de los fármacos y de las dosis constantes de morfina, no es suficiente. Sigue en constante agonía. Percibe el contacto de sus pies en el suelo y de su espalda en la silla, y lo ve todo en esta sala. Oye mi voz. Le agreden mil otras cosas que no podría ni empezar a enumerar, porque inconscientemente las filtra mi cerebro. En cambio usted es incapaz de desconectar de ellas. De ninguna de ellas. ¡Escuche las bolas de snooker! ¡Observe las volutas de humo! Escuche el paso incesante del tiempo.
Slade empezó a temblar en el sillón.
—¡Nononononononoooo! —fue la palabra, una sola, interminable, que se derramaba entre sus labios.
Un hilo de baba escapó de una de las comisuras de su boca. Se lo sacudió con un movimiento brusco de la cabeza.
—Me preguntaba… ¿cómo será comer? —insistió Pendergast—. Supongo que horrible: el sabor fuerte de la comida, la textura pegajosa, su olor y forma dentro de la boca, cómo resbala por la garganta… ¿No es esta la razón de que esté tan delgado?
Seguro que hace una década que no disfruta realmente comiendo o bebiendo. El gusto no es más que otro sentido indeseable del que no se puede librar. Me apuesto a que el gotero no es solo para la morfina. También es para alimentación intravenosa, ¿verdad?
«Nonononononononono…» Slade buscó a tientas, espasmódicamente, la fusta y la dejó caer de nuevo encima de la mesa.
Le tembló la pistola en la mano.
—El sabor de la comida debe de ser insoportable: un camembert muy hecho y blando, caviar de beluga, esturión ahumado… hasta unos humildes huevos con tostadas y mermelada.
Tal vez lo único soportable, y a duras penas, sea la comida para bebés, la más sencilla, sin azúcar, especias ni ningún tipo de textura, servida exactamente a la temperatura corporal. En ocasiones especiales, claro está. —Pendergast sacudió la cabeza, compasivo—. Y tampoco puede dormir, ¿verdad? Con tantas sensaciones acumuladas, a cual más intensa… Ya me lo imagino: estar acostado en la cama, oyendo hasta el más ínfimo ruido. Las carcomas royendo los listones por debajo del yeso, el latido del corazón en los tímpanos, los crujidos de la casa, el correteo de los ratones… Incluso con los ojos cerrados la vista le traiciona, porque la oscuridad tiene color propio. Cuanto más negra está la habitación, más cosas ve deslizándose por el fluido de su visión. Y todo, todo se le echa encima al mismo tiempo, en todo momento y para siempre.
Slade chilló, tapándose las orejas con unas manos como garras, mientras todo su cuerpo temblaba con fuerza, haciendo que el tubo del gotero se balanceara. El grito, de una fuerza estremecedora, desgarró el silencio. Fue como si sufriera una convulsión general.
—Por eso se suicidará, señor Slade —dijo Pendergast—. Porque puede. Le he suministrado los medios necesarios. Los tiene en su mano.
—¡Ahhhhhhhhh! —gritó Slade, con unos movimientos torturados que parecían alimentarse de sus propios alaridos.
Pendergast se meció más deprisa, haciendo crujir la silla a la vez que giraba incesantemente las bolas en la mano, más y más deprisa.
—¡Podría haberlo hecho en cualquier momento! —exclamó Slade—. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? ¿Ahora, ahora, ahora, ahora, ahora?
—Antes no podría haberlo hecho —dijo Pendergast.
—June tiene una pistola —dijo Slade—. Una pistola preciosa, preciosa, preciosa.
—Seguro que es bastante precavida y la guarda bajo llave.
—¡Podría haberme administrado una sobredosis de morfina! ¡Y dormir, dormir!
Su voz se diluyó en un veloz galimatías, parecido al zumbido de una máquina.
Pendergast sacudió la cabeza.
—Estoy seguro de que June también es lo suficientemente precavida para regular la cantidad de morfina a la que tiene usted acceso. Lo peor, supongo, serán las noches, como le sucederá dentro de un rato, vista la rapidez con la que está gastando toda la dosis asignada sin dejar reservas para la noche que se le avecina, interminable, interminable.
—¡Ah! —volvió a chillar Slade, con un salvaje aullido.
—Es más. Seguro que ella y su marido se esmeran en limitar su vida de un sinfín de maneras. No es usted su paciente, sino su prisionero.
Slade sacudió la cabeza, mientras movía la boca como un loco sin emitir ningún sonido.
—Y a pesar de todas las atenciones de June —prosiguió Pendergast—, a pesar de la medicación y de las otras formas de mantener su atención, acaso más extravagantes, no puede evitar que irrumpan todas esas sensaciones. ¿Verdad que no?
Slade no contestó. Apretó una, dos y tres veces el botón de la morfina, pero al parecer no salía más. Entonces se derrumbó hacia delante. Su cabeza chocó con un sonoro golpe contra el fieltro de la mesa. La levantó otra vez, contrayendo espasmódicamente los labios.
—Por lo general, considero el suicidio una huida cobarde —dijo Pendergast—, pero en su caso es la única solución sensata, dado que, para usted, la vida es en realidad infinitamente peor que la muerte.
Tampoco esta vez contestó Slade. No dejaba de golpear el fieltro con la cabeza.
—Hasta la menor cantidad de estímulo sensorial es extremadamente dolorosa —siguió Pendergast—. Por eso su entorno está tan controlado y es tan minimalista. Yo, sin embargo, he introducido nuevos elementos. Mi voz, el olor del carbón, las volutas y colores de su humo, los chirridos de la silla, el ruido de las bolas de billar y el tictac del reloj. Según mis cálculos, en este momento es usted un recipiente a punto de rebosar, por decirlo de alguna manera.
Siguió hablando en voz baja, hipnótica.
—Dentro de menos de medio minuto, sonará el cucú del reloj. Doce veces. El recipiente estallará. Ignoro el número exacto de cucús que podrá soportar antes de usar la pistola; tal vez cuatro, cinco, incluso seis. Pero estoy seguro de que la usará, porque el sonido con la pistola al dispararse, ese último sonido, es la única respuesta. La única liberación. Considérelo como el regalo que le hago.
Slade levantó la vista. Tenía la frente roja, por los impactos en la mesa, y los ojos tan desorbitados que parecían moverse cada uno por su cuenta. Levantó hacia Pendergast la mano con la pistola. La dejó caer, y volvió a levantarla.
—Adiós, señor Slade —dijo Pendergast—. Faltan pocos segundos. Déjeme que le ayude a contarlos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno…