9

El Rolls, de nuevo con Proctor al volante, rodaba suavemente por la Brooklyn-Queens Expressway, al sur del puente de Brooklyn. D'Agosta vio un par de remolcadores que dejaban una estela de espuma en el East River mientras empujaban una barcaza gigante, cargada de coches prensados. Todo había ocurrido tan deprisa que aún no le entraba en la cabeza. Iban rumbo al aeropuerto JFK, pero antes —le había explicado Pendergast— tendrían que dar un rodeo, corto pero necesario.

—Vincent —dijo Pendergast, sentado al otro lado—, tenemos que prepararnos para enfrentarnos con un deterioro. Me han dicho que últimamente la tía abuela Cornelia ha empeorado.

D'Agosta cambió de postura en el asiento.

—No sé si entiendo por qué es tan importante ir a verla.

—Cabe la posibilidad de que nos aclare algo. Tenía debilidad por Helen. Además, quiero consultarle un par de aspectos de una historia familiar que temo que pueda estar relacionada con el asesinato.

D'Agosta gruñó. A él no le gustaba mucho la tía abuela Cornelia —en realidad, no soportaba a aquella bruja criminal—, y sus contadas visitas al hospital Mount Mercy para delincuentes sicóticos no habían sido exactamente placenteras. Sin embargo, con Pendergast siempre era mejor dejarse llevar.

Al salir de la autovía, hilvanaron diversas callejuelas hasta cruzar un puente estrecho, que llevaba a Little Governor's Island. La carretera discurría sinuosamente por marismas y prados, cubiertos de una niebla matinal que flotaba sobre las aneas. A ambos lados de la calzada aparecieron columnatas de robles viejos, que habían formado parte del acceso a una opulenta finca, aunque el tiempo los había reducido a garras muertas que se elevaban hacia el cielo.

Proctor frenó junto a una garita. Salió un vigilante uniformado.

—¡Caramba, señor Pendergast, qué rapidez!

Les hizo pasar sin la formalidad habitual de firmar.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó D'Agosta, mirando al vigilante por encima del hombro.

—No tengo ni idea.

Proctor aparcó en la pequeña zona de estacionamiento. Cuando cruzaron la puerta principal, D'Agosta se quedó sorprendido de que no hubiera nadie en el suntuoso mostrador de recepción. Se advertía cierta prisa y confusión. Mientras buscaban a alguien, se oyó el traqueteo de una camilla que se aproximaba por el pasillo transversal de mármol; transportaba un cadáver debajo de una sábana negra. La empujaban dos robustos auxiliares. D'Agosta vio que entraba una ambulancia por la puerta cochera, sin sirena ni luces que indicasen urgencia.

—¡Buenos días, señor Pendergast! —Apareció en la recepción el doctor Ostrom, el médico de la tía abuela Cornelia, que se acercó rápidamente con la mano tendida y una expresión de sorpresa y consternación—. Menuda… Estaba a punto de llamarle. Venga, por favor.

Siguieron al médico por el pasillo; su antigua elegancia se había visto reducida con el paso del tiempo a una austeridad institucional.

—Tengo malas noticias —dijo Ostrom, al tiempo que seguía caminando—. Su tía abuela ha fallecido hace menos de media hora.

Pendergast se paró, espiró despacio y se le encorvaron visiblemente los hombros. D'Agosta sintió un estremecimiento al darse cuenta de que era muy probable que el cadáver que habían visto fuese el de Cornelia.

—¿Causas naturales? —preguntó Pendergast, inexpresivamente.

—Más o menos. La verdad es que estos últimos días estaba cada vez más nerviosa y tenía más alucinaciones.

Pendergast se quedó pensativo.

—¿Alguna alucinación en particular?

—Nada que valga la pena reseñar. Los temas familiares habituales.

—Aun así, me gustaría oírlo.

Ostrom parecía reacio a entrar en materia.

—Ella creía… creía que iba a venir a Mount Mercy un tal… hum… Ambergris, para vengarse de una atrocidad que ella decía haber cometido hace años.

Volvieron a caminar por el pasillo.

—¿Y daba algún detalle sobre esa atrocidad? —preguntó Pendergast.

—Era todo bastante descabellado. Algo acerca de castigar a un niño por decir palabrotas… —Otra vacilación—. Cortándole la lengua con una cuchilla de afeitar.

Un movimiento ambiguo de la cabeza de Pendergast. D'Agosta sintió que contraía su lengua al pensarlo.

—El caso —prosiguió Ostrom— es que se puso violenta, es decir, más de lo habitual, y que fue necesario sujetarla con correas. Y medicarla. Cuando llegó la hora de la supuesta cita con Ambergris, sufrió una serie de ataques y falleció repentinamente. Ah, ya hemos llegado.

Entró en una habitación pequeña, desprovista de ventanas y decorada de forma austera con cuadros antiguos sin enmarcar y varios adornos blandos; nada, observó D'Agosta, que pudiera ser utilizado como arma o para hacer daño. Habían quitado hasta los bastidores de los cuadros, que estaban colgados con hilo de cometa. Mientras miraba la cama, la mesa, una cesta con flores de seda, una mancha curiosa en la pared, con forma de mariposa, D'Agosta sintió una gran tristeza; de repente, le dio mucha lástima la anciana homicida.

—Queda pendiente qué hacer con los efectos personales —dijo el médico—. Tengo entendido que estos cuadros tienen bastante valor.

—En efecto —dijo Pendergast—. Envíenlos al departamento de pintura del siglo XIX de Christie's, para que salgan a subasta pública, y consideren los beneficios un donativo por sus buenas obras.

—Es usted muy generoso, señor Pendergast. ¿Desea solicitar una autopsia? Cuando muere un paciente recluido en el centro se tiene el derecho legal de…

Pendergast le interrumpió con un gesto brusco de la mano.

—No será necesario.

—¿Y los preparativos del funeral…?

—No habrá funeral. El abogado de la familia, el señor Ogilby, se pondrá en contacto con ustedes y les indicará qué hacer con los restos.

—De acuerdo.

Después de mirar la habitación un momento, como si memorizase todos los detalles, Pendergast se volvió hacia D'Agosta. Su expresión era neutra, pero en sus ojos se leía pena, e incluso desolación.

—Vincent —dijo—, tenemos que coger un avión.

Pantano de sangre
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