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Campamento Nsefu, río Luangwa

El Land Rover daba saltos y bandazos por la carretera de Banta, particularmente complicada en un país legendario por sus malas carreteras. Pendergast giraba con brusquedad el volante hacia ambos lados para esquivar los socavones, que en algunos casos podían engullir casi la mitad del magullado Rover. Con las ventanillas bajadas al máximo —el aire acondicionado estaba estropeado—, el interior del coche se llenaba con el polvo que levantaban los pocos vehículos que pasaban en dirección contraria.

Habían salido de Makwele justo al amanecer, para emprender un viaje de veinte kilómetros a pie por la sabana, sin guías ni otras provisiones que sus armas, agua, un salchichón duro y un pan chapati. Habían llegado al coche alrededor de mediodía.

Llevaban varias horas cruzando esporádicas y rudimentarias aldeas: construcciones circulares hechas con palos atados entre sí y techumbre de paja, y calles sin asfaltar por donde campaban a sus anchas las vacas y las ovejas. El cielo era de un azul casi acuoso, sin una sola nube.

Helen Pendergast intentó ajustarse el pañuelo en torno al pelo, pero era una batalla perdida de antemano a causa de la omnipresencia del polvo, que se pegaba hasta en el último centímetro desnudo de piel sudorosa; ella y su marido tenían un aspecto escrofuloso.

—Qué extraño —dijo al cruzar a paso de caracol la enésima aldea, esquivando pollos y niños pequeños—. No hay ningún cazador tratando de resolver el problema del león. A fin de cuentas, tú tampoco eres un as de la escopeta…

Sonrió irónicamente. Era una de sus bromas habituales.

—Por eso cuento contigo.

—Ya sabes que no me gusta matar animales que no pueda comerme.

—¿Y matar animales que se nos puedan comer a nosotros?

—En ese caso, quizá haga una excepción. —Cambió de posición el parasol y se volvió hacia Pendergast, entornando los ojos azules con manchas violetas por la intensidad de la luz—. A propósito, ¿qué pasaba con la melena roja?

—Solo son tonterías; circula una antigua leyenda sobre esta parte de África y un león de melena roja que devora a los hombres.

—Cuéntamela.

Los ojos de Helen brillaron de interés. Le fascinaban las leyendas locales.

—Está bien. Hace unos cuarenta años, dicen, hubo una gran sequía en el sur del valle del Luangwa, y la caza empezó a escasear. Una manada de leones que vivía en el valle fue reduciéndose hasta que tan solo quedó un superviviente, una leona preñada, que sobrevivía desenterrando y devorando los cadáveres de un cementerio nyimba de la zona.

—¡Qué horror! —exclamó Helen, encantada.

—Cuentan que parió un cachorro con una melena intensamente roja.

—Sigue.

—Los habitantes de la aldea estaban tan furiosos de ver cómo continuamente se profanaba el lugar donde enterraban a sus muertos, que al final dieron caza a la leona, la mataron, la despellejaron y expusieron su piel en la plaza del pueblo, clavada a un bastidor. Después organizaron un baile para celebrar el acontecimiento. Al alba, mientras todos dormían bajo los efectos de la cerveza de maíz que habían consumido en grandes cantidades, se introdujo en la aldea un león de melena roja; mató a tres hombres dormidos y se llevó a un niño. Dos días después encontraron los huesos roídos del pequeño a unos kilómetros, entre las hierbas altas.

—Santo Dios.

—Con el paso de los años, el León Rojo, o Dabu Gor, su nombre en bemba, mató y devoró a muchos habitantes de la zona. Decían que era tan listo como un ser humano. Cambiaba a menudo de zona de caza, y a veces cruzaba fronteras para no ser capturado. Según los nyimba de la zona, el León Rojo no podía subsistir sin alimentarse de carne humana, pero con ella viviría eternamente.

Pendergast hizo una pausa para rodear un bache de una profundidad y amplitud casi lunares.

—¿Y qué más?

—Ya está.

—Pero ¿qué le pasó al león? ¿Llegaron a matarlo?

—Varios cazadores profesionales intentaron seguirle el rastro, pero fue inútil; siguió matando hasta morir de viejo, si es que murió.

Pendergast miró teatralmente a su mujer, con los ojos en blanco.

—¡Aloysius, por favor! Ya sabes que no puede ser el mismo león.

—Podría ser un descendiente, con la misma mutación genética.

—Y quizá los mismos gustos —dijo Helen con una sonrisa siniestra.

Cuando empezaba a caer la noche cruzaron dos aldeas vacías; el zumbido de los insectos reemplazaba los gritos infantiles y balidos de costumbre. Llegaron al campamento Nsefu tras la puesta de sol, con un crepúsculo azul sobre la sabana. El campamento, situado junto al Luangwa, estaba formado por un cúmulo de rondevaals distribuidos por las dos orillas, con un bar al aire libre y un comedor cubierto.

—Es un entorno precioso —dijo Helen al verlo.

—Nsefu es el campamento de safaris más antiguo del país —contestó Pendergast—. Lo fundó Norman Carr en los años cincuenta, cuando Zambia aún formaba parte de Rodesia del Norte. Carr fue uno de los primeros cazadores que se dieron cuenta de que, para la gente, fotografiar animales podía ser tan emocionante como cazarlos, y mucho más lucrativo.

—Gracias, profesor. ¿Después de clase habrá un examen?

Cuando aparcaron en el polvoriento estacionamiento, el bar y el comedor estaban vacíos. El personal del campamento se había refugiado en las chozas. Todas las luces estaban encendidas, y el generador funcionaba a la máxima potencia.

—Qué gente tan nerviosa —dijo Helen al abrir la puerta y salir al calor de la tarde; el aire vibraba con el estridente canto de las cigarras.

Al abrirse, la puerta del rondevaal más próximo dibujó una franja amarilla en la tierra batida. Salió un hombre con los chinos muy planchados —con una raya afiladísima—, botas bajas de piel y calcetines largos.

—El jefe de policía, Alistair Woking —susurró Pendergast a su mujer.

—Nunca lo habría adivinado.

—Y su acompañante, el que lleva ese sombrero australiano de vaquero, es Gordon Wisley. Tiene la concesión del campamento.

—Entren —dijo el jefe de policía al darles la mano—, en la choza hablaremos más cómodamente.

—¡No, por Dios! —exclamó Helen—. Llevamos todo el día encajonados en un coche. Tomemos algo en el bar.

—Es que… —dijo el jefe de policía, no muy convencido.

—Si el león entra en el campamento, mejor; así nos ahorraremos la molestia de seguirle el rastro por el monte. ¿Verdad, Aloysius?

—Una argumentación irrefutable.

Helen cogió de la parte trasera del Land Rover la bolsa de tela donde llevaba su escopeta. Pendergast hizo lo mismo, y luego se colgó del hombro una pesada caja metálica de munición.

—¿Y bien, señores? —dijo—. ¿Vamos al bar?

—Está bien. —El jefe de policía pareció algo más tranquilo al ver las escopetas de gran calibre para safari—. ¡Misumu!

Un africano con un fez de fieltro y una faja roja asomó la cabeza por una puerta del campamento de empleados.

—Si no te importa —dijo Woking—, nos gustaría tomar algo en el bar.

Entraron en la choza con tejado de paja, mientras el camarero ocupaba su puesto al otro lado de la barra de madera pulida. Sudaba, pero no de calor.

—Un Maker's Mark —pidió Helen—. Con hielo.

—Dos —dijo su marido—. Si tiene menta, échele un poco.

—Lo mismo para todos —añadió el jefe de policía—. ¿Te va bien, Wisley?

—Mientras sea fuerte… —dijo Wisley, con una risa nerviosa—. ¡Menudo día!

El camarero sirvió las copas. Pendergast se limpió el polvo de la garganta mediante un buen trago.

—Cuéntenos qué pasó, señor Wisley.

Wisley era alto, pelirrojo y con acento neozelandés.

—Fue después de comer —empezó a explicar—. Teníamos doce huéspedes: el campamento lleno.

Mientras tanto, Pendergast abrió la cremallera de la bolsa de lona y sacó su arma, una doble escopeta Holland & Holland 465 «Royal». Levantó el cerrojo y empezó a limpiarla, quitando el polvo del largo cañón.

—¿Qué había de comer?

—Bocadillos. Kudú a la brasa, jamón, pavo y pepinillos. Té helado. A esa hora del día, con tanto calor, siempre servimos un almuerzo ligero.

Pendergast asintió con la cabeza mientras limpiaba la culata de nogal.

—Un león se había pasado casi toda la noche rugiendo en el monte, pero de día se calmó. Oímos los rugidos de los leones a menudo. De hecho es una de las atracciones del campamento.

—Encantador.

—Pero hasta ahora nunca nos habían molestado. La verdad es que no lo entiendo.

Pendergast le miró y siguió revisando la escopeta.

—Tal vez el león no era de por aquí…

—En efecto. En esta zona hay varias manadas, y los conozco a todos de vista. Era un macho solitario.

—¿Grande?

—Enormemente grande.

—¿Lo suficiente como para salir en el libro de récords?

Wisley hizo una mueca.

—Mayor que todo lo que salga en ese libro.

—Ya.

—El alemán, que se llamaba Hassler, y su mujer fueron los primeros en levantarse de la mesa. Creo que serían las dos. Según ella, cuando volvían a su rondevaal, el león saltó de su escondrijo en la orilla del río, tiró al suelo a su marido y le clavó los dientes en el cuello. Entonces ella empezó a gritar como una loca; el pobre hombre también, claro. Llegamos todos corriendo, pero el león ya se lo había llevado. No puede imaginar qué horrible fue. Le oíamos gritar. Luego se quedó todo en silencio, menos el ruido de…

Se calló de golpe.

—Madre mía —dijo Helen—. ¿Nadie cogió una escopeta?

—Yo —afirmó Wisley—. No tengo muy buena puntería, pero, como sabe, es obligatorio llevar escopeta cuando salimos con los turistas. No me atreví a seguir al león por las hierbas altas, pues yo no cazo, señor Pendergast, pero disparé varias veces hacia el ruido, y tuve la impresión de que el león se adentraba más en la maleza. Es posible que le hiriese.

—Sería una pena —dijo irónicamente Pendergast—. Seguro que se llevó consigo el cadáver. ¿Han conservado el rastro en el lugar del ataque?

—Sí. Al principio, con el pánico, hubo un poco de alboroto, pero después precinté la zona.

—Bien hecho. ¿Y nadie se metió en la maleza para seguir al león?

—No. Estaban todos histéricos. Hacía décadas que un león no mataba a alguien. Evacuamos a todo el mundo, menos al personal imprescindible.

Pendergast asintió y miró a su mujer, que también había limpiado su escopeta —una Krieghoff 500/416 «Big Five»— y escuchaba con atención.

—¿Desde entonces han oído al león?

—No. Ha estado todo sepulcralmente silencioso, toda la noche y todo el día. Quizá se haya ido.

—Sin haberse acabado la presa, no es probable —dijo Pendergast—. Los leones no arrastran a sus presas más de un kilómetro y medio. Puede estar seguro de que sigue por aquí. ¿Lo vio alguien más?

—Solo la mujer.

—¿Y dijo que tenía la melena roja?

—Sí. Al principio, debido al pánico, dijo que estaba empapado de sangre, pero cuando se calmó un poco pudimos hacerle preguntas más concretas, y parece que el león tenía una melena de color rojo vivo.

—¿Y cómo sabe que no era sangre?

Helen intervino:

—Los leones son muy quisquillosos con sus melenas. Las limpian a menudo. Nunca he visto sangre en la melena de un león, solo en la cara.

—Entonces, señor Pendergast, ¿qué hacemos? —preguntó Wisley.

Pendergast bebió un buen trago de bourbon.

—Tendremos que esperar a que amanezca. Necesito a su mejor rastreador y a alguien que lleve las escopetas. El segundo tirador, naturalmente, será mi esposa.

Silencio. Wisley y el jefe de policía miraron a Helen, que les sonrió.

—Lo siento, pero sería un poco… hum… irregular —dijo Woking, carraspeando.

—¿Porque soy una mujer? —preguntó Helen, divertida—. No se preocupen; no se contagia.

La respuesta fue inmediata.

—No, no. Es porque estamos en un parque nacional, y no se puede disparar sin un permiso profesional emitido por el gobierno.

—La que mejor dispara de los dos es mi mujer —afirmó Pendergast—. Por otro lado, para perseguir a un león por la sabana es imprescindible que haya dos tiradores expertos. —Hizo una pausa—. A menos que quiera ser usted el segundo tirador…

El jefe de policía se quedó callado.

—No permitiré que mi marido vaya solo —intervino Helen—. Sería demasiado peligroso. Podrían destrozarle, o algo peor.

—Gracias por tu confianza, Helen —dijo Pendergast.

—Aloysius, no puedes negar que fallaste al disparar a un cefalofo a doscientos metros, cuando era tan fácil como darle a la puerta de un establo desde dentro…

—Ya, pero había un fuerte viento cruzado, y el animal se movió en el último momento.

—Pasaste demasiado tiempo preparando el disparo. Tu problema es que piensas demasiado.

Pendergast se volvió hacia Woking.

—Como ve, el pack se vende junto. O los dos, o ninguno.

—Está bien —aceptó el jefe de policía—. ¿Señor Wisley?

Wisley asintió a regañadientes.

—Nos vemos mañana por la mañana, a las cinco —añadió Pendergast—. Y he dicho muy en serio que necesitaremos un rastreador de primera.

—Tenemos a uno de los mejores de Zambia, Jason Mfuni. Aunque suele rastrear para fotógrafos y turistas; casi nunca lo ha hecho para cazar.

—Mientras tenga nervios de acero…

—Los tiene.

—Habrá que hacer correr la voz entre la gente de la zona, para asegurarnos de que no se acerquen. Lo que menos nos conviene son distracciones.

—No será necesario —dijo Wisley—. ¿Cuando venían se han fijado en las aldeas vacías? No encontrarán a ningún ser humano en treinta kilómetros a la redonda, aparte de nosotros.

—¿Tan deprisa se han vaciado las aldeas? —preguntó Helen—. El ataque fue ayer…

—Es el León Rojo —respondió el jefe de policía, como si eso lo explicase todo.

Pendergast y Helen se miraron. Durante un momento el bar quedó en silencio.

Después, Pendergast se levantó, cogió a Helen de la mano y la ayudó a levantarse.

—Gracias por la copa. Si son tan amables de mostrarnos nuestra choza…

Pantano de sangre
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