23

El coche deportivo iba lanzado por las adormiladas carreteras secundarias del campo de Luisiana. Los manglares, los brazos de río, las plantaciones majestuosas y las ciénagas pasaban borrosos. De vez en cuando aminoraban un poco para atravesar un pueblo, donde el vehículo era objeto de miradas de curiosidad por su estrepitoso ruido. Pendergast no se había molestado en poner la capota, y D'Agosta sufría cada vez más con el viento, que irritaba su calva. Ir en un coche tan bajo le provocaba una sensación de vulnerabilidad. Se extrañó que Pendergast hubiera cogido ese coche en vez del Rolls, muchísimo más cómodo.

—¿Le importa decirme adonde vamos? —bramó para hacerse oír sobre el viento.

—A Picayune, Mississippi.

—¿Por qué?

—Porque es desde donde Helen llamó por teléfono a Maurice.

—¿Lo sabe con certeza?

—Con el noventa y cinco por ciento de seguridad.

—¿Cómo?

Pendergast redujo la marcha para salvar una curva muy cerrada.

—Helen se tomó un egg cream mientras esperaba a los del automóvil club.

—Ya. ¿Y qué?

—Los egg cream eran su debilidad yanqui, de la que jamás logré curarla. Apenas se encuentran fuera de Nueva York y de algunas partes de Nueva Inglaterra.

—Siga.

—Desde Nueva Orleans solo se puede, o se podía, ir en coche a tres sitios donde sirvieran egg cream. Helen los tenía localizados, y siempre iba en coche a alguno de los tres. Alguna vez yo la acompañaba. En fin, el caso es que al consultar el mapa, he deducido (por el día de la semana, la hora del día y la propensión de Helen a conducir demasiado deprisa) que la elección más obvia, entre los tres, es Picayune.

D'Agosta asintió con la cabeza. Explicado así, parecía muy lógico.

—¿Y lo del noventa y cinco por ciento?

—Cabe la remota posibilidad de que esa mañana se parase antes por alguna razón; o la parasen, porque la multaban a menudo por exceso de velocidad.

Picayune, Mississippi, era una localidad pulcra y con casas bajas de madera, justo al otro lado de la frontera con Luisiana. A la entrada del término municipal había un rótulo que la proclamaba «Moneda preciosa en el monedero del sur», y otro con fotos de los galardonados en el desfile de carnaval del año anterior. Mientras recorrían las calles, tranquilas y arboladas, D'Agosta lo miraba todo con curiosidad. Pendergast condujo más despacio cuando irrumpió ruidosamente en el centro comercial.

—Está todo un poco cambiado —dijo, mirando a ambos lados—. Aquel cibercafé es nuevo, por supuesto. Aquel restaurante criollo también. En cambio, aquel local pequeño donde anuncian bocadillos de cangrejos de río me suena.

—¿Solía venir con Helen?

—No, con Helen no. He cruzado varias veces el pueblo, pero años más tarde. A unos cuantos kilómetros de aquí hay un campo de entrenamiento del FBI. Ah, debe de ser esto.

Pendergast se metió por una calle tranquila, y frenó arrimándose al bordillo. El único edificio que no era residencial era el más cercano, de hormigón y una sola planta, bastante apartado de la calle y rodeado por un aparcamiento de asfalto agrietado y levantado. En la fachada había un letrero torcido, que lo anunciaba como Jake's Yankee Chowhouse, aunque estaba descolorido y desconchado, y se veía a la legua que el establecimiento llevaba años cerrado. Sin embargo, de las ventanas de la parte trasera colgaban unas cortinas de muselina, y de la pared de cemento, una antena parabólica. Estaba claro que también se utilizaba como residencia.

—Veamos si podemos hacerlo por la vía fácil —murmuró Pendergast.

Examinó unos instantes la calle, con los labios apretados. Después empezó a hundir el pie derecho en el acelerador del Porsche, sin levantarlo durante un buen rato. El gran motor despertó con un rugido que aumentó con cada presión del pedal, haciendo que salieran volando las hojas de debajo del coche. Al final, la carrocería del coche vibraba con la fuerza de un avión de pasajeros.

—¡Por Dios! —exclamó D'Agosta a gritos—. ¿Quiere resucitar a los muertos?

El agente del FBI siguió otros quince segundos, hasta que a lo largo y ancho de la calle se asomaron como mínimo una docena de cabezas a ventanas y puertas.

—No —contestó, soltando el pedal y dejando que el motor descansara—. Creo que bastará con los vivos. —Sometió a un rápido examen las caras que les observaban—. Demasiado joven —dijo acerca de una, meneando la cabeza—. Y aquel de allí está claro que es demasiado tonto, el pobre… Ah, pero ese sí que tiene alguna posibilidad. Vamos, Vincent.

Bajó del coche y se acercó tranquilamente a la tercera casa de la izquierda, en cuyos escalones de entrada había un hombre de unos sesenta años, con una camiseta amarillenta, que les miraba con el ceño fruncido. Una de sus gruesas manos asía un mando de televisor, y la otra una cerveza.

De repente, D'Agosta entendió la razón de que Pendergast hubiera cogido el Porsche de su mujer para aquel viaje.

—Perdone —dijo Pendergast al acercarse a la casa—. Quería saber si por casualidad reconoce el automóvil en el que hemos…

—Vete a tomar viento —dijo el hombre, girándose, entrando en la casa y dando un portazo.

D'Agosta se subió los pantalones y se pasó la lengua por los labios.

—¿Quiere que saque a rastras a ese gordo cabrón?

Pendergast sacudió la cabeza.

—No hace falta, Vincent. —Se volvió y miró el restaurante. Una mujer corpulenta y de edad avanzada, con una bata muy fina, había salido de la cocina; estaba en el porche, entre dos flamencos de plástico, con una revista en una mano y un purito en la otra, y les escrutaba a través de unas gafas estilo años cincuenta—. Es posible que hayamos levantado la perdiz que buscábamos.

Volvieron al viejo aparcamiento, y a la puerta de la cocina de Jake's. La mujer observó con una mirada taciturna, inexpresiva, cómo se acercaban.

—Buenas tardes, señora —dijo Pendergast, inclinándose ligeramente.

—Buenas —contestó ella.

—¿Por casualidad es la dueña de este magnífico establecimiento?

—Puede ser —dijo, y dio una profunda calada al purito. D'Agosta se fijó en que llevaba una boquilla de plástico blanco.

Pendergast señaló el Spyder con un gesto de la mano.

—¿Y habría alguna posibilidad de que reconociera este automóvil?

Ella apartó la vista y observó el coche a través de sus gafas sucias.

—Puede ser —repitió.

Hubo un momento de silencio. D'Agosta oyó que se cerraban de golpe una ventana y una puerta.

—¡Qué negligencia la mía! —exclamó de pronto Pendergast—. ¡Consumir un tiempo tan valioso como el suyo sin compensarla!

Como por arte de magia apareció en su mano un billete de veinte dólares. Se lo tendió a la mujer que, ante la sorpresa de D'Agosta, se lo quitó de los dedos y se lo embutió en el escote, arrugado pero aún generoso.

—He visto este coche tres veces —dijo ella—. A mi hijo le pirraban los deportivos extranjeros. Trabajaba en el puesto de bebidas. Murió hace unos años, en un accidente de coche en las afueras del pueblo. En fin, la cuestión es que la primera vez que apareció casi se volvió loco. Hizo que todo el mundo dejara lo que estaba haciendo y fuera a verlo.

—¿Recuerda quién lo conducía?

—Una chica joven. Tampoco estaba mal.

—No se acordará de lo que pidió, ¿verdad? —preguntó Pendergast.

—No es fácil olvidarlo. Un egg cream. Dijo que venía de Nueva Orleans solo por eso. Imagínese, ir tan lejos para un egg cream.

Otro silencio, más corto.

—Ha dicho que había visto el coche tres veces —dijo Pendergast—. ¿Cuál fue la última?

La mujer dio otra calada al purito y estuvo un momento hurgando en su memoria.

—La última se presentó a pie. Había tenido un pinchazo.

—La felicito por su magnífica memoria, señora.

—Ya le digo que coches así, o mujeres así, no se le olvidan a nadie. Mi Henry la invitó al egg cream. Luego, ella volvió a pasar por aquí y le dejó ponerse al volante, aunque no le dejó conducir. Dijo que tenía prisa.

—Ah. ¿Así que iba a alguna parte?

—Dijo que había estado dando vueltas porque no encontraba la salida de Caledonia.

—¿Caledonia? Desconozco esa localidad.

—No es ninguna localidad. Me refiero al Bosque Nacional de Caledonia. Esa maldita carretera no estaba indicada antes y sigue sin estarlo.

Pendergast no dejó ver su entusiasmo. D'Agosta pensó que los gestos del agente del FBI —al encenderle a la anciana otro purito— parecían lánguidos.

—¿Allí era adonde iba? —preguntó, guardándose el mechero en el bolsillo—. ¿Al bosque nacional?

La mujer se sacó de la boca el nuevo purito, lo miró, movió un poco las mandíbulas y volvió a introducir la boquilla entre sus labios, como si enroscase un tornillo.

—No.

—¿Podría decirme adonde iba?

La mujer fingió que intentaba acordarse.

—A ver, a ver… Es que hace tanto tiempo… Por lo visto, la magnífica memoria se había debilitado. Apareció otro billete de veinte, que fue a parar una vez más con rapidez al mismo canalillo.

—Sunflower —dijo inmediatamente.

—¿Sunflower? —repitió Pendergast.

Ella asintió con la cabeza.

—Sunflower, Luisiana. Apenas tres kilómetros después de la frontera. Cojan el desvío de Bogalusa, justo antes del pantano.

Señaló en esa dirección.

—Le estoy profundamente agradecido. —Pendergast se volvió hacia D'Agosta—. No perdamos tiempo, Vincent. Mientras volvían al coche, la mujer berreó:

—¡Giren a la derecha al pasar a la altura de la vieja mina!

Pantano de sangre
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