58

El sol ya se había puesto detrás de un telón de nubes turbias cuando Laura Hayward llegó a la pequeña carretera que salía de Itta Bena y fue hacia el este, en dirección a la interestatal. Según el GPS, tardaría cuatro horas y media en volver a Penumbra. Llegaría antes de medianoche. Pendergast le había dicho que volvería tarde. Quería ir a ver qué más averiguaba sobre June Brodie.

Era una carretera larga, solitaria y vacía. Empezó a sentirse amodorrada, abrió la ventanilla y dejó entrar un chorro de aire húmedo. El coche se llenó de olor a noche y a tierra mojada. Pensaba tomar un café y un bocadillo en el primer pueblo. A menos que encontrase un lugar donde sirvieran costillas… No había comido nada desde el desayuno.

El teléfono móvil sonó. Con una sola mano lo sacó del bolsillo.

—¿Diga?

—¿La capitana Hayward? Soy el doctor Foerman, del hospital de Caltrop.

La seriedad del tono la dejó helada al instante.

—Perdone que la moleste de noche, pero no tenía más remedio. El señor D'Agosta ha empeorado repentinamente.

Tragó saliva.

—¿Qué quiere decir?

—Estamos haciendo algunas pruebas, pero parece que podría estar sufriendo un tipo poco frecuente de shock anafiláctico relacionado con la válvula de cerdo de su corazón. —Foerman hizo una pausa—. Francamente, parece muy grave. Nos ha… parecido que había que avisarla.

Hayward se quedó un momento sin habla. Frenó y se detuvo a un lado de la carretera, derrapando en el arcén.

—¿Capitana Hayward?

—Estoy aquí. —Sus dedos temblorosos teclearon «Caltrop, MI» en el GPS—. Un momento. —El GPS hizo un cálculo y mostró el tiempo entre donde se encontraba ella y Caltrop—. En dos horas estaré ahí. Tal vez menos.

—La esperamos.

Cerró el teléfono y lo tiró al asiento de al lado. Después respiró hondo, entrecortadamente, y pisó a fondo el acelerador. Mediante un brusco giro de volante, hizo un cambio de sentido y volvió a la carretera, haciendo saltar grava y con los neumáticos chirriando.

Judson Esterhazy cruzó con toda tranquilidad la doble puerta de cristal, con las manos en los bolsillos de su bata de médico, y se llenó los pulmones con el aire cálido de la noche. Desde su privilegiado observatorio en el acceso principal del hospital, debajo de la marquesina, miró el aparcamiento. Fuertemente iluminado con lámparas de sodio, dibujaba una ele por la entrada principal y uno de los lados del pequeño hospital, y estaba a un cuarto de su capacidad. Una noche de marzo plácida y sin sobresaltos en el hospital de Caltrop.

Se fijó en la distribución del complejo. Detrás del aparcamiento había un césped bien cuidado, que acababa en un pequeño lago. En la otra punta del hospital había varios túpelos, plantados y cuidados con esmero, entre los que discurría un caminito con bancos de granito distribuidos estratégicamente.

Cruzó sin prisas el aparcamiento y, al llegar al borde del pequeño parque, se sentó en un banco; nada le distinguía de un simple residente o de un interno que había salido a respirar aire fresco. Por hacer algo, se entretuvo leyendo los nombres grabados en el banco.

De momento todo marchaba según el plan. No podía negar que le había resultado difícil encontrar a D'Agosta; Pendergast le había creado una nueva identidad, con un historial médico falso, un certificado de nacimiento y todo lo demás. De no ser porque Judson tenía acceso a los historiales farmacéuticos privados, quizá no le hubiera encontrado nunca. Finalmente, la válvula cardiaca de cerdo le había dado la pista que necesitaba. Sabía que habían trasladado a D'Agosta a una unidad de atención cardiaca a causa de su herida en el corazón. El examen preliminar indicaba graves daños en una válvula aórtica. Debería haber muerto, el muy cabrón, pero en vista de que, contra todo pronóstico, aguantaba, Judson sabía que necesitaría una válvula de cerdo.

No había muchas peticiones de válvulas de cerdo en el sistema. Siguiendo el rastro de la válvula, encontraría al hombre. Era lo que había hecho.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había una manera de matar dos pájaros de un tiro. A fin de cuentas, D'Agosta no era el objetivo principal, pero ya que estaba en coma y moribundo podía ser un magnífico señuelo.

Echó un vistazo a su reloj. Sabía que Pendergast y Hayward aún tenían su base de operaciones en Penumbra. No podían estar a mucho más de un par de horas de camino. Naturalmente, para entonces ya les habrían informado del estado de D'Agosta y estarían conduciendo a toda velocidad hacia el hospital. La sincronización era perfecta. D'Agosta estaba agonizando debido a la dosis de Pavulon que él le había administrado; la había dosificado con cuidado, para que tuviera efectos mortales, pero no inmediatos. Era lo bueno del Pavulon, que se podía ajustar la dosis para prolongar el drama de la muerte. Reproducía muchos de los síntomas del shock anafiláctico, y su semivida en el cuerpo era inferior a tres horas. Pendergast y Hayward se presentarían justo a tiempo para los últimos estertores; claro que no conseguirían llegar hasta el lecho de muerte.

Se levantó y paseó por el camino de ladrillo que cruzaba el parque. La iluminación del aparcamiento no alcanzaba muy lejos, por lo que casi todo el parque estaba a oscuras. Era un buen sitio desde el que disparar, si utilizara un fusil de francotirador, pero no podía ser. Cuando llegasen los dos agentes, aparcarían lo más cerca posible de la entrada principal, bajarían corriendo y entrarían enseguida, con lo que ofrecerían un blanco en constante movimiento. Después de su fallo con Pendergast, delante de Penumbra, a Esterhazy no le apetecía repetir el mismo error. Esta vez no correría riesgos. Por eso usaría la recortada.

Volvió hacia la entrada del hospital, que parecía la opción más fácil, sin complicaciones. Se colocaría a la derecha del camino, entre las farolas. Daba lo mismo dónde aparcasen Pendergast y Hayward. Tendrían que pasar irremediablemente por su lado. El saldría a su encuentro vestido de médico, con un sujetapapeles en la mano y la cabeza inclinada. Estarían preocupados, tendrían prisa, y él sería un médico. No sospecharían. ¿Podía haber algo más natural? Dejaría que se acercaran; él se situaría donde no pudiera verle nadie desde detrás de la doble puerta de cristal. Entonces levantaría la recortada por debajo de la bata de laboratorio y dispararía desde la cadera, a bocajarro. Los cartuchos doble cero les arrancarían literalmente por la espalda las vísceras y la columna vertebral. Después, solo tendría que recorrer los seis metros que le separaban de su coche, subir e irse.

Repasó la secuencia con los ojos cerrados, cronometrándola. Más o menos quince segundos, desde el principio hasta el final. Para cuando el vigilante del mostrador de recepción pidiera refuerzos y, haciendo acopio de valor, levantara su culo gordo de la silla y saliese por la puerta, Judson se habría ido.

Era un buen plan. Sencillo. Infalible. Los blancos llegarían desprevenidos y vulnerables. Hasta Pendergast, con su flema legendaria, estaría nervioso. Seguro que se echaba la culpa del estado de D'Agosta, y ahora su amigo se estaba muriendo.

El único peligro, pero muy pequeño, era que le abordase o interpelase alguien en el hospital antes de poder actuar, pero no parecía muy probable. Era un hospital privado caro, lo bastante grande para que nadie se hubiera fijado en él cuando había entrado y mostrado al vuelo su identificación. Había ido directamente a la habitación de D'Agosta; lo había encontrado sedado y profundamente dormido después de la operación. No había vigilancia. Era evidente que les parecía que habían ocultado bastante bien su identidad. De hecho, había que reconocer que lo habían hecho muy bien, con todos los papeles en regla, y en el hospital casi todos creían que se llamaba Tony Spada, de Flushing, Queens…

Pero era el único paciente de toda la región que necesitaba una válvula aórtica de cerdo Xenograft por valor de cuarenta mil dólares.

Esterhazy había inyectado el Pavulon en el gotero del suero. Cuando se disparó el código de emergencia, él ya estaba en otra parte del hospital. Nadie le había preguntado nada. Ni siquiera le habían mirado de reojo. Al ser médico, sabía perfectamente qué aspecto debía tener, qué actitud adoptar y qué decir.

Miró su reloj de pulsera. Después se acercó con paso tranquilo a su coche y subió. La escopeta brilló tenuemente en el suelo del asiento del copiloto. Pensaba quedarse un rato allí, en la oscuridad. Después escondería la escopeta debajo de la bata, bajaría del coche, se situaría entre las luces… y esperaría a que llegaran los pájaros.

Hayward vio el hospital al final de la vía de acceso, larga y recta: un edificio de tres plantas que brillaba en la noche, en medio de una gran pendiente de césped, con muchas ventanas que se reflejaban en las aguas de un estanque. Aceleró; la carretera bajaba para cruzar un riachuelo y luego volvía a subir. Al acercarse a la entrada, frenó bruscamente, intentando controlar la excesiva velocidad, y llegó a la última curva, antes del aparcamiento, con un suave chirrido de neumáticos en el asfalto mojado por el rocío.

Aparcó con un frenazo en el primer hueco que encontró, abrió la puerta de golpe y saltó al suelo. Tras cruzar el aparcamiento a toda prisa llegó a la marquesina que llevaba a la puerta principal. Vio enseguida a un médico, a un lado del camino, entre las manchas de luz, con un sujetapapeles en las manos. Aún llevaba la mascarilla en la cara. Debía de acabar de salir del quirófano.

—¿La capitana Hayward? —preguntó el médico. Ella se acercó, alarmada de que estuviera esperándola.

—Sí. ¿Cómo está?

—Se recuperará —fue la respuesta, un poco ahogada.

Entonces, como si tal cosa, el médico cogió el sujetapapeles con una sola mano, a la vez que metía la otra por debajo de la bata blanca.

—Menos mal… —empezó a decir ella, antes de ver la escopeta.

Pantano de sangre
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