15
Rockland, Maine
—En condiciones normales, la taberna Salty Dog habría sido justo el tipo de bar que le gustaba a Vincent D'Agosta: sencillo, sin pretensiones, para trabajadores, y barato. Pero las condiciones no eran normales. En cuatro días había viajado en avión o en coche entre otras tantas ciudades. Echaba de menos a Laura Hayward, y estaba enormemente cansado, extenuado. Además, Maine, en febrero, no era lo que se dice un lugar encantador. Lo último que le apetecía en esos momentos era tomarse unas cervezas con unos pescadores.
Sin embargo, empezaba a estar desesperado. Rockland había resultado ser un callejón sin salida. En doce años, desde que los Esterhazy se habían ido a vivir a otro sitio, su antigua casa había pasado por muchas manos. La única persona en todo el vecindario que parecía acordarse de la familia era una vieja solterona, pero que le había cerrado la puerta en las narices. En los periódicos de la biblioteca pública no aparecían ni una vez los Esterhazy, y en el registro no había nada pertinente salvo información tributaria. Y luego decían que en los pueblos todo eran chismorreos…
De ahí que hubiera tenido que recurrir a la taberna Salty Dog, un antro situado en la playa donde, según le habían informado, mataban el tiempo los más viejos lobos de mar. Resultó ser un edificio de madera en pésimo estado, entre dos almacenes en el interior del muelle de pescadores. Una tormenta se acercaba rápidamente; del mar, llegaban en remolinos los primeros copos de nieve, y el viento levantaba espuma, a la vez que hacía rodar periódicos abandonados por las rocas de la playa. «¿Qué coño hago yo aquí?», se preguntó. Pero sabía la respuesta. Se lo había explicado el mismo Pendergast: «Lo siento, pero tendrá que ir usted —había dicho—. Es un asunto que me toca demasiado de cerca. Carezco de la distancia y la objetividad necesarias para investigar».
El interior del bar estaba oscuro, con un ambiente recargado que olía a pescado frito y a cerveza agria. Cuando sus ojos se acostumbraron, D'Agosta vio que los presentes —el encargado y cuatro clientes con chaquetas y gorras de marinero— habían dejado de hablar y lo miraban con atención. Se notaba que era un local de clientes habituales. Aunque, al menos se estaba caliente, gracias a la estufa de leña del centro de la sala.
Una vez sentado al fondo, hizo una señal con la cabeza al encargado y pidió una Bud. Intentó pasar inadvertido. Poco a poco se reanudó la conversación; gracias a ella averiguó que los cuatro clientes eran pescadores y que en ese momento la pesca era mala, aunque en realidad siempre lo era.
Entre sorbos de cerveza, observó el bar. Previsiblemente, la decoración era marinera y de época: paredes cubiertas de mandíbulas de tiburón, enormes pinzas de bogavante y fotos de barcos de pesca, y en el techo, redes con bolas de cristal de colores. Todas las superficies tenían una gruesa pátina de vejez, humo y roña.
Después de echarse dos cervezas entre pecho y espalda, decidió que era el momento de mover ficha.
—Mike —dijo, llamando al encargado por el nombre de pila que había oído en la conversación—, permítame invitar a una ronda; y ya que estamos, tómese usted una cerveza.
Mike se lo quedó mirando un momento; luego, con una palabra hosca de agradecimiento, cumplió su petición. El reparto de cervezas fue acompañado de gestos y gruñidos.
D'Agosta se bebió un buen trago de la suya, consciente de que era importante parecer un tipo normal, lo cual, en el Salty Dog, significaba no ser cicatero con la bebida. Carraspeó.
—Estaba pensando si tal vez por aquí habría alguien que pudiera ayudarme —dijo en voz alta.
Más miradas fijas; algunas de curiosidad y otras de recelo.
—¿Ayudarle a qué? —preguntó un hombre canoso a quien se habían referido los demás como Héctor.
—Hace tiempo vivía una familia por aquí. Se llamaban Esterhazy. Estoy intentando localizarlos.
—¿Y usted cómo se llama? —preguntó un pescador que respondía al nombre de Ned.
Medía poco más de metro y medio. Tenía la cara curtida por el viento y el sol, y unos antebrazos del grosor de un poste telefónico.
—Martinelli.
—¿Es poli? —inquirió Ned, ceñudo.
D'Agosta sacudió la cabeza.
—Investigador privado. Es sobre un legado.
—¿Un legado?
—Bastante dinero. Los albaceas me han contratado para que localice a los Esterhazy que aún estén vivos. Porque si no los encuentro no podré darles su herencia, ¿verdad?
El bar quedó en silencio, mientras los parroquianos digerían la noticia. Más de un par de ojos se iluminó al oír hablar de dinero.
—Mike, por favor, otra ronda. —D'Agosta bebió un generoso trago de su jarra cubierta de espuma—. Los albaceas también han dado permiso para que se les pague una pequeña recompensa a quienes ayuden a localizar a miembros vivos de la familia.
D'Agosta vio que los pescadores se miraban entre sí, y después a él.
—Entonces —prosiguió—, ¿alguien puede decirme algo?
—Ya no queda ningún Esterhazy en el pueblo —dijo Ned.
—Ya no hay ningún Esterhazy en toda esta parte del mundo —dijo Héctor—. Lógico. Después de lo que pasó…
—¿Qué pasó? —preguntó D'Agosta, procurando no mostrarse muy interesado.
Nuevas miradas entre los pescadores.
—Yo no sé mucho —dijo Héctor—, pero está claro que se fueron con bastante prisa.
—Tenían encerrada a una tía loca en el desván —dijo el tercer pescador—. No les quedaba más remedio, porque empezó a matar a todos los perros del pueblo y a comérselos. Los vecinos decían que de noche la oían llorar y dar porrazos en la puerta, exigiendo carne de perro.
—Vamos, Gary —dijo el encargado, riéndose—. La que gritaba era la mujer, que era una bruja de ordago. Has visto demasiadas películas de terror.
—Lo que pasó de verdad —dijo Ned— es que la mujer intentó envenenar a su marido. Le echó estricnina en la sémola.
El encargado sacudió la cabeza.
—Tómate otra cerveza, Ned. Yo oí que el padre perdió mucho dinero en la bolsa, y que por eso se fueron tan rápido del pueblo, por las deudas.
—Mal asunto —dijo Héctor, acabándose la cerveza—. Muy mal asunto.
—¿Qué tipo de familia era? —preguntó D'Agosta.
Un par de pescadores dirigieron miradas de anhelo a los vasos vacíos que se habían acabado con una rapidez espeluznante.
—Mike, sirve otra, por favor —pidió D'Agosta al encargado.
—A mí —dijo Ned mientras cogía su vaso— me contaron que el padre era un hijo de puta, que zurraba a su mujer con un cable eléctrico. Por eso ella le envenenó.
Las versiones cada vez parecían más descabelladas e improbables; el único dato que le había podido proporcionar Pendergast era que el padre de Helen era médico.
—Pues a mí no me han contado eso —dijo el encargado—. La loca era la mujer. Toda la familia le tenía miedo. Iban con pies de plomo para no ponerla nerviosa. El marido pasaba mucho tiempo fuera. Creo que siempre viajaba a Suramérica.
—¿Algún arresto? ¿Alguna investigación policial? —D'Agosta ya sabía la respuesta: los Esterhazy no tenían ni un solo antecedente penal. En ninguna parte constaban roces con la ley, ni visitas policiales por problemas domésticos—. Han hablado de familia. ¿Verdad que había un hijo y una hija?
Un breve silencio.
—El hijo era un poco raro —dijo Ned.
—Ned, el hijo era el primero de la clase —dijo Héctor.
«El primero de la clase —pensó D'Agosta—. Al menos eso podría comprobarlo».
—¿Y la hija? ¿Cómo era?
Todo fueron encogimientos de hombros. Se preguntó si el expediente aún estaría en el instituto.
—¿Alguien sabe dónde pueden estar?
Intercambio de miradas.
—Yo he oído que el hijo está en el Sur —dijo Mike, el encargado—. Con la hija ni idea de qué habrá pasado.
—Esterhazy no es un apellido común —aportó Héctor—. ¿Se le ha ocurrido buscarlo en internet?
D'Agosta se enfrentó a un mar de rostros inexpresivos. No se le ocurría ninguna otra pregunta que no desembocase en otro coro de rumores contradictorios y consejos inútiles. Por otra parte, se dio cuenta, consternado, de que estaba algo borracho.
Se levantó, aguantándose en la barra para no caer.
—¿Qué le debo? —preguntó a Mike.
—Treinta y dos con cincuenta —fue la respuesta.
D'Agosta sacó dos de veinte de la cartera y los dejó encima de la barra.
—Gracias a todos por su ayuda —dijo—. Y buenas noches.
—Oiga, ¿y la recompensa? —dijo Ned. D'Agosta hizo una pausa y se volvió.
—Ah, sí, la recompensa… Voy a darles mi número de móvil. Si a alguno de ustedes se le ocurre algo, pero algo concreto, no un simple rumor, que me llame. Si lleva a alguna pista, es posible que haya suerte.
Cogió una servilleta y anotó su número.
Los pescadores se despidieron con la cabeza, salvo Héctor, que lo hizo con la mano.
D'Agosta se cerró el cuello con la mano, cruzó la puerta y salió tambaleándose a la fría tormenta.