75
Judson Esterhazy había acelerado a fondo el 250 Mere, poniendo rumbo sur con la lancha de pesca, a una velocidad peligrosa por el viejo canal de leñadores. Mediante un esfuerzo supremo de voluntad, bajó un poco la palanca y apaciguó su torbellino mental. No cabía duda de que las circunstancias habían exigido huir, para no perder todavía más. Había dejado en el pantano a Pendergast y a la mujer herida, sin embarcación, a casi dos kilómetros de Spanish Island. Que llegasen allí no era lo que más le preocupaba; él estaba sano y salvo, y era el momento de emprender una retirada estratégica. Tendría que actuar con decisión, más temprano que tarde, pero de momento lo prudente era esfumarse, lamerse las heridas… y reaparecer con más vigor y fuerza.
A pesar de todo, por alguna razón, tenía la incómoda certeza de que Pendergast llegaría a Spanish Island; y, a pesar de todo lo ocurrido entre él y Slade, le costaba dejarle atrás, sin protección; le costaba mucho más de lo que había esperado.
Lo curioso era que, en el fondo, desde el momento en el que Pendergast se había presentado en Savannah, con su maldita revelación, había sabido que acabaría todo así. Aquel hombre no era normal. Doce años de meticuloso engaño habían saltado por los aires en cuestión de dos semanas, y todo por no haber limpiado el cañón de una maldita escopeta. Era increíble que un descuido tan pequeño pudiera tener repercusiones tan descomunales.
Al menos, pensó, no había cometido el error de subestimarle… como habían hecho tantos otros, para su desgracia. Pendergast no tenía ni idea de su participación en aquel asunto. Y tampoco sabía nada del as que se guardaba en la manga. Los secretos que Judson conocía, sin la menor duda, Slade se los llevaría a la tumba, o donde fuese.
Sobre la lancha soplaba una suave brisa nocturna. Arriba, en el cielo, titilaban las estrellas y los árboles se recortaban negros contra el cielo iluminado por la luna. El canal se hacía más estrecho y menos profundo. Esterhazy empezó a tranquilizarse. Siempre existía la posibilidad —en absoluto remota— de que Pendergast y la mujer murieran en el pantano antes de llegar al campamento. A fin de cuentas, ella había recibido una de sus balas. Era perfectamente posible que se desangrase; y, aunque la herida no fuera mortal, sería un infierno arrastrarla por el último trecho del pantano, infestado de aligátores y mocasines, por aquellas aguas que eran un hervidero de sanguijuelas y aquel aire atestado de mosquitos.
Cuando la lancha se acercó al fondo limoso del canal redujo la velocidad. Apagó el motor, lo giró para sacarlo del agua y empezó a empujar con la pértiga. Los mismos mosquitos en los que acababa de pensar llegaron en grandes enjambres, acumulándose alrededor de su cabeza y posándose en su cuello y sus orejas. Dio unos manotazos, maldiciéndolos.
El limoso canal se dividía. Se impulsó con la pértiga por el brazo izquierdo. Conocía bien el pantano. Siguió adelante, consultando la sonda de pesca para vigilar la profundidad del agua. Ya había subido mucho la luna, así que en el pantano casi parecía de día. Medianoche. Seis horas para que amaneciese.
Trató de imaginarse la escena en Spanish Island, cuando llegasen ellos dos, pero era deprimente y frustrante. Escupió en el agua y apartó esa imagen de su cabeza. Ventura se había dejado capturar por Hayward, el muy estúpido, pero no había dicho nada antes de que Judson le saltase la tapa de los sesos. Blackletter estaba muerto; lo estaban todos aquellos a los que podían relacionar con el Proyecto Aves. Era imposible volver a meter en la botella el genio del Proyecto Aves. Si Pendergast sobrevivía, se sabría todo. Eso no tenía remedio. De momento, sin embargo, lo esencial era borrar su implicación.
Lo ocurrido durante la última semana había demostrado algo con meridiana claridad: que Pendergast llegaría al meollo de la cuestión. Solo necesitaba tiempo. En consecuencia, hasta el papel de Judson, tan cuidadosamente oculto, saldría a relucir. Y por eso Pendergast debía morir.
Sin embargo, esta vez moriría en las condiciones que impusiera Esterhazy, cuando él lo decidiera, y sería cuando menos se lo esperase el agente del FBI. Porque Esterhazy conservaba una ventaja fundamental: el factor sorpresa. Pendergast no era invulnerable. Ahora Esterhazy conocía con exactitud cuáles eran sus puntos débiles y cómo aprovecharlos. Qué tontería no haberse dado cuenta antes. Empezó a formar un plan en su cabeza. Sencillo, limpio y eficaz.
El canal volvió a ser lo bastante profundo para bajar el motor. Lo metió de nuevo en el agua, arrancó y circuló lentamente por los canales, siempre hacia el oeste, sin perder de vista ni un momento la profundidad bajo la quilla. Llegaría al Mississippi mucho antes del amanecer. Podía hundir la lancha en algún brazo perdido y salir del pantano como un hombre nuevo. Sin querer, le vino a la memoria un pasaje del Arte de la guerra: «Anticípate a tu adversario apoderándote de aquello por lo que sienta afecto, e ingéniatelas para atacarle en el momento y lugar que tú elijas».
Qué perfectamente se ajustaba aquello a su situación…