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Musalangu, Zambia

El sol del crepúsculo, de un amarillo ardiente, abrasaba como un incendio forestal la sabana africana, en el sofocante atardecer que caía sobre el campamento. Las colinas, en el curso superior del río Makwele, se erguían al este como dientes verdes y gastados, recortándose en el cielo.

Un círculo de polvorientas tiendas de lona rodeaba una explanada de tierra batida, a la que daban sombra viejos árboles msasa cuyas ramas se extendían como parasoles esmeraldas sobre el campamento de safari. La columna de humo de una hoguera atravesaba sinuosamente el follaje, llevando consigo un tentador aroma a fuego de madera de mopane y de kudú a la brasa.

A la sombra del árbol central, dos personas —un hombre y una mujer—, sentados frente a frente a una mesa, en sillas de acampada, bebían bourbon con hielo. Llevaban pantalones largos (unos chinos sucios de polvo) y manga larga, para protegerse de las moscas tse-tse que aparecían por las tardes. Rondaban la treintena. El, alto y delgado, llamaba la atención por una palidez imperturbable y casi gélida, inmune al calor. Esa frialdad no se extendía a su interlocutora, que se abanicaba lánguidamente con una gran hoja de banano, haciendo ondular la frondosa y cobriza cabellera que se había recogido con un nudo flojo con la ayuda de una cuerda. El murmullo sordo de la conversación, salpicada de alguna que otra risa femenina, apenas se distinguía de los ruidos de la sabana africana; el reclamo de los cercopitecos verdes, los chillidos de los francolines y el parloteo de las amarantas del Senegal se mezclaban con el ruido de cacharros de la tienda cocina. Como rumor de fondo de la charla vespertina se oía el rugido lejano de un león, emboscado en la sabana.

Las dos personas sentadas eran Aloysius X. L. Pendergast y Helen, su mujer, con quien llevaba dos años casado. Estaban a punto de acabar un safari por la zona de caza controlada de Musalangu, donde habían cazado antílopes jeroglíficos y cefalofos siguiendo un programa de reducción de manadas gestionado por el gobierno de Zambia.

—¿Un poco más de cóctel? —preguntó Pendergast a su mujer, levantando la jarra.

—¿Otro? —contestó ella, y se rió—. Aloysius, no estarás planeando asaltar mi virtud, ¿verdad?

—Ni se me había ocurrido. Tenía la esperanza de que pasáramos la velada analizando el concepto de imperativo categórico en Kant.

—¡Vaya por Dios! Tal como me advirtió mi madre. Te casas con un hombre porque es buen tirador y acabas descubriendo que tiene un cerebro de ocelote.

Pendergast se rió entre dientes, bebió un sorbo y miró la copa.

—La menta africana resulta un poco agresiva para el paladar.

—¡Pobre Aloysius! Echas de menos tus julepes… Pero si aceptas el trabajo que te ha ofrecido Mike Decker en el FBI podrás beber julepes día y noche.

Tras tomar otro sorbo pensativamente, Pendergast miró a su esposa. Era increíble la velocidad a la que se había bronceado bajo el sol africano.

—He decidido no aceptarlo.

—¿Por qué?

—No estoy seguro de querer vivir en Nueva Orleans, con todo lo que ello comporta: complicaciones familiares, recuerdos desagradables… Además, ¿no te parece que ya he visto bastante violencia?

—No lo sé. Me has contado tan poco de tu vida… y sigues contándome tan poco…

—No estoy hecho para el FBI. No me gustan las normas. Además, con esos Médicos con Alas, viajas por todo el mundo. Podemos vivir en cualquier lugar, siempre que esté cerca de un aeropuerto internacional. «Así, nuestras dos almas no experimentan una ruptura, sino una expansión, como oro batido hasta la delgadez del aire». —No me lleves a África para citar a John Donne. A Kipling, quizá.

—«Toda mujer lo sabe todo sobre todo» —recitó Pendergast.

—Pensándolo mejor, ahórrame también a Kipling. ¿Acaso de adolescente te aprendiste de memoria el diccionario de citas?

—Entre otras cosas.

Pendergast levantó la vista. Por el camino llegaba alguien desde el oeste. Era un hombre alto de la tribu nyimba; llevaba pantalones cortos, una camiseta sucia, una escopeta antigua al hombro y un bastón de dos puntas. Al acercarse al campamento, se paró a saludar en bemba, la lengua franca del lugar; unas voces de bienvenida le respondieron desde el interior de la tienda cocina. Después entró en el campamento y se acercó a la mesa donde estaban sentados los Pendergast.

La pareja se levantó.

Umú-ntú ú-mó umú-sumá d-dfiká —dijo Pendergast a guisa de saludo, mientras estrechaba al uso zambiano la mano polvorienta y caliente del recién llegado.

Este le ofreció su bastón, en cuya doble punta estaba sujeta una nota.

—¿Para mí? —preguntó Pendergast, pasando al inglés.

—Del jefe de policía del distrito.

Tras una rápida mirada a su mujer, Pendergast soltó la nota del bastón y la abrió.

Querido Pendergast:

Desearía comunicarme con usted inmediatamente por BLU. Ha ocurrido un hecho desagradable en el campamento Nsefu. Muy desagradable.

ALISTAIR WOKING, jefe de policía,

Luangwa del Sur

P.S. Como usted bien sabe, amigo mío, la normativa exige que todos los campamentos dispongan de comunicaciones BLU. Resulta francamente engorroso tener que enviarle a un mensajero.

—No me gusta nada como suena —dijo Helen Pendergast, asomada por encima del hombro de su marido—. ¿Cuál crees que será ese hecho tan «desagrable»?

—Quizá un turista haya sufrido los avances amorosos de un rinoceronte durante un safari fotográfico.

—No tiene gracia —le reprochó Helen, que aun así se rió.

—Es la temporada de celo. —Pendergast dobló el mensaje y lo metió en el bolsillo del pecho—. Siento decirlo, pero creo que nuestro safari ha terminado.

Se acercó a la tienda, abrió una caja y empezó a enroscar las piezas abolladas de una antena aérea; luego la llevó a un árbol msasa y la colgó en una de las ramas altas. Cuando bajó de la copa, enchufó el cable en la radio de banda lateral única que había dejado sobre la mesa, la encendió, ajustó el dial en la frecuencia correcta e hizo una llamada. Poco después se oyó graznar y chirriar la voz irritada del jefe de policía del distrito.

—¿Pendergast? Pero, por todos los santos, ¿se puede saber dónde está?

—En el campamento del Alto Makwele.

—Diantre, esperaba que estuviera más cerca de la carretera de Banta. ¿Por qué diablos no ha conectado el BLU? ¡Llevo horas buscándole!

—¿Podría explicarme qué ha pasado?

—En el campamento Nsefu. Un león ha matado a un turista alemán.

—¿Quién es el idiota que ha permitido que sucediera?

—Nadie. El león ha entrado en el campamento a plena luz del día, ha saltado sobre un hombre que volvía a su choza de la cabaña comedor y se lo ha llevado a rastras; el tipo no dejaba de gritar.

—¿Y luego?

—¡Supongo que puede imaginárselo! Su mujer se ha puesto histérica y ha cundido el pánico en todo el campamento; han tenido que llamar a un helicóptero para que se llevara a los turistas. El personal que se ha quedado está muerto de miedo. Por lo visto, era un fotógrafo muy famoso en Alemania. ¡Un desastre para el negocio!

—¿Han seguido el rastro del león?

—Tenemos rastreadores y escopetas, pero nadie que se atreva a echarse al monte a perseguir a este león; nadie con suficiente experiencia… ni cojones. Por eso le necesitamos, Pendergast. Tiene que ir a buscar a esa maldita bestia y… hum… recuperar los restos de ese pobre alemán antes de que no quede nada que enterrar.

—¿Ni siquiera han recuperado el cadáver?

—¿No me ha escuchado? ¡Nadie se atreve a salir a buscarlo!

Ya sabe cómo es el campamento Nsefu, con todos esos matorrales frondosos que han crecido debido a la caza furtiva de elefantes. Lo que necesitamos es un cazador con experiencia; y no hace falta que le recuerde que, según los términos de su licencia de cazador profesional, en caso de necesidad está obligado a perseguir a los devoradores de hombres.

—Comprendo.

—¿Dónde ha dejado el Rover?

—En los Fala Pans.

—Póngase en marcha cuanto antes. No se moleste en levantar el campamento. Coja sus escopetas y venga hacia aquí.

—Al menos tardaré un día. ¿Está seguro de que no hay nadie que se encuentre más cerca y pueda ayudarle?

—Nadie, al menos de confianza.

Pendergast miró a su mujer, que sonreía y le guiñaba el ojo, moviendo una de sus manos bronceadas como si disparase una pistola.

—De acuerdo, salimos ahora mismo.

—Otra cosa.

La voz del jefe de policía titubeó. La radio quedó en un silencio únicamente roto por los chasquidos y los chisporroteos.

—¿Qué?

—Probablemente no tenga mucha importancia. La mujer del fotógrafo ha visto cómo le atacaban… y ha dicho…

Otra pausa.

—¿Qué?

—Ha dicho que era un león peculiar.

—¿En qué sentido?

—Tenía la melena roja.

—¿Quiere decir que era un poco más oscura de lo habitual?

No es tan extraño.

—No, más oscura de lo habitual no; la melena de este león era muy roja, casi rojo sangre.

Tras un largo silencio, el jefe de policía volvió a hablar.

—Pero, evidentemente, no puede tratarse del mismo león; eso ocurrió hace cuarenta años, en el norte de Botswana. Nunca he oído que un león viva más de veinticinco años. ¿Y usted?

Pendergast apagó la radio sin decir nada; en sus ojos plateados se reflejaban las últimas luces de la sabana africana.

Pantano de sangre
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