38
Sarasota, Florida
Al atardecer empezó a despejarse el cielo. No tardaron mucho en reflejarse coquetamente en el golfo de México destellos de luna ocultos entre el balanceo incesante de las olas. Pasaban nubes rápidas, cargadas aún de lluvia. Crestas y más crestas rompían en la playa sin descanso, antes de retirarse con un largo fragor.
John Woodhouse ni siquiera las oía. Daba vueltas, inquieto, y de vez en cuando se paraba a mirar el reloj.
Ya eran las diez y media. ¿Por qué tanto retraso? Debería haber sido un trabajo simple: entrar, zanjarlo y salir. De la anterior llamada telefónica había deducido que todo iba sobre ruedas, incluso con adelanto sobre las previsiones: más de lo que Blast se había atrevido a esperar. Pero de eso hacía seis horas; y ahora, con tan buenas expectativas, la tardanza se le hacía aún más angustiosa.
Se acercó al bar, cogió de un manotazo un vaso de la estantería, le echó un puñado de cubitos y se sirvió varios dedos de whisky. Un buen trago, seguido de una exhalación y de otro sorbo más corto y moderado. Se dirigió hacia su sofá de cuero blanco. Dejó el whisky sobre un posavasos de concha y se dispuso a sentarse.
Bruscamente, el teléfono rompió el tenso silencio; sobresaltado, Blast se giró hacia el sonido y estuvo a punto de tirar el vaso. Cogió el auricular.
—¿Y bien? —dijo, consciente de lo aguda y entrecortada que sonaba su voz—. ¿Ya está?
No oyó absolutamente nada.
—¿Hola? ¿Qué pasa, tío, acaso tienes mierda en las orejas?
Te he preguntado si ya está.
Más silencio. Después colgaron.
Se quedó mirando el teléfono. ¿Qué coño pasaba? ¿Querían sacarle más dinero o qué? De acuerdo, él también sabía jugar. El listillo que intentase joderle acabaría deseando no haber nacido.
Se sentó en el sofá y bebió otro trago. Seguro que ese avaricioso de mierda estaba esperando junto al teléfono a que le llamase y le ofreciese más. Pues ya podía armarse de paciencia. Blast sabía cuánto costaban esas faenas; no solo eso, sino que sabía cómo encargárselas a otros matones, y más expertos que él. Si había que volver a engrasar determinados engranajes…
Llamaron al timbre.
En su rostro apareció una sonrisa. Volvió a mirar su reloj de pulsera: dos minutos. Solo habían pasado dos minutos desde la llamada. Así que quería hablar, el muy hijo de puta. Se creía muy listo. Bebió un poco más de whisky y se arrellanó en el sofá.
Volvió a sonar el timbre.
Lentamente, Blast dejó el whisky sobre el posavasos. Ahora le tocaba sudar a ese hijo de puta. Tal vez incluso le rebajaría un poco el precio. No sería la primera vez.
Sonó el timbre por tercera vez. Blast se levantó y, acariciándose el fino bigote, se acercó a la puerta y la abrió de par en par.
Retrocedió enseguida de sorpresa. En la puerta no estaba el asqueroso hijo de puta que esperaba, sino un hombre alto, de ojos oscuros y aspecto de estrella de cine. Llevaba una gabardina negra y larga, con el cinturón poco apretado. Blast se dio cuenta de que había sido un grave error abrir la puerta. Sin embargo, el desconocido no le dio tiempo de volver a cerrarla. Entró y la cerró él mismo.
—¿El señor Blast? —dijo.
—¿Y usted quién carajo es? —contestó Blast.
En vez de contestar, el desconocido dio otro paso. Fue un movimiento tan súbito y decidido que Blast no tuvo más remedio que retroceder. Los pomeranias se refugiaron gañendo en el dormitorio.
El hombre alto le miró de la cabeza a los pies, con los ojos brillando por alguna emoción fuerte. ¿Nerviosismo? ¿Rabia?
Blast tragó saliva. No tenía ni idea de qué quería aquel tipo, pero una especie de instinto de conservación, un sexto sentido nacido de moverse durante años al filo de la legalidad, le dijo que estaba en peligro.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—Me llamo Esterhazy —contestó el hombre—. ¿Le suena de algo?
Le sonaba, sí. Vaya si le sonaba. Lo había pronunciado ese tal Pendergast. Helen Esterhazy Pendergast.
—Es la primera vez que lo oigo.
Con un gesto brusco, Esterhazy se aflojó el cinturón de la gabardina, que al abrirse dejó ver una escopeta recortada.
Blast se echó hacia atrás. La adrenalina hizo que el tiempo prácticamente se detuviera. Observó con una nitidez espeluznante que la culata era de madera negra, y estaba decorada.
—Espere un momento —dijo—. Oiga, no sé qué pasa, pero ya encontraremos alguna solución. Soy una persona que atiende a razones. Dígame qué quiere.
—Mi hermana. ¿Qué le hizo?
—Nada, nada. Solo hablamos.
—Hablaron. —El hombre sonrió—. ¿Y de qué hablaron?
—De nada. Nada importante. ¿Le manda Pendergast? Ya le he dicho a él todo lo que sé.
—¿Y qué sabe?
—Lo único que ella quería era ver el cuadro. Me refiero al Marco Negro. Dijo que tenía una teoría.
—¿Una teoría?
—No me acuerdo, de verdad que no. Hace tanto tiempo… Créame, por favor.
—No. Quiero oír la teoría.
—Si me acordase se la explicaría.
—¿Seguro que no recuerda nada más?
—Es de lo único que me acuerdo. Le juro que es de lo único.
—Gracias.
Con un rugido ensordecedor, uno de los cañones vomitó humo y llamas. Blast sintió que se levantaba del suelo y salía despedido hacia atrás, hasta caer con un tremendo impacto. Notó un hormigueo en el pecho; era extraño, pero no sentía dolor. Por unos instantes, albergó la absurda esperanza de que hubiera fallado el tiro. Después miró su pecho destrozado.
Vio cómo, de muy lejos, aquel hombre —algo borroso e indefinido—, se acercaba y se detenía junto a él. Los cañones de la escopeta, que parecían hocicos de animal, se separaron de aquella silueta y se cernieron sobre la cabeza de Blast. Intentó protestar, pero tenía la garganta llena de otro calor, reconfortante, por extraño que pareciera, y no podía vocalizar…
Después llegó otra terrible confusión de fuego y ruido, que esta vez trajo consigo la inconsciencia.