35

Port Allen, Luisiana

Todo lo que había tenido de agradable el día anterior, lo tuvo el siguiente de oscuro y lluvioso. Para D'Agosta era mejor así; habría menos clientes de los que ocuparse en la tienda de donuts. El plan de Pendergast no le convencía en absoluto.

Aloysius, al volante del Rolls, abandonó la I-10 por la salida de Port Allen, con un silbido de neumáticos en el asfalto mojado. A su lado, D'Agosta hojeaba el Star-Picayune de Nueva Orleans.

—No entiendo por qué razón no podemos hacerlo de noche —dijo.

—El local tiene una alarma antirrobo. Además, se oiría más el ruido.

—Será mejor que hable usted; sospecho que por estos andurriales no gustaría mi acento de Queens. —Bien pensado, Vincent.

D'Agosta se fijó en que Pendergast volvía a mirar por el retrovisor.

—¿Tenemos compañía? —preguntó.

La respuesta de Pendergast fue una simple sonrisa. En vez de su habitual traje negro, llevaba una camisa de cuadros y unos vaqueros. Ya no parecía un director de funeraria, sino un sepulturero.

D'Agosta pasó de página y se detuvo en un artículo con el titular: «Matan en su casa a un científico jubilado».

—Eh, Pendergast —dijo tras echar un vistazo a los párrafos iniciales—, escuche esto: han matado en su casa a aquel hombre con el que quería hablar, Morris Blackletter, el ex jefe de Helen.

—¿Matado? ¿Cómo?

—Le han disparado.

—¿La policía sospecha que pudiera tratarse de un robo?

—No dice nada en el artículo.

—Acabaría de volver de vacaciones. Es una lástima enorme que no hayamos ido a verle antes. Podría habernos sido de bastante utilidad.

—Alguien se nos ha adelantado. Y yo ya imagino quién. —D'Agosta sacudió la cabeza—. No estaría de más volver a Florida e interrogar a Blast.

Pendergast dobló por la calle Court, hacia el centro y el río.

—Es posible, pero se me antoja dudoso el móvil de Blast.

—En absoluto. Puede que Helen le contase a Blackletter que Blast la estaba amenazando. —D'Agosta dobló el periódico y lo metió entre el asiento y el apoyabrazos del medio—. La noche siguiente de hablar con Blast, van y matan a Blackletter. El que no cree en las coincidencias es usted.

Pendergast parecía pensativo. Sin embargo, en vez de contestar salió de la calle Court y se dirigió hacia un aparcamiento situado a una manzana de su lugar de destino. Salieron. Lloviznaba. Pendergast abrió el maletero y le pasó a D'Agosta un casco amarillo de obras y una bolsa grande de tela. Después sacó otro casco y se lo ajustó a la cabeza. Finalmente, sacó un pesado cinturón de herramientas, del que colgaba una serie de linternas, cintas métricas, cortacables y otros útiles, y se lo ciñó en la cintura.

—¿Vamos? —dijo.

Pappy's Donette Hole estaba tranquilo; solo había dos chicas regordetas detrás del mostrador y un único cliente pidiendo una docena de FatOnes con doble de chocolate. Pendergast esperó a que pagara y se fuera para acercarse, haciendo tintinear el cinturón de herramientas.

—¿Está el encargado? —preguntó en tono imperioso, rebajando en unos cinco puntos el refinamiento de su acento sureño.

Una de las chicas se volvió sin decir nada y fue hacia el fondo. Regresó al cabo de un minuto con un hombre de mediana edad. Tenía los antebrazos fornidos, con mucho vello rubio y, aunque el día era fresco, sudaba.

—¿Qué pasa? —preguntó, limpiándose la harina en un delantal que ya estaba lleno de grasa y masa de donut.

—¿Usted es el encargado?

—El mismo.

Pendergast metió la mano en el bolsillo trasero de sus vaqueros y sacó una cartera con la identificación.

—Somos del departamento de Obras Públicas, de la división de Normativa. Me llamo Addison, y este es Steele.

Tras examinar la identificación que había falsificado Pendergast la noche anterior, el encargado gruñó.

—¿Y qué quieren?

Pendergast guardó la identificación y sacó unas hojas grapadas, de aspecto oficial.

—Nuestro departamento ha llevado a cabo una auditoría del historial de obras y permisos de los edificios del barrio de St. Michel, y han aparecido varios con problemas, incluido el suyo. Problemas gordos.

El encargado frunció el ceño mientras miraba las hojas que le mostraba.

—¿Qué tipo de problemas?

—Irregularidades en la obtención de permisos. Cuestiones estructurales.

—No puede ser —dijo—. Pasamos inspecciones cada poco tiempo, como con la comida y la higiene…

—Nosotros no somos de sanidad —le interrumpió sarcásticamente Pendergast—. Según el registro, este edificio se construyó sin los permisos adecuados.

—Eh, un momento, llevamos aquí doce años…

—¿Y por qué cree que han encargado la auditoría? —dijo Pendergast, sin dejar de agitar los papeles ante el rostro sudoroso del encargado—. Había irregularidades. Acusaciones de corrupción.

—Oiga, de este asunto no tiene que hablar conmigo; son los del departamento de franquicias los que llevan el…

—El que está aquí es usted. —Pendergast se inclinó—. Tenemos que bajar al sótano, para ver cuál es la gravedad de la situación. —Se embutió los papeles en el bolsillo de la camisa—. Y tiene que ser ahora mismo.

—¿Quieren ver el sótano? Por mí encantado —dijo el encargado, sudando en abundancia—. No es culpa mía si hay problemas. Yo solo trabajo aquí.

—Muy bien, pues vamos.

—Ahora mismo les acompaña Joanie, mientras, Mary Kate atenderá a los clientes…

—Uy, no —volvió a interrumpirle Pendergast—. No, no, no. Nada de clientes hasta que hayamos terminado.

—¿Nada de clientes? —repitió el encargado—. Escuche, tengo a mi cargo una tienda de donuts.

Pendergast se inclinó un poco más.

—Es una situación peligrosa. Incluso podría haber vidas en juego. Según nuestro análisis, el edificio es inestable. Tiene usted la obligación de cerrar las puertas al público hasta que acabemos de comprobar los cimientos y los muros de carga.

—No sé —dijo el encargado, frunciendo aún más el entrecejo—. Tendré que llamar a la central. Sería la primera vez que cerramos en horario comercial, y en mi contrato de franquicia pone…

—¿Que no sabe, dice? Pues nosotros no vamos a perder el tiempo mientras llama a fulanito, menganito o a quien se le ocurra. —Pendergast se inclinó todavía más—. ¿Por qué intenta ponernos trabas? ¿Sabe qué pasaría si el suelo cediera mientras un cliente está comiéndose una caja de…? —Pendergast hizo una pausa para mirar el menú expuesto encima del mostrador—. ¿FatOnes de chocolate y plátano con doble de crema y cobertura glaseada?

El encargado sacudió la cabeza en silencio.

—Le pondrían una denuncia. Le acusarían de negligencia criminal. Homicidio en segundo grado. Tal vez incluso… en primer grado.

El encargado dio un paso hacia atrás. Respiró por la boca, mientras se le formaban gruesas gotas de sudor en la frente.

Pendergast dejó que se hiciera un silencio tenso.

—Hagamos una cosa —dijo con súbita magnanimidad—. Mientras usted pone el cartel de «cerrado», el señor Steele y yo haremos una inspección rápida del sótano. Si la situación, es menos grave de lo que se nos ha hecho creer, podrá reanudar su actividad a la vez que nosotros completamos el informe sobre el inmueble.

La cara del encargado reflejó un alivio inesperado. Se volvió hacia sus empleadas.

—Mary Kate, cerramos unos minutos. Joanie, acompaña al sótano a estos señores.

Pendergast y D'Agosta siguieron a Joanie a través de la cocina, una despensa y un lavabo, hasta una puerta sin ningún letrero. Al otro lado había una escalera de cemento muy empinada que bajaba hacia la oscuridad. Cuando la chica encendió la luz, apareció un cementerio de aparatos viejos: batidoras profesionales y freidoras industriales, que parecían pendientes de una reparación. Saltaba a la vista que el sótano era muy antiguo; las dos paredes, una enfrente de la otra, estaban hechas con piedras sin labrar y bastas juntas de cemento. Las otras dos eran de ladrillo, de aspecto todavía más antiguo, pero mucho mejor ensambladas. Al pie de la escalera había cubos de basura de plástico, y en un rincón, hules y láminas de plástico se amontonaban de cualquier manera, como si se hubieran olvidado de ellos.

Pendergast se volvió.

—Gracias, Joanie. Trabajaremos solos. Cierre la puerta al salir, por favor.

La chica asintió con la cabeza y se fue por la escalera.

Pendergast se acercó a una de las paredes de ladrillo.

—Vincent —dijo, recuperando su tono habitual—, o mucho me equivoco o detrás de esto hay otro muro, a unos tres metros: el del sótano de Arne Torgensson. Y en medio deberíamos encontrar una sección del antiguo acueducto, en el que es posible que el bueno del doctor ocultase algo.

D'Agosta dejó caer la bolsa de herramientas, que hizo ruido al chocar contra el suelo.

—Calculo que tenemos como máximo dos minutos antes de que el necio de arriba llame a su jefe y empiece a salpicarnos la mierda.

—Qué pintorescas expresiones utiliza —murmuró Pendergast, examinando con su lupa la pared de ladrillo y dándole unos golpéenos con un martillo de bola—. De todos modos, creo que puedo conseguir un poco más de tiempo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Me temo que deberé informar a nuestro amigo el encargado de que la situación reviste todavía más gravedad de lo que habíamos creído en un principio. No solo hay que cerrar la tienda a los clientes, sino que incluso los empleados deberán salir del local hasta que hayamos completado la inspección.

Los pasos de Pendergast se alejaron livianos por la escalera, dejando paso al silencio. D'Agosta se quedó esperando en la oscuridad fresca y seca. Al cabo de un momento, procedente de arriba se oyó una erupción sonora: una protesta y voces airadas. El ruido desapareció casi tan rápidamente como había aparecido. Pendergast volvía a estar en lo alto de la escalera. Después de cerrar la puerta con cuidado, girando la llave, bajó y se acercó a la bolsa de herramientas. Metió la mano, sacó un mazo de mango corto y se lo dio a D'Agosta.

—Vincent —dijo con un esbozo de sonrisa—, le cedo a usted la iniciativa.

Pantano de sangre
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