73

—¿Paciente? —preguntó Pendergast. Brodie no dijo nada.

—Ya hablaremos de eso luego —dijo Pendergast—. De momento tengo a una colega herida en el pantano. Necesito su barco. Y estas instalaciones.

En vista de que June Brodie no mostró ninguna reacción, movió la pistola.

—Cualquier cosa que no sea la máxima diligencia y colaboración será gravemente perjudicial para su salud.

—No es necesario que me amenace.

—Lo siento, pero me temo que sí. ¿Me permite recordarle quién ha disparado primero?

—Ha irrumpido como el Séptimo de Caballería. ¿Qué esperaba?

—¿Dejamos para más tarde el intercambio de cumplidos? —contestó fríamente Pendergast—. Mi colega está malherida.

June Brodie, que a pesar de todo seguía manteniendo una notable compostura, pulsó la tecla de un intercomunicador de pared y habló en tono autoritario.

—Tenemos visita. Prepárate para recibir a un paciente de urgencias y espéranos en el muelle, con una camilla.

Cruzó la sala y salió por la puerta, sin mirar por encima del hombro. Pendergast la siguió por el pasillo, con la pistola a punto. Ella bajó por la escalera, atravesó el salón principal de la cabaña, salió del edificio y recorrió la plataforma, hacia el embarcadero y el pantalán flotante. Subió elegantemente a la parte trasera y puso el motor en marcha.

—Desamarre el barco —dijo—. Y aparte la pistola, por favor.

Pendergast se la metió en el cinturón y soltó la amarra. Brodie aceleró, pilotando la embarcación en marcha atrás.

—Debe de estar a unos mil metros al este-sudeste —dijo Pendergast, señalando la oscuridad—. Por ahí —añadió—. Hay un tirador en el pantano. Aunque supongo que usted ya lo sabe. Puede que esté herido, y puede que no.

Brodie le miró.

—Quiere ir a buscar a su colega, ¿o no?

Pendergast señaló el tablero de control del barco.

Ella aceleró sin decir nada más. Navegaron deprisa por la cenagosa orilla del brazo de río. Al cabo de pocos minutos, Brodie redujo la velocidad para meterse por un canal muy pequeño, que se bifurcaba varias veces formando un laberinto de vías de agua. Logró meterse en el pantano maniobrando de un modo que Pendergast creía imposible, sin salirse ni un momento de un canal sinuoso que ni siquiera la intensa luz de la luna permitía ver con claridad.

—Más a la derecha —dijo él, escrutando los árboles.

No llevaban luces; con la luna se podía ver más lejos. Y también era más seguro.

El barco hilvanaba su camino entre canales; de vez en cuando parecía a punto de encallar en el lodo, pero siempre acababa superándolo con un acelerón del motor a chorro.

—Allá —dijo Pendergast, señalando la marca del tronco.

El barco se paró lentamente en una barrera de fango.

—No podemos ir más lejos —murmuró Brodie.

Pendergast se volvió hacia ella, la sometió con mano experta a un rápido cacheo en busca de armas escondidas y habló en voz baja.

—Usted quédese aquí. Yo voy a recoger a mi colega. Si sigue colaborando, sobrevivirá a esta noche.

—Repito: no hace falta que me amenace —dijo ella.

—No es una amenaza, sino una aclaración.

Pendergast bajó por la borda y caminó por el cieno.

—Capitana Hayward —llamó en voz alta.

No hubo respuesta.

—¿Laura?

Nada, solo silencio.

Llegó en pocos instantes a donde estaba Hayward. Seguía conmocionada, medio inconsciente, con la cabeza meciéndose contra el tronco podrido. Pendergast miró un momento a su alrededor, por si oía algún susurro, alguna rama rota o veía un destello metálico que indicase la presencia del tirador. Al no ver nada, cogió a Hayward por debajo de los brazos y la arrastró hacia el barco por el fango. La subió por la borda. Brodie cogió el cuerpo flácido y le ayudó a depositarlo sobre la cubierta.

Se volvió sin decir nada y puso el motor en marcha. Salieron del canal marcha atrás y volvieron a gran velocidad al campamento. Cuando se acercaron, apareció un hombre bajo con ropa blanca de hospital, que estaba en el embarcadero, sin decir nada, junto a una camilla. Pendergast y Brodie sacaron a Hayward de la embarcación y la depositaron sobre la camilla. El hombre se la llevó por la plataforma y la metió en el salón principal de la cabaña. Entre él y Pendergast llevaron la camilla escaleras arriba, por el pasillo, hasta la sala de urgencias, con su extraña dotación de última tecnología, y la colocaron junto a un grupo de aparatos de cuidados intensivos.

Mientras trasladaban a Hayward de la camilla a una cama, June Brodie se volvió hacia el hombre bajo vestido de blanco.

—Intúbala —dijo con brusquedad—. Orotraqueal. Y oxígeno.

El hombre puso rápidamente manos a la obra; introdujo un tubo por la boca de Hayward y le administró oxígeno. Los dos trabajaban con una rapidez y economía de movimientos que respondía a años de experiencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Brodie a Pendergast mientras cortaba una manga llena de barro con tijeras médicas.

—Una herida de bala y el ataque de un aligátor.

Asintió con la cabeza. Después le tomó el pulso de Hayward, le midió la presión y examinó sus pupilas con una linterna. Sus movimientos eran diestros y muy profesionales.

—Cuelga una bolsa de Dextran —ordenó al hombre de blanco—, y ponle una vía de 14 g.

Mientras él trabajaba, Brodie preparó una aguja y tomó una muestra de sangre, llenando una jeringuilla y transfiriéndola a tubos de vacío. Después cogió un escalpelo de la bandeja estéril que tenía al lado e hizo una serie de cortes con destreza, para quitar el resto de la pernera.

—Irrigación.

El hombre le dio una jeringa grande, llena de solución salina. Ella limpió la herida de barro y suciedad, a la vez que arrancaba muchas sanguijuelas, y lo tiró todo a un triturador de residuos médicos. Tras inyectar anestesia local en torno a los cortes, muy profundos, y a la herida de bala, trabajó con diligencia no exenta de calma, limpiándolo todo con solución salina y antiséptico. Por último, administró un antibiótico y vendó la herida.

Levantó la vista hacia Pendergast.

—Se pondrá bien.

Como si la hubiera escuchado, Hayward abrió los ojos y emitió un sonido por el tubo endotraqueal. Cambió de postura en la cama de hospital y señaló el tubo, levantando una mano.

Tras un breve examen, June mandó quitar el tubo.

—Me ha parecido mejor prevenir —dijo.

Hayward tragó saliva dolorosamente y miró a su alrededor, enfocando los ojos.

—¿Qué pasa?

—Acaba de salvarla un fantasma —dijo Pendergast—. El fantasma de June Brodie.

Pantano de sangre
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