6
Nueva York
Sábado, cuatro de la madrugada. El teniente Vincent D'Agosta se abrió camino entre la multitud, se agachó para cruzar la cinta y se acercó al cadáver, tendido en la acera ante uno de los innumerables restaurantes indios de la calle Seis Este, todos idénticos. La sangre acumulada había formado un charco en el que los rojos y violetas del letrero luminoso del mugriento escaparate del local se reflejaban con un esplendor surrealista.
El delincuente había recibido como mínimo una docena de disparos, y estaba muerto, muy muerto. Yacía de lado, hecho un ovillo, con un brazo extendido y la pistola a seis metros. Un investigador de la policía científica estaba midiendo con una cinta métrica la distancia entre la mano abierta y la pistola.
El cadáver era de un varón caucásico, flaco, de algo más de treinta años, que se estaba quedando calvo. Parecía un palo roto, con las piernas torcidas, una rodilla levantada hacia el pecho, la otra extendida hacia atrás y los brazos en cruz. Los dos policías que le habían disparado, un negro musculoso y un hispano nervudo, estaban cerca, hablando con un agente de Asuntos Internos.
D'Agosta se acercó, saludó con la cabeza al de Asuntos Internos y estrechó la mano de los dos policías. Se las notó sudadas, nerviosas.
«Es muy duro haber matado a alguien —pensó D'Agosta—. Nunca se supera del todo».
—Teniente —dijo atropelladamente uno de los policías, ansioso de volver a contar lo sucedido a unos oídos nuevos—, acababa de atracar el restaurante a mano armada, y corría calle abajo. Nosotros nos hemos identificado y le hemos mostrado las placas; entonces ha empezado a pegar tiros. El muy cabrón iba corriendo a la vez que vaciaba el cargador. Había civiles en la calle, así que no hemos tenido más remedio. Debíamos dispararle. No había más remedio, se lo aseguro.
D'Agosta le puso la mano en el hombro y se lo apretó amistosamente, a la vez que echaba un vistazo a su identificación.
—Tranquilo, Ocampo, habéis hecho lo que teníais que hacer. La investigación lo demostrará.
—Ese tipo ha empezado a pegar tiros como si fuera el fin del mundo…
—Para él lo ha sido. —D'Agosta se llevó aparte al investigador de Asuntos Internos—. ¿Algún problema?
—Lo dudo, señor. Aunque hoy en día siempre hay una vista, pero el caso está muy claro.
El agente cerró la libreta. D'Agosta bajó la voz.
—Ocúpese de que estos dos hombres reciban ayuda psicológica. Y asegúrese de que no digan nada más hasta haber hablado con los abogados del sindicato.
—Entendido.
D'Agosta miró el cadáver, pensativo.
—¿Cuánto había sacado?
—Doscientos veinte, más o menos. Un drogadicto de mierda. Fíjese, se lo ha comido el caballo.
—Qué triste. ¿Alguna identificación?
—Warren Zabriskie, con domicilio en Far Rockaway.
D'Agosta miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza. Difícilmente se podía dar un caso más claro: dos únicos policías; el delincuente muerto, de raza blanca; innumerables testigos, y todo grabado por las cámaras de seguridad. Caso abierto, caso cerrado. No se presentaría ningún activista para armar un escándalo, ni habría manifestaciones de protesta o acusaciones de brutalidad policial. El pistolero había recibido su merecido. En eso estarían todos de acuerdo, aunque fuera a regañadientes.
D'Agosta miró a su alrededor. A pesar del frío, se había formado una multitud bastante numerosa al otro lado de la cinta: rockeros, yupsters y metrosexuales de East Village, o como diablos se llamasen ahora. La unidad forense seguía ocupada con el cadáver, mientras los de urgencias esperaban a un lado y el dueño del restaurante atracado respondía a las preguntas de unos detectives. Todos hacían su trabajo. Todo estaba controlado. Una mierda de caso, absurdo, estúpido, que generaría un alud de documentos, entrevistas, informes, análisis, cajas de pruebas, vistas orales y ruedas de prensa. Todo por doscientos miserables dólares para un chute.
Justo cuando se preguntaba cuánto tiempo tardaría en poder escapar con elegancia, oyó un grito y vio movimiento al fondo de la zona acordonada. Alguien había cruzado la cinta y había entrado sin permiso en el lugar de la investigación. Se volvió, irritado, y topó con el agente especial A. X. L. Pendergast, al que perseguían dos policías de uniforme.
—¡Eh, usted…! —exclamó uno de ellos, cogiendo a Pendergast de malas maneras por el hombro.
El agente se zafó con habilidad, sacó su placa y se la puso ante las narices.
—Pero ¿qué…? —exclamó el policía, apartándose—. FBI. Es del FBI.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó el otro.
—¡Pendergast! —llamó D'Agosta, yendo a toda prisa a su encuentro—. ¿Qué coño hace aquí? Este tiroteo no es exactamente de su…
Pendergast le hizo callar con un gesto brusco, cortando con la mano el aire entre los dos. En la penumbra de los fluorescentes, su cara se veía tan blanca que casi parecía un espectro, con su habitual traje negro hecho a medida, que le daba el aspecto de un próspero director de funeraria. Esta vez, sin embargo, por alguna razón no parecía el mismo. En absoluto.
—Tengo que hablar con usted. Ahora.
—Por supuesto. En cuanto haya resuelto esto…
—Quiero decir ahora mismo, Vincent.
D'Agosta le observó. No era el Pendergast sereno y compuesto a quien tan bien conocía; descubrió una nueva faceta en él: rabioso, brusco, con movimientos atropellados. Para colmo —observó al someterle a un examen más atento—, su traje, normalmente inmaculado, estaba lleno de arrugas.
Pendergast se volvió y le cogió por la solapa.
—Tengo que pedirle un favor. Más que un favor. Acompáñeme.
D'Agosta estaba demasiado sorprendido por su vehemencia para no obedecer. Abandonó el lugar de los hechos y, bajo la mirada atenta de sus colegas de la policía, siguió a Pendergast al otro lado de la multitud y por la calle hasta donde esperaba en punto muerto el Rolls del agente. Proctor, el chófer, estaba al volante, con una neutralidad muy estudiada en sus facciones.
D'Agosta prácticamente tuvo que correr para no quedarse rezagado.
—Ya sabe que puede contar con mi ayuda…
—No diga nada. No hable hasta haber oído lo que tengo que decirle.
—De acuerdo —se apresuró a añadir D'Agosta.
—Suba.
Pendergast se deslizó en la parte trasera, seguido por D'Agosta. El agente abrió un panel de la puerta y apareció un minúsculo bar. Cogió un decantador de cristal tallado, se echó tres dedos de brandy en una copa y se bebió de un solo trago la mitad. Después dejó el decantador en su sitio y se volvió hacia D'Agosta con un intenso brillo en sus ojos plateados.
—Sé que no es una petición normal. Si no puede, o no quiere, lo entenderé. Pero no me atosigue con preguntas, Vincent, no tengo tiempo. No tengo tiempo, y punto. Escúcheme y luego deme su respuesta.
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Necesito que se tome un permiso. Quizá de un año.
—¿Un… año?
Pendergast se echó el resto de la copa entre pecho y espalda.
—Podrían ser meses, o tal vez semanas. Es imposible saber cuánto durará.
—¿Cuánto durará qué?
Al principio el agente no contestó.
—¿Nunca le había hablado de mi difunta esposa, Helen?
—No.
—Murió hace doce años, cuando estábamos de safari en África. La atacó un león.
—Dios mío… Lo siento.
—En su momento, lo atribuí a un terrible accidente. Pero ahora sé que no lo fue.
D'Agosta se mantuvo a la espera.
—Ahora sé que la asesinaron.
—Dios santo.
—Sin embargo, el rastro ya se ha enfriado. Vincent, le necesito. Necesito su habilidad, su dominio de la calle, su conocimiento de las clases trabajadoras y su forma de pensar. Necesito que me ayude a encontrar a la persona o personas que lo hicieron. Naturalmente, correré con todos los gastos, y me ocuparé de que le mantengan el sueldo y las prestaciones médicas.
El interior del coche se quedó en silencio. D'Agosta estaba anonadado. ¿Qué implicaría para su carrera, su relación con Laura Hayward y… su futuro? Era una irresponsabilidad. No, más que eso: una locura absoluta.
—¿Sería una investigación oficial?
—No. Solo estaríamos usted y yo. El asesino puede hallarse en cualquier lugar del mundo. Actuaremos completamente fuera del sistema, de cualquier sistema.
—¿Y cuando encontremos al asesino? Entonces ¿qué?
—Nos encargaremos de que se haga justicia.
—¿Es decir?
Pendergast se sirvió más brandy en la copa con un gesto brusco, lo engulló y volvió a fijar en D'Agosta sus ojos fríos de platino.
—Le mataremos.