69
Pantano de Black Brake
Una luna de color mantequilla se elevó entre los gruesos troncos de los cipreses calvos, derramando una luz tenue en el pantano oscurecido por la noche. El faro de la lancha deslizaba su haz por la maraña de árboles y plantas que tenían delante, iluminando de vez en cuando pares de ojos brillantes. Hayward sabía que casi todos eran de ranas y sapos, pero empezaba a acobardarse. Aunque las extrañas historias que le habían contado de niña sobre Black Brake fueran simples leyendas, era consciente de que aquel lugar estaba infestado de aligátores y serpientes venenosas, unos y otras totalmente reales. Impulsó la lancha, empapada de sudor, manejando la pértiga desde el centro hacia atrás. Sobre su piel desnuda, la camisa de Larry le picaba y le escocía. Pendergast estaba echado en la proa, frente a los dos mapas abiertos, examinándolos al milímetro con su linterna. Había sido un viaje largo y lento, con constantes recovecos sin salida, falsas pistas y una minuciosa labor de navegación.
Pendergast enfocó la linterna en el agua y echó por la borda una pizca de polvo, con un vaso, para comprobar la corriente.
—Una milla, o tal vez menos —murmuró, reanudando el examen de los mapas.
Hayward empujó la pértiga. Regresó a la popa, la levantó, caminó hacia delante y la clavó otra vez en el fondo cenagoso.
Tenía la sensación de estar hundiéndose en aquella selva verde y marrón que les rodeaba.
—¿Y si el campamento ya no existe?
No hubo respuesta. La luna estaba más alta. Respiró el aire denso, húmedo y fragante. Un mosquito zumbó mientras intentaba meterse en su oreja. Lo ahuyentó de un bofetón.
—Tenemos delante el último canal de leñadores —dijo Pendergast—. Al otro lado está el tramo final de pantano antes de Spanish Island.
La lancha metió el morro en unos jacintos de agua medio podridos, que desprendieron un agrio olor vegetal.
—Apague el faro y las luces, por favor —dijo Pendergast—. No vayamos a alertarles de nuestra presencia.
Hayward desconectó las luces.
—¿De verdad cree que hay alguien más allí?
—Algo hay, de eso estoy seguro. Si no, ¿por qué se habrían esforzado tanto en detenernos?
Cuando sus ojos se acostumbraron, Hayward se quedó sorprendida por lo iluminado que estaba el pantano con la luna llena. Delante, entre los troncos, vio una cinta de agua que brillaba. Poco después, la lancha entró en el canal de leñadores, infestado de lentejas de agua y jacintos. Las ramas de los apreses se entrelazaban por encima, formando un túnel.
La lancha se detuvo de golpe. Hayward tropezó y usó la pértiga para mantener el equilibrio.
—Nos hemos enganchado con algo que hay debajo de la superficie —dijo Pendergast—. Puede ser una raíz o una rama de árbol caída. A ver si puede rodearla con la pértiga.
Hayward aplicó todo su peso a la pértiga. La popa de la lancha giró hasta que chocó fuertemente contra un tronco de ciprés. La embarcación tembló, cabeceó y se desprendió del obstáculo. Justo cuando Hayward se apoyaba en la pértiga, lista para impulsar de nuevo la lancha por el canal de leñadores, vio que se desprendía de las ramas de encima algo largo, reluciente y negro, que aterrizó en sus hombros. La cosa, fría y seca, resbaló por la piel de su cuello. Hayward tuvo que recurrir a toda su voluntad para no gritar de sorpresa y de asco.
—No se mueva —dijo Pendergast—. Ni un músculo.
La capitana esperó, haciendo un gran esfuerzo para quedarse quieta, mientras Pendergast daba un paso lentamente hacia ella, se paraba y, con mucho cuidado, se ponía en equilibrio sobre el arsenal del fondo de la lancha. Levantó una mano, le quitó de los hombros la gruesa y anillada visitante y la arrojó mediante un brutal latigazo. Al girarse, Hayward vio que la serpiente —que medía más de un metro— se retorcía en el aire hasta caer al agua, a popa de la lancha.
—Agkistrodon piscivorus —dijo Pendergast, muy serio—. Mocasín de agua.
Hayward sentía un hormigueo en la piel. Aún notaba la asquerosa sensación de tener algo resbalando por su cuerpo. Siguieron adentrándose por el canal y por la densa maleza. Tras echar un vistazo a su alrededor, Pendergast estudió otra vez los mapas y las cartas. Hayward manejaba la pértiga con precaución, sin apartar la vista de los troncos que se trenzaban sobre su cabeza. Mosquitos, ranas, serpientes… Lo único con lo que aún no se había encontrado era con un aligátor.
—Es posible que pronto tengamos que bajar e ir a pie —murmuró Pendergast—. Parece que delante hay obstáculos.
Levantó la vista del mapa y volvió a mirar a su alrededor.
Hayward pensó en los aligátores. «A pie. Genial». Plantó la pértiga y dio otro empujón a la lancha. De repente, en un destello negro y silencioso, Pendergast se le echó encima, la cogió por la cintura y ambos cayeron por la borda, a las aguas negras. Hayward se irguió debajo del agua, demasiado sorprendida para resistirse, mientras se le hundían los pies en el cieno del fondo. Al impulsarse y sacar la cabeza por la superficie, oyó una salva de disparos.
Una bala hizo clang al dar en el motor. Se encendió una pequeña llama. ¡Clang! ¡Clang! Los disparos procedían de la derecha, entre la oscuridad.
—Coja un arma —le susurró al oído Pendergast.
Asida a la borda, Hayward esperó un paréntesis en los disparos para levantarse, coger el arma que tuviera más cerca —un pesado fusil— y deslizarse otra vez hacia abajo. Otra ráfaga impactó en la lancha. Varias balas agujerearon el motor. Apareció una línea de fuego en el fondo de la embarcación. Le habían dado al tubo de la gasolina.
—¡No dispare! —susurró Pendergast, empujándola—. Vaya al otro lado del barco, diríjase a la otra orilla del canal y póngase a cubierto.
Medio a nado y medio vadeando, sin levantar la cabeza más de lo estrictamente necesario, Hayward se movió por el agua. La embarcación en llamas explotó tras ellos, proyectando un resplandor amarillo en el canal. Después de oír un estallido sordo, Hayward recibió la onda expansiva, a la vez que se elevaba en el aire nocturno una bola de fuego anaranjada y negra. Del montón de armas incendiadas surgió un petardeo de detonaciones de menor intensidad.
De pronto, llegaban disparos desde todas partes, agujereando al agua.
—Nos han visto —dijo con urgencia Pendergast—. ¡Sumérjase y nade!
Hayward respiró hondo, se zambulló y empezó a avanzar, con una mano torpemente cerrada en el fusil, impulsándose por las oscuras aguas. Cuando hundía los pies en el cieno, notaba objetos duros, y a veces no tan duros, y de vez en cuando la viscosa agitación de un pez. Trató de no pensar en los mocasines de agua, ni en las nutrias, ni en las sanguijuelas de veinte centímetros ni en todo lo que infestaba el pantano. Oía el ruido de las balas que penetraban en el agua. Con los pulmones a punto de explotar, salió, tomó una bocanada de aire y volvió a sumergirse.
El agua parecía viva, a causa del zumbido de las balas. Hayward no tenía ni idea de dónde estaba Pendergast. Aun así, siguió adelante; salía aproximadamente cada minuto para coger aire. Bajo sus pies, el fango empezaba a subir de nivel. Al poco tiempo empezó a arrastrarse por aguas cada vez menos profundas, mientras aparecían sobre ella los árboles del fondo del canal. A su derecha, el tirador seguía disparando. Las balas se clavaban en los troncos de encima. Aunque ahora los disparos eran más intermitentes. Evidentemente, o le había perdido el rastro o disparaba por aproximación.
Se arrastró por la resbaladiza orilla y se puso de espaldas entre los jacintos, recuperando el aliento con dificultad. Estaba totalmente cubierta de barro. Había sido todo tan rápido, que no había tenido tiempo de pensar. Finalmente lo hizo, y con denuedo. Esta vez no era la gente del pantano. Estaba segura. Parecía un solo tirador, alguien que sabía que irían allí, y que había tenido tiempo para prepararse.
Se atrevió a mirar a su alrededor, pero no vio ni rastro de Pendergast. Con el fusil apoyado en una mano, cruzó un riachuelo poco profundo, medio a rastras, medio a nado, al amparo de los árboles. Después se cogió a un viejo tocón podrido de ciprés y se escondió detrás. En ese momento oyó un suave chapoteo. Estuvo a punto de llamar en voz alta, pensando que era Pendergast, pero de repente se encendió un foco en el canal e iluminó el pantano a su izquierda.
Se agachó, procurando ocupar el mínimo espacio detrás del tocón. Con movimientos lentos y precisos, se puso el fusil por delante. Estaba cubierto de barro. Lo sumergió en el agua del riachuelo, agitándolo un poco para limpiarlo. Después lo sacó y lo fue palpando en toda su longitud, intentando averiguar qué era. De palanca, pesado, cañón octogonal y gran calibre. Parecía una 45-70, una copia moderna de un fusil del Oeste; tal vez una reproducción Winchester de una Browning antigua, lo cual significaba que probablemente aún pudiera disparar, pese a haberse mojado. En el cargador debía de haber entre cuatro y nueve balas.
El foco penetraba entre los árboles, barriendo el pantano. Ya no se oían disparos, pero la luz se acercaba.
Debería disparar a la luz. De hecho, era su único blanco, puesto que impedía ver lo demás. En silencio y muy despacio levantó el fusil, sacudiéndole los restos de agua. Después lo amartilló con precaución e introdujo a tientas una bala en la recámara. De momento todo iba bien. La luz, ya muy visible, se movía lentamente por el canal. Levantó el fusil para apuntar… y de repente notó el peso de una mano en el hombro.
Volvió a agacharse, reprimiendo un grito de sorpresa.
—No dispare —dijo la voz casi inaudible de Pendergast—. Podría ser una trampa.
Hayward se recuperó de la sorpresa y asintió.
—Sígame.
Pendergast dio media vuelta y se arrastró por el riachuelo. Hayward hizo lo mismo. La luna se había escondido detrás de las nubes, pero los últimos rescoldos del incendio de la lancha les proporcionaban la luz justa para orientarse. El pequeño canal se estrechaba. No tardaron en atravesar un barrizal cubierto aproximadamente por treinta centímetros de agua. El foco lo cruzó, en dirección hacia ellos. Pendergast se paró, respiró hondo y se hundió lo más posible en el agua. Parecía tan cubierto de barro como ella. Hayward siguió su ejemplo, con la cara casi en el cieno. El foco les pasó justo encima. Se puso tensa, esperando un disparo que no llegó.
Cuando la luz se alejó, se levantó. Vio al fondo del barrizal un grupo enorme de tocones de ciprés y troncos podridos. Pendergast iba derecho hacia allá. Hayward le siguió. Un minuto después estaban en posición.
Hayward pasó rápidamente por agua su fusil y volvió a limpiarlo. Pendergast sacó la Les Baer de la funda e hizo lo mismo que ella. Trabajaban deprisa, en silencio. Volvió a pasar la luz, más cerca que antes, directamente hacia ellos.
—¿Cómo sabe que es una trampa? —susurró Hayward.
—Demasiado evidente. Aquí hay más de un tirador, y están esperando a que disparemos al foco.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Esperar. En silencio. Sin movernos.
La luz se apagó. Reinó la oscuridad. Pendergast se puso en cuclillas, inmóvil, inescrutable, tras el gran amasijo de tocones.
Hayward escuchó atentamente. Parecía que se oyera ruido de agua y correteos en todas direcciones. Animales moviéndose, ranas saltando… ¿O era gente?
Al fin, la lancha incendiada se hundió. La capa de gasolina se consumió enseguida, dejando el pantano en una fresca penumbra. Aun así, siguieron esperando. La luz volvió a encenderse, y se acercó.