64

Regresaron al aparcamiento y dejaron el coche en el mismo hueco lleno de polvo. En el embarcadero se veía el mismo grupo de hombres, que se volvieron otra vez y les miraron fijamente. Al bajar del coche, Pendergast murmuró:

—Siga dejándolo en mis manos, capitana, si no le importa.

Hayward asintió con la cabeza, algo decepcionada. Había alimentado ciertas esperanzas de que alguno de aquellos muchachotes se pasara de la raya, para poder meterle un buen puro.

—¡Caballeros! —dijo Pendergast, dando zancadas hacia el grupo—. Fiemos vuelto.

Hayward volvió a estremecerse.

El gordo, Tiny, se adelantó y se cruzó de brazos, esperando.

—Señor Tiny, a mi compañera y a mí nos gustaría alquilar un deslizador para explorar el pantano. ¿Hay alguno disponible?

Ante la sorpresa de Hayward, Tiny sonrió. Los hombres intercambiaron miradas.

—Pues claro que puedo alquilarles un deslizador —dijo Tiny.

—¡Estupendo! ¿Yun guía?

Más miradas.

—Guías no tengo —dijo Tiny despacio—, pero les mostraré con mucho gusto la ruta en un mapa. Los vendo dentro.

—Concretamente, teníamos la idea de ir a conocer Spanish Island.

Un largo silencio.

—Perfecto —dijo Tiny—. Vengan al embarcadero privado del otro lado, que es donde tenemos las barcas, y se lo prepararemos todo.

Siguieron a la mole detrás del edificio, al embarcadero comercial del otro lado. Había media docena de deslizadores y lanchas de pesca deportiva, esperando tristemente en sus amarres. Pendergast los miró un momento con los labios apretados y eligió el deslizador que parecía más nuevo.

Media hora más tarde estaban en un deslizador de cuatro metros, adentrándose en Lake End con Pendergast al timón. Al salir a aguas abiertas, Pendergast aceleró, haciendo zumbar con fuerza la hélice; la embarcación se deslizó sobre el agua. El pueblo de Malfourche, con sus embarcaderos destartalados y sus tristes edificios inclinados, desapareció lentamente en una leve bruma pegada a la superficie del lago. Con su traje negro y su camisa blanca reluciente, el agente del FBI ofrecía una estampa hilarante en la cabina del deslizador.

—Ha sido fácil —dijo Hayward.

—Cierto —contestó él, observando la superficie del lago. Después la miró a ella—. ¿Se da cuenta, capitana, de que estaban informados de nuestra llegada?

—¿Por qué lo dice?

—Es previsible cierta hostilidad hacia clientes ricos que llegan en Rolls-Royce, pero ha sido tan concreta e inmediata que la única conclusión posible es que nos esperaban. A juzgar por el mensaje grabado en mi coche, nos han tomado por ecologistas.

—Usted ha dicho que éramos aficionados a los pájaros.

—Aquí vienen constantemente aficionados a los pájaros. No, capitana; estoy convencido de que creían que éramos funcionarios de medio ambiente, o científicos del gobierno, haciéndose pasar por ornitólogos aficionados.

—¿Nos habrán confundido con otros?

—Es posible.

La embarcación se deslizaba sobre las aguas marrones del lago. En cuanto el pueblo desapareció completamente, Pendergast dio un giro de noventa grados.

—Spanish Island queda al oeste —dijo Hayward—. ¿Por qué vamos al norte?

Pendergast sacó el mapa que le había vendido el gordo de Tiny. Estaba lleno de garabatos y de huellas de sus dedos sucios.

—Le he pedido a Tiny que marcase todos los caminos para ir a Spanish Island. Está claro que conocen mejor que nadie el pantano. Este mapa debería resultar de gran utilidad.

—No me diga que va a fiarse de él, por favor.

Pendergast sonrió amargamente.

—Me fío implícitamente… de que mienta. Todas las rutas que ha marcado podemos descartarlas; lo cual nos deja la llegada desde el norte. Así podremos evitar esta emboscada, en los brazos de río al oeste de Spanish Island.

—¿Emboscada?

Las cejas de Pendergast se arquearon.

—Vamos, capitana, seguro que sabe que la única razón de que hayamos podido alquilar esta lancha es que tienen planeado sorprendernos dentro del pantano. Aparte de ponerles sobre aviso de nuestra llegada, parece que también les han contado algo concebido para despertar su ira, con instrucciones de intimidarnos, o quizá incluso matarnos, si intentamos entrar en el pantano.

—Podría ser una coincidencia —dijo Hayward—. Quizá ahora mismo esté llegando a Malfourche el verdadero funcionario de medio ambiente.

—Me lo plantearía si hubiéramos llegado en su Buick, pero es indudable que estaban esperando a dos personas que se ajustaban a nuestro perfil, ya que su expresión, en cuanto hemos bajado del coche, ha sido de certeza absoluta.

—¿Cómo puede haberse enterado alguien de adonde nos dirigíamos?

—Excelente pregunta, para la que carezco de respuesta. Por el momento.

Hayward reflexionó un minuto.

—Entonces, ¿por qué se los ha puesto en contra de esa manera? ¿Por qué ha hecho de pijo quejica de ciudad?

—Porque tenía que estar seguro de su enemistad. Necesitaba cerciorarme de que marcarían mal el mapa. Así puedo confiar en el rumbo que tomemos. Desde un punto de vista general, una multitud agitada, airada y recelosa es mucho más reveladora en sus actos que otra que solo lo esté a medias o sea parcialmente amistosa. Si piensa en nuestro encuentro, creo que estará de acuerdo en que nos han dado mucha más información estando enfadados que si no lo hubieran estado. En ese aspecto, el Rolls me resulta de gran utilidad.

Hayward no estaba convencida, pero como no tenía ganas de discutir, no dijo nada.

Soltando una mano del timón, Pendergast sacó una carpeta de la americana y se la dio.

—Aquí tengo unas imágenes del pantano sacadas de Google Earth. No son demasiado útiles, ya que los árboles y otras plantas lo tapan casi todo, pero sí parecen confirmar que la vía de acceso más prometedora a Spanish Island es por el norte.

El lago hacía un recodo. Hayward vio a lo lejos, saliendo de la bruma, la línea baja y oscura de cipreses que señalaba el borde del pantano. Pocos minutos después los tuvieron delante, cubiertos de musgo, como túnicas de vigilantes de un horrible submundo; el hidrodeslizador fue engullido por el aire caliente, enrarecido y envolvente del pantano.

Pantano de sangre
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