16
Nueva Orleans
A Desmond Tipton le gustaba aquella hora más que ninguna otra: cuando las puertas estaban cerradas a cal y canto, cuando ya se habían ido los visitantes, y estaba todo en su sitio, hasta el menor detalle. Era el momento de tranquilidad, de cinco a ocho, antes de que el turismo de borrachera se abatiera sobre el Barrio Francés, como las hordas mongoles de Gengis Khan, infestando los bares y locales de jazz y perdiendo la conciencia a golpe de cócteles de whisky. Los oía en la calle cada noche: voces, gritos y maullidos infantiles de borracho que los antiguos muros de la casa Audubon solo amortiguaban a medias.
Aquella tarde, Tipton había decidido limpiar la figura de cera de John James Audubon, protagonista y razón de ser del museo. En el diorama de tamaño natural, el gran naturalista aparecía en su estudio, sentado al lado de la chimenea, con la tabla de dibujo y el lápiz en la mano, dibujando un pájaro muerto —un frutero de pico rojo— encima de una mesa. Tipton cogió la aspiradora manual y el plumero y se subió a la barrera de plexiglás. Empezó limpiando la ropa de Audubon, con repetidas pasadas de la pequeña aspiradora, que aplicó seguidamente a la barba y el pelo de la figura, a la vez que usaba el plumero para quitar las motas de suciedad del apuesto rostro de cera.
De repente oyó algo. Interrumpió su trabajo y apagó la aspiradora. Otra vez: alguien llamaba a la puerta de la calle.
Irritado, volvió a hundir el dedo en el botón, pero siguió oyendo golpes, aún más insistentes. Casi cada noche pasaba lo mismo: idiotas borrachos que leían la placa histórica al lado de la puerta y por alguna razón decidían llamar. La situación ya duraba años; cada vez había menos visitantes de día y más golpes y juerga de noche. Únicamente disfrutó de un respiro los primeros meses después del huracán.
Otra serie de golpes insistentes, rítmicos y fuertes.
Dejó la aspiradora, salió y fue hacia la puerta, haciendo crujir sus piernas patizambas.
—¡Está cerrado! —gritó a la puerta de roble—. ¡Váyase o llamaré a la policía!
—¿Es usted el señor Tipton? —preguntó una voz en sordina.
Las cejas blancas de Tipton se arquearon de consternación. ¿Quién podía ser? Los visitantes diurnos nunca se fijaban en él, ya que se pasaba el día sentado en su despacho, muy serio, investigando y evitando cualquier contacto con ellos.
—¿Quién es? —inquirió al recuperarse de la sorpresa.
—¿Sería posible seguir hablando dentro, señor Tipton?
Aquí fuera hace un poco de frío.
Tras un momento de vacilación, Tipton quitó el cerrojo y se encontró con un hombre delgado, vestido con un traje negro, una palidez fantasmagórica y unos ojos plateados en los que se reflejaba la penumbra del atardecer en la calle. Tenía algo que le hacía reconocible al instante, algo inconfundible que sobresaltó a Tipton.
—¿Señor… Pendergast? —se atrevió a decir, poco más que en un susurro.
—El mismo.
El hombre entró, cogió la mano de Tipton y le dio un breve y tibio apretón. Tipton se limitó a mirarle fijamente.
Pendergast señaló la silla del otro lado de la mesa, la de las visitas.
—¿Puedo?
Tipton asintió con la cabeza. Pendergast tomó asiento y cruzó una pierna encima de la otra. Tipton ocupó en silencio su silla.
—Parece que haya visto a un fantasma —bromeó Pendergast.
—Es que, señor Pendergast… —empezó a decir Tipton, confuso—. Creía… creía que la familia se había ido… No tenía ni idea… —Su voz se apagó.
—Los rumores de mi fallecimiento exageran mucho.
Tipton hurgó en el bolsillo delantero de su deslucido terno de lana, sacó un pañuelo y se dio unos toques en la frente.
—Encantado de verle. Realmente encantado.
Otro toque.
—El gusto es mío.
—¿Qué le trae por aquí, si no es indiscreción?
Tipton hizo el esfuerzo de recuperarse. Después de casi cincuenta años al frente de la Casa Audubon, sabía mucho de la familia Pendergast, y lo último que esperaba era volver a ver en carne y hueso a alguno de sus miembros. Recordaba la terrible noche del incendio como si fuera ayer: la multitud, los gritos en los pisos altos, las llamas subiendo hacia el cielo nocturno… En honor a la verdad, le había causado cierto alivio que los supervivientes de la familia se fueran de la zona. Los Pendergast siempre le habían puesto los pelos de punta, sobre todo el hermano raro, Diógenes. Había oído rumores de que Diógenes había muerto en Italia; también de que Aloysius estaba desaparecido, y no había inconveniente en darles crédito; parecía una familia destinada a extinguirse.
—Nada en particular, una simple visita a nuestra pequeña parcela de enfrente. Y ya que estaba en el barrio, se me ha ocurrido pasar a saludar a un viejo amigo. ¿Cómo sigue el museo?
—¿Parcela? Se refiere…
—Exacto. Al aparcamiento donde estaba Rochenoire. Nunca he sido capaz de desprenderme de ella, por… razones sentimentales.
Las últimas palabras fueron seguidas por un esbozo de sonrisa.
Tipton asintió con la cabeza.
—Claro, claro. En cuanto al museo… Ya ve cómo ha cambiado el barrio, señor Pendergast; a peor. Últimamente no viene casi nadie.
—Muy cambiado, en efecto… Da gusto comprobar que la casa museo Audubon sigue exactamente igual.
—Intentamos conservarla así.
Pendergast se levantó y juntó las manos en la espalda.
—¿Le importa? Soy consciente de que está cerrado, pero me encantaría dar una vuelta. Por los viejos tiempos. Tipton se apresuró a levantarse.
—Por supuesto. Disculpe por el diorama de Audubon. Estaba limpiándolo.
Le incomodó ver que se había dejado la aspiradora sobre las rodillas de Audubon y el plumero apoyado en el brazo, como si algún bromista hubiera querido convertir al gran hombre en una asistenta.
—¿Recuerda —dijo Pendergast— la exposición especial que usted organizó hará quince años, con motivo de la cual le prestamos nuestro Gran Folio?
—Naturalmente.
—La inauguración fue de lo más animada.
—Sí, es verdad.
Demasiado se acordaba Tipton: la tensión y el horror de ver a tanta gente entre las piezas, paseándose con copas de vino a rebosar… Era verano, una noche preciosa de luna llena, aunque no había podido fijarse en ella a causa de la angustia. Era la primera y última exposición especial que había montado.
Pendergast empezó a pasear por las salas del fondo, mirando las vitrinas de grabados, dibujos y aves, y los objetos, cartas y bocetos de Audubon. Tipton fue tras él.
—¿Sabe que mi mujer y yo nos conocimos aquí? Precisamente en la inauguración de la que hablamos.
—No, señor Pendergast, no lo sabía.
Tipton se sentía incómodo; Pendergast parecía dominado por un extraño entusiasmo.
—Tengo entendido que a Helen, mi mujer… le interesaba Audubon.
—Mucho, en efecto.
—¿Después… visitó alguna vez el museo?
—¡Desde luego! Antes y después.
—¿Antes?
A Tipton le sorprendió la brusquedad de la pregunta.
—Sí, claro. Venía de vez en cuando a investigar.
—A investigar —repitió Pendergast—. ¿Cuánto tiempo antes de que nos conociéramos?
—Al menos seis meses antes de la inauguración, o tal vez más. Era una mujer encantadora. Me quedé tan impresionado al enterarme de…
—Claro, claro —le interrumpió Pendergast; después se moderó, o como mínimo se controló.
«Este Pendergast es un tipo raro —pensó Tipton—; como los otros». Estaba bien ser excéntrico en Nueva Orleans, ciudad famosa por ello, pero aquello era pasarse de la raya.
—Yo nunca he sabido mucho de Audubon —añadió Pendergast—. La verdad es que no acabé de entender qué investigaba Helen. ¿Usted se acuerda?
—Un poco —dijo Tipton—. Le interesaba la época que pasó aquí con Lucy, en 1821.
Pendergast se detuvo ante una vitrina oscura.
—¿Tenía curiosidad por algo en concreto? ¿Preparaba algún artículo o algún libro?
—Supongo que usted lo sabrá mejor que yo. Aunque recuerdo que me preguntó más de una vez por el Marco Negro.
—¿El Marco Negro?
—El famoso cuadro perdido. El que pintó Audubon en el sanatorio.
—Perdóneme, pero mis conocimientos sobre Audubon son tan limitados… ¿De qué cuadro perdido se trata?
—De joven, Audubon contrajo una grave enfermedad, y durante su convalecencia pintó un cuadro; al parecer era excepcional, su primera auténtica gran obra. Más tarde desapareció.
Lo curioso es que nadie de quienes lo vieron hizo referencia a lo que representaba; solo decían que era de un realismo excepcional, y que tenía un marco insólito, pintado de negro. Parece que el tema del cuadro ya no podrá conocerse.
Ahora que pisaba terreno conocido, Tipton sintió que disminuía un poco su nerviosismo.
—¿Y a Helen le interesaba?
—Como a cualquier experto en Audubon. Fue el principio de la etapa de su vida que culminó con The Birds of America, la obra de ciencias naturales más importante que se ha publicado, con diferencia. El Marco Negro, según quienes lo vieron, fue su primera obra genial.
—Comprendo. —Pendergast se sumió en un silencio pensativo. De pronto salió de su mutismo y consultó su reloj de pulsera—. ¡En fin! Ha sido un gran placer volver a verle, señor Tipton.
Rodeó con su mano la de Tipton, que se quedó desconcertado al notarla aún más fría que al entrar, como si Pendergast fuera un cadáver que empezaba a enfriarse.
Le siguió hasta la puerta, y en el momento en el que Pendergast la abría, reunió el valor necesario para hacerle a su vez una pregunta.
—Señor Pendergast, ¿por casualidad aún tiene el Gran Folio de la familia?
Pendergast se volvió.
—Sí.
—¡Ah! Pues permítame una propuesta, y discúlpeme por ser tan directo: si alguna vez, por el motivo que sea, busca usted un lugar adecuado para el libro, donde esté bien cuidado y el público pueda disfrutarlo, nos sentiríamos muy honrados, como comprenderá…
Dejó la frase en el aire, esperanzado.
—Lo tendré presente. Que pase usted una buena noche, señor Tipton.
Para Tipton fue un alivio que no le tendiese por segunda vez la mano.
Cuando se cerró la puerta, giró la llave, echó el cerrojo y se quedó un buen rato inmóvil, pensativo. La mujer, devorada por un león; los padres, muertos tras un incendio en la casa provocado por unos incontrolados… Qué familia tan extraña. Estaba claro que a aquel hombre el paso de los años no le había vuelto más normal.