70

Judson Esterhazy, con botas altas de goma y llevando un Winchester 30-30 en las manos, cruzaba la maleza con la máxima precaución. El Winchester era mucho más ligero que el fusil de precisión, bastante más manejable, y lo usaba desde la adolescencia para cazar ciervos. Potente, pero elegante, era casi una extensión de su persona.

A través de los árboles veía la luz de Ventura, que oscilaba cada vez más cerca de la zona donde debían de haberse escondido Pendergast y la mujer. Esterhazy estaba apostado unos cien metros por detrás de donde les habían obligado a ir. ¡Qué poco sospechaban que les estaban encerrando en una pinza, a medida que Esterhazy se situaba por detrás de su posición entre los árboles caídos, y que Ventura se acercaba por delante! Eran un blanco fácil. Ahora solo necesitaba que disparasen, una sola vez. Entonces podría establecer su posición, y matarles a ambos. Tarde o temprano se verían obligados a disparar al foco.

El plan estaba saliendo de fábula. Ventura había hecho bien su parte. La luz, colocada en la punta de una pértiga, se movía despacio, dando saltos, cada vez más cerca de ellos dos. Esterhazy veía saltar el haz entre una maraña de raíces de ciprés y un tronco enorme y podrido tras un antiguo vendaval. Ahí era donde estaban ellos. No había ningún otro escondrijo en las inmediaciones.

Hizo una lenta maniobra para tener bien a la vista los árboles derribados por el viento. La luna, que estaba muy alta, salió de entre las nubes, bañando de luz blanca los más oscuros recovecos del pantano. Esterhazy les entrevió, en cuclillas detrás del tronco, concentrados en la luz que tenían delante… y plenamente expuestos a su maniobra lateral. Al final, ni siquiera haría falta que disparasen al foco.

Levantó despacio el fusil hasta la mejilla y miró por el visor nocturno Trident Pro 2,5x. Todo el lugar adquirió un relieve muy marcado. No podía apuntar a ambos a la vez, pero si abatía primero a Pendergast, ella no le pondría muchas dificultades.

Tras acomodar bien el cuerpo, ajustó la mira para situar la espalda de Pendergast en el centro de la cruz y se dispuso a disparar.

Hayward estaba en cuclillas detrás del tronco podrido, mientras la luz oscilaba erráticamente en las tinieblas.

Pendergast le susurró al oído.

—Creo que la luz está en la punta de una pértiga.

—¿Una pértiga?

—Sí. Mire qué manera tan extraña tiene de mecerse. Es un truco. Lo cual significa que hay otro tirador.

De repente la agarró y la sumergió en el agua poco profunda, con la cara en el barro. Medio segundo después, Hayward oyó un disparo justo encima, y el impacto sordo de una bala que se clavaba en la madera.

Siguió a Pendergast con movimientos desesperados, mientras el agente reptaba por el lodo hasta encajarse detrás de unas raíces enredadas; luego tiró de ella. Hubo más disparos; esta vez venían de delante y de detrás, atravesando las raíces en dos direcciones.

—Aquí no estamos protegidos —dijo Hayward, sin aliento.

—Tiene razón. No podemos quedarnos. Tarde o temprano alguna de las balas dará en el blanco. —Pero ¿qué podemos hacer?

—Yo me encargo del tirador que tenemos detrás. Cuando me vaya, cuente noventa segundos, dispare, cuente otros noventa y vuelva a disparar. No se moleste en apuntar, lo único que necesito es el ruido. Tenga cuidado de que no se vea el fogonazo. Luego péguele un tiro a la luz, pero solo tras los primeros dos disparos, los de mentira. No antes. Después, láncese al ataque… y vaya a matar.

—De acuerdo.

Pendergast desapareció raudo en el pantano. En respuesta, se oyó otra ráfaga de tiros.

Hayward contó hasta noventa, y disparó sin levantar el cañón de la escopeta. La 45-70 hizo un ruido enorme y dio un culatazo, sorprendiéndola con su estampido, cuyo eco se dispersó por el pantano. La réplica, una salva de balazos, penetró entre las raíces justo sobre su cabeza. Se tumbó en el fango. Después oyó a su izquierda el contraataque de Pendergast, que disparó en la noche su 45. Los disparos se alejaron. La luz osciló, pero sin avanzar.

Contó otra vez y apretó el gatillo. La segunda detonación del fusil de gran calibre desgarró el aire.

Las balas volvieron a pasar cerca, pero Pendergast replicó con un redoble de disparos, esta vez desde otro punto. La luz seguía sin moverse.

Hayward se giró, agazapada en el barro, y apuntó a la luz con absoluta precisión. Apretó lentamente el gatillo, hasta que hizo rugir la escopeta y la luz se deshizo en una lluvia de chispazos.

Se levantó de inmediato y, yendo a la máxima velocidad posible por un barro denso, que la succionaba, se dirigió hacia donde antes había estado la luz. Oyó cómo Pendergast disparaba con furia a sus espaldas, para mantener en su sitio al tirador de detrás.

Dos disparos perforaron los helechos, a su lado. Se arrojó hacia delante con el fusil preparado, y al irrumpir detrás de los helechos se encontró con el tirador, que estaba en cuclillas en una barca de fondo plano. El, sorprendido, se volvió hacia ella, que se lanzó al agua al mismo tiempo que apuntaba y disparaba. El hombre también disparó. Hayward sintió un dolor agudo en la pierna, seguido de un brusco aturdimiento. Reprimió un grito e intentó levantarse, pero la pierna no le obedecía.

Frenéticamente, abrió el cerrojo, esperando recibir en cualquier momento otro disparo, esta vez mortal, pero no llegó. Comprendió que debía de haber alcanzado al tirador. Sacando fuerzas de flaqueza, se tambaleó hasta conseguir arrastrarse por el agua poco profunda, y se cogió a la borda, apuntándole con la escopeta.

Estaba tirado en la barca, con una herida en el hombro, de la que manaba sangre. El fusil estaba partido en dos, evidentemente a causa de un balazo. Estaba intentando sacar una pistola con una sola mano. No era ninguno de los hombres del pantano. De hecho, Hayward nunca le había visto.

—¡No se mueva! —gritó, apuntándole con la escopeta, a la vez que intentaba no jadear de dolor. Se acercó, le quitó la pistola y le apuntó con ella—. Levántese despacio, sin trucos. Con las manos a la vista.

El gruñó y levantó una sola mano. La otra la tenía colgando, sin poder moverla.

Pensando en el otro tirador, Hayward procuró llamar lo menos posible la atención. Al examinar la pistola, vio que tenía el cargador Heno. Se la quedó y tiró al agua la escopeta.

El hombre gimió; tenía una mancha de luna en el torso, y otra oscura, de sangre, que se extendía poco a poco hacia abajo, desde el hombro.

—Estoy herido —se quejó—. Necesito ayuda.

—No es mortal —dijo Hayward.

Ella también sentía cómo palpitaba su herida, y su pierna parecía de plomo. Esperó no estar desangrándose. Como estaba medio hundida en el agua, el tirador no podía ver que había acertado. Sentía cómo resbalaban y chocaban cosas en su pierna herida; probablemente peces, atraídos por la sangre.

Sonaron más disparos por detrás: la rotunda detonación de la 45 de Pendergast, alternando con las del fusil del segundo tirador, más secas. Los tiros se volvieron esporádicos. Después, silencio. Un silencio largo.

—¿Cómo se llama? —preguntó Hayward.

—Ventura —dijo el hombre—. Mike…

Un único disparo. El hombre llamado Ventura salió despedido hacia atrás y cayó pesadamente en el fondo de la barca con un gruñido. Tembló un poco y se quedó quieto.

Presa del pánico, Hayward se hundió en el agua, agarrándose a la borda con una mano. Aquellos animales repulsivos de las aguas se estaban cebando en su herida. Sintió cómo se retorcían innumerables sanguijuelas.

Al oír un chapoteo, se volvió con la pistola, pero quien se acercaba por el agua era Pendergast, agachado, despacio. El agente le indicó que no hiciera ruido. Después se cogió a la borda, miró atentamente a todas partes y al cabo de un momento se levantó a pulso, con un hábil movimiento. Hayward le oyó moverse. Después, Pendergast volvió a saltar la borda y se sumergió al lado de Hayward.

—¿Está bien? —susurró.

—No, me han dado.

—¿Dónde?

—En la pierna.

—Hay que sacarla del agua.

La asió por el brazo y empezó a arrastrarla hacia la orilla. El silencio era profundo. El tiroteo había asustado a todas las formas de vida del pantano; habían quedado en suspenso. No se oían chapoteos, ni croar, ni zumbar, ni deslizarse.

Hayward percibió un movimiento en el agua. Después algo duro, con escamas, la rozó. Reprimió un grito. La superficie se volvió irregular a la luz de la luna. Asomaron dos ojos de reptil, y dos orificios nasales. El animal se echó encima de ella con una explosión aterradora de agua. Pendergast disparó al mismo tiempo. Hayward notó que algo afilado, enorme, inexorable, le apresaba la pierna. Después se vio arrastrada bajo la superficie, y el dolor se convirtió en una agonía.

Se retorció y forcejeó, sin que Pendergast le soltara el brazo, pero el gigantesco aligátor la estaba arrastrando hacia el barro del lecho del canal. Al intentar gritar, se le llenó la boca de agua estancada. Oyó el ruido sordo de los disparos del agente al otro lado de la superficie. Volvió a retorcerse y, clavando la pistola en la cosa que le aferraba la pierna, disparó.

Una detonación tremenda. La conmoción del disparo y la reacción del aligátor, espasmódica y brutal, se combinaron en un solo y enorme estallido. La horrible presión del mordisco desapareció. Hayward salió a rastras del fango, sin aliento.

Con un movimiento brusco, Pendergast tiró de ella hacia la Orilla, la arrastró por el bajío y la dejó sobre unos helechos. Hayward sintió que le desgarraba la pernera del pantalón, limpiaba lo mejor posible la herida y se la vendaba con las tiras de tela.

—El otro tirador —dijo, sintiéndose mareada—. ¿Le ha dado?

—No, aunque puede que le haya rozado. He conseguido que saliera de su escondrijo y he visto que su sombra se metía otra vez en el pantano.

—¿Por qué no ha vuelto a disparar?

—Quizá esté buscando otro emplazamiento desde donde mejorar su tiro. Al hombre de la barca le ha matado una bala de 30-30, no una de las nuestras.

—¿Un accidente? —dijo Hayward, jadeando, mientras intentaba no pensar en el dolor.

—Probablemente no.

Pendergast le pasó un brazo por los hombros y la hizo levantarse.

—Ahora solo podemos hacer una cosa: llevarla a Spanish Island. Enseguida.

—Pero ¿y el otro tirador? Sigue en alguna parte.

—Ya lo sé. —Pendergast le señaló la pierna con la cabeza—. Pero la herida no puede esperar.

Pantano de sangre
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